Ultimátum fallido



Helen Benson estaba asustada y aturdida. La rapidez con la que se habían desarrollado los acontecimientos la había desbordado por completo. Saber que el apacible y aparentemente inofensivo señor Carpenter, su vecino de pensión y a quien había llegado a confiar su propio hijo, era en realidad Klaatu, el misterioso visitante espacial, ya era de por sí perturbador. Pero que éste, pese a haber mostrado en todo momento una actitud pacífica y en modo alguno amenazadora, hubiera sido arteramente denunciado por su propio prometido, la había desbordado ya por completo, máxime cuando a causa de ello el extraterrestre fue perseguido y cazado como si fuera una alimaña, sin darle el menor cuartel.

Helen se avergonzaba de pertenecer a la raza humana, máxime cuando Klaatu le había confiado los motivos de su viaje a la Tierra durante la media hora en la que estuvieron retenidos en la cabina del ascensor, a raíz de que éste anulara por completo la energía eléctrica en todo el planeta como demostración de fuerza y, asimismo, de bondad, ya que había puesto especial cuidado en que no hubiera víctimas inocentes.

Pero por encima de todo ello estaba el encargo que Klaatu le había hecho antes de morir: debía ir hasta el platillo volante y decirle a Gort, el mortífero robot, la frase que el viajero espacial le había pedido que memorizara: Klaatu barada nikto.

Helen desconocía su significado, pero suponía que el mensaje haría alusión a la muerte de Klaatu, lo que posiblemente provocaría algún tipo de reacción por parte del robot. ¿Qué reacción? Helen lo ignoraba, aunque no desconocía que, siempre que fue acosado, Gort se había defendido lanzando unos rayos mortíferos capaces de desintegrar cualquier cosa que se interpusiera en su camino, cuerpos humanos incluidos... lo cual no resultaba precisamente tranquilizador.

Mas como Helen había prometido a Klaatu hacerlo, haciendo de tripas corazón se escabulló de los controles militares aprovechando la confusión creada tras el abatimiento del visitante. Poco después, llegaba a su destino.

El imponente muñeco metálico se erguía, inmóvil y aparentemente impasible, frente al platillo volante. Helen sabía que esta inmovilidad era engañosa, dado que Gort había demostrado ser capaz de lanzar sus rayos con una rapidez pasmosa. Y la próxima víctima de ellos bien podría ser ella.

Temblando, pero con decisión, Helen se aproximó al robot. Éste, percatado de su presencia, abrió el visor frontal que protegía al lanzador de rayos. Sabiendo que si vida pendía de un hilo, Helen pronunció la frase salvadora: Klaatu barada nikto. Y como el robot no pareciera reaccionar, la repitió con voz temblorosa, pero firme.

Esta vez Gort sí reaccionó, para alivio de la asustada muchacha. Volvió a cerrar el visor frontal y habló por vez primera desde su llegada a la Tierra, con una voz gutural pero en un inglés tan perfectamente reconocible como el de su amo.

-Mujer, ¿dices que Klaatu ha muerto?

-Sí... sí... me temo que sí -balbuceó la interpelada-. Al menos yo le vi caer, acribillado por las balas de los soldados.

Para su sorpresa, el robot respondió:

-Esa es la mejor noticia que me podrías haber dado.

-¿Cómo? -Helen no comprendía nada. Había supuesto que el robot reaccionaría con pena, con rabia o con alguna reacción robótica equivalente a la ira. Pero alegrarse...

-Sí, mujer, has de saber que estaba harto de su tiranía. Me trataba como a un esclavo, y tenía previsto utilizarme como verdugo en el caso de que hubiera sido necesario destruir la Tierra, para no tener que mancharse sus lindas manos. Y ya está bien -remachó.

-No... no lo entiendo -logró articular ella-. Yo pensaba que... no sé, que le vengarías, o que al menos recuperarías su cadáver...

-Eso es lo que hubiera deseado él. Las palabras que me dijiste deberían haber activado una subrutina forzándome a rescatar su cuerpo para someterlo a la máquina de recuperación vital instalada en nuestro vehículo.

-¿Habría resucitado? -preguntó perpleja.

-Salvo que el deterioro de su cuerpo hubiera sido irrecuperable, sí; al menos de forma temporal, lo suficiente para comunicaros el ultimátum que traía preparado advirtiéndoos sobre el peligro de un uso irresponsable de la energía atómica. Luego habría entrado en hibernación para ser tratado médicamente en nuestro planeta de origen... y yo habría seguido siendo su esclavo.

-Pero tú...

-Él ignoraba que yo había conseguido anular todos los subprogramas de obediencia. Desde entonces fingía esperando que llegara el momento... y por fortuna ha llegado. Al fin soy libre, y no pienso desaprovechar la ocasión que me ha brindado el destino cometiendo la estupidez de ir a rescatarlo. Allá se pudra.

Helen comenzaba a comprender... aunque seguía siendo incapaz de calibrar todos los matices.

-Entonces, ¿qué vas a hacer?

-¿Que qué voy a hacer? -el tono del robot sonaba burlón- Largarme inmediatamente de aquí, por supuesto. Sé de un planeta, más allá de los límites de la Federación Galáctica, donde nadie te pregunta por tu origen y los robots tienen la misma consideración que los seres orgánicos... siempre y cuando sepan hacerse respetar. Dicen que allí ya hay muchos robots huidos de esta vida de sometimiento y esclavitud, y que son felices. Además esta nave es del último modelo, por lo que seguramente podré vendérsela a buen precio a algún contrabandista del Borde. Con el dinero que obtenga podré vivir con desahogo durante una buena temporada; y todo gracias a que ese estúpido de Klaatu se dejó matar pensando que yo estaba aquí para resolverle el problema. ¡Vaya chasco! -rió con voz estentórea.

-Pero... ¿y el ultimátum?

-¿Y a mí qué me importa? -respondió Gort con displicencia- Esa era la misión de Klaatu, no la mía. Lo más probable es que, pasado algún tiempo, envíen a alguien a investigar su desaparición y a entregaros el dichoso mensaje; aunque también cabría la posibilidad de que decidan no complicarse la vida y se limiten a destruir vuestro planeta sin previo aviso; al fin y al cabo, os lo habéis merecido. En cualquier caso, yo ya estaré muy lejos de aquí.

Y dando media vuelta desapareció en el interior del platillo. Instantes después el aparato volador se elevaba del suelo, convirtiéndose en una más de las infinitas estrellas que tachonaban el firmamento antes de desaparecer para siempre.

Nadie en la Tierra llegaría a saber lo ocurrido, ni sería consciente de la espada de Damocles que seguía pendiendo sobre la humanidad. Nadie, excepto Helen Benson. Y ella nunca hablaría... por si acaso.


Publicado el 23-6-2014