La visita en el tiempo, de Arturo Uslar Pietri





Arturo Uslar Pietri, nacido en Caracas el 16 de mayo de 1906 y fallecido en esta misma ciudad el 26 de febrero de 2001, fue probablemente, junto con Rómulo Gallegos, el principal escritor venezolano, así como uno de los más importantes escritores en lengua española del siglo XX. Paradójicamente no llegó a ser galardonado con el Premio Cervantes, aunque sí con el Príncipe de Asturias de las Letras en su convocatoria de 1990, junto con otros venezolanos y de otros países. Asimismo contaba, entre otras condecoraciones, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio y la Gran Cruz de Isabel la Católica, y fue miembro de las Academias venezolanas de la Lengua y de la Historia.

Aunque Uslar Pietri fue un hombre polifacético que cultivó disciplinas tan variadas como el derecho, el periodismo, la televisión o la política, se le recuerda principalmente por su obra literaria, que abarca novelas -la más conocida de ellas es sin duda Las lanzas coloradas-, cuentos, ensayos, libros de viajes, poesía y teatro. Dentro de su producción novelística nos encontramos con la también conocida La visita en el tiempo1, una biografía novelada -o novela histórica, como se prefiera- de don Juan de Austria publicada en 1990. La novela tiene en sí misma suficiente interés dada la apasionante -y a la postre desgraciada- historia del hermanastro de Felipe II que logró la proeza de vencer a los turcos en la batalla de Lepanto, y la prosa fluida de Uslar Pietri es todo un regalo para el lector.

Por si fuera poco, para los alcalaínos cuenta con el aliciente adicional de que en ella se narra el paso de don Juan de Austria por su Universidad, donde tuvo por compañeros de estudios al príncipe don Carlos y a Alejandro Farnesio, ambos nietos del emperador Carlos V y por lo tanto sobrinos suyos, aunque de su misma edad, con la diferencia de que, mientras el príncipe era hijo de Felipe II y por lo tanto heredero al trono, tanto don Juan de Austria como Alejandro Farnesio procedían de ramas bastardas, ya que la madre de este último, Margarita de Austria, era, al igual que don Juan de Austria, hija ilegítima del emperador.

Aunque el período complutense de nuestro personaje tan sólo abarca diez páginas del libro, no por ello deja de ser interesante recordar aquí la visión que el autor nos da de Alcalá, que comienza así:


Había que irse a Alcalá de Henares. El príncipe se había marchado pocos días antes. Farnesio y él irían a acompañarlo para realizar estudios y disfrutar del clima sano.

Don Juan fue a vivir con Don Carlos en el cerrado y cavernoso palacio que había construido el Cardenal Cisneros. Piedra gris labrada, rejas de hierro retorcido, claustros, patios, altas salas, corredores, pasadizos, escaleras y alcobas oscuras. Alejandro Farnesio tuvo otro alojamiento.

Honorato Juan, fraile y maestro de filosofía, iba a dirigirlos en los estudios. Fue grande el séquito; cada quien con su casa y servicio. Don García de Toledo y Luis Quijada llevaban la autoridad y representación del rey. En días sucesivos vinieron el rector, los maestrescuelas, los profesores con sus altos cuellos y sus boinas de raso, las autoridades locales, los vecinos notables y la chusma curiosa de estudiantes, capigorrones, medio pícaros y medio ascetas, que llenaban las aulas y formaban grescas en las calles.


Aquí el autor incurre en un error al afirmar que el Palacio Arzobispal fue construido por el Cardenal Cisneros, cuando en realidad éste era muy anterior y Cisneros ni siquiera realizó obras significativas en el edificio. Tras varios párrafos dedicados a la relación de amistad existente entre don Juan de Austria y la Princesa de Éboli, continúa:


Todo estaba regulado minuciosamente en Alcalá. Apenas levantados venía a unírseles Farnesio. La oración, la misa, el desayuno y, luego, el desfile de los maestros. Latín, filosofía, historia, composición. La imaginación se ausentaba del gangoso parlamento. «¿Me siguen Vuestras Altezas?» Regresaban al tema a trechos. Después venían la comida, los paseos, las visitas y, en todo momento, las íntimas confidencias y las esperanzas.

* * *

Se hablaba también de mujeres. Las pocas que veían en Alcalá o las que habían conocido en Madrid. (...) De las mujeres y las hijas de criados, de las entrevistas en calles y ceremonias. No faltaba el celestino. Había también las casas de putas de Alcalá que frecuentaban los estudiantes, pero sería un escándalo que alguno de ellos se atreviera a entrar en ellas.


A modo de curiosidad, cabe reseñar que los prostíbulos, o mancebías, tal como se los denominaba entonces, estaban situados en la zona de la calle de las Damas, cuyo nombre no dejaba de ser un eufemismo de la verdadera naturaleza de sus habitantes femeninas. Viene luego una interesante mención a la Biblia Políglota:


También les mostraron un grueso volumen, encuadernado en pergamino, con adornos de oro. Honorato Juan mismo les explicaba, mientras pasaba sus manos por las hojas multicolores impresas a dos columnas. «Éste es el gran monumento del Cardenal Cisneros y de la Universidad, es la palabra de Dios en sus textos originales más antiguos. Por muchos años trabajaron grandes sabedores para purificar y transcribir estos textos.» Había el texto latino de San Jerónimo, en letras claras, desnudas, pero también había aquellos otros textos en caracteres incomprensibles y enredados, en griego, hebreo, arameo. «En ninguna de esas lenguas lo podremos leer», decía el príncipe aburridamente. «La Iglesia conoce el peligro de que textos fundamentales se pongan en lengua vulgar. Vendrían las torpes interpretaciones de la ignorancia.»


Junto con una alusión al importante foco erasmista que fuera en sus orígenes la Universidad, bruscamente truncado por la Contrarreforma:


A veces faltaba el maestro de teología y venía a sustituirlo un viejo fraile, menudo, de palabra lenta y gestos cansados. Saludaba con una reverencia a los tres jóvenes. Con la mirada hacia el suelo, el maestro daba la impresión de que estuviera hablando para sí mismo.

«Nuestros reyes han ganado grandes batallas, pero aquí, en esta villa, se perdió una muy grande, la más grande de todas. Don Carlos derrotó al rey de Francia y lo tomó prisionero; derrotó a los príncipes herejes de Alemania. Eso lo sabemos. Pero la escondida batalla que se dio aquí no se sabe todavía quién la perdió.» Don Carlos, con su impaciencia habitual, interrumpía: «¿Qué batalla es esa que yo nunca he oído mentar?». «Señor, perdonadme; me extravío a veces cuando hablo. No hubo ejércitos, ni lanzas, ni cañones; pero hubo, sin embargo, una gran batalla, con muchas víctimas.»

La curiosidad de los jóvenes se extraviaba. «Lo que se perdió no fue un ejército, sino mucho más. Se perdió una ocasión única, se mató una gran esperanza. El Cardenal Cisneros creó esta casa para cambiar a España. Se dio cuenta de que había sonado la hora en que la Cristiandad tenía que renovarse y volver a sus fuentes.»

Alejandro Farnesio recobraba su tono burlón. «Eso no fue una guerra, sino una disputa de teólogos.» «Perdóneme Su Alteza si le digo que lo que allí se perdió fue más de lo que se ha perdido en ninguna guerra.»

Se animaba el diálogo: «Lo que el gran Erasmo quería, y era lo justo, era salvar la religión de los delirios racionalistas de los tomistas. La manía de especular y especular sobre el tenue hilo de la dialéctica». «Erasmo proponía volver a la fuente, a la palabra de Dios.»

«¿Acaso no se conoce la palabra de Dios?», interrogaba Don Juan con sorpresa. «Se conoce y no se conoce, señor. Tanto se ha interpretado, tanto se ha glosado, tanto se ha deducido, que es fácil extraviarse. Eso quería Erasmo, y el Cardenal Cisneros fundó esta casa para restituir la palabra de Dios a su pureza y verdad. Quince años trabajaron aquí los más grandes sabios en las Escrituras, para establecer las palabras verdaderas. No sólo la Vulgata de San Jerónimo, con todos sus errores, no sólo la versión griega de los Setenta, sino además los manuscritos hebreos más antiguos, para llegar al fundamento cierto de nuestra fe.»


Cabe suponer que Uslar Pietri se refiera a personajes como Juan de Vergara, Juan de Valdés, Pedro de Lerma o incluso al propio arzobispo Bartolomé de Carranza, todos ellos obligados a abjurar de sus presuntos errores por una Inquisición que logró hundir durante siglos en el oscurantismo al pensamiento español, otrora puntero en Europa.

Hemos de dar ahora un salto para leer como describe el autor el conocido accidente del príncipe don Carlos en una escalera del Palacio Arzobispal, que casi le cuesta la vida. Corría el año de 1562:


Era un domingo lento y fresco de primavera. En el largo atardecer, con muchas nubes y manchas de sombra sobre el paisaje, comenzó a correr el rumor. Don Carlos estaba gravemente herido. Lo habían hallado sin sentido en el fondo de una escalera excusada, con la cabeza rota contra una puerta de hierro. Lo recogieron inerte con mucha sangre. Parecía un títere desmadejado. Lo tendieron en su lecho. Pronto la habitación estuvo llena. Los ayos, los señores de custodia, los guardias, las mujeres de servicio, los vecinos fueron llegando. Pronto estuvieron llenos no sólo la alcoba, sino la antecámara, el corredor, la escalera. Los personajes lograban penetrar abriéndose paso a la fuerza. Los guardias intervenían inútilmente. Vinieron los maestros de la Universidad, los estudiantes, los priores de los conventos, la gente de la calle, los mendigos. Mujeres de pañolón negro y rosario. Comenzó a oírse entre el murmullo de las voces el sonsonete de los rezos. «Está muerto.» «Tiene la cabeza destrozada.» Cuando Don Juan logró llegar hasta el lecho, el príncipe estaba inconsciente. Parecía más pálido y más desmirriado que nunca. Por entre el pelo y en la cara se le veían grumos de sangre y una herida blanqueaba entre los cabellos apelmazados. Se le oía un ronquido de animal herido. Un médico le limpiaba la herida con una mezcla de manteca y vino. Al poco había tres médicos y algún barbero cirujano. Pedían paso vecinos que traían reliquias milagrosas, huesos de santos, clavos de la verdadera cruz, espinas de la corona, el dedo de una monja.

Partieron postas para Madrid y desde el atardecer comenzaron a llegar los grandes señores de la Corte, a caballo, en pesadas carrozas, en parihuelas. Todos de negro. El gentío desbordaba del palacio hacia la calle. El rey llegó en la noche con tres de sus médicos. Don Juan y Farnesio no desamparaban la cabecera del enfermo. Un mismo cuento deformado mil veces pasaba de boca en boca. ¿Qué había pasado? El príncipe se había marchado solo a una cita con la hija de un hombre del servicio. Había caído por el hueco de la oscura escalera o, acaso, alguien lo había empujado.

Despejaron la alcoba para el rey y su séquito. El rey, el duque de Alba y Ruy Gómez se sentaron frente al lecho. Ante ellos se pusieron los médicos. Un secretario les daba la palabra a indicación del rey. Se hablaba, con muchos latines, de los humores, los temperamentos y las materias, de nombres de raras fiebres, de la influencia de la constelación del día. «El humor flemático debe ser tratado con materias secas.» Había que aguardar a que la fiebre manifestara su naturaleza. En la noche, el rey regresó a Madrid en medio de una gran tormenta desfondada de truenos y rayos.

Cada quien, en la alcoba, tenía su opinión. Traer una famosa reliquia, ensayar pomadas y bebedizos, hacer sahumerios. La noche pasó en vela en torno al cuerpo inerte. Gentes en cuclillas se adormilaban en los rincones.

Al día siguiente el príncipe abrió los ojos abotagados y comenzó a decir algunas palabras torpes. La impresión de alivio duró poco. En los días siguientes empeoró. La cabeza tumefacta parecía más grande, le costaba trabajo abrir los ojos y tenía medio cuerpo paralizado. Cuando podía hablar les decía a sus compañeros: «Mis amigos, no me abandonéis». La fiebre lo sacudía sin tregua. A ratos deliraba. «Me aguardan en Flandes.»

Con la recaída acudió más gente de Alcalá y de Madrid. Continuamente llegaban grupos de cortesanos y de religiosos.


Tras ser atendido por varios médicos y curanderos, entre ellos el afamado Vesalio que le llegó a practicar una trepanación, don Carlos se hallaba al borde de la muerte, hasta el punto de recibir la extremaunción. Agotados todos los esfuerzos de la ciencia profana, se recurriría entonces a la intercesión ultraterrenal:


La noche y el día se confundían. Por la calle avanzaban procesiones y rogativas. Olía a sudor, a trapo viejo, a incienso, todo confundido. Cada recién llegado traía la oferta de una curación prodigiosa, con una reliquia infalible, con un unto, con un alcohol de alquimista, con un barro sulfuroso, con un cocimiento de raras yerbas.


Hasta que finalmente:


A algunos se les había ocurrido pero fue el duque de Alba el que resueltamente lo propuso. Había que traer a la cámara del moribundo la momia de Fray Diego de Alcalá. Después de un siglo de muerto conservaba la fama de una prodigiosa santidad. Se sabía de los que habían recuperado la vista con sólo tocar la urna de sus despojos, los que habían sanado de graves heridas, los que habían sido dados por muertos y habían resucitado. Con frecuencia entraba en éxtasis. Caía de rodillas en trance, cruzaba las manos, ponía los ojos en blanco y quedaba suspendido en el aire. «Flotaba como una nube.» En la cocina, en medio de la tarea, con el fuego, las viandas y las ollas, entraba en éxtasis. Un día los otros frailes vieron llegar a ángeles para hacer la tarea que Fray Diego había dejado inconclusa.

En pleno mediodía comenzó la procesión desde la iglesia del convento. Iba abierta la tapa de la urna, llevada en andas por cuatro religiosos. Delante y detrás obispos y clérigos con altas cruces, incensarios y mucho rezo coreado. Llegaron al palacio y subieron lentamente la gran escalera. El gentío cayó de rodillas en un murmullo de rezos. Llegaron a la alcoba y bajaron la caja mortuoria hasta ponerla sobre el lecho junto al cuerpo del príncipe. De la estameña que cubría los restos brotaba la capucha entreabierta, un rostro momificado, piel cetrina seca pegada al esqueleto. Dos huecos oscuros marcaban el sitio de los ojos, la boca descarnada dejaba asomar algunos dientes amarillos. El obispo oficiante tomó el brazo de la momia y lo puso sobre el pecho del príncipe.

Como es sabido, contra todo pronóstico el príncipe logró recuperar la salud física, aunque no la mental ya de por sí bastante deteriorada, por lo que fue creencia generalizada que ésta había tenido lugar merced a la intervención milagrosa de san Diego, algo que habría de tener consecuencias importantes, tanto para el convento franciscano en el que se custodiaba su cuerpo como para la propia Alcalá, merced al trato de favor que recibieron a partir de entonces por parte de los sucesivos monarcas de la dinastía de los Austrias, comenzando por la promoción de su canonización que tuvo lugar en 1588. Lamentablemente no pensaron del mismo modo quienes, a mediados del siglo XIX, decretaron la bárbara demolición del cenobio, previamente desamortizado, de modo que a excepción del propio cuerpo de san Diego son muy pocos los vestigios que se conservan hoy del otrora imponente edificio.


Y eso es todo en lo que respecta a la descripción de Alcalá en La visita en el tiempo dado que, pese a quedar todavía muchas novela por delante, a partir de este episodio don Juan de Austria abandonará la todavía villa del Henares para seguir otros derroteros en su corta, pero intensa, vida.




1 Para escribir este artículo he seguido la edición del Círculo de Lectores de 1993.


Publicado el 14-3-2017