El último centauro



Perimedes era un centauro. Pero no un centauro cualquiera sino el último centauro, único representante vivo de su otrora orgullosa estirpe. Exterminados por los lapitas tras una cruenta batalla, los hombres les habían dado por extinguidos de la faz de la Tierra, pero Perimedes había sobrevivido, de forma milagrosa, al holocausto de su raza.

Dado por muerto por sus enemigos al quedar su lacerado cuerpo oculto entre los cadáveres inertes de sus infortunados compañeros, Perimedes había conseguido abandonar penosamente el campo de batalla, una vez que los lapitas se hubieron retirado para celebrar su victoria, refugiándose en un bosque cercano donde, gracias al auxilio de unas compasivas ninfas, pudo sanar de las graves heridas que padecía.

Pasado algún tiempo y ya recuperado, a la par que consciente del peligro que corría si era descubierto por sus implacables enemigos, llevó una vida errante por las regiones deshabitadas del orbe, sin más compañía que los no siempre amistosos seres que habitaban en los bosques y las montañas. Era plenamente consciente de su condición de último centauro, pero no se acababa de resignar a ello. En especial anhelaba poder contar con una compañera, una centáuride que le permitiera hacer más llevadera su soledad y, quién sabía, quizá también tener hijos con los que devolver a la raza de los centauros su derecho a habitar en la Tierra.

Pero las centáurides habían sido siempre apenas una leyenda esquiva para sus congéneres, todos ellos hermanos entre sí al ser fruto de la impía unión entre su padre Centauro, a su vez hijo de Ixión y de la nube Nefele, y una manada de yeguas magnesias. Todos los centauros que Perimedes había conocido eran machos y, aunque entre ellos se incitaban mutuamente a emprender la búsqueda de sus homólogas femeninas, en la práctica solían conformarse persiguiendo a las yeguas salvajes que tenían el infortunio de cruzarse en su camino.

Perimedes nunca los había imitado. Consideraba bárbaras estas costumbres, y consciente de que jamás sería aceptado por una mujer, para las cuales él era tan sólo un abominable monstruo, siempre había alentado la esperanza de encontrar una centáuride.

Los centauros eran una raza longeva, y Perimedes tenía por delante muchos años para buscarla. Y así lo hizo, siempre atento a los rumores que corrían por los bosques y los desiertos que se extendían más allá del orbe habitado por los hombres. Ora una ninfa, ora un sátiro, ora una náyade, de vez en cuando le informaban de la posible existencia de una centáuride más allá del horizonte, siempre más lejos. Perimedes era consciente de que en muchas ocasiones le mentían para verse libres de su presencia, que muchos consideraban una amenaza, pero pese a ello seguía porfiando con tenacidad en la búsqueda que constituía la única razón de su existencia.

Pasó mucho tiempo y pasaron también muchas vanas esperanzas, hasta que un día, en una remota región por la que no se atrevían a internarse ni los más intrépidos semidioses, una vieja arpía que allí habitaba le confirmó la existencia de un ser, mitad mujer, mitad yegua, más allá de las escarpadas montañas que servían de lejano horizonte a su cubil. Habían sido muchas las veces que a Perimedes le dijeron algo similar, pero en esta ocasión se sintió inclinado a creer al monstruoso engendro simplemente porque ésta no tenía nada que temer de él, sino más bien al contrario. Así pues, se despidió de su informante y emprendió el largo y trabajoso camino que le conduciría hacia su destino.

Una vez allí descubrió que, a diferencia de las desoladas regiones que había atravesado durante su largo peregrinar, las montañas servían de refugio, a modo de pétreo joyero, al paradisíaco valle que se abría en sus entrañas. Extasiado por vez primera en muchos años Perimedes trotó feliz por la fértil llanura, se bañó voluptuoso en el cristalino lago y yació sosegado a la sombra de un venerable roble mientras comía el generoso fruto de los numerosos matorrales que crecían por todos lados.

Fue entonces cuando la divisó, apenas una fugaz sombra que se escondió temerosa en la espesura. Era ella, tenía que ser ella. No pudo verla, apenas si había llegado a vislumbrar el movimiento que su precipitada fuga originó en el denso follaje, pero para él fue suficiente. Enderezado sobre sus cascos, galopó a toda velocidad en busca de su huidiza esperanza.

Lo accidentado del terreno y lo frondoso de la vegetación le impedían verla, pero no le resultaba difícil seguir el rastro que ésta iba dejando en su precipitada fuga. Aunque él era aparentemente más rápido que la centáuride, ésta compensaba su desventaja con un mayor conocimiento del territorio por el que se movía. Sin embargo, cegada por el pánico que la embargaba, ella cometió un tremendo error al internarse en un estrecho y tortuoso desfiladero en cuyo fondo se levantaba una abrupta pared rocosa que le cortaba la huida, dejándola a merced de su perseguidor. Al verse acorralada y sin posibilidad de escapar, se dio la vuelta protegiendo sus espaldas con el muro, en un desesperado ademán de estéril defensa.

Pero Perimedes, que a causa de las revueltas que describía la hondonada no había podido ser consciente de esta circunstancia hasta que no estuvo literalmente encima de ella, no deseaba hacerle el menor daño, por lo que le sonrió al tiempo que, encabritándose, detenía de golpe su desenfrenado galope para evitar golpearla con sus cascos, manteniéndose a una prudencial distancia de la criatura... para mudar la sonrisa en una aterrada expresión de asombro.

Efectivamente se trataba de un ser que, al igual que él mismo, reunía en un mismo cuerpo características humanas y equinas. Y también era una hembra, de eso no cabía la menor duda. Pero para desolación suya, algún dios cruel había decidido que la proporción fuera justo la opuesta a la deseada: la centáuride, si es que se le podía seguir denominando así, poseía un escultural cuerpo de mujer rematado por una cabeza de yegua.

Durante un tiempo que semejó ser una eternidad ambos seres se miraron fijamente a los ojos, humanos los unos y equinos los otros, sin intercambiar palabra alguna. ¿Para qué hacerlo? Ambos eran plenamente conscientes de lo que les había deparado el destino.

Al cabo Perimedes abatió la cabeza y, girando en redondo, retornó por donde había venido abandonando el idílico valle sin volver ni una sola vez la vista atrás. Hubiera sido una crueldad, para él y para ella, haberlo hecho. Mejor era así, asumiendo con entereza su destino.

Dicen que la historia del centauro Perimedes ocurrió hace ya muchos años, en los tiempos de los abuelos de los abuelos de nuestros abuelos. Y afirman los cuentos que durante las frías noches de invierno narran las viejas al calor de la lumbre, que en algunas ocasiones todavía es posible vislumbrar, perfilada en el ensangrentado horizonte del ocaso, la doliente figura de un centauro que galopa sin freno hacia nadie sabe dónde.


Publicado el 5-9-2011