Icehenge, una novela que me dejó helado





Kim Stanley Robinson es sin duda uno de los escritores norteamericanos de ciencia ficción más conocidos actualmente, en especial por su famosa Trilogía de Marte. Sin embargo, hasta hacía poco y tan sólo había leído de él el relato corto El geómetra ciego, premio Nebula 1987 y del cual, he de reconocerlo, no recuerdo absolutamente nada. Aunque hace años me regalaron Marte azul, la tercera entrega de su trilogía marciana, al día de hoy todavía no la he leído porque me echa para atrás la perspectiva de tener que bregar con un tocho de más de setecientas páginas, con el añadido de que, en caso de gustarme, a continuación tendría que meterme entre pecho y espalda los otros dos tochos restantes. Conste que utilizo el término tocho en la aséptica y nada peyorativa acepción del DRAE de “libro de muchas páginas”, ya que difícilmente podría hacer juicio de valor alguno sobre algo que desconozco. Eso sí mi intuición, apoyada en la tozudez de la experiencia, me mueve a sospechar que semejantes mamotretos, con independencia de su posible calidad literaria, por lo general suelen estar completamente rellenos de paja narrativa, algo que no sólo me aburre sino que además me fastidia bastante.

Así pues, cuando cayó en mis manos Icehenge, una de sus más conocidas novelas junto con la citada Trilogía de Marte, puedo asegurar que empecé a leerla sin ningún tipo de prejuicios, ni positivos ni negativos, hacia un escritor que era para mí un perfecto desconocido. Además, su extensión -275 páginas con un cuerpo de letra generoso- me salvaba de mi aversión hacia los tochos.

Como es sabido Icehenge es un conjunto de tres relatos independientes aunque mutuamente entrelazados, ambientados cada uno de ellos en diferentes etapas del futuro imaginado por Robinson. El leitmotiv narrativo, que da título al libro, es un extraño monumento megalítico, a la imagen de Stonehenge pero labrado en hielo -de ahí su nombre-, que una expedición descubre en el polo norte de Plutón. Puesto que esta expedición era la primera que, al menos oficialmente, llegaba al ahora planeta enano, surge de inmediato la incógnita sobre su incomprensible erección, jugando el autor con diversas teorías, incluyendo la magufa, para intentar explicarlo, siempre desde el enfoque -al menos esto sí es positivo- de los diferentes protagonistas, y no de un omnisciente narrador.

Suena interesante, ¿verdad? La lástima, es que aquí se acaba prácticamente todo lo bueno que puedo decir de la novela, que por cierto me costó trabajo terminar de leer. Y aunque logré vencer la tentación de recurrir a la Gran Patada a la que hacía alusión Francisco José Súñer en la crítica a otra novela de Robinson, lo cierto es que tuve que hacer esfuerzos para vencer la tentación, siquiera por saber cómo se resolvía la trama.

Y me arrepentí, ya que una vez llegado al final me encontré con la desagradable sorpresa de que en él no se resolvía nada en absoluto, limitándose Robinson a jugar con las diversas especulaciones que había estado lanzando, a las que deja abiertas sin decantarse por ninguna de ellas, quedándose el lector con dos palmos de narices... y en mi caso, además, con un cabreo de tamaño familiar y la desagradable sensación de que se me había tomado miserablemente el pelo.

De todos modos ésta fue sólo la traca final ya que, como acabo de comentar, el libro me fue resultando cada vez más cargante según lo iba leyendo. Además, y por si fuera poco, a mi modo de ver cada uno de los tres relatos es sensiblemente peor que el anterior; el primero no estaba mal -aunque tampoco era para tirar cohetes-, el segundo ya comenzó a aburrirme y el tercero me resultó francamente plúmbeo, con independencia de su fallido ¿final?

En otro orden de cosas tampoco me gustó nada el estilo, considerado éste en un sentido amplio, de Robinson, ya que me pareció una extraña mezcla de la ciencia ficción “poética” de Bradbury con la presuntamente hard, amén de que resulta inevitable la comparación entre el megalito de hielo y el célebre monolito de 2001 -la novela, por favor, no la película- o, todavía mejor, el del relato El centinela que constituyó su embrión literario... ganando Clarke, huelga decirlo, por goleada. Y tampoco ayudaron precisamente los resabios buenrrollistas en plan ecológico o de denuncia de lo malos que son los políticos y las grandes corporaciones, algo que ya está muy visto desde los tiempos, por poner un único ejemplo clásico, de Mercaderes del espacio.

Si a ello sumamos las interminables y aburridas disquisiciones y las prolijas descripciones de hechos y situaciones anodinos o que podrían haberse resuelto de manera mucho más breve, y la forma en que se cierran en falso no sólo el final definitivo, sino también los de cada uno de los tres relatos, pues qué quieren que les diga...

Otra pega que le encuentro a la novela, aunque de ello no se pueda culpar del todo a su autor, es que incurre en lo que en su día denominé como astronáutica ficción, entendiendo como tal el riesgo que supone recurrir a elementos narrativos actuales que, a poco que nos descuidemos, se quedarán obsoletos apenas publicada la novela. En realidad el término -no así el concepto- es aquí poco apropiado dado que Robinson sitúa la narración en un arco temporal que abarca desde el siglo XXIII al XXVII, lo que no le libra de anacronismos tales como suponer que dentro de 500 años sigue existiendo una Unión Soviética que ya daba sus últimas boqueadas en 1984, fecha de su publicación, y eso sin meternos en detalles sobre la obsolescencia de buena parte de la prolija y, supongo que en su momento documentada, información astronómica que maneja. Se me objetará, y es cierto, que éste es un riesgo que corre cualquiera que escriba un relato de ciencia ficción, pero no menos cierto es también que bastaría con tener un poquito de picardía para evitar, o al menos dificultar, que te pillen en un renuncio de esta magnitud.

Y desde luego, tampoco ayudó demasiado que la edición española se demorara nada menos que veinte años -hasta 2004- en relación con la original, fecha en la que la citada Unión Soviética existía ya únicamente en los libros de historia; aunque, claro está, de esto no se le puede echar la culpa a Robinson, ni tampoco de los otros doce años más que tardé yo en leerla.

Dice el refrán que el mejor escribano echa un borrón, razón por la que quizá debería darle una segunda oportunidad a Robinson; pero entre que las casi dos mil páginas de la Trilogía de Marte me asustan más que un inspector de Hacienda y que las críticas que he leído de otras obras suyas son en su mayoría más bien tirando a negativas a la par que coincidentes con mi propia opinión, lo cierto es que no puedo decir que me lo pida el cuerpo. Y puesto que hace tiempo decidí, sin necesidad de tener que llegar a extremos como la Gran Patada, que no tenía necesidad alguna de leer nada que no me satisficiera, o que sospechara que pudiera no gustarme, pues qué quieren que les diga; por fortuna, todavía tengo bastante donde elegir sin necesidad de recurrir a Kim Stanley Robinson.


Publicado el 21-9-2016 en el Sitio de Ciencia Ficción