Alcalá en el Viaje por España del barón Charles Davillier





Retrato del barón de Davillier



El siglo XIX, centuria que fue vital para la modernización y el progreso de la mayor parte del continente europeo, supuso para España un claroscuro en el que se mezclaron los esfuerzos de una minoría que quería hacer de ella un país moderno con la inercia de una sociedad anclada en el pasado y que entendía como peligroso todo aquello que supusiera acabar con las rémoras de un pasado tan imperial como obsoleto.

Todo ello daría como resultado una España desgarrada y trágica que, como suele ocurrir demasiado a menudo, sólo fue contemplada allende nuestras fronteras bajo el prisma de un tipismo tan colorista como falso... Era la España de la Carmen de Bizet y de Merimée, la España de la pandereta y del bandolero generoso que sólo existía, las más de las veces, en la encendida imaginación de los viajeros románticos que por entonces acostumbraban a visitarla en busca de un pintoresquismo que en los países vecinos había desaparecido ya y aquí se batía en retirada ante el empuje de los ferrocarriles y los demás avances tecnológicos.

Uno de estos viajeros llegados a España en busca no de la realidad, sino de su exótica y falsa estampa, fue el barón Charles Davillier, caballerizo mayor de Napoleón III a la par que anticuario e hispanista. El barón, que había viajado varias veces por España y era amigo íntimo del pintor Mariano Fortuny, escribiría su Viaje por España a raíz de un periplo realizado por nuestro país en el año 1862 acompañado de un dibujante de excepción, nada menos que Gustavo Doré, interesado en conocer la patria de Cervantes para así poder realizar una de sus obras cumbres, la ilustración del Quijote.

Ambos, Davillier y Doré, habrían de visitar Alcalá dejándonos testimonio de su paso por nuestra ciudad aunque el dibujante ¡ay! prefirió dedicar su pluma al tema de los tunos y los estudiantes, en una época en la que hacía veinticinco años que había sido suprimida la universidad, antes que reflejar en sus dibujos alguno de los edificios más representativos de Alcalá. Es una lástima, indudablemente, aunque aún nos queda la descripción de Davillier, que paso a transcribir en su totalidad:


Alcalá de Henares, la sabia ciudad de la vieja España, la antigua rival de Salamanca, sólo es hoy una pequeña ciudad de diez mil habitantes, una estación poco importante del ferrocarril de Madrid a Zaragoza. Después de haber dejado a nuestra derecha un vasto cuartel llegamos a la calle principal, donde a primera vista nada nos recordó el antiguo esplendor de Alcalá.

Nuestra primera visita fue para la Universidad, construida por orden del célebre Cardenal Cisneros, protector de Alcalá. La fachada, aunque muy deteriorada desgraciadamente, está adornada con muy hermosas esculturas de ese gracioso estilo Renacimiento español, de tanta elegancia en sus ingeniosas fantasías. La capilla conserva aún vestigios de su antigua riqueza, y sus adornos de gusto árabe son una de las mejores muestras de ese delicado estilo mudéjar del siglo XVI.

La Universidad de Alcalá era en el siglo XVI la más célebre de toda España, después de la de Salamanca. Los estudiantes, que también eran aquí tan numerosos como en esta última ciudad, hicieron un magnífico recibimiento a Francisco I cuando el prisionero de Pavía visitó este célebre centro de cultura.

Andrea Navagero, embajador de la República de Venecia, que visitó Alcalá en 1523, da algunos curiosos detalles sobre la Universidad “en la cual -dice- todos los cursos se dan en latín y no como en las otras universidades de España, en las cuales se dan en español. Francisco Ximénez, arzobispo de Toledo y cardenal, fundó en ella una biblioteca con muchos libros latinos, griegos y hebreos. Hizo construir una iglesia al lado, colegios muy hermosos, y dotó con una renta suficiente tanto a la iglesia como a los profesores. Además embelleció mucho la catedral, no lejos de la cual hizo construir un palacio para él. E introdujo en el país muchas mejoras y embellecimientos”.

El estudiante más ilustre de Alcalá fue el infante Don Carlos, quien tenía más gusto por las armas que por los libros, y en una de las escaleras de la Universidad tuvo una caída de la que se resintió toda su vida. El 9 de mayo de 1562, habiéndose caído de cabeza, se hirió muy peligrosamente y el rey, que estaba en Madrid, acudió a toda prisa, llevando con él el cuerpo del bienaventurado Diego, de la Orden de San Francisco, cuerpo que se creía curaba milagrosamente a los enfermos. Se tendió el cuerpo del fraile sobre el de Don Carlos, quien escapó milagrosamente de la muerte. Bien es verdad que fue preciso hacerle la trepanación. Y se afirma que su cerebro no se restableció por completo de las consecuencias de esta operación. Lo cierto es que el desgraciado príncipe dio más tarde infinitas muestras de locura.

La catedral de Alcalá, que se llama la Iglesia Magistral, o simplemente la Magistral, es la única que se designa por ese nombre en España. Esta iglesia data del siglo XV y encierra detalles muy interesantes. Mencionemos primero la reja del coro, que es obra de un francés, como lo demuestra esta inscripción: "Maestro Juan, francés, maestro mayor de las obras de fierro en España".

Se sabe que varias ciudades de España se han disputado la gloria de haber sido el lugar de nacimiento de Cervantes, lo mismo que sucedió antaño a algunas ciudades de Grecia respecto de Homero. Se ha demostrado hoy que el inmortal autor de Don Quijote nació en Alcalá el 9 de octubre de 1547 y que fue bautizado en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor. Nos enseñaron la casa donde nació, en la que una lápida lo dice.


Y eso es todo en lo que respecta a Alcalá, puesto que a continuación Davillier se explayará en el tema de los estudiantes y los tunos olvidándose definitivamente de Alcalá... Y es que, al parecer, este tema le interesaba más que la historia de nuestra ciudad en cuya descripción, por cierto, comete varios errores de bulto tales como considerar compatriota suyo al autor de la rejería de la Magistral, que era francés sólo de apellido.

Aun cuando no se trata de la mejor descripción existente sobre nuestra ciudad, no por ello deja de resultar interesante por lo poco conocida. Para terminar, deseo expresar mi agradecimiento a don Isidoro Sopeña, que fue quien me puso tras la pista de esta obra y quien me proporcionó una copia de la misma a través de una edición de 1949; la misma copia que hoy transcribo en este artículo.


Publicado el 23-7-1988, en el nº 1.106 de Puerta de Madrid
Actualizado el 16-5-2007