El Henares complutense (III)
Del Puente Zulema a Espinillos



Antes que puente el Zulema fue vado, tal como atestigua el nombre que todavía hoy conserva la antigua entrada a Alcalá por la parte del río; y es evidente que el Henares cumple aquí con todos los requisitos para hacer su cauce vadeable remansando perezoso unas aguas que remolonean entre los antiguos tajamares al tiempo que se derraman generosas por las abiertas riberas convirtiéndose por un instante en fraternal lazo de unión, que no en barrera, de entrambas orillas. Diríase, pues, que nuestro río olvida momentáneamente su adustez castellana permitiéndose juguetear con su entorno para deleite de viajeros y lugareños; y es que los ríos, emulando quizá a los hombres, pueden también tener sus pequeños caprichos.




El Henares aguas abajo del antiguo Puente Zulema


Sin embargo la ilusión durará poco y el Henares volverá rápidamente a encajonarse atacando de nuevo la ladera de los sempiternos cerros al tiempo que inicia una de sus más elegantes curvas, la de la Rinconada, calificada de perezosa por el gran escritor alcalaíno Manuel Azaña. Vuelve aquí el Henares a encontrarse con sus orígenes lamiendo una vez más el deleznable alcor que sirve de remate a la Alcarria al tiempo que bordea, por su derecha, al flamante y descolorido parque municipal del Zulema, verde recuerdo de lo que pudiera ser, y lamentablemente no es, el curso complutense de nuestro río.




El Henares en el inicio de la curva de la Rinconada


Rebasado el solar del parque, simbólicamente limitado por el triste rasguño de un antiguo caz desde hace mucho en desuso y de forma más prosaica por la alambrada de la finca vecina, el paisaje cambia bruscamente de aspecto sin que el paraje que ahora se abre a los ojos del viajero pueda calificarse precisamente de risueño, trocando los árboles del parque, e incluso los de la misma ribera, por la adusta riqueza de los cultivos, productiva sin duda pero deprimente en su desnudez forestal que tanto es gozo del espíritu como eficaz defensa contra el riguroso estío castellano.




Cortados de la curva de la Rinconada


Describiendo impertérrito su amplio arco de ballesta, bellas palabras de otro escritor alcalaíno, Arsenio Lope Huerta, el Henares se aleja una vez más de la barrera arcillosa con la que tanto gusta de jugar al escondite, discurriendo ahora por terrenos llanos por entrambos flancos y ¡ay! también cultivados en el siniestro, privado como su compañero de festón arbóreo. El viajero no acierta a explicarse cómo no se realiza algo tan fácil como es repoblar estas orillas, al tiempo que acuden a su memoria ciertas nebulosas promesas electorales realizadas hace ya bastante tiempo por algunos políticos locales; promesas que, como cabía temer, están aún por cumplir. Mas el Henares es paciente, infinitamente más de lo que pudiera ser cualquier persona, y sin duda sabrá esperar a que lleguen tiempos mejores en los que pueda volver a verse arropado con su secular vestido vegetal. Lamentablemente el viajero no puede permitirse el lujo de serlo tanto, por lo que se consuela imaginando unas riberas festoneadas de verdor que pudieran dar réplica a los espesos pinares que se descuelgan por las estribaciones de los cerros más allá de las terreras... Y no desespera, ciertamente, de poderlas contemplar algún día en toda su plenitud.




Recodo que forma el Henares antes de llegar a la presa de las Armas


Culminado por fin el amplio rodeo sin encontrarse más accidentes geográficos que unos pequeños cortados que juegan a ser mayores sin conseguirlo, el Henares se adentra en uno de los parajes más significativos de todo su recorrido complutense: la presa de las Armas, bélico nombre para un poético lugar por el que no parecen haber pasado los siglos. El viajero recuerda cómo en sus años infantiles la ciudad de Alcalá terminaba apenas algo más allá del que fuera el antiguo recinto amurallado; por entonces, hace apenas algo más de veinte años, ir a la presa de las Armas era realmente una excursión campestre ya que, alejada la ciudad de estos parajes desde la muerte de la antigua Compluto, la nueva Alcalá prefirió coquetear con el río aguas arriba de estos parajes aunque, ciertamente, sin acercarse demasiado al mismo en ningún momento. Sólo en fechas recientes el desarrollismo salvaje y desbocado habría de propiciar en esta zona el surgimiento del barrio de los Reyes Católicos, el más populoso y abigarrado de la ciudad, sin que ni los huertos ni las ruinas romanas pudieran ser capaces de frenar el crecimiento casi canceroso de Alcalá en dirección a su hasta entonces olvidado río.

Sólo el vivero hasta hace unos años aquí existente, partido brutalmente en dos por el trazado de una nueva carretera que se ha acercado a las riberas del río más de lo que el viajero hubiera deseado, sirvió en su momento de barrera eficaz entre el Henares y las avanzadillas urbanas salvando así, casi milagrosamente, la ribera inmediata; es por ello que el entorno de esta presa ha sido sin duda el que ha logrado salir mejor parado frente a la mal llamada civilización al tiempo que, merced a su espesa cortina vegetal, ha conseguido librarse también de la agresión estética producida por esas moles de ladrillo y hormigón comúnmente conocidas como viviendas.

Pero volvamos al Henares, protagonista principal de nuestro relato. Cuando todavía en la curva de la Rinconada se encuentre con las primeras estribaciones de la imponente mole del cerro del Viso, sin duda el principal accidente orográfico complutense, el tímido río parecerá no atreverse a lamerle los calcañares apartándose de él en un brusco quiebro que le permitirá crear una espesa y salvaje alameda en su ribera izquierda al tiempo que en la derecha florecen los cultivos y, a la vera del agua, los carrizales; pone así el Henares una distancia prudencial entre su cauce y las recias laderas a las cuales no osará acercarse, salvo en momentos muy puntuales, en todo el trayecto durante el que discurre paralelo a ellas... Puro accidente geográfico, sin duda, pero que al viajero le gusta imaginar como humana muestra de respeto hacia el majestuoso monte que fuera solar de la legendaria Iplacea y de la primera Compluto, monte hoy poblado de una densa vegetación que lo adorna al tiempo que lo diferencia de su pelado hermano del Ecce-Homo, compañeros ambos en su secular tarea de centinelas de la ciudad de Alcalá.




El Henares en la Presa de las Armas


Quedábamos en que el rumbo descrito por el Henares al final de la curva de la Rinconada lo alejaba rápidamente de la extremidad oriental del cerro del Viso; mas nuestro río, estimando suficiente el espacio interpuesto entre ambos, se volverá bruscamente sobre su curso describiendo un pronunciado recodo que la mano del hombre aprovechó, tiempo ha, para la construcción de la última de las presas de su recorrido complutense. La presa, reparada tras muchos años rota, continúa remansando las aguas en forma de generosa balsa que, a decir de los entendidos, cuenta en su haber con las profundidades más respetables de todos estos parajes; pero el molino, ahora reconvertido en restaurante, hace ya mucho que dejó de cumplir con su misión, y el antiguo caz no envía ya las aguas a ninguna parte. Mucho más recientes son el aliviadero de la cercana estación depuradora, raras veces utilizado, una cuenca vacía que surge algunos metros antes de la presa a modo de dentellada del progreso en la seráfica tranquilidad de este rincón alcalaíno, y el desagüe de la propia depuradora, camuflado discretamente justo al pie de la caída de las aguas en un intento, quizá, de hacer menos ostensibles los inevitables vertidos.

Una vez salvado el obstáculo de la presa el Henares se arriscará sintiéndose cada vez más salvaje; y así, además de la consabida y al parecer sempiterna isla profusamente cubierta de vegetación, nuestro río se cubrirá de espesas arboledas al tiempo que se arroja furioso, si no contra los contrafuertes del propio Viso, sí contra sus desplegadas vanguardias, ante cuya tenaz oposición no le quedará otra opción que la de torcer una vez más su rumbo discurriendo a la par de la ladera que le sirve a la vez de protección y eficaz barrera. Se trata del lugar conocido desde tiempo inmemorial con el poético nombre de Las Peñuelas, donde dicen que tuvo su asiento un puente romano del que aún podrían contemplarse algunos vestigios; lo cierto es que a los ojos del viajero tan sólo afloran varios peñascos del lecho del río, peñascos a los que sólo cabe atribuir una procedencia natural... lo que no impide que, leyendas aparte, sea éste uno de los parajes más bucólicos del Henares alcalaíno, con un cauce profundamente encajado entre las altas y abruptas orillas y, asimismo, profusamente festoneado de árboles y arbustos que contribuyen a adornar entrambas riberas.

Es precisamente en este lugar donde la ciudad ha vaciado tradicionalmente sus negros intestinos, cargando las aguas del Henares con ese cáncer siniestro de los ríos llamado contaminación en forma de pestilente vertido que se constituía, irónicamente, en su principal tributario. Afortunadamente las cosas cambiaron mucho y, tras la construcción de las dos depuradoras -la cercana del vivero y la situada junto a la confluencia del Torote-, lo que fuera hasta no hace mucho un inmundo caudal ha quedado hoy reducido a un pequeño hilillo de agua que serpentea discretamente entre la abundante vegetación que tapiza su artificial lecho antes de confundirse finalmente con su hermano mayor... curso además de origen desconocido, puesto que el antiguo colector tiempo atrás dejó de estar en uso quedando como único recuerdo suyo el profundo y artificial cauce del antiguo desagüe, una llamativa hondonada practicada por la mano del hombre en la ribera derecha que convierte a éste en efímero y circunstancial afluente del Henares.

Abandonará finalmente el río el manto protector de la finca de las Armas alejándose también de la cercanía relativa del Viso, de la que hasta entonces gozara; y lo hace trazando una enésima y encajonada curva que lo llevará finalmente a los abiertos terrenos del Juncal vecinos del antiguo solar de la segunda y última ciudad romana de Compluto, la cual está comenzando a mostrar poco a poco sus milenarios secretos. A su izquierda queda la amplia vega del Jerafín, tierra que dicen fue de moros y hoy es cuidada finca que contrasta vivamente con la margen derecha del río, antaño sucia y abandonada y hoy transformada por completo merced al trazado de la nueva variante de la carretera M-300 que, tras asesinar al inocente vivero partiéndolo por la mitad, invade los dominios del Henares arrimándose con una arrogancia rayana en la desvergüenza a su indefensa orilla, a la par que se constituye en moderna muralla que dificulta sobremanera lo que antaño fuera un agradable paseo. Por si fuera poco la ribera opuesta se encuentra una vez más desnuda por completo de vegetación, lo que contribuye en buena medida a crear una deprimente impresión a un viajero que está convencido de que este lugar habría podido ser, a poco que se le hubiera cuidado, un apacible rincón para solaz de todos.

Lamentablemente no ha sido éste el caso, por lo que al viajero tan sólo le queda la opción de la resignación. Será en este lugar donde rinda su parco tributo el modesto Camarmilla, hoy reducido a su mínima expresión aunque, eso sí, libre de las ponzoñas que durante largo tiempo envenenaran su curso. Su desembocadura, que no era sino un estrecho y profundo tajo que, a manera de minúsculo estuario, sellaba el hermanamiento de tan dispares cursos de agua, está hoy enterrada bajo la mole de la carretera, habiendo quedado reducida a un triste e impersonal desagüe similar a los muchos que jalonan el curso del río. Poco más allá un puente privado (y por lo tanto cerrado al libre paso) enlaza ambas orillas en sustitución de aquél que se llevaran años ha las desatadas aguas algunos metros más arriba, justo frente a la desembocadura del Camarmilla, fábrica cuyos arruinados despojos afloran a la luz en épocas de estiaje en muda muestra de a lo que puede llegar a ser capaz, en ocasiones, el tradicionalmente plácido Henares.




El Henares, crecido, en el Juncal


Compluvium, nombre del que a decir de filólogos deriva el latino de Complutum, quiere decir confluencia o abundancia de aguas; y a fe del viajero que estos parajes responden fielmente o, por mejor decir, respondían al espíritu del vocablo puesto que, además de los cursos de agua allí existentes, son varias las fuentes que en ese lugar manan tales como la restaurada del Juncal, con su amplio pilón ubicado en las cercanías del moribundo Camarmilla, o la de la Salud, situada en la misma ribera del Henares apenas rebasado el puente al cual, acostumbrado a la sencillez del camino que a él conducía, le crecieron justo al lado no sólo la carretera, sino también una pretenciosa rotonda.

A partir de este lugar, y asustado quizá por la insolencia de una ciudad que siempre le había tratado con respeto, el Henares parece tener prisa por alejarse de su solar; o al menos así se le antojará al viajero, aunque la prosaica explicación dada por los mapas es que un brusco giro del río, que deriva de nuevo hacia la ladera del Viso, junto con la nueva orientación de la carretera una vez traspasada la rotonda, provocan un distanciamento entre ambos, no por impremeditado menos llamativo.




El Henares llegando al polígono industrial asentado sobre la antigua fábrica de Ibelsa


Libres ahora sus orillas de ataduras, a diestra la artificial de la carretera y a siniestra la natural de las estribaciones del Viso, el Henares discurre excepcionalmente despejado sin más ornato que el festón vegetal de sus riberas, ignorando olímpicamente a los baldíos de un lado y los sembradíos del otro. Pero esta situación no durará demasiado, apenas unos centenares de metros ya que, si bien la ciudad quedó definitivamente atrás, no ocurre lo mismo con el polígono industrial asentado en el solar de la extinta Ibelsa, que durante décadas fuera una de las principales instalaciones fabriles de Alcalá.

La tapia del polígono se acerca, casi obscenamente, al curso del río, del cual la separan tan sólo un estrecho camino y una pequeña vaguada vestigio probable de un antiguo y más amplio cauce, ahora abandonado salvo cuando de forma efímera el Henares se engalla reclamando aquellos dominios que en justicia considera suyos. Se trata de un segundo lecho o terraza fluvial fácilmente inundable en momentos de avenida, como dan fe los cercanos contrafuertes construidos para defensa de las vecinas fábricas. Y no debe de tratarse de una amenaza baldía, tal como demuestran los árboles que pueblan los espesos sotos de las riberas, de cuyas ramas cuelgan, a modo de pueriles trofeos, los abundantes despojos arrastrados por antiguas riadas, prueba palpable de que el Henares es muy capaz de hinchar sus aguas al menos un par de metros sobre el nivel de sus riberas.




El Henares tras el polígono industrial


No ocurre lo mismo por el lado opuesto, ya que aunque el Viso se encuentra ahora relativamente alejado, la avanzadilla de sus ribazos vuelve a ceñir estrechamente la ribera izquierda, si no con la ambición de los cortados de la Rinconada, sí con el suficiente tesón para encajonar su curso, que aquí se hace estrecho y presumiblemente profundo a juzgar por la rapidez con la que fluyen sus aguas. Pareciérale al viajero como si el Henares desease recorrer con rapidez, casi con fugacidad, los escasos kilómetros que le quedan por delante antes de arrojarse definitivamente en brazos del cercano Jarama, kilómetros en los que volverá a revestirse de verdor seguro ya de que nadie vendrá a arrebatarle su vegetal ornato. Será éste un camino lánguido y quedo cual si el Henares, apesadumbrado y contrito por verse obligado a dejar atrás a tan ilustre ciudad, pusiera sordina en el rebullir de sus aguas alejándose callado y casi mudo en busca de su azaroso final.

Esta orilla izquierda, velada por la abundante y espesa vegetación, apenas si es visible al tiempo que, en ocasiones, es el propio curso del río el que desaparece circunstancialmente debido a la misma causa. No obstante esta dificultad, el viajero puede entrever cómo las vegas llanas se intercalan, como es habitual en el Henares, con los taludes arriscados de los últimos contrafuertes del omnipresente Viso. Bucólico en este trecho, describirá una nueva curva siempre lamiendo la tapia del polígono industrial, la cual continúa empeñada en asomarse a su cauce.




Otra vista del Henares tras el polígono industrial


Es este rincón posiblemente uno de los más desconocidos del Henares complutense y también uno de los menos tocados por la mano del hombre, ignorante quizá de su existencia; mas si el olvido le ha salvado de la habitualmente perniciosa influencia humana, también ha supuesto el abandono más absoluto a manos de las ciegas fuerzas de la naturaleza. Una presunta isleta que aparece dibujada en el mapa que sigue el viajero se revela, en realidad, como un reseco arenal salpicado de cantos rodados, posesión aparentemente abandonada por el río cuanto menos durante los meses de verano; mas la existencia de un abundante y espeso carrizal justo donde debería encontrarse el desaparecido brazo del río hace pensar que el agua no puede encontrarse, pese a todo, demasiado profunda.

El resto será ya muy rápido y el viajero, auxiliado por varios caminos que descienden hasta la vera del río, podrá atisbarlo con toda facilidad. Así, al doblar la última curva de un Henares que, cansado de jugar al escondite con los cerros se despide para siempre del Viso, cruzará sin encontrarla la antigua desembocadura del insignificante arroyo Bañuelos, ahora convertido en afluente artificial del Torote, vislumbrando en un corto trecho cómo el Henares recibe el aporte casi simultáneo de dos tributarios, natural el uno aunque no así el otro por tratarse del desagüe de la segunda depuradora de la ciudad de Alcalá.

Es precisamente con este último, probablemente una de las mayores aportaciones en volumen de aguas que recibe nuestro río, al menos durante los meses de estío, con el que primero se topa, a escasos metros antes de la confluencia del Torote. Y, al contrario de lo que sucediera con el discreto vertido de la otra depuradora, en esta ocasión resulta difícil que éste pueda pasar desapercibido, tanto por el gran tamaño del colector como por el inmediato cambio, y no precisamente a mejor, de las aguas de un Henares que se ve así mancillado de nuevo.




El Henares en el puente de la carretera de Mejorada


Justo aquí es donde al Henares le ha crecido un nuevo puente, por mor de las necesidades modernas, de manos de la flamante carretera que enlaza la ciudad complutense con la vecina villa de Mejorada, carretera que luego de atravesar el Henares discurrirá por los pagos de Baezuela y Aldovea antes de fundirse con la ya existente en las cercanías de Torrejón. El puente, funcional y moderno, es feo y adusto al haber renunciado su constructor a la menor concesión estética: Apenas un par de pilares clavados en ambas orillas del río sobre los que se sostienen unas largas y rectas vigas de hormigón... Eso es todo, lejanos ya los tiempos en los que los constructores de puentes eran no sólo ingenieros sino también unos artistas. La construcción del puente brindará al viajero la oportunidad de observar al Henares desde una perspectiva hasta hace poco inédita, visión que no obstante no hará sino confirmarle lo que ya apreciara desde la orilla derecha del río: Aguas arriba el río se arropa en la falda maternal del Viso mientras las vallas de las fábricas, de forma diríase que impúdica, se arriman desvergonzadamente a su ribera opuesta. Aguas abajo, por el contrario, tras salvar una última construcción, verá el Henares cómo se abren sus dos riberas al unísono, desaparecido el dogal de las fábricas pero perdido también ¡ay! de forma simultánea el amoroso abrigo del cerro del Viso, un cerro que le dará su adiós tras haber sido su compañero fiel durante un importante tramo de su curso. Desprovista su ribera izquierda de la ya tradicional caricia de los cerros, el Henares semejará sentirse repentinamente desnudo de su secular protección renunciando incluso, diríase que voluntariamente, al ceñidor verde de la vegetación de ribera.

Mancillado y desnudo se esconderá con vergüenza el Henares tras la mole piadosa de una fábrica, la última fábrica, para reaparecer poco después recogiendo casi al descuido, diríase que sin enterarse siquiera, el magro tributo de un agotado Torote que se ha rendido exhausto apenas a unos centenares de metros aguas arriba de la confluencia. Muéstrase aquí el Henares sin ningún tipo de tapujos a la curiosidad de todo aquél que pase por la cercana carretera, pero más valdría que no lo hiciera así ya que la visión del mismo en este lugar no puede ser más deprimente con sus riberas y las de su moribundo afluente desnudas por completo de vegetación y con el espacio delimitado entre ellas convertido en una sucia y abandonada escombrera. No es de extrañar, pues, o al menos eso imagina el viajero, que nuestro río encoja sus aguas estrechando el cauce hasta extremos casi inverosímiles en un intento, quizá deliberado, de esconderse lo más posible ante tamaña incuria; y es que a quien le ha conocido a lo largo de todo su recorrido forzosamente ha de dolerle, y mucho además, contemplar cómo se arrastra ahora ante él corrompido y humillado salvándole algo, y eso únicamente en parte, la más cuidada orilla izquierda, no menos pelada que su compañera pero al menos libre de detritos por lindar con una finca cultivada y por contar con la barrera que representa el propio río.




El Henares en Espinillos


Pero no todo está perdido. Inmediatamente después de este desalentador paraje el Henares volverá a contar con el manto protector de la finca de Espinillos, ubicada en su margen derecha, la cual le hurtará de vecindades desagradables protegiéndolo como si de un indefenso polluelo se tratara poniendo su orilla a salvo de destrozos de cualquier tipo... Y el milagro tendrá lugar en forma del rápido despertar del aletargado río, el cual henchirá sus aguas, ensanchará su curso y recuperará el doble festón vegetal de sus riberas todo a un tiempo, gozoso quizá de haber podido retornar por sus fueros. De esta manera, cuando el camino que conduce en esta ocasión al viajero cruce finalmente el curso del Henares por un destartalado puente situado apenas a unos centenares de metros aguas abajo de la desembocadura del Torote, nuestro río volverá a ser aquí una corriente plácida y tranquila, el Henares maduro que gusta de recorrer los umbrosos sotos de su curso bajo jugando con su ancho lecho en un intento quizá pueril de parecer un río caudal. Tan sólo la suciedad de sus aguas, cuestión ésta mucho más ardua de resolver, viene a romper la magia de un paisaje que por lo demás parece estar aislado por completo del cercano bullicio de la moderna ciudad... Paradojas del destino, se dirá sorprendido el viajero.

Y eso es todo o, cuanto menos, casi todo; porque, aunque todavía quede un pequeño tramo de dos o tres kilómetros de titularidad complutense allende este lugar, éste no aportará nada nuevo a lo ya conocido por el viajero. A partir de allí, y sin acercarse demasiado en ningún momento a Torrejón, villa vecina pero no ribereña suya, el Henares alcanzará a sus dos últimos tributarios -unos insignificantes arroyuelos- y bordeará el castillo o más bien palacio de Aldovea para, poco más allá, confundir finalmente sus aguas con las del Jarama. Pero ésta es ya otra historia.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 6-12-2020