Mi casa natal





Mi casa natal en 1963: las dos puertas con marco de madera situadas a la izquierda de la bodega de Torres
Fotografía de la colección de Pedro Campos publicada en Alcalá habla, hoy es ayer de Ramón del Olmo



Han derribado mi casa natal, de la que sólo queda ya el triste muñón de su tuerta y vacía fachada. Este hecho no tiene en sí demasiado de particular; son muchas las casas antiguas -o cuanto menos viejas- que han desaparecido en Alcalá a lo largo de los últimos años, y cabe presumir que esto es algo que seguirá ocurriendo. Su derribo, pues, no tiene demasiada importancia para la ciudad, pero sí la tiene, y mucho, para mí, porque es la casa donde vivieron mis abuelos desde antes de la guerra civil, donde nacieron mi madre y mis tíos, donde nací yo...

Son muchos, se me objetará con razón, los que antes de mí han pasado por esta experiencia, y todos ellos sin duda habrán sentido en sus carnes el aguijón de la nostalgia... Como lo estoy sintiendo yo ahora. Porque ésta era mi casa, mi primera casa, pese a que han pasado ya cerca de cuarenta años1 desde que la abandonamos para irnos a vivir -tenía yo tres o cuatro años- a un piso que entonces era moderno, de los primeros que se construyeron en Alcalá, en la calle que durante muchos años se llamo Dieciocho de julio y ahora responde al nombre de Pintor Picasso... pero ésta es otra historia que contaré en su día.

Es a la vieja casa de la calle del Carmen Calzado, número 12 concretamente, donde están ligados mis primeros recuerdos infantiles, esos retazos inconexos de nuestra más remota memoria que todos atesoramos con nostalgia, no sólo los de los primeros tres años y pico de mi vida, sino también los de los años posteriores, que fueron bastantes más por cierto, durante los cuales seguí frecuentando asiduamente la casa, primero porque en ella seguían viviendo familiares míos, y posteriormente porque mi tío mantuvo abierto allí, hasta que una enfermedad le obligó a cerrarlo, un taller de reparación de calzado que era, en la práctica, una de las tertulias más populares, en todos los sentidos, del centro de Alcalá. Y de eso también tendré que hablar algún día.

Contemplando esa fachada vacía, sin nada que arropar detrás, afloran continuos recuerdos a mi mente: La bodega de Torres Filoso, con su viejo y achacoso pastor alemán que atendía al exótico nombre de Tarzán; la tienda de piensos -sí, de piensos, aunque más adelante se reconvirtiera en tienda de ultramarinos cuando el progreso acabó con la cría de pollos y conejos- de Félix Fernández Lizana; el taller de cerrajería de Fraile; la tienda de curtidos de Julio Bernardos, con su penetrante olor a cuero; la churrería de Calleja; la tienda de fotografía de Panta; el viejo mercado, con su verja de hierro... Nada de esto existe ya, salvo en nuestra memoria y, con suerte, en alguna amarillenta fotografía.




El nuevo edificio que se alza ahora sobre el solar de mi casa natal


Es mucho lo que me viene a la mente a borbotones, bastante más de lo que yo pudiera imaginar. Los juegos en mitad de la calle del Carmen Calzado, por la que entonces -¡quién lo diría!- apenas discurría tráfico a pesar de no ser peatonal. Las incursiones diarias a la cercana biblioteca Cardenal Cisneros, en la cual podía saciar mi ansia infantil por la lectura. Las visitas a la también cercana fábrica de la Cervantina -todavía recuerdo el penetrante olor a amoníaco- para comprar barras de hielo, que el frigorífico era todavía un lujo asiático del que muy pocos afortunados disponían aún. Las escapadas a los dos minúsculos quioscos -el del señor Emilio y el de Retabel- para comprar pipas, chucherías y pequeños juguetes tales como los indios de plástico. Los vecinos sentados en el suelo del comedor de nuestra casa, sobre mantas tendidas, para ver una corrida de toros en nuestra televisión, una de las pocas que todavía había en el barrio. La efímera -y por mí llorada- librería Alcalá, un auténtico paraíso para los niños que entonces, al contrario de lo que ocurre ahora, devorábamos cualquier texto impreso que cayera en nuestras manos, desde tebeos a novelas, de ciencia ficción en mi caso -la entrañable colección Luchadores del Espacio, que milagrosamente conservo-, pasando por El Capitán Trueno, los libros de la colección Historias, los álbumes de cromos...

No acaban aquí mis añoranzas. Asociados a esa casa que no existe ya, tengo recuerdos de mis primeros estudios en el colegio de las Escolapias; del viejo patio de la casa, con su pila de piedra que llegué a temer que acabara -por fortuna no fue así- rota y abandonada en un vertedero cuando la vislumbré solitaria en el desnudo solar; de la oscura trastienda de mi tío, repleta de los rollos de cuero y material plástico que utilizaba para su trabajo; de la misteriosa cueva, a la que a pesar de mis deseos nunca me dejaban bajar; de las casetas que se instalaban para ferias en los soportales de la calle Mayor; del viejo camión de reparto de la bodega de Demetrio, una reliquia lamentablemente desaparecida; del cine Pequeño, ahora flamante teatro y corral de comedias, pero entonces humilde sala de proyecciones convertida en mi favorita dado que era el más barato de los tres y, dado que la empresa proyectaba las mismas películas en todos ellos, tan sólo había que tener un poco de paciencia y esperar a que le llegara el turno; del mal llamado ambulatorio -en realidad era, y sigue siendo, un simple consultorio, ahora renombrado como centro de salud- de la Seguridad Social, frontero con nuestra casa; de las patatas fritas de Calleja, a dos pesetas la bolsa pequeña y cinco la grande...

También fue mi vieja casa el punto de partida de mi primera incursión en solitario por las calles de Alcalá -afición que nunca he perdido- cuando, con apenas tres años, aproveché un descuido de mi familia y una puerta imprudentemente abierta para salir a explorar la ciudad, acabando la aventura en la para mí lejana calle de la Tercia...

En resumen: Son muchos los recuerdos que se me han ido con la casa, y poco me consuela que por una inexplicable decisión municipal se conservara una fachada que ni histórica ni estéticamente tenía el menor valor, burdo remedo tan sólo de lo que fue y ya no es. Porque una parte muy importante de mi vida estaba tras ella, en esas habitaciones oscuras y sombrías que se fueron para siempre. Era consciente de la inevitabilidad de que tarde o temprano ocurriera, pero no por ello dejó de dolerme, y mucho, por más que mi parte racional lo asumiera como inevitable e incluso como positivo. Pero mi parte sentimental, poco dada a cualquier reflexión lógica, me impide sentirlo de otra manera a como lo hubiera sentido el niño que nació y pasó tantos buenos momentos en esta modesta vivienda.


Addenda




La pila y el pozo conservados en el nuevo patio


Gracias a la amabilidad de don Segundo de la Riva pude comprobar, veintiún años después de haber escrito el artículo, que la pila de piedra que temiera ver desaparecida -me satisface sobremanera que mis temores no tuvieran fundamento alguno, y reconozco satisfecho mi error- había sido cuidadosamente conservada y colocada en el patio del nuevo edificio que sustituyó a mi antigua casa natal. Y no sólo la pila sino también el brocal del pozo, tapiado en mi infancia y rescatado junto a su compañera en una muestra de sensibilidad y de respeto por nuestro patrimonio por desgracia no tan frecuente como hubiera sido de desear, lo que condenó a muchos pequeños y no tan pequeños tesoros complutenses a la destrucción y al olvido. Vaya aquí, como alcalaíno y como persona vinculada sentimentalmente a esta casa, mi agradecimiento por ello.




1 Referidos a cuando escribí el artículo, en marzo de 2000. Ahora son veintiuno más.


Publicado el 1-4-2000, en el nº 1.662 de Puerta de Madrid
Actualizado el 12-5-2021