Dos mejor que uno



Sucedió de repente, sin el menor aviso previo. Un día cualquiera, exactamente en el mismo instante y en la totalidad de la superficie del planeta, la mitad de la población humana desapareció como por ensalmo sin dejar el menor rastro.

La ley del cincuenta por ciento se cumplió a rajatabla. Los desaparecidos constituían exactamente la mitad de la población de todos y cada uno de los países, desde los Estados Unidos hasta el principado de Andorra pasando por Alemania, Mozambique, Mongolia o las islas Fidji. Eran, mitad y mitad, hombres y mujeres, y abarcaban proporcionalmente todas las edades, desde los recién nacidos hasta los ancianos centenarios. Cosa curiosa, las desapariciones afectaron siempre, de forma escrupulosamente selectiva, a familias enteras, mientras otras permanecían intactas sin perder a uno solo de sus miembros.

Entre los volatilizados se contaban desde premios Nobel hasta analfabetos, abarcando políticos, médicos, albañiles, braceros, literatos o vagabundos, sin respetar profesión, estamento social, religión o nivel cultural alguno de entre todos los existentes en la compleja sociedad humana. Ni tan siquiera los propios monarcas quedaron a salvo, puesto que la mitad exacta del cada vez más reducido número de casas reales se esfumaron al completo sin dejar el menor rastro, mientras la otra mitad se mantenía incólume para desconsuelo de sus súbditos republicanos.

La mitad de los presidentes y primeros ministros del planeta corrieron idéntica suerte, y lo mismo ocurrió con el cincuenta por ciento de todos y cada uno de los miembros de los parlamentos, los gabinetes ministeriales, los gobiernos regionales y aun de los ayuntamientos y organizaciones políticas o gubernamentales de cualquier nivel. Curiosamente ninguna agrupación deportiva, como los equipos de fútbol, o cultural, como las orquestas sinfónicas, se vieron escindidos en dos partes iguales, pero el cincuenta por ciento de ellas desaparecieron al completo mientras el resto se mantenía incólume.

Como cabe suponer tal fenómeno conmocionó profundamente a todos los países del planeta, aunque la precisión quirúrgica del mismo impidió que los delicados engranajes de la vida cotidiana se detuvieran en ningún momento. Superado el desconcierto inicial, y resueltas las necesarias reestructuraciones provocadas por el repentino vacío -algunos países con tronos vacantes aprovecharon muy inteligentemente la ocasión para acogerse al régimen republicano-, la vida siguió adelante rigiéndose por pautas similares a las existentes con anterioridad al gran colapso.

Cierto era que ahora sobraba la mitad de todo, desde viviendas hasta automóviles, desde fábricas a comida; pero también se habían reducido a la mitad cosas tan molestas y perjudiciales como la superpoblación de las grandes áreas urbanas, la contaminación, el efecto invernadero o la escasez de alimentos o materias primas. Esto tuvo la virtud de hacer mucho más soportable la otrora agobiante presión ejercida sobre el planeta por la cada vez más ávida especie humana, con lo que tanto la Tierra como la propia humanidad salieron ganando.

Nunca sabrían los supervivientes de la Gran Criba -así fue denominado el desconcertante fenómeno- las causas que la motivaron, ni conocerían tampoco la suerte que le cupo a la mitad desaparecida de la humanidad; a decir verdad, inmersos en su nueva prosperidad pronto se olvidaron de ellos. Sus hijos ni siquiera los recordarían.




Quienes sí lo sabían, puesto que habían sido los responsables del ingente éxodo, eran los miembros de una antiquísima raza estelar a la que podríamos denominar, a falta de un calificativo mejor, como los Grandes Galácticos. Surgidos muchos eones atrás, cuando el universo era joven y el sol no había nacido aún, habían recorrido sobradamente las sendas de la evolución hasta alcanzar unas metas inimaginables siquiera para la todavía recién nacida -según sus parámetros- humanidad.

Convertidos por decisión propia, y con la autoridad que les proporcionaba ser los indiscutidos decanos del universo, en los guardianes y protectores de una galaxia a la que consideraban su casa, velaban porque la armonía y la prosperidad reinaran a lo largo y ancho de sus inconmensurables dominios. Muchas de las razas inteligentes que poblaban la galaxia, la inmensa mayoría de hecho, ignoraban por completo su existencia, lo que no impedía que experimentaran en carne propia las consecuencias de sus iniciativas y decisiones.

A los Grandes Galácticos, imbuidos como estaban por un espíritu que se podría comparar muy remotamente con el budismo terrestre, les disgustaban profundamente las intervenciones drásticas, por cuanto suponían de trastorno para sus protegidos. Siempre preferían las influencias suaves e imperceptibles a los bruscos golpes de timón en mayor o menor medida traumáticos, pero no renunciaban a ellos cuando no existía ninguna otra solución posible.

Para desagrado suyo la Tierra, uno de tantos jardines cósmicos de los que disfrutaban sin interferir en su devenir cotidiano, había desviado su rumbo encaminándose hacia rutas peligrosas que hacían peligrar la integridad misma del planeta. El crecimiento explosivo de la especie humana y, lo que era peor, el expolio y la degradación cada vez mayores a los que sometía su entorno, lo conducirían irremisiblemente a la catástrofe si su destino seguía ligado durante suficiente tiempo a la irresponsable conducta del hombre. Esto era algo que sus verdaderos propietarios no estaban dispuestos en modo alguno a consentir; así pues, y una vez agotado cualquier otro tipo de medidas menos dramáticas, decidieron reducir a la mitad la población humana en el convencimiento de que ésta era la única manera de que el inquieto hombre pudiera disponer de una nueva oportunidad para convivir armoniosamente con su entorno en lugar de destruirlo y destruirse con él.

Los Grandes Galácticos no eran crueles. Para ellos la humanidad no era más que para los hombres las hormigas, pero a diferencia de éstos sentían un respeto total por la vida, incluso en sus manifestaciones más inferiores. Por esta razón, previamente a la gran diáspora habían procedido a construir un duplicado exacto de la Tierra, al que denominaremos en aras del entendimiento Tierra-dos, con objeto de convertirlo en el nuevo hogar de la mitad excedente a la que habían decidido desterrar.

En nada se diferenciaban ambas Tierras, la original y la réplica, y hasta el firmamento de la segunda era indistinguible del de su gemela pese a estar situada en un rincón remoto de la galaxia; los Grandes Galácticos, además de su omnipotencia, nunca dejaban nada al azar. Por esta razón, cuando los exiliados de la Tierra -la primitiva, se entiende- se encontraron en su nuevo hogar, creyeron erróneamente ser ellos los supervivientes, y los verdaderos herederos de la Tierra original los desaparecidos. Qué más daba; lo importante era que pudieran vivir felices y tranquilos.


Publicado el 12-4-2004 en BEM