En las riberas del océano de las galaxias



-Es evidente que los extraterrestres no existen.

-¿Cómo puedes estar tan seguro? -pregunté a mi vehemente amigo.

-Porque no contamos con la menor prueba de ello. -aseveró con aplomo- O, mejor dicho, todas aquellas que se han intentado esgrimir como tales han resultado ser falsas, cuando no fraudulentas.

-En eso estoy de acuerdo contigo. -concedí de buena gana- Y desde luego, toda esa caterva de iluminados, pícaros y embaucadores que lograron poner de moda temas tales como los ovnis, los astronautas prehistóricos y demás parafernalia por el estilo, por supuesto siempre en beneficio propio, han hecho mucho daño a la investigación seria de estos fenómenos. Pero esto no quiere decir que...

-No quiere decir nada. -me interrumpió- Porque, insisto en ello, no existe ni un solo caso real cuya certeza haya podido ser constatada.

-Que no tengamos pruebas no quiere decir que no existan; lo único que demuestra esto es que, al día de hoy, no nos ha sido posible encontrarlas. -objeté, empeñado en ejercer de abogado del diablo.

-Bobadas. -su tesón era realmente berroqueño- Tendríamos que haberlos visto siquiera alguna vez, deberían haber dejado algún rastro... auténtico, por supuesto. -remachó- Es de todo punto imposible que hayan podido pasar por aquí sin que quedara el más mínimo vestigio de su presencia.

-Puede que pusieran especial interés en evitarlos...

-Sí, ya lo sé, conozco esa teoría que afirma que los extraterrestres nos observan a distancia, evitando cuidadosamente ser descubiertos para no influir en nuestra evolución... se trata de una excusa muy hábil, pero no me convence. No se puede estudiar un sistema sin interaccionar de algún modo con él, como muy bien saben los naturalistas cuando investigan la vida de los animales; aunque procuran no perturbarlos en su hábitat natural, las interferencias no se pueden suprimir en su totalidad por mucho que se minimicen. Y nosotros, convendrás en ello, seríamos lo suficientemente perspicaces como para darnos cuenta de ello o, cuanto menos, para sospecharlo; demonios, no somos ni focas ni avestruces...

-¿Tú crees? -le rebatí.

-¿Cómo puedes decir eso? -se revolvió furioso- Tendrás que darme una buena razón para convencerme.

-Como quieras. -sonreí- Pero para ello, tendrás que renunciar a cualquier tipo de antropocentrismo previo.

-¿Qué pretendes decirme? -preguntó suspicaz.

-Algo tan sencillo como que, si dejáramos de considerarnos el ombligo del universo, quizá podríamos llegar a entender las verdaderas razones por las que no hemos sido capaces de descubrir la existencia de nuestros hipotéticos vecinos cósmicos... a lo mejor resulta que todo se debe a que no somos lo suficientemente importantes como para encontrárnoslos en nuestro camino.

-¡Bah! -bufó con desprecio- Eso que dices es completamente absurdo. Admito que, para los parámetros de una raza capaz de viajar por las estrellas, nosotros no pasáramos de ser una tosca y atrasada raza primitiva, ¿pero eso qué demuestra? Hasta los integrantes de la más remota tribu amazónica serían capaces de percibir que los visitantes blancos provenían del exterior de la selva, y desde luego en caso de intentar pasar desapercibidos no serían los exploradores occidentales quienes lo consiguieran sino antes bien al contrario, y el caso que estamos considerando no tendría por qué ser demasiado diferente.

-Mi querido amigo, -respondí displicente- olvidas que, aun rebajándote a la categoría de hombre primitivo, a escala galáctica por supuesto, sigues pecando de antropocentrismo. ¿Acaso no eres capaz de imaginar que los humanos no alcanzáramos a ser ni tan siquiera eso?

-Vaya, o mucho me equivoco, o intentas reducir al hombre a la categoría de mero animal... -ironizó.

-¿Y por qué no? -porfié.

-En poca estima te tienes... En cualquier caso, -insistió- incluso los animales son relativamente capaces de percibir las perturbaciones artificiales de su entorno... a no ser, claro está, que reduzcas a la humanidad a la categoría de percebes...

-En realidad no es necesario llegar a tanto. -concedí- Tenemos ejemplos más cercanos, y más familiares, como es el caso de las ratas de alcantarilla.

Mi amigo se echó a reír a mandíbula batiente. Cuando finalmente pudo contenerse, entre jadeos, exclamó:

-Muy divertida la comparación. Así que nosotros... así que nosotros...

Y estalló de nuevo en carcajadas. Pero al ver el semblante serio de mi rostro, acabó preguntándome desconcertado:

-¿Y en qué te basas para decir eso?

-Tan sólo pretendía ponerte el ejemplo de una especie animal capaz de vivir a nuestro lado sin necesidad de interaccionar con nosotros... no es difícil imaginar que muchas ratas puedan nacer, vivir y morir sin haber visto un humano en su vida, por más que sus madrigueras se encuentren en el corazón mismo de nuestras ciudades.

-¡Para el carro! -de nuevo había retomado los bríos tras su momentánea desorientación- Eso que afirmas es cierto, no lo discuto, pero no menos cierto es también que muchas ratas sí tienen ocasión de vernos, no sólo en el interior de las alcantarillas... a los poceros, claro, sino también fuera de ellas; porque las ratas salen a la calle, no me lo negarás...

-Claro que no, se trata de algo evidente. -concedí- Precisamente por eso es por lo que las perseguimos, porque podrían acabar convirtiéndose en una plaga. Pero imagina por un momento que las ratas, por la razón que fuera, no abandonaran jamás la seguridad de sus tranquilas alcantarillas y vivieran la totalidad de su existencia en el interior de las mismas... ellas jamás verían a un humano salvo, claro está, a los poceros, algo que según los parámetros de sus cortas vidas tan sólo ocurriría de forma excepcional. Y como tampoco invadirían el hábitat de sus anfitriones, no serían perseguidas por éstos. Para la inmensa mayoría de la población roedora, en consecuencia, los humanos ni existirían siquiera... lo cual, evidentemente, no concordaría con la realidad.

-No se puede negar que el cuento te ha quedado muy bonito. -gruñó, al tiempo que se removía inquieto en su asiento- pero por desgracia, tu argumentación tiene un fallo grave.

-¿Cuál? -pregunté fingiéndome ignorante.

-Está claro; tal como acabo de decir, las colonias de ratas siempre acaban saliendo tarde o temprano de las alcantarillas, supongo que a causa de la escasez de comida, del aumento de población o de ambas cosas a la vez... por esta razón, resulta ilógico presumir que se fueran a mantener escondidas en sus seguros refugios de manera indefinida. Aplicándolo a tu analogía, ¿no sería inevitable que los humanos acabáramos tropezando algún día con esas hipotéticas razas galácticas en cuyas alcantarillas cósmicas habríamos estado viviendo hasta ahora sin saberlo? Al fin y al cabo ya hemos sido capaces de explorar la casi totalidad del Sistema Solar con nuestras sondas espaciales; el resto es tan sólo cuestión de tiempo.

-Por supuesto. -respondí con tanto aplomo que el cuerpo de mi amigo se estremeció de parte a parte sin que él fuera capaz de evitarlo- Por supuesto.

-¿Quieres decir que...? -preguntó con un hilo de voz antes de sumirse en un ominoso silencio; al parecer, estaba empezando a comprenderlo.

-Así es. -reconocí- Cuando las ratas comienzan a salir de sus madrigueras comienzan a convertirse en una molestia, cuando no en un peligro, y por lo tanto es entonces cuando han de ser exterminadas en prevención de que pudieran acabar transformándose en una plaga.

-Y nosotros... -dejó la frase inconclusa.

-La humanidad está empezando a abandonar la seguridad de las alcantarillas. -sentencié, remarcando ya sin disimulo mi distanciamiento de la primera persona del plural al referirme a ella- Y la gente de allá afuera ha comenzado a alarmarse. Por eso me enviaron a investigar aquí antes de que fueran adoptadas las medidas pertinentes.




Una semana después según el calendario terrestre, y ya desde la cómoda lejanía de nuestra base lunar, pude ser testigo privilegiado de la esterilización del planeta. Por fortuna mi desagradable misión de pocero -vaya, se me había pegado el impremeditado símil- había concluido ya, pero necesitaría un período de reposo bastante prolongado para poder recuperarme tanto física -en el sentido literal de la palabra, dado que adoptar la morfología de los humanos me había resultado extremadamente incómodo- como mentalmente, a causa de la repugnancia que había tenido que vencer a la hora de habitar, siquiera de forma temporal, en mitad de tanta inmundicia haciéndome pasar por uno de ellos. Pero la misión había merecido la pena, ya que gracias a mis informes la amenaza de esa plaga potencial había sido conjurada de forma satisfactoria antes de que pudiera llegar a ser demasiado tarde.


Publicado el 20-6-2006 en La Fundación on line