El alto Sorbe (II)



Frustrado el primer intento del viajero por alcanzar el nacimiento del Sorbe entendiendo como tal al también conocido como río de la Hoz, y remordiéndole el interés por conocer al mismo, no habría de resignarse éste buscando la manera de resolver, en una segunda tentativa, aquello que no pudiera realizar en la primera. Cuenta por supuesto el viajero con una experiencia de la que carecía en su anterior iniciativa, y cuenta también con una planificación que le facilitará, o al menos así lo piensa él, lograr su objetivo.

Será en verano, por supuesto, ya que el hielo que se forma en las vertientes umbrías no es buen compañero de excursión, amén de que el elevado número de horas diurnas es presumiblemente necesario para una caminata necesariamente larga; y será, puesto que la marcha por los cordales se ha mostrado infructuosa, por el propio valle del río, cuyo remonte ha de conducir necesariamente -no puede ser de otra manera- hasta las fuentes del mismo. El proyecto, al menos sobre el papel, no puede fallar, limitándose a una civilizada caminata de unos diez kilómetros -y otros tantos de vuelta- perfectamente al alcance aún de alguien tan sedentario y tan ciudadano -malgré lui, que diría Moliére- como es el viajero.




El Lillas antes de la confluencia con el Sorbe


La intendencia es perfecta e incluye la comida que forzosamente habrá de tomar en el campo, y en lo que respecta a la estrategia todo se reduce a la lectura del mapa topográfico que anuncia cómo uno de los caminos que parten de Cantalojas -el del Lillas no, el otro- cruza algo más allá el curso del Sorbe. Desde allí, donde prudentemente planea dejar el coche, podrá remontar a pie el curso de nuestro río... Total, dos o tres horas de camino pausado y todo estará hecho, piensa ingenuamente desde su campo de operaciones ciudadano.




Y el Sorbe antes de la confluencia con el Lillas


La primera parte del plan se desarrollará exactamente como estaba planeado: El largo rodeo por Atienza, que la presunta carretera -ya arreglada, pero entonces un infame camino- que discurre entre Valverde de los Arroyos y Galve de Sorbe no es en modo alguno de fiar; el paso por Villacadima, con su magnífica iglesia recién restaurada y como nueva; el castillo de Galve, centinela secular de las altas parameras que constituyen la linde entre las tierras de Guadalajara y Segovia; el impresionante tajo que forma el río Galve, no mucho antes poco más que un anónimo arroyo, yendo en busca de su hermano Sorbe tras realizar una labor de zapa sorprendente por su magnitud aun desde la relativa lejanía de la carretera; la llegada a Cantalojas, el camino que conduce a la sierra, la bifurcación de la izquierda, la compañía postrera del juvenil y ya moribundo Lillas al borde mismo de su ruta, el esperado puente sobre el Sorbe... Y un inesperado regalo, la no buscada pero en modo alguno desdeñada confluencia de nuestro río con el Lillas, la cual tiene lugar, casi diríase que impúdicamente, al pie mismo del puente de tres ojos, de manera que el viajero imagina que uno de los tres caminos -el de la izquierda, según el sentido de la corriente- es feudo del Lillas mientras los dos restantes lo son a su vez del Sorbe, antes de hermanarse todas las aguas en una única y fraternal balsa de agua de la cual partirá un Sorbe engrosado camino de sus futuras e importantes tareas.




La confluencia del Sorbe y el Lillas vista desde el puente (foto superior) y aguas abajo del puente (foto inferior)


El puente está construido con la piedra del lugar, la pizarra, y presenta un aspecto si no antiguo, que al viajero le resulta difícil discernirlo, sí cuanto menos tosco y por lo tanto intemporal, lo que no menoscaba en absoluto su innegable valor estético. En lo que respecta a los dos ríos, que aquí se convierten en uno solo, es justo convenir que la palma se la lleva indiscutiblemente un Sorbe que demuestra ser, al menos en esta época de fuerte estiaje, más río que su moribundo hermano, similar en todo en aspecto pero bastante más menguado en caudales que él. Quizá en otro momento más propicio la situación no sea así, pero al menos en esta ocasión al viajero no le caben dudas, por una vez de acuerdo con la tesis oficial, de cual de los dos ríos es el principal y, en definitiva, quien continúa adelante a partir de este punto.




El Sorbe aguas abajo de su confluencia con el Lillas


Aquí es donde ha de tener lugar, en sentido estricto, el inicio de la etapa. Abandonando su vehículo el viajero comenzará a remontar a pie el curso del río adentrándose, por su ribera derecha, en el abrigado valle del mismo. No mucho más adelante, merced a la sinuosidad del mismo, perderá la visión de lo que se podría calificar como su campamento base, encontrándose sumergido por completo en un paisaje que en modo alguno le habrá de resultar desagradable: El valle, pequeñito pero gentil, es abierto a la par que angosto, lo que permite al viajero remontarlo con toda comodidad ora por la ribera del río, ora por una cota más elevada en función de la cambiante orografía del terreno. Los taludes del mismo, aunque descienden hasta el mismo lecho del Sorbe, no son ni demasiado altos ni demasiado empinados, con árboles en su parte superior -todavía no son hayas- y una tupida pradera en su tramo más cercano al río, hierba ésta agostada por los rigores del estío pero presumiblemente fresca y lozana en otras épocas del año de más favorable climatología. En lo que respecta al río, que es a la postre el verdadero protagonista, éste discurre con calma pero con brío, que para eso es serrano, serpenteando juguetón por el fondo de su pequeño valle y acercándose ya a uno de los taludes ya al opuesto, pero siempre permitiendo que los mismos desarrollen unas amplias riberas que son una suerte para un viajero preocupado no por la longitud de su camino, pero sí por lo practicable del mismo.

La primera parte del viaje será, pues, descansada y relativamente cómoda, sin más obstáculo que los manantiales y regatos que surgen por doquier atravesándose en el camino de un viajero atónito ante tan inesperado espectáculo en plena canícula estival; que el agua mane con tal abundancia, aunque sea en cantidades mínimas, a mitad del mes de agosto y tras dos años de sequía que los medios de comunicación no se coartan en calificar de pertinaz, le parece al viajero un pequeño milagro en mitad de la tradicionalmente árida Castilla. Pero la sierra de Ayllón a la que pertenecen estos parajes demuestra ser capaz de valerse perfectamente por sí misma, aun en condiciones climáticas tan poco favorables, para admiración de un viajero que por un momento cree haber sido transportado a regiones más norteñas de pluviosidad mucho más favorable.

Pero el estiaje es, a pesar de todo, muy fuerte, como indica el lecho patéticamente seco de uno de los numerosos barrancos que se cruzan en su camino... Lecho no obstante tapizado de cantos de pizarra que muestran, en gris contraste con la parda vecindad de la hierba agostada, cómo en tiempos mejores por allí desciende agua. Por lo demás, sólo en un par de ocasiones se encontrará el viajero con dificultades a la hora de continuar con su camino debido a la conjunción del acercamiento del Sorbe a una ribera derecha repentinamente más escarpada con la aparición de manantiales que, si bien no impiden demasiado el tránsito, sí que lo hacen momentáneamente más dificultoso.




Dos vistas del alto Sorbe, o río de la Hoz, en las proximidades de su nacimiento


No mucho más allá un cambio en el paisaje marcará el fin de la primera etapa y el simultáneo inicio de una segunda bastante más complicada: Una pista forestal que discurría paralela al curso del río por la margen opuesta, tardíamente descubierta como para ser aprovechada, se aleja del mismo aprovechando el brusco recodo aquí descrito por el Sorbe, al tiempo que un rústico puente invita al viajero a hacer un alto. Estudiado el mapa concluirá que el camino ¡ay! de poco le sirve ya para sus fines, pero no ha de ocurrir lo mismo con el puente ya que todo parece indicar que, aguas arriba de ese lugar, la ribera izquierda del río, es decir, la opuesta de la que hasta entonces siguiera, se muestra más accesible que la derecha. Cruzará, pues, el puente, salvará el fácil obstáculo de un anónimo barranco que en ese lugar desemboca, y continuará su camino esperanzado.

Pero la realidad se le habrá de mostrar más dura. El río Sorbe, en éste su primer tramo, es conocido también con el nombre de río de la Hoz, y pronto habrá de averiguar por qué: Poco a poco, casi imperceptiblemente, el valle vendrá a estrecharse encrespando sus laderas hasta hacerlas poco accesibles aun para el caminante a pie: Primero la margen derecha, poblada de densas arboledas hasta el mismo cauce del río; poco después la izquierda, que es la seguida por el viajero, menos vertical quizá que su compañera pero profusamente erizada no de árboles, sino de arbustos, que convierten no obstante el paso por el lugar en algo bastante similar, al menos a ojos del viajero, con las rutas cinematográficas que discurren a lo largo de la selva virgen. Es una exageración, sin duda, pero las dificultades son reales tanto a orillas del río, donde las breñas son más espesas, como ladera arriba, lugar en el que éstas clarean relativamente pero donde se tropieza con el obstáculo de los barrancos que convierten el camino en un continuo e incómodo vaivén hacia arriba y hacia abajo en virtud de los caprichos de la orografía.

Finalmente el camino más practicable, sólo de una manera relativa, puesto que las dificultades continuarán, serán las pequeñas trochas abiertas entre la recia maleza, veredas al parecer trazadas por el ganado vacuno a juzgar por las abundantes -y afortunadamente no olorosas- huellas de su paso por allí. Al viajero le cuesta trabajo imaginar cómo animales tan voluminosos pudieran pasar por tan angostos senderos, pero las evidencias son palpables y no están en modo alguno sujetas a discusión. Y puesto que por otro lado no es esto lo que le importa, sino la facilidad para seguir remontando el río, decidirá filosóficamente seguir adelante, a pesar de todas las dificultades, desentendiéndose del tema todo lo más posible a excepción de lo estrictamente necesario para no pisar las llamativas huellas de la actividad vacuna.

Esto no le será demasiado fácil, amén de que el sol aprieta, el cansancio aumenta y los matojos se hacen cada vez más difíciles de cruzar. Tras una revuelta del río vislumbrará alborozado lo que se le antoja un cerrado circo entre montañas que pudiera ser, o al menos así se le antoja, el lugar del nacimiento del Sorbe... Vana ilusión, pues poco más adelante podrá comprobar que se trata, en realidad, de uno más de los numerosos barrancos que van a dar a la hoz mientras el río, que parece querer reírse de su ingenuidad con el cantarín arrullo de sus aguas, continúa adelante como si nada fuera con él.

Salvado un enésimo barranco que el viajero renuncia ya a identificar en el sospechoso de inexactitud mapa, éste hará un alto para descansar y comer a la sombra de una venerable haya y a no mucha distancia del río. Tras la obligada estadía, y ya pesimista con respecto al logro de su meta vistas las dificultades encontradas, continuará todavía un trecho adelante cada vez con menos esperanzas de conseguirlo ya que el Sorbe, burlándose de sus esfuerzos, arrisca allí la ladera de la hoz hasta hacer virtualmente inaccesible su ribera. Forzado de esta manera a remontarla hasta alcanzar la cuerda, el viajero aún intentará seguir aun a sabiendas de que su esfuerzo ha de resultar inútil; las posibilidades de alcanzar el cauce parecen ser mínimas por no decir virtualmente inexistentes, y por lo demás desde su elevada atalaya tampoco alcanza a vislumbrar un nacimiento que sabe cercano, ya que un enésimo giro del travieso río oculta su curso detrás de una imponente masa rocosa que sería preciso salvar para alcanzar la anhelada meta... Demasiado sin duda para un viajero que ve esfumarse sus deseos y que, pensando prudentemente en la vuelta que por fuerza ha de ser por el mismo lugar, prefiere dar por terminada la etapa a la espera de un futuro intento -y será ya el tercero- que pueda conducirlo con mayor comodidad a su deseado objetivo.

Y es una pena; el viajero se sabe cercano -quizá a menos de un kilómetro de distancia- del esquivo manantial, al cual imagina abundoso y atractivo a juzgar por la fuerza con la que el Sorbe corre a sus pies; pero la realidad se impone, por lo que se resigna a otorgar de nuevo la victoria al río, un río que cual doncella pudorosa desea al parecer mantener ocultos sus encantos ante la porfía tesonera de un viajero que deberá dejar para mejor ocasión sus pesquisas.

Continuará pues el viajero sin poder contar con el mejor florón de sus pesquisas, pero no por ello habrá de sentirse frustrado: La caminata ha merecido la pena desde todos los puntos de vista, incluyendo por supuesto el conocimiento de primera mano de un buen puñado de kilómetros del río más interesante de toda la cuenca del Henares. No ha sido, pues, ningún fracaso por mucho que no consiguiera coronar todos sus objetivos, que eran realmente muchos para una única jornada.

Lanzando una postrera mirada de admiración y de callado tributo hacia el perseverante Sorbe, el viajero desandará su camino buscando, no siempre con demasiado éxito, una ruta alternativa que le facilite el retorno evitando los sempiternos e incómodos breñales; al fin conseguirá salvarlos poco antes del recodo y el puente, lugar en el que descenderá de nuevo hasta la misma ribera en parte por comodidad y en parte por cumplir con el obligado ritual de beber de las impolutas aguas del río, unas aguas que son a la postre las cotidianas del viajero pero que revisten un valor especial al ser tomadas del mismo lugar por el que discurren, casi del mismo lugar del que brotan... No es lo que hubiera deseado el viajero, por supuesto, pero se le asemeja lo suficiente como para que lo pueda hacer con agrado y satisfacción.

El resto, salvado ya el terreno más escabroso, será relativamente cómodo de recorrer, limitándose el viajero a seguir la misma ruta que llevara horas antes al tiempo que desdeña la invitación del camino ya que sabe que éste acabará alejándose del curso del río y, por lo tanto, del lugar en el que le aguarda pacientemente el vehículo. Cruzará, pues, de nuevo el río y, siguiendo desde entonces por la ribera derecha, alcanzará finalmente el puente y la confluencia con el Lillas sin ningún incidente digno de mención pero comprobando con desagrado cómo unos domingueros surgidos de no se sabe dónde se dedican a ensuciar las limpias aguas del Sorbe.

Satisfecho, pese al fracaso parcial, de los frutos de su caminata, el viajero tomará el vehículo adoptando una nueva ruta hasta ahora desconocida para él; poco antes de iniciar la excursión, en ese mismo lugar, había sido informado de que la senda que de Cantalojas lleva hasta el lugar en el que ahora se encuentra continúa hasta la localidad de Majaelrayo, ya en los dominios del Jarama, habiendo sido habilitado este camino de forma que resulta ser perfectamente practicable para los vehículos; de hecho, tan sólo le falta la capa de asfalto para ser una carretera más, ya que por lo demás no presenta el menor problema.

La nueva ruta presenta un considerable ahorro de kilómetros con respecto a la alternativa de Atienza, y además tiene para el viajero un atractivo más: Según los planos atraviesa el curso del río Sonsaz, otro de los afluentes del Sorbe el cual, hasta el momento, es completamente desconocido para él. Todo está, pues, a favor de seguir ese camino, por lo que el viajero no se lo pensará dos veces a la hora de abordar la tarea.

El camino, que enseguida comienza a trepar por la escarpada ladera, discurre durante un tramo paralelo al Sorbe, un Sorbe que a poco habrá de dar un guiño para alejarse definitivamente de la vista del siempre curioso viajero; y lo hace ciertamente a lo grande, penetrando majestuosamente en una soberbia cortadura que a modo de pórtico colosal le da la bienvenida al modo que se les da siempre a los héroes. El paisaje, al menos hasta donde se puede vislumbrar, anuncia un atractivo sin parangón en todas las tierras del Henares, pero ¡ay! el viajero habrá de dejarlo para otra ocasión que no duda llegará tarde o temprano no sin el temor, eso sí, de que la inaccesibilidad del paraje pueda impedirle, como ya lo hiciera con el nacimiento, recorrerlo sin demasiados problemas.

Pero esa cuestión, en todo caso, habrá de plantearse en un futuro, por lo que encogiéndose filosóficamente de hombros el viajero continuará adelante con su ruta, la cual muestra todo el aspecto de ser un verdadero puerto de montaña. Ascendiendo cada vez más por un laberinto de curvas cerradas el viajero salvará, bordeándolo, un profundo barranco que va a dar al ya moribundo Sorbe. Apenas rebasado éste la carretera volverá a descender bruscamente en busca de la cercana hondonada del Sonsaz, última meta del viajero.

Se detendrá, pues, en el puente para observar al riachuelo... Y su primera impresión habrá de ser de decepción, puesto que éste se muestra como muy inferior en caudal a los ya conocidos Sorbe y Lillas; pero una observación más detenida habrá de convencerlo de que, pese a todo, el Sonsaz también tiene su valía.


Dos vistas del Sonsaz


Nuestro riachuelo, más serrano aún si cabe que sus hermanos mayores, desciende precipitadamente por una angosta escarpadura entre montañas que a duras penas puede ser considerada como valle, tales son la estrechez y lo accidentado de la misma; por ello el pobre Sonsaz se ve obligado a salvar como buenamente puede tan incómodo lecho, circunstancia ésta que bastará para reconciliar al río con el viajero. Por supuesto todo intento de remontar el curso del río ha de ser considerado como virtualmente imposible; basta una simple ojeada para comprobar que las dificultades encontradas en el Sorbe serían un juego de niños comparadas con las que surgirían al intentar hacerlo en tan atormentado vallejo.

Aguas abajo del puente la situación es ligeramente más favorable, pero no demasiado; el Sonsaz, como digno émulo de su hermano mayor del que es a la postre tributario, vela también sus secretos de forma harto efectiva. Y, aunque todavía le queda bastante trecho por recorrer antes de entregar sus aguas al Sorbe, lo que le hace suponer al viajero que su caudal pueda verse incrementado en estas tierras serranas tan pródigas en aguas, conforme dicen los mapas la posibilidad de vislumbrar su cauce en algún otro punto del mismo se presenta, cuanto menos, como problemática dada la inexistencia de caminos de ningún tipo que discurran por la zona, circunstancia ésta a la que hay que unir la dificultad añadida de la escabrosidad del terreno por el que este bravo riachuelo discurre a lo largo de todo su recorrido.

Resignado, pues, a esta única visión del Sonsaz, el viajero continuará su camino sabedor de que poco después cruzará la divisoria entre las tierras del Sorbe y el Jarama, que es lo mismo que decir la frontera de su zona de interés. Así, cuando por fin arribe a Majaelrayo sabrá que su jornada ha terminado definitivamente; jornada densa, no le cabe la menor duda, y sobradamente fructífera además. Pero a pesar de todo el viajero, que ha vislumbrado lugares prometedores a los que no ha podido acceder, sabe que tiene que volver a estos parajes del alto Sorbe que tan atractivos e interesantes son; y promete volver, convencido de que tarde o temprano logrará al fin la totalidad de sus objetivos.



Publicado el 2-1-2010
Actualizado el 27 -7-2015