La verdadera historia de Caín y Abel (I)



-¡Caín, Caín! ¿Dónde está tu hermano Abel?

-No lo sé -respondió Caín de mala gana-. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?

-¿Cómo no lo vas a saber, pedazo de hipócrita, si yace muerto a tus pies y todavía sostienes la quijada con la que le golpeaste en la cabeza?

-Yo... esto... Señor... -titubeó el presunto homicida ocultando la mano detrás del cuerpo-. Bien, es cierto que mantuvimos una discusión. ¡Pero la culpa no fue mía, sino suya!

-Cuéntame lo que pasó -le conminó Dios con mayestática voz.

-Abel era un intransigente, eso es, un intransigente y un intolerante cerrado por completo a la negociación y el diálogo.

-¿Y por eso lo mataste?

-Yo no lo maté... fue un accidente -reconoció Caín en tono humilde. Le hice una propuesta sensata y él rehusó aceptarla.

-Muy grave debió de ser su negativa para que la querella terminara de esta manera -sentenció Dios en tono severo.

-Así fue, Señor. Yo no quería hacerlo, pero él me forzó con su rechazo.

-¿Qué fue lo que le propusiste? Y procura ser sincero en tu respuesta, si no quieres que caiga sobre ti mi ira eterna.

-Lo seré -suspiró Caín al tiempo que soltaba con disimulo la ensangrentada arma-. Como bien sabes, Señor, mientras mis ofrendas te desagradaban, las de mi hermano te complacían grandemente...

-Ten cuidado, mísero mortal con lo que dices -le amonestó el Creador-. No estoy dispuesto a tolerar ningún reproche a mi divina providencia.

-No pretendo hacerlo, Señor. Tan sólo intentaba ponerte en antecedentes...

-Ahórratelo. ¿Olvidas que yo lo sé todo?

“Pues entonces, ¿para qué demonios me lo preguntas?” -pensó el fraticida evitando cuidadosamente decirlo en voz alta.

-El caso es que, como puedes suponer -explicó-, yo también te amaba, y me sentía acomplejado por esta preferencia. Y como no podía ofrecerte los mismos presentes que mi hermano, dado que él era ganadero y yo agricultor, le propuse que realizáramos una transacción comercial comprándole sus reses excedentes a cambio de mis hortalizas. ¿Era justo, o no?

-Pudiera ser -respondió el Creador sin comprometerse demasiado-. ¿Qué respondió tu hermano?

-Que a él nunca le había gustado la hierba, y que donde estuviera una buena carne que se quitara el forraje que yo cultivaba, bueno tan sólo para pasto del ganado y para alimento de los animales del campo. Añadió, además, que él era partidario de la autarquía, ya que las transacciones económicas no conducirían a nada bueno.

-Hum... -Dios calló que en el fondo él pensaba lo mismo, y que donde estuviera el olor de un buen chuletón asado ascendiendo hasta el cielo, que se quitara la peste que soltaban de las parrilladas de verduras-. Pero tu intención no era comer la carne que te hubiera cedido tu hermano, sino ofrecérmela a mí en sacrificio en lugar de esas repugnantes ensaladas chamuscadas; ¿no es así?

-Así habría sido, Señor, si él hubiera accedido. Pero como ya te he dicho, se negó en redondo.

-¿Fue por eso por lo que lo mataste? -en el tono de voz divino podía apreciarse una ligera inflexión.

-¡Oh, no! Intenté seguir negociando. Le dije que, al arar el suelo para preparar la sementera, había extraído de las entrañas de la tierra un extraño metal de color amarillo al cual no le encontraba utilidad, pero que quizá podría servirle para conquistar a una mujer con la que tener descendencia; ya sabes que a mí nunca me han faltado romances pero que él, tan apocado como era, no se jalaba una rosca...

-¡Modera tus palabras, deslenguado! -le conminó Dios con acento irritado-. Ordené a tus padres que crecieran y se multiplicaran, y no toleraré que nadie cuestione este mandato divino.

-Disculpa, señor, no era mi intención irritarte. El caso es que Abel también rechazó cederme siquiera un cordero a cambio de este precioso metal, y lo peor de todo fue que se mofó de mí tildándome de vegano, que vete a saber lo que querrá decir la palabreja de marras.

-Y fue entonces cuando lo mataste -porfió el Sumo Hacedor comenzando a dar muestras de impaciencia. Con todo lo que tenía que hacer, le irritaba profundamente tener que estar perdiendo el tiempo en tan nimio altercado.

-Tampoco. Echándole en cara su falta de espíritu cooperador, le hice responsable de tu malquistamiento conmigo, de lo cual él se mofó respondiéndome que no se sentía culpable de mi ineptitud y que el problema era mío, no suyo. Le amenacé con apoderarme de algunas de sus cabezas de ganado, aunque le garanticé que le compensaría convenientemente con los mejores frutos de mi huerto y con algunos kilos del metal amarillo... pero siguió en sus trece, tildándome además de cobarde. Yo, Señor, estoy convencido de que pretendía que te enemistaras conmigo para poder deshacerse así de un posible rival... ¡Abel era un pelotas y un lameculos!

-Pero eso no justificaba que lo mataras -le recriminó Dios obviando que, al carecer él de cuerpo físico, el segundo de los adjetivos con los que Caín calificó a su hermano no tenía razón de ser-. Tu obligación era esforzarte intentando emular, y aun superar, a tu hermano. Eso me hubiera complacido en grado sumo.

-¿Cómo querías que lo hiciera, si el muy puñetero ejercía un monopolio completo sobre la totalidad del ganado existente en el mundo? -se lamentó Caín-. Intenté hacerle comprender las bondades de la libre competencia, pero resultó imposible. Acabamos discutiendo cada vez más acaloradamente, vi que echaba mano a su cayado, me agaché para evitar el garrotazo, encontré una quijada de asno en el suelo y...

-Lo mataste -zanjó su divino interlocutor.

-¡Fue en defensa propia! ¡Ahí está el cayado con el que intentó golpearme!

-¿Tienes testigos?

-¿Cómo voy a tenerlos? -exclamó Caín fuera de sí-. Aparte de mis padres, tan sólo vivíamos aquí Abel y yo...

-En ese caso, he de considerarte un presunto homicida. Como medida preventiva te destierro de este lugar en el que derramaste la sangre de tu hermano, y así permanecerás hasta que seas juzgado y dicte la sentencia definitiva.

Caín respondió:

-Señor, mi castigo es demasiado grande para poder sobrellevarlo. Hoy me arrojas lejos del suelo fértil; yo tendré que ocultarme de tu presencia y andar por la tierra errante y vagabundo, y el primero que me salga al paso me matará.

-Si es así -le dijo el Señor-, el que mate a Caín deberá pagarlo siete veces.

Y el Señor puso una marca a Caín para que al encontrarse con él nadie se atreviera a matarlo.

Partió Caín a la región de Nod, al este del Edén, con la esperanza de que, una vez realizado el juicio, la sentencia le fuera favorable de manera que pudiera volver a la tierra de sus padres.

“Pobre infeliz” -exclamó para sí Dios al verle alejarse-. Ignora que, si bien fui capaz de crear el mundo en siete días, no existe manera, ni humana ni divina, de acelerar los procesos judiciales. Para cuando quiera celebrarse el juicio, seguro que lleva ya varias generaciones fallecido. En fin, qué se le va a hacer... mientras tanto, tendré que convencer a ese par de gaznápiros para que tengan algún otro hijo más, porque si no se extinguiría su estirpe. Humanos... mira que me salió mal el invento, hubiera sido mejor no cargarme a los dinosaurios.

Y agitando la inexistente cabeza Dios retornó a su morada celeste, donde le aguardaban numerosas tareas pendientes. Porque lo más complicado de todo no había sido, ni mucho menos, crear el mundo en tan sólo una semana, sino tener que ir arreglando después las múltiples chapuzas que habían ido dejando atrás las diferentes contratas.

Qué difícil es ser Dios.


Publicado el 27-4-2016