De Guadalajara a Alcalá


Guadalajara y Alcalá, dos de los más importantes jalones en la ruta del Henares... Pero entre estas dos ciudades nuestro río discurre durante unas tres decenas de kilómetros abriéndose en ocasiones a espectáculos interesantes y relativamente poco conocidos a pesar de su cercanía a la carretera nacional II que discurre paralela al mismo durante todo este largo tramo.

No, no se crea que resulta nada difícil acercarse al Henares en cualquiera de los puntos situados entre las dos aludidas ciudades; pero el viajero, víctima como otros tantos de la acomodaticia vida de nuestro siglo, prefiere limitarse a su contemplación en los escasos lugares en los que existen carreteras que lo atraviesan o bien caminos que alcanzan hasta su ribera.




El Henares en el puente de la carretera de Chiloeches


Y así, nada más sencillo para empezar que acercarse hasta el puente de Chiloeches, localidad recostada en el suave talud que forma en este lugar la ladera del valle de un anónimo arroyo tributario del Henares pero cuya cabecera hiende profundamente las vecinas tierras de la Alcarria; es por ello por lo que Chiloeches viene a quedar un tanto en tierra de nadie a mitad de camino entre el páramo y la vega. Por esta razón el río discurre lejos del caserío aunque cercano al antiguo poblado y hoy casa de labor de Albolleque; pero dejemos por el momento las disquisiciones etnográficas y fijémonos tan sólo en lo que ahora nos interesa: El Henares... Un Henares, por cierto, nada espectacular con su estrecho cauce poblado de vegetación acuática y las riberas desnudas casi por completo de árboles en un gesto diríase casi de impudicia obscena. Tan sólo algunos centenares de metros aguas abajo los dentados taludes de las primeras estribaciones alcarreñas contribuirán a velar, siquiera en parte, la triste desnudez de su ribera izquierda mientras la derecha continua huérfana por completo de abrigo.

Y de Chiloeches a Azuqueca, pujante población que ostenta orgullosa el apellido de Henares a pesar de que su casco urbano quede a varios kilómetros -y separado, además, por las barreras de la autovía y el ferrocarril- del cauce del río que generosamente le presta su nombre. Pero si no por sus edificios sí por su término municipal, Azuqueca se acerca hasta la ribera derecha de nuestro río la cual le sirve de linde frente a las tierras ásperas del vecino Chiloeches, si bien una estrecha lengua de terreno que a modo de cuña cruza el Henares hace fugazmente alcarreña a la villa azudense.

No podía, pues, el viajero dejar olvidada a Azuqueca en su recorrido por las tierras avenadas por el Henares, y para ello nada mejor que aprovecharse de las facilidades proporcionadas por un cartel indicador que, en la misma autovía, remite hacia el Henares a través de un camino denominado de la Barca, camino que discurre perpendicular a carretera y río siempre a la vera de un pequeño cauce no se sabe bien si natural -es decir, arroyo-, artificial -o lo que es lo mismo, ramal del cercano y generoso canal del Henares- o híbrido de ambos, que en esta comarca nunca se llega a estar muy seguro de dónde acaba la mano de Dios y dónde comienza la inquieta obra del hombre... Cauce en todo caso feraz al estar ornado por una frondosa cobertura vegetal que le da custodia y abrigo, e ineficaz para el riego al constatarse la paralela construcción de una moderna obra de fábrica dedicada ostensiblemente a este benéfico fin.

El camino es, o cuanto menos se hace, bastante largo merced al capricho de un Henares que en este lugar se aleja en su serpenteo más de kilómetro y medio de la carretera, acercándose de tal modo a la escarpa de la Alcarria que llega a disecarla limpiamente formando una larga sucesión de cortados que forzosamente habrán de recordar al viajero los análogos existentes, aguas abajo, en su propia ciudad natal. Y no es que sean aquí los cortados especialmente espectaculares por su tamaño, pero sí que resultan ser sumamente llamativos merced a la constante y tesonera labor de zapa realizada por el vecino río, traducida ésta en una larga sucesión de acartonados cerretes todos ellos diestramente serrados hasta semejar ser una sucesión de gigantescos y descarnados colmillos que, a modo de descomunal dentadura, ejercen de mudos aunque bien elocuentes testigos de la tenaz labor erosiva del siempre industrioso Henares.




El Henares en el Camino de la Barca, en Azuqueca de Henares


Por tal motivo es aquí, pues, sumamente escarpada la ribera izquierda o alcarreña a excepción de una llamativa hendidura que entre dos cerros surge a modo de desembocadura de un reseco y arriscado barranco, la cual imagina el viajero utilizada años ha por la desaparecida barca que diera su nombre al camino seguido para alcanzar este lugar, camino que supondría una de las etapas de la hipotética ruta Azuqueca-Chiloeches que el tiempo y la nueva -es un decir- carretera de aguas arriba se encargaron poco a poco de sumir en el olvido. La existencia en los mapas de un denominado Camino Viejo que desde la cabecera de este barranco discurriría hasta Albolleque para enlazar finalmente allí con la ruta actual, parecerá justificar el razonamiento in situ del viajero al tiempo que concuerda con la teoría que afirma que los viejos topónimos siempre se ajustan a una realidad desaparecida.

En cuanto a la ribera derecha, lo primero con que se encontrará el viajero será con una frondosa alameda a la que la civilización parece haber casi milagrosamente respetado, una más de las que conociera en su cada vez más lejana infancia a todo lo largo de la vega del henares, alamedas hoy en buena parte mutiladas cuando no simplemente desaparecidas. Más allá descubrirá una falsa ribera del río, y es oportuno insistir en lo de falsa puesto que, a pesar de lo abrupto y limpio de su borde, el Henares discurre bastante más allá muy lejos pues de la misma, pareciendo como si quisiera arrepentirse de haberla labrado en un arranque de audacia allá por épocas pretéritas en las que la pluviometría se mostraba mucho más generosa que en la más bien árida actualidad.

El cauce de verdad, aquél por el que corren ahora -salvo, claro está, en caso de riadas- las aguas del río, es justo donde termina el camino sumamente estrecho y apreciablemente poco profundo, careciendo pues de toda espectacularidad. El río, encogido sobre sí mismo, ve además su lecho sembrado de todo un piélago de islas y penínsulas formadas en su totalidad por cantos rodados, que fuerzan a las aguas a discurrir sinuosamente sorteando como buenamente pueden estos obstáculos depositados en su día por ellas mismas, compensando ciertamente lo menguado de su curso con una viveza y rapidez impropias quizá de un cansado y placentero río de llanura.

Poco más allá, liberado al fin el Henares del dogal pétreo que él mismo arrastrara desde lejanos parajes, remansará golosamente sus aguas en un cauce ensanchado hasta unos extremos impensables apenas unos cuantos metros atrás, efusiones no obstante incapaces de rellenar toda la superficie existente entre ambas riberas, un espacio ocupado en este lugar por un yermo y desnudo arenal que aún en el estiaje de principios del verano se mostrará incapaz de soportar siquiera el peso del curioso viajero en un indicio más que seguro de que las aguas subterráneas procedentes del inmediato Henares se encuentran aquí a flor prácticamente de la superficie. Ningún accidente, pues, vegetal o mineral interrumpe la lisa superficie del arenal a excepción de un afluente en miniatura que serpentea por el mismo disecándolo caprichosamente antes de confluir con el Henares, afluente en el que tanto el sospechosamente oscuro color de sus magras aguas así como el pestilente olor de las mismas indicará claramente su naturaleza de albañal procedente con toda probabilidad de alguna factoría o finca cercanas. Esta falta de árboles y aún de matorrales se verá compensada, siquiera en una mínima parte, por una raquítica arboleda inverosímilmente arraigada en el estrecho talud que, en la ribera opuesta, han formado los derrumbes de los inmediatos cerros; y ciertamente, aún en su modestia, estos árboles contribuyen también al ornato de un río amigo de la vegetación siempre que su voraz vecino humano lo permite,

Volviendo sobre sus pasos a través de la mucho más firme y segura ribera inmediata del río -la de verdad, que no la falsa-, el viajero llegará al fin a un feo montón de escombros que la incuria humana ha abandonado en la orilla misma de un Henares que soporta estoicamente esta nueva y gratuita agresión sin una protesta, sin un suspiro siquiera, antes de seguir adelante en su discurrir milenario en busca de nuevos horizontes. Y el viajero, que se ve obligado a volverse sobre sus pasos y retornar a la carretera que es como decir la civilización, se despide de este Henares doliente, aunque entusiasta, no con un adiós, sino con un simple hasta luego, no sin antes atisbar cómo el Henares se pierde tras una curva camino de su secular destino.




El Henares en el puente de la carretera de Los Santos de la Humosa
en 1986, antes de ser construida la estación de aforo


La siguiente etapa tendrá como meta el puente de la carretera que conduce a Los Santos, pueblo este último situado justo en lo alto del otero alcarreño. Tampoco aquí pasa el río por las cercanías del caserío por idéntica razón a la de Chiloeches, y también aquí el Henares discurre por parajes campestres... Pero qué diferencia, aguas arriba del puente, con el cercano lugar ya conocido por el viajero: Si bien el río continúa siendo aquí estrecho y cautivo de las omnipresentes plantas acuáticas, no ocurre lo mismo con las riberas que, lejos de estar peladas, muestran una exuberante población vegetal que, a modo de estuche verde, parece querer proteger celosamente ambas orillas. Sospecha el viajero que la no siempre inocente mano humana ha debido de tener sin duda alguna mucho que ver en la despoblación de las riberas de nuestro río; y espera, deseoso, la llegada de unos nuevos tiempos en los que tanto los árboles como la naturaleza en su conjunto puedan contar al fin con todo el respeto que indiscutiblemente se merecen.

Aguas abajo el río presentaba hasta hace poco un aspecto similar y sumamente grato a la vista de todo aquél que estuviera enamorado de la naturaleza; mas las exigencias ¡ay! del progreso provocaron un cambio radical en las orillas y en el propio cauce del río merced a la reciente construcción en este lugar de una aséptica estación de aforo que canaliza ahora al Henares durante un trecho domeñando sus naturales inclinaciones en aras de un conocimiento exacto de sus caudales. No es nuestro río alguien que esté acostumbrado a tales familiaridades, pero el tesón de los ingenieros ha domeñado su orgullo transformando las antiguas riberas en sendos taludes de hormigón que, a manera de diques, constriñen las aguas del río dentro de un recinto en forma de artesa gracias al cual se consigue reducir el cálculo de los volúmenes a una simple estimación de la altura que alcanza el agua. Un estrecho puente o por mejor decir pasarela, atraviesa el cauce artificial sin duda para facilitar el trabajo a los técnicos responsables de la instalación, alzándose por último en uno de sus extremos una pequeña caseta que alberga el instrumental necesario para esta labor.




El Henares en el puente de la carretera de Los Santos de la Humosa
visto desde la estación de aforo


Lamentablemente todo esto ha sido hecho a costa de destrozar las riberas en un lugar en el que éstas estaban densamente cubiertas por una densa vegetación que hacía de las mismas uno de los más atractivos sotos de toda esta zona; los árboles que aquí se alzaban, álamos orgullosos que henchían sus amplias copas formando con ellas una apretada cortina de verdor, fueron todos ellos brutalmente arrancados para poder así dejar sitio a los grises e impersonales malecones que sustituyen ahora a las antiguas riberas convirtiendo lo que antaño fuera un lujuriante paraje en un triste y desolado páramo. Ha ganado el progreso, sin duda, pero ha sido a costa una vez más de la poesía.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 27-4-2015