La expansión, o el noble arte de darle a la churrera





Hace unos días, en una biblioteca pública, descubrí en la mesa en la que suelen poner las novedades un libro de ciencia ficción que me llamó la atención tanto por su atractiva portada, digna émula de las ilustraciones de la Edad de Oro, como por el reclamo de las alabanzas del mismísimo George R. R. Martin en la contraportada afirmando que hacía tiempo que no leía una space ópera tan buena.

Bien, a mí en su día Martin me gustaba mucho... cuando escribía ciencia ficción, ya que desde que se vendió al vil metal de la fantasía heroica con el culebrón de Canción de hielo y fuego o, si se prefiere, de Juego de Tronos -tampoco puedo reprochárselo, ya que en el fondo a casi todos nos gustaría ser ricos-, dejé de interesarme por su obra, ya que la fantasía heroica no es santo de mi devoción salvo la magnífica El Señor de los Anillos y Conan en pequeñas dosis, y por si fuera poco estoy más que harto del bombardeo al que desde hace tiempo nos tienen sometidos las editoriales españolas con multitud de títulos la mayoría de los cuales suelen ser, por decirlo suavemente, más bien tirando a mediocres. Así pues, entiendo perfectamente la aversión de Cervantes hacia muchas -no todas- de las novelas de caballerías tan populares en su época, algo bastante similar, sospecho, a esta moda actual.

La novela estaba publicada en la colección Nova que a mi entender, desde que Miquel Barceló fuera relevado de la dirección, ha escorado descaradamente hacia la vertiente más comercial de la ciencia ficción, algo que tampoco puedo criticar -sobre gustos no hay nada escrito, pese a que haya algunos que merezcan palos- por más que eche de menos, eso sí, los siempre interesantes prólogos del bueno de Miquel... y su selección de títulos, por supuesto.

Pero ésta es otra historia. Centrémonos en la novela en cuestión, la cual me apresuré a sacar sin que sus casi seiscientas páginas y la consiguiente apariencia de tocho -craso error, que parece que no escarmiento- me hicieran dudar siquiera momentáneamente. Por lo menos no me costaría ni un duro -perdón, ni un euro-, que los libros se han puesto a un precio tan estratosférico, sobre todo si los cobran al peso -22 euros de vellón en este caso-, que hay que pensárselo dos veces antes de rascarte el bolsillo sin saber siquiera si te van a gustar.

Y a mí, como cabe deducir de lo que llevo escrito hasta ahora, no me gustó. Pero no nos adelantemos y comencemos desde el principio. La novela se titulaba, que todavía no lo había dicho, La puerta de Abadón, y aparecía firmada por un tal James S. A. Corey del que no había oído hablar en mi vida. Pero bueno, tampoco es malo experimentar, sobre todo si se hace a coste cero. Lo malo fue que, cuando empecé a leer las presentaciones de las solapas y la contraportada, únicas y poco objetivas referencias ya que como he comentado el prólogo del editor brillaba por su ausencia, comenzó a encendérseme una lucecita roja.

Para empezar, resultó que ésta era la tercera entrega de una trilogía bautizada con el título genérico de La expansión, siendo la continuación de El despertar del Leviatán y La guerra de Calibán. Bien, esto no era tan grave ya que, según pude comprobar, los otros dos libros también estaban en la biblioteca, y al fin y al cabo estoy más que acostumbrado a leer las distintas entregas de las series -me refiero a cuando las compro de viejo- en el orden en el que buenamente las consigo.

Lo que en realidad hizo que me saltara la alarma fue el hecho de que esta novela fuera la base de los guiones de la tercera temporada de una serie de televisión también llamada La expansión -The Expanse para los angloparlantes y para la pedantería andante hispánica- formada por nada menos que 13 episodios; como cabe suponer las dos primeras novelas habían sido asimismo las fuentes respectivas de las dos primeras temporadas con 10 y 13 episodios respectivamente, lo que “explicaba” el tochismo de ésta y de sus dos hermanas, ambas afectadas por una similar graforrea.

Por si fuera poco, dos de las tres críticas entresacadas por el editor, que como es bien sabido se trata de publicidad camuflada, afirmaban que era “El equivalente, en clave de ciencia ficción, de Canción de hielo y fuego” y, todavía peor “Lo más parecido a una película taquillera de Hollywood en forma de libro”. A esas alturas, y todavía no había empezado siquiera a leer el libro, ya sentía escalofríos recorriéndome por la espina dorsal.

Y la guinda: según se decía en la presentación de la solapa James S. A. Corey era en realidad el seudónimo común de los dos coautores, Daniel Abraham y Ty Frank, ambos para mí totalmente desconocidos. Pero la cosa tenía su miga: mientras a Abraham se le describía como un autor de ciencia ficción y fantasía, su colega resultó ser (sic) el “asistente personal de George R. R. Martin durante el desarrollo de la adaptación televisiva de Juego de Tronos”. Aunque por supuesto no explicaban qué demonios significaba eso de “asistente personal”, no creo que se tratara de su mayordomo ni de nada parecido; más bien mi sospecha fue que debería entenderse como el tradicional negro en su acepción literaria -por ahora la décimo séptima del DRAE, si la neoinquisición de la corrección política no acaba censurándola-, descrita como “persona que trabaja anónimamente para lucimiento y provecho de otro, especialmente en trabajos literarios”. Bien, la verdad es que no era anónimo, pero mucho me temo que el resto de la descripción le cuadraría bastante, sobre todo teniendo en cuenta que mientras Abraham cuenta con una producción literaria propia, el “asistente personal” tan sólo aparece como colaborador de éste en la serie susodicha, y de hecho ni tan siquiera tiene entrada propia, y ya es extraño, en la edición en inglés de la Wikipedia. ¿Casualidad?

Para mí que no, y como cabe suponer después de leer todo eso ya estaba razonablemente mosqueado. Quizá lo más práctico hubiera sido devolver el libro sin abrirlo siquiera, pero suelo ser bastante cabezota y a pesar de mis barruntos decidí darle una oportunidad, no fuera a ser que me dejara llevar por mis prejuicios. Conforme lo iba leyendo se fueron materializando mis sospechas, aunque la conclusión que saqué al terminarlo fue bastante más compleja de lo que había supuesto al principio y merecedora de una explicación. Eso sí, ya lo anticipo, se me quitaron las ganas de hincarle el diente a los otros dos volúmenes.

Permítaseme hacer ahora un receso en aras de una digresión que me parece necesaria, aunque ya de por sí merece un artículo completo. Yo siempre he tenido la idea, corroborada por mi experiencia personal, de que la literatura y el cine -sumándole también la televisión- suelen hacer mala pareja. Dicho con otras palabras se trata de dos medios narrativos muy diferentes, por lo que pasar de uno a otro con adaptaciones cinematográficas de obras literarias o, menos frecuentemente, novelizando guiones, por lo general no da por lo general buenos resultados, si entendemos como tal no sólo el respeto a la obra original, que ya se sabe que muchos directores van de genios y se sienten autorizados para hacer mangas y capirotes de la novela adaptada, sino también porque resulta no ya difícil, sino del todo imposible, trasladar a una película -en una serie las cosas suelen ser algo más fáciles, pero no demasiado- la complejidad, pongo por caso, del Quijote, Los miserables o Guerra y paz. Cierto es que hay excepciones, por supuesto, pero por lo general casi siempre me han gustado menos las versiones cinematográficas que las literarias empezando -aquí alguien me tildará de hereje- por la mismísima 2001.

Conste que nada más lejos de mi intención que hacer juicios de valor -de forma genérica, claro está, en bastantes casos concretos no me muerdo la lengua a la hora de criticar una chapuza- entre uno y otro ya que, vuelvo a repetirlo, considero que se trata de dos medios de expresión distintos que utilizan lenguajes asimismo distintos, por lo que no se puede hablar de que uno sea mejor o peor que el otro, sino tan sólo diferentes. Luego dependerá de los gustos de cada uno, que en mi caso personal e intransferible se decanta por la literatura sin la menor intención de hacer proselitismo. Pero no es ésta la cuestión, al menos en el caso que nos ocupa.

La cuestión estriba en el hecho de que la conclusión que saqué de la lectura del libro fue que el argumento era ingenioso y, por qué no decirlo, francamente bueno, enganchándome desde el principio. Hasta aquí, huelga decirlo, coincido plenamente con Martin. El problema con el que tropecé no fue con el fondo, sino con la forma. Dicho en román paladino, me di de bruces con uno de esos ladrillos en los que tienes la desagradable sensación de que les sobra como poco la mitad de las páginas y acabas acordándote de los antepasados del responsable de toda esa paja. No se trata en modo alguno de un caso excepcional ni tan siquiera reciente -que se lo digan a Clarke y Asimov en sus últimas y mediocres épocas-, sino por desgracia bastante frecuente y, ya hace mucho, me indujo a desconfiar de los tochos, sobre todo si los anunciaban entre los más vendidos, ya que lo que no se pueda contar en un número razonable de páginas -no estamos hablando de obras maestras como el Quijote, Los miserables o Guerra y paz- casi siempre suele sobrar.

Pero ¡oh, casualidad!, el libro tenía que dar de sí para toda una temporada de la serie televisiva, por lo que de haber tenido una extensión normal de, digamos, unas trescientas páginas, se hubiera quedado corto... y ya se sabe, Mr. money is a powerful gentleman. Y estando además Martin por medio, pues blanco y en botella.

Mi sospecha, de la que no tengo pruebas pero sí certeza moral, como dicen los políticos, es que la idea del argumento -excelente, insisto- debía de ser fruto de Daniel Abraham, del que me gustaría leer algo suyo de verdad aunque por desgracia no tiene traducidas al español ninguna de sus novelas de ciencia ficción, mientras el “asistente personal” tiene toda la pinta de ser el único responsable del engrudo y de los aires peliculeros -obviamente en el sentido peyorativo- en los que no faltan los tópicos más manidos y ramplones de la historia del cine.

Y también, probablemente, de otros detalles que me fastidiaron bastante: el tufillo beato-protestante que la impregna -y luego nos tildan ellos de fanáticos religiosos a nosotros- o las al parecer inevitables concesiones a la puñetera corrección política a base de buenrollismo progre, con chicas guerreras, cuotas raciales o matrimonios homosexuales; y conste que estas cosas, a mis años, no me suelen escandalizar, aunque sí me molesta mucho que las metan con calzador, como suele ser el caso... lo que no impide que, en flagrante contradicción, los protagonistas se masacren con todo entusiasmo tal como si acabaran de salir del pleistoceno. Porque violencia sí que la hay, y a espuertas.

En resumen, a pesar de que no se trata de la novelización de un guión, algo por lo general chapucero tal como reconoció el propio Asimov con Viaje alucinante -eso sí, no renunció a la pasta, e incluso años después perpetró una secuela que por fortuna no llegó a ser llevada al cine-, canta por soleares que La puerta de Abadón y, supongo, también sus dos compañeras, fueron escritas pensando en su inmediata adaptación a la serie de televisión, al ritmo de una temporada por entrega... vamos, exactamente igual que en el caso de Canción de fuego y hielo / Juego de tronos, que tampoco hay que irse tan lejos sobre todo estando Martin por medio aunque fuera por interposición de un mandao.

Antes he dicho que, con independencia de mis preferencias personales, entendía que el lenguaje literario y el cinematográfico eran diferentes por completo, por lo que no se podía compararlos salvo en casos, que los hay, de chapuzas flagrantes. Sin embargo, ahora he de matizar esta afirmación: existe actualmente un tipo de cine, y no me refiero ni al género, ni a la técnica, ni tan siquiera a los gustos personales del director -algunos de los grandes divos me duermen literalmente-, sino al modo de rodarlo. Generalmente lo denominan cine de acción, pero yo prefiero llamarlo de mamporros, bombazos y hemoglobina, porque también eran cine de acción, o de aventuras que viene a ser más o menos lo mismo, Capitán Blood, Centauros del desierto o Ben-Hur, y sinceramente estos grandes clásicos se parecen como un huevo a una castaña a los engendros rezumantes de adrenalina, testosterona y efectos especiales con los que Hollywood nos suele castigar desde hace algún tiempo... en diferentes géneros y, por supuesto, en el de ciencia ficción.

De hecho, es por ello, y por la flojera de los guiones, por lo que he dejado de ver películas modernas de ciencia ficción -incluyendo las de La Disney de las galaxias- ya que literalmente no las soporto, como no soporto tampoco las de Fast & Furious, Depredador, Mad Max, La jungla de cristal o, en general, todas aquéllas en las que el/la protagonista principal está hipermusculado/da; y si además es gore -nunca he entendido esta manía por lo explícito, y todavía menos por lo asqueroso-, todavía peor. Eso sin contar, claro está, con la plaga de secuelas, precuelas, reinicios, historias paralelas, nuevas versiones -siempre peores- de clásicos y demás parafernalia fruto de la extinción de los guionistas en Hollywood.

Cosa muy distinta, claro está, son las series, que por lo general desconozco primero porque no me apetece pagar por ver la televisión -de hecho no la veo ni siquiera sin pagar-, y segundo por mi desconfianza hacia las adaptaciones cinematográficas, sobre todo si son de ciencia ficción, ya que en ellas suele primar lo espectacular -según sus particulares criterios- sobre la narración, perdiéndose todo cuanto de reflexivo y especulativo tiene el género. Cierto es que una serie da mucho más juego que un largometraje, pero también tiene el inconveniente de que hay que llenarla lo suficiente, lo que nos lleva al ya comentado relleno del argumento sobre todo cuando, como es el caso, estas novelas han sido escritas pensando expresamente en su adaptación a este medio.

Puesto que no he visto ningún episodio de la serie televisiva La expansión nada puedo decir de ella, ni bueno ni malo; lo que sí critico es el ya citado hinchamiento de las novelas que sin estos michelines -o sin la intervención del “asistente personal”- es muy probable que hubieran resultado excelentes por sí mismas. Y es una verdadera lástima que no haya sido así.

Y no queda aquí la cosa. Aunque en español tan sólo se ha traducido la citada trilogía, en inglés ya hay publicadas otras cuatro entregas, está anunciada una más para marzo de este año y hay prevista otra, todavía sin título ni fecha, que cerraría la serie. Nueve novelas en total, todas ellas entre las quinientas y pico y las seiscientas páginas, a las que se suman media docena de relatos cortos, varios cómics... y por supuesto la serie de televisión, cuya cuarta temporada ya está anunciada después de un amago de cancelación.

Lo dicho, unos auténticos virtuosos del arte de darle a la churrera.


Publicado el 13-1-2019