Alboreca y Pozancos





El valle del Vaderas en Pozancos
Fotografía de Francisco González Yubero tomada de pozancos.netii.net


Existe un rincón de Castilla que ejerce de bisagra entre dos de los principales sistemas montañosos españoles, el Central y el Ibérico; un rincón que, por azares de la historia y de la geografía, ha venido a coincidir con la confluencia de las provincias de Soria y Guadalajara. Este lugar, conocido en sus diferentes tramos con los nombres de Altos de Barahona, Sierra de la Pila y Sierra Ministra, no tiene demasiado de espectacular en lo que a su configuración orográfica se refiere, en contra de lo que pudiera pensarse a juzgar por los imponentes espolones rocosos que exhiben varias de las sierras pertenecientes a una u otra de las cordilleras a las que sirve de engarce. A decir verdad, se trata en realidad de una roma y descarnada meseta roída por la erosión y excavada por los valles y vallejos que encauzan a los distintos cursos de agua que en ella tienen su origen, lo que no impide que ejerza en la práctica de divisoria principal de aguas entre el Duero, el Henares que es como decir el Tajo, y el Jalón que es como decir el Ebro... Porque estos perdidos páramos, en su desnuda modestia, pueden presumir con orgullo de partir aguas a dos mares, el Atlántico y el Mediterráneo.

Y es que no puede hablarse, en propiedad, de que aquí existan verdaderas montañas que separen a los ríos, sino que, por el contrario, han sido éstos los que han labrado la orografía del lugar a base de excavar pacientemente la superficie de una meseta que, si bien por su altitud pudiera ser considerada como sierra, por su condición de terreno poco quebrado nunca podrá ser equiparada en lo más mínimo con las principales muestras de la activa orogenia peninsular.

Fijémonos ahora en su vertiente tributaria del Tajo, que viene a coincidir muy aproximadamente con el territorio perteneciente a Guadalajara: Tres son los ríos principales que tienen su origen en estas antiguas tierras, el Salado, el Henares y el Dulce; pero existe además un buen puñado de arroyos y cursos menores que, si bien poco han de llamar la atención por lo menguado de sus caudales, sí que pueden presumir no obstante de haber labrado unos profundos y recogidos valles que, sin duda, conseguirán interesar al viajero que visite estos lugares en los que el riente Henares tiene su modesto origen. Y es en especial la zona comprendida entre los valles del Salado y del propio Henares, en las cercanías de la ciudad de Sigüenza, la que podrá mostrarle un par de parajes interesantes por estos motivos, los vallejos de Alboreca y de Pozancos.

El primero de ellos es una profunda escotadura del flanco sur del macizo montañoso que tiene su origen -o, por hablar con más propiedad, su final- en el valle del recién nacido Henares aproximadamente a mitad de camino entre Sigüenza y Horna, adentrándose posteriormente en dirección norte hasta alcanzar e, incluso, rebasar ligeramente, el límite con la provincia de Soria. Para recorrerlo, el viajero deberá abandonar Sigüenza siguiendo la carretera de Horna para tomar posteriormente el desvío que conduce a Alcuneza; tras cruzar primero bajo la vía del ferrocarril -realmente la verdadera protagonista del paisaje- y poco después sobre un misérrimo Henares apenas algo más que un vulgar arroyo anónimo, llegará por fin a esta pequeña población que la carretera bordea sin llegar a introducirse en ella. Aquí el valle del Alboreca, confundido ya con el del propio Henares, es relativamente -sólo relativamente- abierto; pero apenas dejada atrás Alcuneza, éste comenzará a estrecharse rápidamente convirtiéndose a poco en un angosto y descarnado barranco que modifica profundamente la orografía del lugar. El viajero no ignora que la carretera se cruza con el Alboreca poco antes de alcanzar el pueblo del mismo nombre, por lo que su extrañeza será grande cuando al fin arribe a esta población sin haber conseguido atisbar el curso de agua buscado. Vuelto sobre sus pasos en busca del río perdido, no tendrá que andar demasiado para encontrarse con un insignificante puente bajo el que discurre el no menos insignificante responsable de la labor de zapa del valle, el exageradamente llamado por los mapas de la zona río de Alboreca y que, en realidad y para sorpresa del viajero, no pasa de ser un minúsculo curso de agua al que no ya el calificativo de río sino, incluso, el mucho más modesto de arroyo, le vienen exageradamente grandes.

Decepcionado por tan magro espectáculo, el viajero se planteará la conveniencia de seguir adelante retornando al pueblo de Alboreca, donde termina la carretera, para continuar incluso hasta la misma cabecera del barranco, que se remonta todavía un buen trecho en la sierra después de bifurcarse en dos ramas poco más arriba del caserío. Mas al fin, frustradas completamente sus esperanzas de que el presunto río pudiera mostrar un aspecto atractivo aún en su pequeñez, optará al fin por dar por terminada la etapa retornando a Sigüenza. Otra vez será, se dirá consolándose mientras vuelve a cruzar sobre el anónimo Henares en las cercanías de Alcuneza; otra vez será...

La segunda etapa del viaje tendrá su origen también en Sigüenza, aunque partiendo en esta ocasión por la carretera que enlaza la ciudad del Doncel con la histórica villa de Atienza. También aquí el valle del Henares es angosto, lo que hace que, apenas traspuestos el curso del río primero y la vía del ferrocarril después, el viajero tropiece con las empinadas cuestas mediante las cuales salva la carretera, bordeándolo por un costado, el recio obstáculo que forma la loma del Mirón, el impasible vigía secular de la ciudad del Alto Henares. Una vez rebasadas estas revueltas, la carretera recobra una serena tranquilidad que se traduce en un discurrir sosegado y casi rectilíneo que contrasta fuertemente con su accidentado preludio: Son ya los dominios del río Salado, lejano relativamente de allí pero legítimo propietario de todas las aguas que se derraman por la vertiente oeste del cercano macizo serrano.

No es, pues, el propio Salado el que drena directamente las escorrentías de estos parajes, sino que lo hacen por él toda una serie de pequeños afluentes encargados de conducir estas aguas hasta su cauce. Curiosamente, y al igual que ocurriera con su vecino Alboreca, todos estos minúsculos tributarios detentan según los mapas el pomposo nombre de río: Río de la Laguna, río del Cubillo, río del Vadillo, río Vaderas... Cuando, al ser fugazmente atisbados en su intersección con la carretera, el viajero no alcanzará a ver sino ínfimos cursos de agua con los breves cauces invadidos completamente por los carrizos; al parecer, los lugareños de estas tierras no dejan de ser un tanto exagerados en lo que a la denominación de los cursos de agua se refiere.

El barranco buscado, siempre de acuerdo con la cartografía, es el primero de los que surgen a mano derecha del viajero apenas a unos cuantos kilómetros más allá de Sigüenza. Una estrecha y sinuosa carretera local lo remonta, al igual que en la ocasión anterior, y también aquí son dos los pueblecitos que se refugian en sus laderas: Ures primero y, más escondido en lo hondo, Pozancos. Ambos son minúsculos, tal y como es habitual por estos pagos, y ambos cuentan asimismo con muestras interesantes del románico rural en sus respectivas y sencillas iglesias. Por lo demás, el vallejo que los hermana se muestra mucho mejor tratado por el reino vegetal que su cercano vecino de Alboreca, lo que le convierte, si no en un ubérrimo vergel, que no es para tanto, sí al menos en un agradable paraje que hace olvidar momentáneamente al viajero la adusta aridez de la inmediata estepa castellana.

Y en cuanto al riejo... Se trata, concretamente, del Vaderas, afluente en última instancia del Salado a través del Vadillo primero y del río de la Hoz después, mucho más regatuelo que río o arroyo, lo que no impide que su breve y rumoroso curso muestre una perfecta armonía, en su pequeña escala, con el atractivo paisaje que sus aguas fertilizan. Paralelo siempre a la carretera, e invisible a causa de la espesa vegetación que alienta a su cobijo, acompañará imperturbable al viajero hasta llegar a Pozancos, el último pueblo de su ruta. En este lugar el arroyo discurre a la vera del pueblo y un tanto más abajo del mismo, por el fondo del barranco, lo que no priva a sus habitantes de la necesaria agua puesto que la procedente de otros manantiales más elevados discurre generosa por las callejas del pueblo antes de acabar reuniéndose con las cercanas del Vaderas.

Más allá de Pozancos no continúa ya la carretera, aunque sí que lo hacen varios caminos que remontan las distintas bifurcaciones del barranco que el viajero, poco predispuesto en esta ocasión a caminar, prefiere reservar para un futuro más o menos lejano en el que pudiera decidirse a recorrer a pie todo lo que no pudo hacer en vehículo. Por el momento, bástale con saber que las más lejanas fuentes del Vaderas alcanzan casi a tocar los dominios del Alboreca aunque, por estos azares del destino, las aguas que tuvieron su origen en pagos tan cercanos no volverán a encontrarse hasta que ambas alcancen, cada una por su lado, la, para su escala, lejana meta de Baides.



Publicado el 2-1-2010
Actualizado el 10 -10-2013