De Isabel II a Juan Carlos I





La Universidad, símbolo del resurgir de la ciudad en el último cuarto del siglo XX


Raras veces suele ocurrir que un período histórico coincida con una división cronológica exacta y así no es excepción la entrada de Alcalá en la Edad Contemporánea, una entrada que se puede datar con toda exactitud en el año 1836, fecha en la que nuestra ciudad perdió definitivamente la universidad que había sido su principal sostén durante varios siglos. No es de extrañar, pues, que este fortísimo golpe, unido a la crisis general que por entonces azotaba a España, la sumiera en un largo período de decadencia que a punto estuvo de acabar con su propia razón de ser y que sólo pudo ser remontado gracias a los encontrados y discutibles, pero no por ello menos evidentes resultados de la gran explosión económica y demográfica iniciada hace poco más de treinta años.

Por si fuera poco, la extinción de la universidad complutense coincidió prácticamente en el tiempo con la famosa desamortización de Mendizábal, lo que se tradujo en un doble golpe para la maltrecha ciudad de Alcalá. Y así, cuando las aulas de todos los colegios menores y las del Mayor de San Ildefonso quedaron definitivamente vacías, cuando un gran número de conventos alcalaínos fueron exclaustrados y, en muchas ocasiones, saqueados, Alcalá vino a quedar irremisiblemente huérfana del espíritu que la alentara durante más de tres siglos.

Pero el calvario alcalaíno no había hecho más que empezar. Según Esteban Azaña, testigo de excepción y cronista privilegiado de estos tristes acontecimientos, el cierre de la universidad supuso para nuestra ciudad el hundimiento en una miseria que, para no pocas familias alcalaínas, llegó a convertirse en pura y simple indigencia. Leamos ahora en palabras de Azaña el triste destino de Alcalá una vez desaparecida la universidad:

El estado de la ruina de Alcalá, en cuyas calles crecia la yerba como en el campo, cuyo sombrío y triste aspecto, al que contribuian la soledad de sus edificios, daban á la ciudad el tinte de un pueblo encantado; por doquiera ruinas, por doquiera edificios abandonados y casas deshabitadas, hacian predecir la despoblacion de Alcalá, ó cuanto ménos su reduccion á la extension de una pequeña villa, y hasta el planer de las campanas de su iglesia Magistral parecia á los habitantes de aquellos dias, sonar tristes y quejumbrosas ante desdicha tanta. La hora de la destruccion de la ciudad ilustre, del pueblo histórico, del que fué la complacencia de Cisneros parecia haber sonado en el reloj de los tiempos.

Apenas se habían apagado los ecos del triste despojo cuando un nuevo conflicto bélico, la primera guerra carlista, vino a ensangrentar otra vez a la torturada España. Esta guerra, que tuvo lugar entre los años 1833 y 1839, tuvo serias repercusiones en Alcalá y su comarca: Ante la amenaza de las tropas carlistas, que avanzaban sobre Madrid por el valle del Henares en septiembre de 1837, el general Espartero acuarteló a sus tropas en Alcalá las cuales, tras una serie de escaramuzas que no llegaron a convertirse en batallas acontecidas en los cercanos pueblos de Santorcaz y Anchuelo, lograron conjurar finalmente la amenaza facciosa que, bajo el mando del célebre general Cabrera, había llegado a sentar sus reales en la vecina ciudad de Guadalajara.

Pero si bien Alcalá pudo librarse por poco de la amenaza de esta guerra, no ocurrió lo mismo con las discordias políticas que dividieron a nuestros antepasados en dos bandos irreconciliables, tal como describe fielmente José Demetrio Calleja en dos artículos recogidos por José García Saldaña en su libro Documentos Olvidados, al cual remito a los lectores interesados en este tema.

Paralelamente a este conflicto, como ya quedó comentado, sería ejecutada en nuestra ciudad, al igual que ocurrió en el resto de España, la conocida desamortización de Mendizábal, lo que supuso un nuevo mazazo a la ya sumamente debilitada economía alcalaína al ser exclaustrados la totalidad de los conventos existentes con excepción de los nueve femeninos de clausura y el oratorio de San Felipe, único de los masculinos que logró salvarse de la exclaustración gracias a su dedicación a la enseñanza. Por si esto fuera poco la desamortización afectó asimismo a un buen número de propiedades municipales que, junto con los bienes expropiados a las órdenes religiosas, pasaron a ser adquiridos por una oligarquía local -o foránea- muy conservadora y nada innovadora en el campo de la economía, lo que provocó que los pretendidos beneficios sociales buscados con la desamortización (empuje y modernización de la anquilosada economía española) se quedaran, al menos en lo que a Alcalá respecta, en unos simples e incumplidos deseos.

De acuerdo con Francisco Javier García Gutiérrez, la mayor parte de las desamortizaciones tuvieron lugar entre los años 1837 y 1843, aunque las mismas continuarían en la década de los sesenta ya bajo la menos conocida desamortización de Pascual Madoz. Del conjunto de este proceso saldría una Alcalá todavía más empobrecida y expoliada, forzada a vivir -o, por mejor decir, a sobrevivir- como buenamente podía... Lo que no impedía que los alcalaínos de la época celebraran con toda solemnidad acontecimientos tales como la mayoría de edad de la reina Isabel II, acaecida en octubre de 1843.

Pero la realidad no podía ser más cruda. Convertida Alcalá en una gigantesca almoneda, el ingente patrimonio acumulado durante siglos en sus edificios nobles fue literalmente vendido al mejor postor. Y si fueron muchos los objetos artísticos (cuadros, tapices, libros, imágenes religiosas) desaparecidos de nuestra ciudad, no mucha mejor suerte corrieron los propios edificios aunque, afortunadamente, la escasez de dinero evitó que fueran derribados la mayor parte de ellos, limitándose sus nuevos propietarios a aprovecharlos para los usos más dispares tales como cuarteles, cárceles, granjas o casas de vecindad.

Por regla general, estos edificios fueron modificados con mejor o peor fortuna en un intento de adaptarlos a sus nuevas funciones, lo que provocó importantes modificaciones en el paisaje urbano complutense. Así, muchas de las torres y cúpulas que tanto sorprendieran a Antonio Ponz fueron, sencillamente, derribadas, como ocurrió con los conventos de la Madre de Dios (antiguos juzgados de la calle de Santiago), de San Nicolás de Tolentino (actual convento de las Juanas, en esta misma calle), de San Agustín (sede de los nuevos juzgados) o de San Basilio, estos dos últimos en la calle de los Colegios. En otros edificios, como fue el caso del hospital de San Lucas (en la plaza de Atilano Casado), el colegio de los Verdes (en la calle de Libreros) o el de Agonizantes (actualmente el ayuntamiento), se construyó una nueva fachada cubriendo a la original. Un último grupo de edificios, por último, se fue degradando poco a poco por el abandono o el mal uso, como ocurrió con los colegios de Santa Justa y Rufina (casa de los Lizana), de los Irlandeses, del Carmen Calzado o de Aragón, este último situado en la calle de Santiago.

Aun cuando no fueran muy frecuentes, también se dieron en nuestra ciudad varios casos de edificios demolidos hasta sus cimientos. El más grave de ellos fue sin duda el del antiguo convento de San Diego, uno de los edificios religiosos más importantes de Alcalá, el cual fue completamente derribado, junto con los vecinos colegios menores de Santa Balbina y San Bernardo, para poder construir en su solar el actual cuartel del Príncipe. También desaparecerían en su totalidad el colegio de los Manriques y el de la Merced Calzada, ambos situados como los anteriores en la calle de los Colegios, mientras que del cercano convento del Carmen Descalzo, o de San Cirilo, tan sólo se respetó la iglesia, recientemente restaurada, al tiempo que en el solar del convento fue levantada la cárcel de mujeres conocida con el nombre de la Galera. Similar suerte correría el convento de la Merced Descalza, situado en la calle del Empecinado, del cual fue derribada la mayor parte de su antigua fábrica al tiempo que la iglesia era transformada en el picadero del cuartel de Sementales que se instaló allí. Por último, el colegio de los Trinitarios Calzados, ubicado asimismo en la calle de los Colegios, ha llegado hasta nuestros días muy modificado tras haber sido durante mucho tiempo un asilo de ancianos.

Un caso especial fue el del antiguo palacio arzobispal, también desamortizado pero para el cual no fue encontrado comprador; devuelta su propiedad años después a la Iglesia, el Estado se reservaría no obstante el uso del edificio habilitándolo como archivo, labor que desempeñó hasta que el incendio de 1939 lo arrasara destruyéndolo prácticamente por completo.

Por su parte el edificio más noble de Alcalá, el colegio mayor de San Ildefonso, sufriría junto con el resto de los edificios que componen su manzana unos avatares realmente dramáticos. Adquirido en 1846 por un tal Joaquín Cortés, éste lo revendería poco después al conde de Quinto no sin antes haberlo expoliado convenientemente. Ésta fue también la actitud inicial de su nuevo dueño, que llegó a intentar incluso la demolición completa del edificio incluida, claro está, la propia fachada. Ante esta situación el pueblo de Alcalá reaccionó formando en su seno la Sociedad de Condueños, una iniciativa ciudadana que consiguió forzar al conde de Quinto a vender estos inmuebles a los Condueños, salvándose de esta manera la parte más importante de los edificios que constituyeron la antigua universidad alcalaína.

Mención aparte merece la historia, realmente kafkiana, del sepulcro y los restos del cardenal Cisneros, la cual es descrita en detalle por Antonio y Miguel Marchamalo en su libro sobre el mismo. Abandonada como estaba la capilla de San Ildefonso, lugar donde reposaban los restos del cardenal, hubo un intento de trasladar ambos al Panteón de Hombres Ilustres que por entonces se estaba construyendo en Madrid. Opuestos frontalmente los alcalaínos a que las cenizas del cardenal salieran de la ciudad, la polémica se zanjó al fin con el traslado de reliquias y sepulcro a la Magistral, en cuyo crucero quedaron instalados en 1857 y donde permanecieron hasta que, en 1936, tuvo lugar el incendio del templo; tras una estancia en Madrid ambos volverían finalmente a Alcalá pero a distintos lugares, el sepulcro a su ubicación original de San Ildefonso y los restos de Cisneros de nuevo a la Magistral, situación que aún perdura a pesar de lo ilógico de la misma.

Otros dos personajes importantes de la historia alcalaína, el arzobispo Carrillo y san Diego, serían también trasladados por entonces a la Magistral procedentes del demolido convento franciscano de San Diego; el sepulcro de Carrillo habría de instalarse en el trascoro -donde quedaría prácticamente destruido en 1936- mientras que la urna de san Diego fue colocada en una capilla lateral.

Conforme pasaban los años la ciudad comenzó a recuperarse lentamente de la postración en la que había quedado sumida. Iniciada una nueva época tras el derrocamiento de la reina Isabel II en 1868, revolución por cierto a la que Alcalá se sumó, nuestra ciudad recibiría las visitas de personajes tan ilustres como el general Prim, el rey Amadeo de Saboya o el también rey Alfonso XII, que en esta ocasión concedió al ayuntamiento complutense el título de Excelentísimo que actualmente ostenta.

Contando con ferrocarril desde 1859 y privada de los beneficios del canal del Henares por quiebra de la compañía constructora en 1884 cuando las obras llegaban ya a la vecina villa de Meco, la vida de la ciudad discurría plácida y provinciana en estos últimos años del siglo XIX, con una pequeña oligarquía controlando la débil economía local, una numerosa guarnición militar y el resto de la población dedicada fundamentalmente a la agricultura y la ganadería. Dada la gran crisis sufrida por la ciudad en los años inmediatamente anteriores, no es de extrañar que su casco urbano no creciera prácticamente nada a lo largo de toda la centuria al haber gran cantidad de edificios vacíos que se fueron ocupando y transformando muy lentamente.

Por tal motivo, el urbanismo de la Alcalá decimonónica fue francamente pobre. Amén de derribar las viejas murallas a excepción del perímetro correspondiente a la huerta del palacio arzobispal, fue muy poco lo que se construyó de nueva planta durante estos años dado que en muchos casos se recurrió a la solución de habilitar las viejas casas elevándolas en ocasiones una planta más, lo que demuestra bien a las claras la escasez de dinero que existía entonces en ella. Así, junto con el interesante hotel Laredo, el edificio más significativo del recién trazado paseo de la Estación, es preciso reseñar el convento de las Adoratrices, el Círculo de Contribuyentes, el matadero, los dos teatros Cervantes, el cementerio o la plaza de toros, muy modificada esta última sobre todo en su aspecto exterior en los años sesenta de nuestro siglo.

Además de estos edificios singulares, conviene no olvidar tampoco varias casas del paseo de la Estación y del eje formado por las calles Libreros y Mayor y la plaza de Cervantes, así como otros elementos urbanos tales como el kiosco de la música o las estatuas de Cervantes, Cisneros y el Empecinado. Como actuaciones urbanísticas propiamente dichas, apenas si se pueden enumerar el trazado del paseo de la Estación, la demolición de las viviendas que ocupaban el solar de la actual plaza de los Santos Niños, o la plantación del parque O'Donnell.

En cuanto a la cultura, no deja de ser significativo comprobar cómo, pese a la larga decadencia sufrida por Alcalá, se mantuvo en nuestra ciudad el espíritu cultural que la había significado durante siglos. Huérfana de universidad y aún de los medios más elementales para poder llevar una existencia digna, no por ello se resignaba a perder Alcalá su gran tradición, como lo demuestran los numerosos periódicos de la época o las solemnes celebraciones como los centenarios de las Santas Formas o de la Virgen del Val. Fue esta Alcalá la que vio nacer o naturalizarse en ella a personajes tales como los historiadores locales Esteban Azaña, José Demetrio Calleja y Mariano Martín Esperanza, los pintores Eugenio Lucas Padilla -cuya alcalainidad es ahora discutida con argumentos no del todo convincentes-, Manuel Laredo, Javier Gosé y Pedro Pérez de Castro, el periodista y escritor Eduardo Pascual y Cuéllar, el abogado Tomás Muñoz y Romero, el científico Mariano Santisteban de la Fuente, el polifacético -militar, topógrafo, inventor, novelista, dramaturgo- José de Elola... Sin olvidar, claro está, a políticos tales como el marqués de Ibarra, Lucas del Campo o Atilano Casado. Como puede fácilmente comprobarse a la vista de esta larga relación de nombres, la decadencia en la que estaba sumida su ciudad no impedía que los alcalaínos ansiaran un futuro mejor.

Ultimados los años de la decimonovena centuria, el nuevo siglo comenzaría en Alcalá con una tónica muy similar a la anterior tal como reflejan las Bagatelas de Fernando Sancho, el inolvidable Luis Madrona. En estos primeros años del siglo, la historia complutense vendría casi a resumirse en anécdotas tales como la inauguración, en lo alto del entonces despoblado Campo del Ángel, de la Cruz del Siglo, recientemente restaurada y trasladada de lugar; las restauraciones de la fachada de la universidad, de la Magistral -larguísima, ya que duró casi treinta años, y bastante discutible- y de la parroquia de Santa María, o las solemnes conmemoraciones -en la medida que lo permitían sus magras fuerzas- del tercer centenario del Quijote, en 1905, o del cuarto de la fundación de la extinta universidad, en 1908. Ya en otro orden de cosas, cabe reseñar la fundación en 1909 de la Mutual (entonces Obrera) Complutense, entidad que aún hoy continúa existiendo; la creación, hacia 1910, del antiguo aeródromo del Campo del Ángel, sustituido años después por el también clausurado campo de aviación de la carretera de Meco, ubicado en lo que hoy es el campus universitario; el final de la larga reconstrucción, en 1928, de la actual ermita del Val; la inauguración, un año después, de la Hostería del Estudiante en el edificio del antiguo colegio Trilingüe; la construcción, también a finales de los años veinte, de la hoy desaparecida fábrica de Forjas de Alcalá, pionera de la moderna industrialización de Alcalá...

En cuanto a los personajes más significados de este período histórico conviene recordar, amén de los anteriormente citados bastantes de los cuales vivieron a caballo de los dos siglos, a los sacerdotes Juan José de Lecanda, Francisco Arabio Urrutia y Rafael Sanz de Diego, el pintor Félix Yuste, los periodistas y escritores Ceferino Rodríguez Avecilla y José Primo de Rivera y Williams, los historiadores Elías Tormo y Heliodoro Castro, los abogados Francisco y José Félix Huerta Calopa, académico de Jurisprudencia el primero y magistrado del Tribunal Supremo el segundo, los políticos de la talla de Manuel Azaña, Andrés Saborit o Antonio Fernández Quer y, por último, a los entrañables José María Vicario y Fernando Sancho, los cuales fueron por aquel entonces los más significados defensores del espíritu complutense.

Y así, contando con una población de poco más de once mil personas según el censo de 1900, cantidad que apenas se vería incrementada hasta después de la guerra civil, Alcalá vio discurrir plácidamente los años del primer tercio del siglo apenas sin alteraciones en su tranquila vida, aunque en ocasiones ésta se viera sacudida por acontecimientos tan exóticos como la llegada, en 1916, de tropas alemanas procedentes del Camerún las cuales, en virtud de acuerdos internacionales, permanecieron en nuestra ciudad hasta el final de la I Guerra Mundial.

De esta manera, sin grandes trastornos ni grandes acontecimientos, llegaría la fecha del 14 de abril de 1931 y, con ella, la proclamación de la II República. La historia de los agitados años republicanos no es muy distinta en Alcalá de la del resto de país, siempre dentro de un ambiente tenso que hacía presagiar la catástrofe de 1936. Anselmo Reymundo, cuya versión de los hechos es, aunque parcial, detallada, relata que, con motivo de la huelga general de octubre de 1934, se llegó a declarar el estado de guerra en nuestra ciudad ante la atmósfera de tensión que se respiraba en la misma. Año y medio después, en febrero de 1936, triunfaba en Alcalá el Frente Popular, coalición de izquierdas que se haría con el poder en nuestro país a raíz de las citadas elecciones.

Según Reymundo, en el período inmediatamente anterior al estallido de la guerra civil, en el mes de marzo de 1936 concretamente, hubo en Alcalá serios disturbios que se saldaron en asaltos a conventos e intentos de incendiar algunas iglesias, siendo la de Jesuitas saqueada por las turbas precisándose la intervención de la guarnición militar para reprimir estos desmanes.

Consumada la sublevación militar del 18 de julio, a ésta se sumaron las unidades acantonadas entonces en Alcalá -un Batallón Ciclista y otro de Ingenieros Zapadores- haciéndose con el control de la ciudad al tiempo que proclamaban la ley marcial. Sofocada la rebelión en Madrid por el gobierno republicano, éste envió a Alcalá una columna de milicianos comandada por Cipriano Mera, la cual tuvo que hacer frente a los sublevados que se habían hecho fuertes en la Magistral utilizando la torre como atalaya. Entablada finalmente la lucha entre ambas fuerzas la victoria acabaría por decantarse del lado de los milicianos, con lo que Alcalá permanecería fiel a la República hasta el final de la guerra.

Poco después de acaecidos estos acontecimientos la Magistral y la parroquia de Santa María eran pasto de las llamas; era el día 22 de julio. Ambos bandos se acusarían con vehemencia de estos desmanes aunque parece ser, dentro de la dificultad que supone buscar fuentes fidedignas, que los verdaderos responsables tuvieron bastante que ver con los aludidos milicianos. A lo largo de todo aquel verano serían saqueadas numerosas iglesias que, posteriormente, vendrían a convertirse en cuarteles e instalaciones militares. Como puede fácilmente deducirse, el daño infligido al patrimonio complutense fue inmenso. Multitud de cuadros, imágenes y otros objetos religiosos fueron saqueados o destruidos, y algunos edificios tales como la propia Magistral o la parroquia de Santa María resultaron seriamente dañados en su propia estructura. La pila bautismal de Cervantes, todo un símbolo para la ciudad, quedó completamente destruida y con la mayor parte de sus trozos perdidos. El sepulcro del cardenal Cisneros, que se encontraba instalado entonces en el crucero de la Magistral y que había sufrido grandes desperfectos por el derrumbamiento de la bóveda, fue profanado por manos desconocidas que abrieron la arqueta donde se conservaban los restos del cardenal esparciendo éstos por la cripta.

Antonio y Miguel Marchamalo, que relatan estos hechos, describen también cómo en septiembre de 1936 llegó a Alcalá, comisionado por el gobierno de la República, don José María Lacarra con la intención de salvar todo lo que pudiera del maltrecho patrimonio alcalaíno. Personado en la saqueada y abandonada a su suerte iglesia Magistral, Lacarra recogió personalmente los dispersos restos de Cisneros trasladándolos al convento de las Bernardas, lugar elegido como depósito de las obras de arte salvadas y en el cual se recogieron también, librándolos de una destrucción segura, objetos tales como la propia colección de cuadros de las Bernardas, la del oratorio de San Felipe o la talla del Cristo de los Doctrinos. Sin embargo, no pudo entonces desmontar el sepulcro; volvería a inspeccionarlo unos meses después, en marzo de 1937, constatando que en el tiempo transcurrido éste había sufrido nuevos daños al tiempo que la mayor parte de la reja del mismo había, simplemente, desaparecido. Por tal motivo el sepulcro sería desmontado y trasladado a Madrid, no retornando a Alcalá hasta muchos años después y esta vez a su ubicación original en la capilla de San Ildefonso.

Paralelamente a estos dolorosos hechos, la violencia se adueñó de la ciudad siendo numerosos los alcalaínos asesinados por ser sospechosos de simpatizar con las fuerzas nacionales. En cuanto a la actividad militar propiamente dicha, Alcalá no se vio sometida en ningún momento al acoso de las tropas nacionales aunque, de haber triunfado éstas en las batallas del Jarama y de Guadalajara, habrían convergido probablemente sobre Alcalá a la hora de cerrar el cerco en torno a Madrid, con lo que las consecuencias podrían haber llegado a ser completamente distintas y probablemente mucho peores. Pero esta circunstancia no aconteció y el ejército triunfador, al mando del general Saliquet, no entró en Alcalá sino hasta después de la rendición del gobierno republicano. Y, si sangrienta había sido la represión republicana, no lo fue menos la desarrollada en nuestra ciudad bajo el mandato de las nuevas autoridades españolas, tal como reconoce con toda sinceridad una persona tan poco sospechosa de republicanismo como lo es Reymundo, que se lamenta amargamente de las arbitrariedades que se cometieron en ella una vez concluida la contienda.

Restablecida finalmente la paz en abril de 1939, Alcalá salió del conflicto desgarrada socialmente y destrozada materialmente, así como con pérdidas irrecuperables en su patrimonio, alguna de ella tan simbólica para los alcalaínos como la custodia de las Santas Formas, desaparecida misteriosamente sin que jamás pudiera ser recuperada a pesar de todos los intentos realizados por encontrarla en la inmediata posguerra e incluso, al parecer, también en fechas muy recientes, lo que hizo surgir en la ciudad toda una serie de leyendas acerca del hipotético paradero de la misma. Sin embargo, todavía le quedaban a Alcalá pruebas amargas por sufrir. El palacio arzobispal, habilitado en el siglo anterior como Archivo General Central, había sido utilizado en 1936 para albergar dependencias militares y como depósito de municiones, y así continuó al finalizar la guerra. Apenas habían pasado unos meses desde la conclusión de la misma cuando, el 11 de agosto de 1939, un voraz incendio lo arrasaba completamente destruyendo la mayor parte de los documentos allí depositados y arruinando irreversiblemente el edificio, que quedó reducido a un informe montón de ruinas. Traspasado el incendio al vecino convento de las Bernardas ardería también la cúpula de la iglesia, que no vería acabada su restauración sino hasta hace menos de diez años.

El daño resultó inmenso y, en su mayor parte, completamente irreparable. Los restos dejados por el incendio fueron inexplicablemente demolidos habilitándose la única parte que, mejor o peor, se reconstruyó adaptándola para sede de un seminario menor que se mantuvo en nuestra ciudad hasta hace cosa de unos veinte años. En cuanto al incendio en si, éste es calificado por Reymundo como inexplicable e inesperado para comentar a continuación (escribía esto en 1950) que:

El edificio estaba habitado; muy vigilado por soldados, pues en él había aún material de guerra que los rojos habían dejado, y nadie se explicaba, ni todavía se explica, el que explotase el incendio por todas partes a la vez, sorprendiendo a los que por razón de su misión debían visitar con frecuencia los departamentos, y mucho más los que por su contenido fuesen más peligrosos. Además, nadie pudo explicarse tampoco la razón de que, una vez declarado el incendio, no se pudiera localizar, teniendo en cuenta que el edificio no era un macizo compacto, sino que le constituían pabellones y salas aislados, separados por extensos patios, en los que el fuego pudiese haber sido localizado si a tiempo se hubiese observado.

Por último, concluye afirmando que el origen y la causa del siniestro siguen ignorados, a pesar del sumario que se abrió. Cuarenta y dos años después, que yo sepa, la situación continúa siendo la misma, lo que hizo correr por Alcalá la sospecha de que el incendio había sido provocado o, cuanto menos, oportunamente aprovechado. ¿Por quién? Esta respuesta me es, hoy por hoy, completamente desconocida.

Durante los duros años de la posguerra Alcalá comenzó a recuperarse de la postración restañándose poco a poco sus heridas. Una parte del palacio, como ya quedó comentado, fue habilitada como seminario mientras que el resto era completamente demolido. La Magistral fue reconstruida merced a una larga restauración que duró varias décadas y que, aunque recuperó la nave de la misma, fue incapaz de devolver a la iglesia su perdido esplendor. La parroquia de Santa María no tuvo tanta suerte siendo sus ruinas demolidas y utilizadas como cantera para la reconstrucción del palacio, siendo trasladada la parroquia a la antigua iglesia de los Jesuitas. La única parte del templo que se salvó, la de las capillas laterales conocida con el nombre de Capilla del Oidor, fue objeto de una somera restauración apenas lo suficiente para instalar en ella una reproducción de la desaparecida pila bautismal de Cervantes. Cerrada durante muchos años, fue de nuevo restaurada (de una manera bastante discutible, por cierto) ya en la década de los ochenta y abierta al público como sala de exposiciones y conferencias. Algunas iglesias conventuales, como la ya citada de las Bernardas y la de las Agustinas, no vieron terminadas sus restauraciones sino también hasta esta misma década. La tercera de las parroquias alcalaínas, la de Santiago, también saqueada durante la guerra, no volvió a ser abierta al culto utilizándose durante unos años como almacén para ser finalmente demolida a mediados de los años sesenta. Ciertamente su valor artístico no era muy grande, pero en todo caso el insulso edificio que se alzó en su solar carece por completo del mismo.

Una nueva conmoción sacudiría Alcalá en 1947 cuando la noche del 6 de septiembre de ese año volaba por los aires el polvorín del puente Zulema llevándose por delante alrededor de treinta vidas junto con el cerro bajo el cual estaba excavada esta instalación militar. De resultas de este accidente Alcalá sufrió un auténtico terremoto seguido de varias explosiones y de una densa lluvia de polvo y humo que sembraron el pánico entre la población. Aunque Reymundo afirma en su libro que de momento se ignoraron las causas, lo cierto es que se acabó atribuyendo (ignoro si de forma oficial) la responsabilidad de la voladura a un atentado del maquis, lo que provocó una nueva represión que afectó a los alcalaínos considerados desafectos al régimen franquista. En cuanto al patrimonio histórico, éste también sufrió un nuevo zarpazo en la figura del viejo puente Zulema, dañado por la explosión y demolido (también injustificadamente) a raíz de la construcción del actual algunos metros aguas arriba del mismo. También por aquellos años se clausuró definitivamente el antiguo aeródromo del Campo del Ángel quedando en uso el de la carretera de Meco, el cual persistió hasta bien entrados los años sesenta.

En los años cincuenta, y a raíz de la construcción de la base aérea de Torrejón, comenzó para Alcalá un tímido despertar preludio de la gran transformación iniciada una década después, cuando la explosión industrial y demográfica se desató de una manera imparable. Metalúrgica Madrileña, Roca y Gal fueron, entre otras, las primeras industrias que se instalaron en nuestra ciudad. También comenzaron a surgir, ya en el tránsito a la década de los sesenta y por primera vez en muchos años, varios barrios nuevos: el Campo del Ángel, la Manigua, el barrio de los Toreros, el de Luis de Antezana... En cuanto a la faceta cultural, no se puede olvidar tampoco que en 1956 se inauguraría la exageradamente remozada casa de Cervantes, que aún hoy continúa siendo el principal atractivo turístico de nuestra ciudad junto, claro está, con la propia universidad; también en esa misma década sería instalada en la recoleta plaza de los Doctrinos la estatua de san Ignacio de Loyola, obra del escultor José Vicent, que vendría a sumarse a las ya existentes de Cervantes, Cisneros y el Empecinado.

Al socaire del gran despegue económico experimentado entonces por nuestro país, el crecimiento de la ciudad en los años sesenta y setenta fue tan explosivo como desordenado, lo que se tradujo en una serie de problemas de todo tipo que lastraron enormemente su desarrollo inmediato. Basta con recordar que su padrón, que en 1950 era de 20.000 habitantes escasos y en 1960 rebasaba apenas los 25.000, pasó a ser oficialmente de alrededor de 60.000 en 1970, saltó a los 100.000 en 1975, alcanzó los 123.000 en 1979 y llegó a los 140.000 en 1981, para mantener desde entonces un moderado crecimiento que ha situado actualmente su magnitud en algo más de 150.000 personas. Recalco lo de oficialmente debido a que, principalmente en el período comprendido entre 1960 y 1975, el crecimiento fue tan veloz que todos los censos de esa época se quedaban muy cortos frente a la realidad de esos momentos debido a la existencia de importantes núcleos de población sin censar, lo que hace sospechar que la cifra real de habitantes debía de ser sensiblemente superior a la registrada.

Pero vayamos por partes. La explosión demográfica e industrial de Alcalá empezó a principios de la década de los sesenta, alentada por la etapa de bonanza económica por la que entonces atravesaba España. Llegaron así a Alcalá emigrantes procedentes de diversas regiones españolas y en especial de las meridionales, trastrocándose completamente la tradicional composición demográfica de nuestra ciudad al tiempo que se inyectaba en su tejido social la savia nueva de la que estaba tan necesitada. Y, al contrario de lo que sucediera con las posteriores oleadas migratorias, esta primera se asimiló bastante bien a su nueva situación a pesar de que, en muchos casos, estas personas se veían obligadas a residir en unos barrios en los que la calidad de vida dejaba bastante que desear.

No fueron estériles los años sesenta en lo que respecta a la vertiente cultural, pudiendo así recordarse la creación en 1960 de la Escuela Nacional de Administración Pública, convertida en 1977 en el Instituto Nacional de Administración Pública y actualmente en período de lamentable liquidación y traslado -¡cómo no!- a Madrid; aparte del prestigio que supondría esta escuela/instituto para Alcalá tanto en nuestro país como en el extranjero, la instalación de este organismo en nuestra ciudad trajo aparejada la restauración del antiguo edificio del colegio mayor de San Ildefonso, popularmente conocido como la universidad, lugar en el que estuvo y continúa estando -lo poco que queda ya de él- ubicado, compartiéndolo desde hace algunos años con el rectorado de la universidad. También esta década trajo para Alcalá la inauguración, en 1966, de la Universidad Laboral, hoy Centro de Enseñanzas Integradas. Dos años después, en 1968, se decretaría por ley la protección del casco histórico de la ciudad, lo que permitiría, si no evitar por completo, sí minimizar en bastante grado las agresiones urbanísticas contra el casco antiguo de la ciudad, lo que redundó en una conservación del mismo si no ejemplar, sí por lo menos bastante mejor que la media de las ciudades españolas. Ese mismo año, el doce de octubre concretamente, fue inaugurada oficialmente la Casa de la Entrevista, una mixtificación histórica que pretendía recordar la entrevista de Colón con los Reyes Católicos -que en realidad tuvo lugar en el cercano y derruido palacio arzobispal- ubicándola físicamente en lo que fuera la antigua iglesia del convento de San Juan de la Penitencia. Actualmente la Casa de la Entrevista es utilizada como sala de exposiciones y como sede de la Biblioteca Iberoamericana.

Ya terminando la década 1969 sería el año de la gran decepción. Publicada en el B.O.E. la creación de una nueva universidad (la Autónoma) en nuestra ciudad, meses después sería revocada esta orden estableciéndose definitivamente este centro docente en Cantoblanco, en las cercanías de Madrid. Nunca se llegaron a dar explicaciones coherentes para justificar esta extraña maniobra, y a los alcalaínos de entonces no les cupo la menor duda de que se trataba de un nuevo despojo. Y, a modo de esperpéntico epílogo, en 1970 usurparía la Universidad Central de Madrid el título de Complutense, que desde entonces detenta en detrimento de toda clase de argumentos históricos, geográficos o de puro sentido común.

Considerada en su conjunto, la década de los setenta no resultó nada fácil para la ciudad. En primer lugar, el importante crecimiento de los años sesenta se tornó si cabe más explosivo y desordenado acarreando toda una serie de gravísimos obstáculos que la ciudad no daba literalmente abasto a resolver. Aún con multitud de fábricas y ya con más de cien mil habitantes, la Alcalá de hace quince o veinte años era una ciudad en la que todo o prácticamente todo estaba por hacer. Al inconveniente de contar con una mayoría de su población totalmente desarraigada social y culturalmente, lo que amenazaba con convertir a Alcalá en un amorfo apéndice de la periferia madrileña, se unían unos enormes problemas de infraestructura algunos de los cuales no consiguieron ser solucionados sino hasta bastantes años después: Graves dificultades en el suministro de agua, una carretera general que partía en dos a la ciudad, el eterno problema del hospital, unos colegios que se quedaban pequeños antes aún de ser inaugurados... Si a esto sumamos el hecho de que, hacia la mitad de esta década, comenzaron a sentirse en toda su crudeza los síntomas de la crisis económica, se puede concluir que, para entonces, Alcalá parecía caminar hacia su propia hecatombe.

Un rayo de esperanza comenzó a iluminar el porvenir de nuestra ciudad cuando, en octubre de 1975, Alcalá recobraba con todos los honores su condición de ciudad universitaria merced a la creación, en los antiguos terrenos del extinto aeródromo, de una sección de la universidad madrileña. Cierto es que, desde algún tiempo antes, existía en nuestra ciudad la escuela de magisterio Cardenal Cisneros, propiedad de la orden de los Maristas y pionera a la hora de establecer estudios superiores en el solar de la vieja Compluto... Pero era oficialmente en esa fecha histórica cuando Alcalá recuperaba al fin su universidad tras siglo y medio de espera y, aunque no fuese totalmente suya, no por ello dejaba este acontecimiento de revestir una trascendental importancia. Dos años más tarde, en 1977, estas dependencias universitarias se emanciparían de Madrid constituyéndose en la universidad de Alcalá de Henares, complutense por derecho propio por más que legalmente se le impida ostentar su propio nombre.

Los años setenta fueron, lamentablemente, los del desastre urbanístico de Alcalá (salvando, afortunadamente, el casco antiguo), los años que salpicaron de moles de hormigón las antiguas eras y las antiguas huertas... Pero fueron también los años en los que Alcalá comenzó a comprometerse seriamente con su pasado. Con motivo de su desaforado crecimiento urbano y a expensas casi de la provisionalidad y aún del azar, comenzaron a aparecer en diferentes lugares del término municipal riquísimos yacimientos arqueológicos de diferentes épocas históricas (prehistoria, imperio romano, período visigodo) que empezaron a clamar por un mejor futuro de nuestra ciudad. Por desgracia, la inexistencia en Alcalá de un museo (la todavía asignatura pendiente, aunque actualmente se está habilitando para este fin el antiguo convento de la Madre de Dios, ocupado hasta hace poco por los juzgados) sirvió de excusa para trasladar estos vestigios del pasado (¡cómo no!) a Madrid... Esperemos que, una vez constituido el museo, estas piezas puedan ser recuperadas para la ciudad, de donde nunca debieron haber salido.

Llegamos por fin a la década de los ochenta, es decir, a la Alcalá de ayer mismo. Y, si los años anteriores fueron problemáticos -cuando no dramáticos- para nuestra ciudad, el conjunto de estos diez años supone una mejoría muy significativa y un avance sumamente esperanzador hacia la deseable meta de la Alcalá próspera y cultural que todos los alcalaínos deseamos. En lo que respecta a la compleja realidad social de nuestra ciudad, si algún calificativo es preciso dar a estos dos lustros éste ha de ser sin duda el del asentamiento, desaparecida ya definitivamente la brecha que existió durante mucho tiempo entre las dos Alcalás -la de toda la vida y la inmigrada- y creada una base sólida para la integración de todos aquéllos llegados al solar complutense en busca de un futuro mejor. En otro orden de cosas, y solucionados ya buena parte de los gravísimos problemas de infraestructura -agua, carretera nacional, hospital, colegios- heredados de los decenios anteriores, la ciudad es hoy sin duda, y aún con todos sus problemas, bastante mejor en su conjunto que la de hace diez, quince, veinte años.

Factor capital en esta recuperación ha sido el asentamiento y la madurez de nuestra universidad, que a pesar de su juventud ha sabido situarse entre las más prestigiosas de España. Y si importantes son sus logros científicos y académicos, no menos destacables son su implantación en el tejido económico y social alcalaíno y el ambicioso plan de recuperación de edificios antiguos que universidad y ayuntamiento están llevando a cabo conjuntamente en un intento compartido de devolver al casco antiguo de Alcalá el esplendor de sus mejores años.

Han sido, pues, muchas y muy importantes las actuaciones urbanísticas que han tenido lugar en estos últimos años en el casco antiguo alcalaíno, actuaciones que están cambiando radicalmente el aspecto de incuria y abandono que ha mostrado éste durante tantas décadas, hasta el punto de poderse afirmar sin temor a incurrir en una exageración que tal actividad no se daba con esta intensidad, cuanto menos, desde la época gloriosa de la universidad complutense, allá por los lejanos años de los siglos XVI y XVII. Las restauraciones -algunas de ellas muy discutibles, pero en su mayor parte aceptables-, la rehabilitación de edificios abandonados o infrautilizados, la recuperación de la antigua trama urbanística de la vieja ciudad, son ya hechos palpables.

Menos espectacular, pero también importante, es el embellecimiento de las calles y plazas alcalaínas con la erección de monumentos tales como el conmemorativo de la entrevista de Colón con los Reyes Católicos, las estatuas del arzobispo Carrillo y Manuel Azaña, la fuente del Aguador o de la reciente reconstrucción de la antigua y desaparecida fuente de los Cuatro Caños, junto con otras actuaciones menores en envergadura, que no en interés. Y, puesto que Alcalá no es únicamente el centro histórico, los vecinos de los distintos barrios hay visto cómo se construían en ellos varios parques y jardines, a la par que comienzan a plantearse planes para hacer de las riberas del Henares y de las laderas de los vecinos cerros el gran parque natural que Alcalá necesita.

Arribamos por fin a lo poco que ha discurrido de la presente década -ni tan siquiera un año- contemplando cómo siguen adelante los planes puestos en marcha durante los años anteriores al tiempo que hemos de congratularnos por dos recientes e importantes logros de nuestra ciudad, la radicación en ella del Instituto Cervantes y la restauración, hace apenas un mes, de la antigua diócesis complutense. Todos estos factores conjuntados hacen que la confirmación de su identidad propia, adaptada a su nueva situación y a sus nuevas circunstancias, vaya por buen camino olvidados ya felizmente los años en los que a punto estuvo de convertirse en una ciudad dormitorio más de las varias que conforman la periferia madrileña.

El futuro de nuestra ciudad se presenta pues, a menos de una década del comienzo del nuevo siglo, complicado y difícil, pero al mismo tiempo prometedor; y es a nosotros, los alcalaínos de hoy, a quienes nos corresponde seguir adelante con esta responsabilidad teniendo bien presente que Alcalá se está enfrentando en estos momentos a la mayor transformación de su historia desde el instante, cuanto menos, en el que Cisneros decidiera fundar aquí su universidad.




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Publicado en el resumen de las conferencias del VII curso de historia, arte y cultura de Alcalá de Henares (1991)
Actualizado el 12-7-2006