Ultimátum a la Tierra, o cómo desguazar un clásico





Tal como he comentado en más de una ocasión, rara es la película de ciencia ficción (me refiero, claro está, a las made in Hollywood), entre todas las rodadas en las últimas décadas, que me haya satisfecho mínimamente. Bueno, en realidad esto sería aplicable a la práctica totalidad de los géneros cinematográficos, y de hecho no soy yo el único que se queja de la banalización del cine actual, con unos guiones ramplones y unos argumentos que en muchas ocasiones parecen dirigidos a espectadores de encefalograma plano, o poco menos.

Pero en la ciencia ficción me escuece bastante más, supongo que por el hecho de ser aficionado al género desde que tengo prácticamente uso de razón. Y si ya de por sí me enerva tenerme que tragar una de esas sosadas que se llevan ahora, en las que los efectos especiales y las escenas presuntamente trepidantes pretenden suplir al inexistente guión, todavía llevo peor contemplar cómo destrozan un clásico para, al rebufo de su merecida fama, intentar enchufarnos un truño infumable digno merecedor de la hoguera junto con todos sus promotores. Puede que sea cosa de la crisis de ideas que arrasa Hollywood, puede que sea el afán de dinero fácil de los responsables de las productoras... aunque en la época clásica el cine norteamericano también estaba pensado como negocio, lo que no impedía que todos los años regalara a los espectadores con varias obras maestras. Qué tiempos aquellos.

El caso es que este vulgar parasitismo -aunque quizá sería más correcto llamarlo carroñerismo, o vampirismo- de los mal llamado remakes, que yo traduzco al español como refritos por supuesto con todas las posibles connotaciones negativas del término, no sólo no suele alcanzar ni de lejos el nivel de los originales a los que plagia sino que, por lo habitual, suele acabar hundiéndolo. Y si alguien me sabe decir algún ejemplo dentro del género -me estoy refiriendo a los últimos 30 ó 40 años de la historia del cine de ciencia ficción- que rebata mis argumentos, por favor que lo haga, porque le estará muy agradecido.

Así pues, tras este preámbulo supongo que se podrán imaginar ustedes el estado de ánimo con el que acostumbro a enfrentarme a cualquiera de estas películas; porque, como cabía suponer, sigo sin escarmentar. Y así me va. Esto es lo que ocurrió cuando hace unos días pusieron en televisión la nueva versión -por llamarla algo- de Ultimátum a la Tierra, el clásico del género dirigido en 1951 por Robert Wise sobre un guión de Edmund H. North, basado a su vez en el poco conocido relato corto El amo ha muerto (Farewell to the Master) de Harry Bates, publicado en España en el número 53 de Nueva Dimensión aunque se puede conseguir en internet.

El remake, por su parte, es de 2008, fue perpetrado -perdón, quería decir dirigido- por el para mí completamente desconocido Scott Derrikson y su ¿guión? está firmado por un no menos desconocido David Scarpa. Y, como ya he apuntado, se vendió como una nueva versión de la película homónima de 1951.

En lo que a mí respecta, les puedo asegurar que no me decepcionó en absoluto; al contrario, confirmó hasta el último de mis peores temores, que no eran pocos. Pero no nos adelantemos. Para empezar, quede bien clara una cosa: la película de 2008 se parece a la de 1951 como un huevo a una castaña, por más que repita el título original de la que pretende imitar (The Day the Earth Stood Still, traducible como El día que la Tierra se detuvo), repitiéndose asimismo en la versión española el de Ultimátum a la Tierra con el que ésta fuera estrenada en nuestro país. También tenemos un protagonista que se llama Klaatu y que viene del espacio portando un mensaje para los terrestres, un robot humanoide que atiende por Gort, a la viuda Helen Benson como protagonista femenina y a su hijo/hijastro como niño más bien tirando a repelente... y pare usted de contar.

Porque por lo demás, los argumentos de ambas películas no es que varíen, es que son completamente distintos tanto en la forma como en el fondo. Esto, en sí mismo, no tendría por qué ser negativo; de hecho la película de 1951 es muy diferente del relato de Bates, sobre todo en el sorprendente final en el que el robot Gort, aquí llamado Gnut, revela ser el verdadero amo, resultando el malogrado Klaatu tan sólo un humilde siervo suyo. Pero tanto el cuento como la película son excelentes, manteniéndose en ambos idéntico mensaje original que, si bien hoy a través de una lectura superficial podría parecer un tanto ñoño y buenrollista, en el momento de la publicación del relato (1940, en plena II Guerra Mundial) y del estreno de la película (1951, con la Guerra Fría en su punto álgido) no podía ser más revolucionario, sobre todo en el segundo, con una histeria anticomunista generalizada en los Estados Unidos y la famosa caza de brujas del tristemente célebre senador McCarthy iniciada un año antes.

Si a ello sumamos que la ciencia ficción de la época retrataba por lo general a los extraterrestres como unos seres monstruosos y malignos empeñados en conquistar la Tierra y en esclavizar o destruir a la humanidad, resulta evidente que el mensaje humanista traído por el visitante chocaba frontalmente no sólo con los tópicos habituales del género, sino también con la asfixiante atmósfera política y social de los Estados Unidos de la época.

Nada de esto aparece en la versión de 2008, una burda caricatura que desvirtúa por completo a la película a la que pretende imitar (algo muy distinto a versionarla, que es lo que hizo ésta con respecto al relato) quedándose tan sólo con la cáscara... y ni aun eso. Sí, ciertamente hay un vehículo espacial (esfera luminosa en vez de platillo volante) que aterriza en Central Park, y de ella sale un ser humanoide que es herido por los nerviosos soldados y llevado a un hospital, del cual logra escapar buscando refugio en el domicilio de la protagonista femenina; también coincide su empeño inicial, prontamente desaparecido, de dirigirse a los líderes mundiales para comunicarles su mensaje, y asimismo es perseguido y acosado por unos terrestres que no entienden que sus intenciones pudieran ser pacíficas... pero ahí quedan todas las posible similitudes.

Para empezar, y esto es lo más grave, mientras que en la película original el mensaje que un moribundo Klaatu podrá dirigir finalmente a los terrestres consiste en una advertencia acerca de un uso irresponsable de la energía atómica, ante el cual las civilizaciones galácticas se verían obligadas a intervenir, la nueva versión opta por el rollito ecológico mal digerido: ahora a quienes amenazamos los humanos es a la propia Tierra, y puesto que las civilizaciones extraterrestres la consideran algo así como una reserva de la biosfera, no están dispuestos en modo alguno a consentir que nos la carguemos. Así pues, o espabilamos o nos darán matarile, y muerto el perro se acabó la rabia.

El problema es que este segundo Klaatu jamás llegará a transmitir el mensaje urbi et orbe, primero porque le hieren y le mandan a un hospital, y segundo porque no tardará en olvidarse de él tras llegar a la conclusión de que los humanos no tenemos remedio (en esto le ayuda una versión beta de sí mismo llegada de incógnito en 1928 para investigar de que pie cojeábamos) y que, por lo tanto, lo único que procede es organizar una especie de arca de Noé, pero sin Noé, en forma de esferas que se llevan a no se sabe donde un completo muestrario de la vida animal y vegetal de la Tierra, como paso previo al consiguiente diluvio purificador.

Mientras tanto, por un lado la protagonista y su repelente hijastro, del que hablaré más adelante, mantienen una ambigua relación con el visitante, al tiempo que la mala oficial encarnada por la secretaria de Defensa de los Estados Unidos hace todo lo posible por capturarlo vivo o muerto, preferiblemente lo segundo. Klaatu, bastante mosqueado y no sin razón, argumenta a la chica y a sus amigos que el exterminio de la raza humana está bastante más que justificado, y además, añade, el proceso ya ha sido puesto en marcha y ni siquiera él sería capaz de detenerlo.

Así pues, comienza la fase que pudiéramos llamar, recurriendo al título original, de paralización de la Tierra; aunque ahora es cuando las dos versiones acaban de divergir por completo. Mientras en la película de Wise Klaatu se limita a paralizar durante media hora todos los artilugios eléctricos de la Tierra con objeto de convencer a nuestros recalcitrantes gobernantes de que realmente habla en serio y no es ningún loco disfrazado de extraterrestre, en la de Derrikson se trata nada más y nada menos de la aniquilación de la especie humana, sin que se llegue a saber si con efectos colaterales o no para el resto de las especies con las que compartimos el planeta.

Y como toda película de ciencia ficción moderna que se precie ha de tener efectos especiales hasta para aburrir, no contento su guionista con toda la parafernalia estilo Alien montada a la llegada de Klaatu, organizará ahora un Armagedón hig-tech con el gigantesco robot Gort (en la película de 1951 sólo medía tres metros) transmutado en una nube de nanobichos que se dedicarán a zamparse todo lo que encuentran por el camino, incluyendo metales, edificios, personas... y como estos nanobichos son además autorreplicantes y se multiplican en progresión geométrica, pronto una nube de ominoso color gris comenzará a extenderse por los Estados Unidos dejando tras su paso la devastación más absoluta.

Claro está que las cosas no pueden acabar así, por lo que Klaatu, convencido finalmente de que los terrestres necesitan verse al borde del precipicio para escarmentar, y que no es de buen rollo cargárselos a todos sin dejar ni la muestra, acepta paralizar el desaguisado no sin antes librar a la chica y al repelente infante de la infección mortal que les habían provocado los nanobichos, mediante el expeditivo método de absorber en su cuerpo todos los que pululaban por los suyos. En una escena final que pretende ser dramática Klaatu deja a sus amigos al resguardo de un puente (que alguien me explique, por favor, por qué los nanobichos lo respetan, cuando se acaban de zampar un estadio entero sin tomar bicarbonato) y atraviesa la densa nube letal que le va corroyendo el cuerpo hasta que, recurriendo a sus últimas fuerzas, consigue llegar hasta la esfera y, antes de morir, provoca un pulso electromagnético que causará la destrucción de la plaga y, de paso, un colapso total de los sistemas eléctricos e informáticos del planeta (era cuestión de justificar el título), sin que lleguemos a saber si éste será definitivo o no puesto que la película termina aquí.

Y eso es todo, con el mensajito implícito final (o al menos eso me pareció) de “seeed bueenos” y un cierto regustillo rancio al típico puritanismo protestante yanqui que nos enchufan a poco que nos descuidemos, como ocurriría de forma mucho más descarada con la infumable Señales del futuro, estrenada un año después. Aunque aquí la identificación implícita del hierático Klaatu con un mesías redentor llegado de allende los cielos que se sacrifica por salvar a la humanidad tampoco es moco de pavo.

Poco más es lo que puedo añadir del guión, pero sí algún que otro comentario acerca de otros detalles. Para empezar sobre los protagonistas o, mejor dicho, sobre un par de ellos empezando por el propio Klaatu, encarnado por el cara de palo Keanu Reeves. Porque, qué quieren que les diga, hasta el propio Gort resulta más expresivo, incluso asumiendo que, por muy extraterrestre que sea, su personaje resulta tener menos matices que un palo de escoba.

Justo lo contrario es lo que ocurre con el repelente hijastro de Helen Benson, encarnado por el (me temo que asimismo repelente) Jaden Smith, hijísimo del todavía más repelente Will Smith. Y no es ya que dé y por buena la conocida afirmación de Alfred Hitchcock de que nunca hay que rodar una película ni con animales ni con niños, es que el tierno infante ciertamente promete... y, aunque no sé a  ciencia cierta si se trata tan sólo de su papel o de que el muchacho es realmente así de repulsivo, lo cierto es que me resultó vomitivo, con rastas incluidas.

Como anécdota cabe reseñar la forma en la que, quizá por eso de cubrir las cuotas étnicas, quizá porque su papá tenía mucha mano, le metieron de clavo en el reparto, algo chocante teniendo en cuenta que ni su color de piel ni sus rasgos son precisamente caucásicos: mientras en la película original Helen Benson era una respetable viuda con un hijo racialmente a juego, aquí se sacan de la manga que seguía siendo viuda, sí, pero de un viudo se supone que afroamericano (seamos políticamente correctos) que aportó a modo de dote matrimonial a etsa joyita de criatura, la cual, al palmarla el papá, le habría quedado en herencia a la pobre. Y vaya herencia.

Un último detalle quiero resaltar ya que quizá le haya podido pasar desapercibido a más de uno. Cuando la monolítica secretaria de Defensa expone sus argumentos para justificar el empeño en destruir al visitante, alega que siempre que a lo largo de la historia han entrado en contacto dos civilizaciones con un nivel de desarrollo dispar siempre ha sido la débil la que ha acabado siendo aniquilada, De ello hay innumerables ejemplos, continúa explicando la señora, pero a la hora de la verdad tan sólo cita dos: el de Cristóbal Colón y el de Francisco Pizarro, con dos anglosajonas narices. Sin comentarios o, mejor dicho, con uno solo: Ignoro si esto es todo lo que daban de sí los conocimientos de historia los guionistas de la película o si se trata de una muestra más de ese secular empeño british, heredado por muchos yanquis wasp, de calumniar a todo lo que huela a español, como si ellos hubieran sido unas hermanitas de la caridad en vez de ir causando desmanes por medio mundo. En cualquier caso, mi conclusión es la misma: resulta deleznable. Pero en el conjunto de la película ni se nota, porque en realidad prácticamente toda ella lo es.


Publicado el 16-6-2014 en el Sitio de Ciencia Ficción