El peor castigo



Es sabido por todos que la incorporación de la Tierra a la comunidad galáctica supuso, hace ahora varias décadas, un cambio trascendental y drástico en la vida de los terrestres. La tecnología, la economía, la práctica totalidad de las disciplinas científicas... Nada podía ser igual desde que descubrimos que no estábamos solos en el cosmos, y además comenzamos a relacionarnos -no siempre con resultados positivos- con los miles de civilizaciones que existían en la galaxia.

Sin embargo, y a pesar de que todos nosotros nos hemos visto afectados en mayor o menor medida por esta relación (¿quién no tiene en su casa algún producto alienígena?), lo cierto es que la interrelación cultural ha sido mucho menos intensa que la económica o la tecnológica, como por otro lado era fácil suponer. Y así, aunque hoy nos es familiar el aspecto físico de las principales razas extraterrestres y los medios de comunicación nos inundan con más noticias sobre ellos de las que podemos asimilar, lo cierto es que aún hoy son muy pocos los terrestres que se han relacionado en profundidad con nuestros vecinos.

Nada de particular tiene, por otro lado, esta circunstancia, repetida durante siglos a menor escala en nuestro planeta cuando la inmensa mayoría de las personas nacían, vivían y morían sin desplazarse mucho más allá de su lugar de residencia y sin relacionarse prácticamente nunca no ya con extranjeros, sino incluso con viajeros procedentes de fuera de su región... A pesar de saber perfectamente que existían otras muchas naciones en el mundo.

Comerciantes, navegantes (ahora sustituidos por astronautas), políticos, diplomáticos, científicos, algunos periodistas... Y poco más. Estos colectivos sí mantenían relaciones continuadas con los extraterrestres e incluso, en ocasiones, habían trasladado su residencia a otros planetas; pero se trataba de una fracción ínfima de la población de nuestro planeta y además, salvo en contadas excepciones, no solían preocuparse demasiado por las peculiaridades culturales y sociales de las razas extraterrestres. En consecuencia, estas culturas eran tan desconocidas en la Tierra como la cultura terrestre lo era fuera de nuestro sistema solar.

Sin embargo, el estudio de las mismas era tan apasionante como variadas resultaban ser sus diferencias. Si en la propia Tierra existían ya contrastes culturales importantes a pesar de tratarse de una única especie proveniente de un tronco común, es fácil imaginarse la infinita cantidad de variantes que podían encontrarse al comparar las distintas sociedades que habitaban en las estrellas. De hecho, muchas de estas peculiaridades eran imposibles de entender para una mente ajena a quienes las habían generado, lo que había provocado la creación de una especie de esperanto cultural que permitía las relaciones entre las distintas especies al precio de reducir éstas a un plano estrictamente superficial.

Realmente era muy difícil, cuando no prácticamente imposible, sumergirse en el seno de la mayor parte de las sociedades alienígenas, y eran muy pocos los terrestres que lo habían conseguido. En lo que a mí respecta mi profesión (recorría planeta tras planeta en busca de mercancías susceptibles de ser importadas a la Tierra) me facilitaba relativamente las cosas, por más que mi interés innato se estrellara casi siempre contra el férreo muro de la incomunicación intercultural. No obstante, y a pesar de todo ello, creo que puedo presumir de ser uno de los pocos terrestres que han llegado a comprender relativamente bien a los alienígenas... Aunque con ello no dejaba de ser el tuerto que reinaba en el país de los ciegos.

Estaba, pues, más que curado de espantos cuando llegué a Kalpunt, el planeta capital del imperio autuni. Era este imperio una de las grandes potencias tecnológicas y económicas de la confederación galáctica, pero su extremada lejanía de la Tierra había hecho que nuestros contactos con ellos fueran extremadamente limitados. Sin embargo yo estaba interesado en un nuevo modelo de convertidor de energía que acababan de patentar, por lo que me presenté allí con la mente libre por completo de prejuicios pertrechado con la escasa bibliografía que pude encontrar sobre los autunis.

En la práctica esta información me resultó muy poco útil, ya que se trataba de traducciones bastante malas de unos originales vaisaii que intentaban explicar el modo de vida autuni... Desde un punto de vista vaisaii, lo cual me era de muy poca ayuda dado que estos últimos no eran menos extraños que mis anfitriones ante los ojos de un terrestre.

Mucho más prácticos resultaron ser los consejos del encargado de negocios terrestres (ni siquiera teníamos embajada allí), un locuaz italiano que vegetaba en aquel perdido rincón del cosmos purgando probablemente el castigo a alguna inconfesada negligencia cometida en el desempeño de su labor diplomática. Reunido en su residencia con la totalidad de la colonia terrestre residente en Kalpunt (él, su estirada esposa y un sirviente que parecía mudo en llamativo contraste con la verborrea de mi anfitrión), tuve ocasión de conocer entre chisme y chisme algunos pequeños retazos de la compleja idiosincrasia autuni.

Así, supe que incluso bajo los tolerantes criterios que regían las relaciones internacionales, los autunis eran unánimemente considerados como unos bichos bastante raros. Reservados y herméticos, eran extremadamente celosos de su intimidad digamos cultural, aunque eso no impedía que se comportaran escrupulosamente con los escasos visitantes que recalaban en sus planetas. Respetuosos siempre con sus huéspedes, cultivaban la hospitalidad hasta extremos insospechados aunque, eso sí, manteniendo siempre las distancias.

-Son amables hasta la exasperación y te abruman con todo tipo de detalles. -se explayaba el diplomático bajo los efectos del excelente vino que había tomado la precaución de traer conmigo- Pero no intentes siquiera hacerte amigo suyo; te rechazarán de plano aunque, eso sí, lo harán con toda la cortesía del mundo procurando no herir en lo más mínimo tu sensibilidad. Llevo ya tres años aquí -se lamentó- y no he conseguido hacer ni un solo amigo entre ellos; menos mal que están los representantes diplomáticos, porque si no...

-Lamento por usted que sea así; -respondí- pero a mí eso no me tiene por qué afectar demasiado. Al fin y al cabo, lo único que pretendo es comprarles una patente.

-Entonces no tendrá ningún problema en tratar con ellos, ya que son unos excelentes vendedores aunque, eso sí, fríos como un témpano.

-Me las he visto bastante peores. -comenté a mi vez- Recuerdo que una vez, en el Cinturón Voort...

El resto de la velada discurrió sin mayor interés, si exceptuamos el empeño puesto por mi anfitrión en demostrarme sus habilidades cantando arias de Verdi. En fin; como ya dije, me las había visto peores.

Al día siguiente recibí la visita del acompañante, una institución del gobierno autuni destinada a todos (en verdad pocos) los visitantes; se trataba de unos funcionarios especiales, expertos en relaciones exobiológicas, cuya misión era acompañarnos allá donde fuéramos ayudándonos a resolver todos cuantos problemas pudieran surgirnos en nuestras relaciones con los nativos. También oficiaban de intérpretes, lo cual era muy de agradecer teniendo en cuenta lo enrevesado de su idioma.

Mi acompañante, al que llamaré Juan dado que sería imposible transcribir su verdadero nombre, era un buen chico... Todo lo buen chico que pudiera ser alguien tan hierático y distante como un autuni. Se desvivía por atenderme en todos los detalles con la cortesía típica de su raza, a la vez abrumadora y distante, pero en el fondo yo sabía que nunca podríamos intimar ni aun cuando conviviéramos durante años; los autunis no despreciaban a ninguna otra raza ni se sentían superiores a ella, pero aunque las respetaban jamás se mezclaban con ellas.

No voy a relatar, por innecesario, todos los pormenores de mi viaje, que por cierto pude saldar con éxito; pero sí deseo comentar, por ser representativo del carácter de esta raza, un episodio que me impresionó vivamente. Estábamos una noche Juan y yo de vuelta a nuestra residencia después de una maratoniana sesión de negociaciones, cuando éste conectó la televisión o, por hablar con mayor propiedad, el equivalente autuni de ella. Yo no le prestaba la menor atención dado que maldito era lo que entendía, pero Juan mostró un gran interés por la noticia que estaban retransmitiendo en esos momentos.

Según me explicó, se trataba de un juicio sumarísimo contra un gran criminal, criminal según las leyes locales ya que yo no conseguí enterarme de cual había sido su delito. Este juicio se había desarrollado con gran expectación durante el equivalente a varias semanas terrestres, y en ese momento se iba a emitir el veredicto.

Tras asistir embobado a la retransmisión durante más de una hora, Juan se dirigió finalmente a mí pidiéndome disculpas a la vez que me explicaba cual había sido la sentencia: El reo había sido condenado a cinco penas de muerte.

Bien, posteriormente supe que la justicia autuni era extremadamente severa, pero al fin y al cabo una condena tan reiterativa no era necesariamente extraña a mis ojos; al fin y al cabo los tribunales terrestres también solían fallar sentencias de este tipo cuando el reo era considerado culpable de varios delitos por más que en la práctica la condena real fuera muy inferior a la teórica. Al fin y al cabo, le comenté jocoso, a nadie se le podía privar de libertad por un tiempo superior al de sus expectativas de vida, ni por supuesto se le podía ejecutar más de una vez.

-Te equivocas. -me rebatió- Cuando aquí se sentencian cinco condenas de muerte, es que son cinco sentencias de muerte. Ni una menos.

-Me tomas el pelo. -respondí- ¿Cómo se puede matar a alguien más de una vez? ¿Acaso los autunis tenéis más de una vida? -me burlé- En la Tierra tenemos un animal doméstico que dice tiene siete vidas, aunque lo cierto es que se muere exactamente igual que cualquier otro.

En realidad Juan no tenía el menor parecido con un gato... Ni con cualquier otra especie animal de la Tierra incluyéndonos a los humanos, y de hecho no sólo su aspecto físico vagamente humanoide, sino también su metabolismo eran completamente distintos a los nuestros. Sin embargo, la fisiología de su organismo era equivalente a grandes rasgos a la nuestra: Tenían un cerebro, un corazón, un aparato digestivo, un esqueleto... Y desde luego, eran tan mortales como cualquier hijo de vecino.

-El equivocado eres tú. -era evidente que no había captado mi ironía- Nosotros morimos exactamente igual que vosotros, aunque nuestra medicina está mucho más avanzada que la vuestra y en consecuencia, la longevidad de nuestra especie es superior.

Posteriormente sabría que la medicina autuni había conseguido erradicar prácticamente todas las enfermedades, no sólo las infecciosas sino también las degenerativas, por lo que la mortalidad de esta raza se debía básicamente a los accidentes y los suicidios. Eran precisamente estos últimos la forma en la que acostumbraban a acabar su vida los autunis; esto se debía a que, de acuerdo con las peculiaridades de su filosofía, estimaban que la existencia de cada persona debía concluir cuando ésta decidiera libre y voluntariamente que habían quedado cubiertas todas las metas que se habían trazado en la vida... Pero cuando morían, morían del todo, y por supuesto tan sólo una vez.

-De acuerdo. -me mostré conciliador- Era tan sólo una broma. Lo que quería decir, es que tan sólo la primera ejecución podrá ser real, mientras el resto resultarán ser meramente simbólicas; en mi planeta hubo períodos históricos en los que se hizo algo similar. -añadí, no sin cierto estremecimiento, recordando episodios tales como cuando la Inquisición quemaba a los reos después de haberlos estrangulado, o cuando éstos eran descuartizados con posterioridad a su ejecución.

-Te equivocas de nuevo. -insistió- En este caso las cinco ejecuciones serán reales, ya que el reo ha sido condenado a morir cinco veces; ni una menos.

-Pues tú me dirás cómo lo van a conseguir; como no sea que las primeras veces lo maten mal... -la ironía volvía a escapárseme a pesar de que sabía de sobra que se trataba de algo completamente ajeno a la austera idiosincrasia autuni.

-Es mucho más simple que todo eso. -fue la sorprendente respuesta- Sencillamente, al reo se le resucita después de cada ejecución excepto, claro está, la última. Y para que el castigo sea todavía más ejemplar, entre una ejecución y la siguiente el condenado sufre un prolongado período de prisión. En total, calculo que el proceso completo durará alrededor de cincuenta o sesenta años terrestres.

Era cierto. La medicina de mis anfitriones hacía auténticos milagros ya que no sólo conseguía mantenerlos con vida, y en perfecto estado físico, durante períodos de tiempo equivalentes a varios siglos, sino que además era capaz de resucitar a la inmensa mayoría de los fallecidos en accidente, a excepción de aquéllos en los que el cuerpo quedaba destrozado o el cerebro sufría daños irreversibles. Una combinación de sofisticadas prótesis artificiales y de trasplantes de órganos cultivados in vitro a partir de muestras de tejidos procedentes de los propios pacientes, unida al dominio de técnicas de reanimación insospechadas para los terrestres, tenían la virtud de operar el aparente milagro.

Aunque en principio estas técnicas habían sido desarrolladas de cara a salvar las vidas de los accidentados, eran también utilizadas para la aplicación de las sucesivas penas de muerte. El reo era ajusticiado por vez primera utilizando métodos que no dañaban al cerebro ni destruían el cuerpo, pero que provocaban realmente su muerte. El cadáver era entonces conservado en un estado de hibernación suspendida mientras con las muestras de tejidos que habían sido tomadas del cuerpo previamente a la ejecución se cultivaban los órganos que era preciso reemplazar. Cuando éstos estaban listos se reanimaba al cadáver y se hacían las operaciones necesarias para que éste volviera a la vida, dejándole a la espera de la siguiente ejecución.

-Me parece una crueldad de lo más refinado. -comenté a Juan una vez hube comprendido la totalidad del proceso.

-Él cometió crímenes gravísimos y ha de pagar por ello; es lo justo, y es la ley. -respondió.

-Supongo que la ejecución será un proceso doloroso y cruel, algo que cause auténtico espanto...

-Todo lo contrario. Es completamente indolora y extremadamente rápida, por lo que el reo no sufre lo más mínimo. Nuestra justicia es severa, pero no somos ningunos sádicos.

-Entonces... -mi perplejidad era auténtica.

-El castigo no está en el hecho físico de morir varias veces; para nosotros la muerte no es ninguna tragedia sino un simple tránsito que todos nosotros deseamos cuando llega nuestra hora. El castigo verdadero -enfatizó- estriba en el dolor que le produce al condenado saber que su alma será liberada varias veces de su cuerpo pero permanecerá prisionera del mismo puesto que tarde o temprano se verá obligada a retornar a él.

Poco era lo que yo conocía de las creencias, más filosóficas que religiosas, de los autunis, pero no ignoraba que creían en la existencia del alma considerándola como el estado final y definitivo de cada individuo. Su vida mortal sería así algo equivalente al período larvario de los insectos, una etapa de formación cuya única misión era la de prepararlos para su verdadera vida de adultos, a la cual accedían voluntariamente cuando cada autuni estimaba que estaba preparado para ello.

Se comprende así que la pena de muerte fuera para ellos un terrible castigo, no por el hecho en sí de perder la vida sino por la circunstancia de acceder al estado adulto (valga la metáfora) antes de estar preparado para ello. Aún más, las múltiples condenas a muerte añadían el castigo accesorio de condenar al alma a retornar de nuevo a su estado larvario -es decir, mortal- después de haberse visto libre de las ataduras carnales.

-Comprendo... -admití al fin.

-No, es imposible que lo puedas comprender. -me rebatió- Nunca podrás hacerlo, puesto que tu mente es incapaz de entender nuestra filosofía más profunda. Como mucho, -concedió- podrías llegar a tener una idea más o menos aproximada, pero nunca pasarás de ahí; ni la estructura de tu mente ni tu formación cultural te lo permiten. Somos demasiado diferentes para ello.

-Supongo que tienes razón... En fin; -suspiré- quedémonos con los grandes avances de vuestra medicina, capaz de resucitar a los muertos. ¡Ojalá en la Tierra tuviéramos algo similar!

-No serviría para nada, salvo para crearos problemas. Por idénticos motivos yo tampoco puedo comprender en profundidad vuestros procesos mentales a pesar de que he sido especialmente preparado para ello, pero sé que los humanos tenéis un concepto completamente distinto al nuestro de lo que es la muerte. Lo que para nosotros es simplemente un tránsito, una metamorfosis que nos conduce a un estadio superior, a vosotros os aterra puesto que lo veis como un final al que intentáis evitar por todos los medios. Vuestro instinto de conservación es tan fuerte, tan animal, que lejos de utilizar nuestros conocimientos para conseguir que la muerte llegara a su hora y no antes, los emplearíais para intentar convertiros en inmortales.

-Pero nuestras religiones... -objeté.

-Sí, sé perfectamente que todas vuestras religiones os prometen una vida después de la muerte; pero sinceramente, ¿creéis en ello? ¿Existe siquiera algún terrestre que desee la muerte a toda costa convencido de que le espera una vida mejor? ¿Conoces algún suicida que ponga fin a su vida no por huir de los problemas que le atenazan, sino porque busque el tránsito a la espiritualidad?

-Me temo que no. -confesé.

Y eso fue todo. No tenía ya ningún sentido seguir hablando sobre un tema acerca del cual carecíamos de cualquier punto en común, por lo que tácitamente decidimos derivar nuestra conversación hacia temas menos comprometidos. Al fin y al cabo ésta y no otra era la misión de mi acompañante, y no la de intentar iniciarme en sus arcanos escatológicos. Y yo lo acepté, prefiriendo una disertación sobre el mucho más inofensivo, aunque no menos incomprensible para mí, arte plástico autuni.

Desde entonces ha pasado bastante tiempo durante el cual he visitado un buen número de planetas, todos ellos exóticos bajo el prisma de la mente humana; pero nunca he vuelto a encontrarme con ningún caso que me haya impresionado tanto como el estoicismo de los autunis.


Publicado el 5-3-2009 en Libro Andrómeda