La imagen de san Diego del museo
de San Gil de Atienza (Guadalajara)





Imagen de san Diego conservada en el museo de San Gil de Atienza
Fotografía cedida por José Prieto



En este país nuestro, tan rico en patrimonio artístico como, en buena parte, desinteresado de todo aquello que tenga que ver con la cultura, nos encontramos con ejemplos casi diríase que milagrosos que nos demuestran que incluso en el más estéril de los terrenos es posible la floración. Lo cual, dicho sea de paso, te reconcilia, siquiera en parte, con la humanidad.

Uno de estos milagros se encuentra a poco más de cien kilómetros de Alcalá, en la villa de Atienza. Situada en las altas parameras que drenan al Henares en las estribaciones sureñas de la sierra del Alto Rey, Atienza es una ciudad que rezuma historia al alzarse en un estratégico cruce de caminos vital para el control de la que durante varios siglos fue la frontera entre los reinos cristianos y la España aún irredenta. Eran los tiempos del Cid, y se la cita en el Cantar, cuando todavía era musulmana, como “peña muy fuert”. Reconquistada en el siglo XII, pero todavía con la vecindad no siempre amistosa del reino de Aragón, la población creció en torno a la peña de su imponente castillo creándose varios barrios y arrabales que llegaron a contar nada menos que con doce parroquias, de las que hoy se conservan en mejor o peor estado siete, junto con tres ermitas y el ábside de un antiguo convento franciscano.




Detalle de la imagen de san Diego
Fotografía cedida por José Prieto


Lo cual, teniendo en cuenta que su población a principios del siglo XX llegó a rondar las 2.000 personas y que en la actualidad ni siquiera alcanza las 500, ha de sorprender necesariamente al visitante al descubrir que los atencinos no sólo preservan con celo sus tradiciones -es particularmente famosa la Caballada, en recuerdo de cuando sus antepasados rescataron en 1162 al rey niño Alfonso VIII de las acechanzas del rey leonés Fernando II-, sino que además mantienen al pueblo vivo y convertido en un atractivo reclamo turístico, lo cual no es poco en unas tierras tan deprimidas como son las sierras del norte de la provincia de Guadalajara.

Y por si fuera poco, he aquí el milagro, Atienza cuenta con nada menos que tres museos instalados en otras tantas iglesias, las cuales han encontrado así un uso apropiado dado que para su reducida demografía bastaba con una sola -la de San Juan del Mercado, interesante por sí misma- para cubrir las necesidades religiosas de la población. De las seis restantes San Salvador es de propiedad particular y Santa María del Rey, delante de la cual se encuentra el cementerio, permanece cerrada, al igual que ocurre con Nuestra Señora del Val, situada extramuros.

Son, pues, las tres restantes -San Gil, San Bartolomé y la Trinidad- las sedes de sus respectivos museos, en los que se puede contemplar una parte importante del patrimonio religioso de la villa así como unas interesantes colecciones de orfebrería, arqueología y paleontología además de, por supuesto, el Museo de la Caballada en la iglesia de la Trinidad.




Cabeza de la imagen de san Diego
Fotografía cedida por José Prieto


Y aunque el mérito ha de ser atribuido a todo el pueblo, es de justicia recordar a su promotor, el sacerdote don Agustín González, ya que muy pocos ejemplos similares podremos encontrar a buen seguro a lo largo y ancho de nuestro país.

Pero como este artículo está dedicado a la iconografía de san Diego, una vez concluida la necesaria introducción conviene que nos centremos en este tema. Fruto de mis viajes a Atienza fue el descubrimiento de una interesante talla del lego franciscano en el museo de San Gil. Se trata de una obra anónima de finales del siglo XVI de porte mediano -94 centímetros de altura- procedente con toda probabilidad de algún templo atencino, quizá del desaparecido convento franciscano, aunque no me ha resultado posible determinar su origen exacto, ya que éste es desconocido por los responsables del museo. La talla está policromada y estofada y representa al santo con su habitual ramo de flores sujeto en el regazo, en recuerdo del famoso milagro mediante el cual convirtió en rosas los alimentos que sacaba a escondidas de la cocina del convento para dárselos a los pobres cuando fue sorprendido por sus superiores. La mano izquierda, alzada y vacía, debió de sostener originalmente un crucifijo, otro de sus atributos, hoy desaparecido.


Publicado el 7-6-2017
Actualizado el 20-6-2017