Negocios infernales



Ilusionado, pero al mismo tiempo amedrentado, el que en vida fuera Glauco el ateniense caminaba titubeante por el sombrío desfiladero subterráneo que conducía hasta las puertas del Hades. En su mano aferraba el óbolo que le serviría para pagar a Caronte el paso por la laguna Estigia, tras la cual se encontraba la entrada al mundo de ultratumba en el que a partir de ahora residiría durante toda la eternidad.

Tras doblar un recodo, apareció frente a él la orilla del tétrico lago. Amarrada a un tosco embarcadero se encontraba la barca, aparentemente vacía. Caronte no andaría muy lejos, se dijo.

Pero no fue así. Cuando llegó hasta el embarcadero, comprobó que allí no había nadie, aunque sí un extraño poste metálico de forma rectangular, con varias luces y botones de colores en su cara frontal.

Perplejo, Glauco se detuvo frente al poste sin saber qué hacer. De repente, una voz de tono monocorde surgió de éste:

-“Deposite sus monedas en la ranura superior y recoja el ticket”.

Glauco no tenía la menor idea de lo que el artilugio le estaba diciendo, pero vio que una luz se encendía en torno a un orificio rectangular por el que probó a introducir la moneda. Cabía, y la ranura se la tragó.

Pero no devolvió ningún ticket, fuera eso lo que fuera, sino que volvió a recitar:

-“Cantidad depositada, un óbolo. Faltan por depositar otros dos óbolos”.

Esta situación, evidentemente, no estaba prevista, así que Glauco se quedó inmóvil sin saber que hacer. El artilugio repitió varias veces la cantinela y, finalmente, escupió el óbolo por una ranura inferior, cayendo éste en una especie de concha situada bajo ésta.

-“Por favor, recoja su moneda. El importe del peaje son tres óbolos” -insistió el maldito artefacto antes de quedar en silencio.

Glauco hizo lo primero, pero no lo segundo. ¿De dónde iba a sacar el resto del dinero? Sus familiares tan sólo habían depositado una moneda bajo su lengua, ésta era la tradición desde tiempos inmemoriales...

-¿Problemas, muchacho? -inquirió una cascada voz a sus espaldas.

-Yo... -tartamudeó Glauco al tiempo que se volvía para ver al recién llegado, un anciano de luengas barba y cabellera blancas aferrado a un grueso cayado-. Yo no sé...

-Ya -respondió el viejo haciendo un gesto de complicidad-. No sabes manejar este trasto y además no tienes suficiente dinero. ¿Me equivoco?

-Tengo un óbolo para pagar a Caronte, es lo normal...

-Olvídate, chico -hizo un gesto de desdén con la mano-. Desde que privatizaron el servicio, la tarifa oficial es de tres óbolos. Se acabaron los peajes baratos.

-Yo no sabía nada... mis familiares...

-Tampoco, claro. La nueva tarifa lleva poco tiempo puesta, es cierto -rezongó su interlocutor-. Pero al parecer los sacerdotes, allá arriba, siguen sin enterarse pese a las circulares informativas que, dicen, les han mandado. A saber... lo cierto es que la gente sigue llegando aquí completamente despistada.

-Por cierto -preguntó Glauco-, ¿dónde está Caronte? En la barca no hay nadie...

-Soy yo -suspiró el anciano con aire abatido-. Esos malditos concesionarios me dejaron sin trabajo con la excusa de que ya era demasiado viejo para andar cruzando la laguna. ¡Hacerme eso a mis años! Y por si fuera poco no pusieron a un barquero más joven, sino que instalaron en la barca un artilugio automático que, según ellos, hace innecesario que nadie la guíe... ¡como si fuera lo mismo! ¿Sabes las veces que se ha averiado el maldito trasto? Pero, claro está, así todo es ganancia para ellos, mientras que yo me conformaba con los óbolos de los viajeros para ir tirando.

-Entonces... -Glauco estaba cada vez más perplejo.

-Desde entonces me tienes aquí, hijo, sin trabajo ni pensión, vagando como un alma en pena ¡huy, disculpa, no quería ofenderte! por esta maldita orilla.

-Lo siento, señor... -musitó Glauco-. Pero necesitaría saber qué hago ahora.

-¡Oh, chico, discúlpame por haberte aburrido con mis problemas! Tú no tienes la culpa. Lo que quieres es cruzar, claro. Bien, tienes dos opciones. Puedes esperar a que vengan algunos más recién fallecidos, de modo que entre todos podáis reunir el pago del peaje. Antes yo cobraba por cabezas, pero ahora este artilugio lo hace por viajes con independencia del número de pasajeros. Puede parecer una ventaja, pero tiene el inconveniente de que en ocasiones la gente tarda bastante en llegar, sobre todo como cuando ahora no hay guerras importantes y los difuntos escasean. O...

Hizo una pausa para observar ladinamente el gesto de disgusto del viajero y prosiguió bajando el tono de voz:

-Poseo un pequeño esquife que usaba para pescar quimeras en mis ratos de ocio. Lo tengo amarrado tras ese peñasco y, si quieres, te podría cruzar a cambio del estipendio habitual, el óbolo que tienes en la mano. Claro está que es necesaria la máxima discreción ya que, aunque al otro lado no suelen hacer demasiadas preguntas, si la empresa concesionaria se enterara podría denunciarme por competencia desleal... ¡a mí! -bramó.

Poco después, ambos cruzaban las oscuras aguas en la frágil embarcación. Caronte, pese a su fama sombría, contento por haberse embolsado el óbolo resultó ser un interlocutor locuaz.

-¿Tú te crees? -se quejaba a su pasajero- Estos fulanos de la concesionaria han puesto todo patas arriba. Nos han arrinconado a los funcionarios y han puesto en nuestro lugar a unos empleadillos que no tienen ni puñetera idea de lo que es este trabajo y a los que pagan una auténtica miseria, y eso que nuestros sueldos no eran para hacerse ricos... Bueno, en mi caso ni siquiera me han reemplazado por otro barquero, como ya te dije se limitaron a poner un mecanismo automático que está más tiempo estropeado que funcionando.

Escupió con rabia fuera de la barca y continuó con su diatriba:

-A Cerbero también lo quitaron de en medio, con la excusa de que comía mucho por sus tres cabezas; ahora vegeta cuidando ganado. En su lugar pusieron a un recepcionista que en vez de pavor da risa, el cual se limita a tomar tus datos e indicarte el camino hacia la sala de juicios; aunque no suele preocuparse mucho por la forma en que las almas de los muertos hayan llegado hasta allí, por precaución conviene que te deje no en el embarcadero de la otra orilla, junto a su garita, sino en una pequeña ensenada que hay algo más allá y que queda al resguardo de miradas inoportunas. Ya te indicaré el camino cuando lleguemos.

Como Glauco guardaba silencio, el otrora feroz barquero continuó:

-Ni siquiera han respetado a los tres jueces, Minos, Éaco y Radamante. Ahora quienes juzgan a los recién llegados son varios jovenzuelos que van cambiando de forma periódica conforme vencen sus contratos en prácticas; dicen que aceptan sobornos, y de hecho no me extrañaría nada ya que los que vienen aquí bien provistos de ricos ajuares funerarios siempre suelen acabar encontrando acomodo en los Campos Elíseos, con independencia de los méritos o los crímenes que pudieran haber cometido en vida. Eso, claro está -rezongó mientras utilizaba el cayado para apartar el esquife de una peligrosa piedra que sobresalía del agua-, si antes no se han gastado sus bienes en el casino que estos fulanos montaron en el antiguo palacio de justicia con la excusa de que así se podían entretener un rato mientras esperaban que llegara su turno; porque ahora, se me olvidaba decírtelo, los juicios ya no se hacen en el palacio porque, según dicen, era demasiado grande, sino en unas casetas prefabricadas que montaron al lado. ¿Tú te crees?

-Pero... -habló Glauco al fin- ¿Quién ha hecho eso?

-¿Quién va a ser? -explotó iracundo Caronte- Esos dos, Hades y Perséfone, los amos del cotarro. Dicen las malas lenguas que se compincharon con Hermes, ya sabes, el dios de los ladrones, para que éste creara una sociedad que fue la que ganó la concesión por un millón de años, prorrogable, por supuesto... claro está que como titular de la empresa figura un testaferro, el tontaina de Epimeteo, pero todo el mundo sabe que quien está realmente detrás es el sinvergüenza de Hermes a través de su hombre de confianza, el taimado Odiseo, y que Hades y Perséfone se cobran bien cobrados los favores prestados...

-¿Y no se puede hacer nada? -inquirió el joven- ¿Denunciarlo?

-¿A quién? -se mofó Caronte- ¿A Zeus? Es hermano de Hades y padre de Hermes y de Perséfone... además, a raíz de la guerra contra los titanes los tres hermanos, Zeus, Poseidón y Hades se repartieron el botín comprometiéndose a no interferirse en los negocios de los demás...

-Yo estaba pensando más bien en la justicia...

-¿En Temis? No me hagas reír. La pobre es una carcamal a la que nadie hace el más mínimo caso. Además el hecho de ser una titánide, aunque no participara en la guerra contra los olímpicos, hizo que éstos la mantuvieran siempre en un segundo plano puramente decorativo...

-Poca solución hay...

-Así es, muchacho, y no quiero engañarte. Entras en el Hades con las manos vacías, y por muchos méritos que pudieras haber tenido en tu vida mortal... ¡no, no quiero que me cuentes nada, yo no soy juez, sino un simple barquero! -se interrumpió al ver que Glauco pretendía darle explicaciones- lo cierto es que tienes muy pocas posibilidades de que te destinen a los Campos Elíseos. Te enviarán, probablemente, a vegetar a los Campos Asfódelos, pero corren rumores de que, como éstos están cada vez más saturados, podrían estar empezando a enviar gente al Tártaro de forma indiscriminada... pero no te preocupes, personalmente no creo que lleguen a atreverse a tanto. Al fin y al cabo, para que les funcione el negocio éste tiene que gozar de una relativa discreción, y esto último resultaría ya demasiado escandaloso.

Hizo una nueva pausa para acercar la barca a la orilla y continuó:

-Bien, ya hemos llegado. Ten cuidado al bajar, porque el agua está muy fría, y discúlpame si no me entretengo, pero no quisiera que me viera nadie desembarcando viajeros. Si sigues la orilla en esa dirección -señaló con el cayado- llegarás en media hora al punto de recepción de visitantes. Te deseo suerte, hijo.

Instantes después, mientras el antiguo barquero infernal se perdía en la oscuridad que se cernía sobre la ominosa laguna, un perplejo Glauco se encaminaba hacia el lugar que éste le había indicado. Evidentemente, las cosas no iban a ser tal como él hubiera esperado.


Publicado el 4-9-2014