La vida tenía un precio



El Apocalipsis zombi se había puesto tan de moda en la literatura, el cine o los videojuegos de terror que incluso acabó convirtiéndose, en forma de representación coreográfica, en uno de los elementos esenciales de las celebraciones del Halloween. Y aunque ni tan siquiera sus más fervorosos seguidores se lo tomaban en serio, se convirtió en realidad cuando menos se esperaba y hordas de muertos vivientes, en diferentes grados de putrefacción, salieron de sus tumbas persiguiendo implacablemente a los desprevenidos humanos.

Ni en las más delirantes películas de serie B llegaron a imaginar sus guionistas que la repentina llegada de los zombis en constantes oleadas pudiera tener unas consecuencias tan catastróficas. Apenas unos pocos meses después de iniciada la invasión más de la mitad de la población mundial había perecido devorada por ellos o, todavía peor, había pasado a engrosar sus filas, mientras los aterrorizados supervivientes veían cómo los desesperados esfuerzos de los distintos gobiernos, donde éstos todavía seguían existiendo, se mostraban incapaces para refrenar la plaga. De continuar así pronto no quedaría un solo ser vivo sobre la faz del planeta, y de hecho vastas extensiones de los cinco continentes estaban ya pobladas únicamente por estos repugnantes engendros del averno.

Apenas sobrevivía ya un diez por ciento escaso de la población mundial cuando hicieron su aparición otros visitantes inesperados, los vampiros. Pero éstos, a diferencia de los zombis, no sólo no atacaron a los acorralados humanos sino que enviaron emisarios -por la noche, claro está- a todos los lugares en los que subsistía algún resto de estructura social, comunicando a lo que quedaba de humanidad su intención de destruir a quienes calificaron de común enemigo.

De hecho, llevaban ya bastante tiempo planificando una campaña de aniquilación de los zombis, pero por desgracia éstos se les adelantaron cuando todavía no estaban preparados, provocando un holocausto que hasta entonces habían sido incapaces de neutralizar. Pero su arma secreta estaba ya lista y, aunque lamentaban profundamente no haber podido evitar tantas muertes, al menos harían todo lo posible por salvar a los restantes. Mientras tanto los humanos deberían mantenerse al margen, dado que no les resultaría posible ayudarles y no deseaban que les entorpecieran.

El plan de acción, según indicaron los mensajeros, era sencillo: los vampiros habían logrado desarrollar, tras múltiples ensayos, un agente patógeno inocuo tanto para ellos como para los humanos, pero mortal -si es que se podía calificar como tal- para los zombis. Este agente, que no era ni un virus, ni una bacteria, ni ningún otro tipo de vector conocido por la ciencia, debía provocar la inmediata desintegración de los zombis a los que contaminara, y como además era tremendamente contagioso y estos seres tendían a hacinarse en grandes aglomeraciones, bastaría con esperar a que cumpliera su misión.

Los vampiros cumplieron su palabra. Grupos de ellos perfectamente organizados recurrieron a su avatar quiróptero para, volando en enjambre sobre las grandes concentraciones de zombis, verter sobre ellos la misteriosa sustancia en la que basaban su campaña de exterminio. Y, tal como habían afirmado, los efectos de ésta no pudieron ser más espectaculares: en el momento en el que un zombi entraba en contacto con ella, se disolvía literalmente entre grandes alaridos, convirtiéndose en un amasijo de gelatina pútrida del que sólo sobresalían algunos huesos. Una vez realizada la primera siembra bastó con dejar que la plaga se propagara por sí sola, de modo que tan sólo unas semanas después tan sólo sobrevivían -quizá fuera más preciso decir sobremorían- grupos dispersos de zombis que ya no representaban ningún peligro, pero que no obstante fueron perseguidos con saña hasta lograr su total aniquilación.

Cumplido su objetivo, los salvadores de la humanidad rogaron a lo que quedaba de ésta que procediera a limpiar los restos que habían quedado de los zombis, dado que éstos, aunque no representaban ningún peligro sanitario, además de repugnantes desprendían un olor extremadamente nauseabundo que a su delicado sentido del olfato le resultaba muy difícil de soportar. Y aunque para los humanos no era menos desagradable, agradecidos como estaban a los vampiros asumieron la servil tarea de ejercer de enterradores, excavando unas enormes fosas comunes a las que fueron arrojados los repulsivos restos.

Una vez descontaminada la tierra, los reorganizados gobiernos procedieron a mostrar su gratitud a sus salvadores, haciéndose eco -por desgracia fueron bastantes los políticos que sobrevivieron a la plaga- de la nueva era que se abría en el mundo gracias a la colaboración de las dos estirpes antaño enemigas y ahora aliadas.

Los vampiros, ya de por sí bastante inexpresivos como cabía esperar de unos no-muertos, aceptaron los halagos con displicencia y, acto seguido, manifestaron que si habían obrado así no había sido por altruismo, sino por puro interés ya que los extintos zombis, de haber consumado la aniquilación de la humanidad, les habrían dejado sin su fuente de alimentación, dado que como era sabido por las venas de estos muertos vivientes no circulaba sangre alguna. Dicho con otras palabras, habían defendido su despensa.

Como cabe suponer, a los hasta entonces eufóricos humanos les cayó como una losa descubrir que, en definitiva, se habían librado de la aniquilación para convertirse en el alimento de sus interesados salvadores, que ahora ya no necesitarían recurrir a ningún tipo de disimulo para mostrarse como los amos del planeta.

Eso sí, advirtieron, ellos no deseaban causar ningún daño a sus protegidos, de igual manera que el propietario de una explotación ganadera procura cuidar lo mejor posible a sus reses. Y como para alimentarse con sangre, lo único que necesitaban de los humanos, no era preciso matarlos, bastaría con organizar un sistema de extracciones periódicas a toda la población apta, ya que la mayor parte de ella sería envasada en condiciones asépticas y consumida por los vampiros en sus propios domicilios.

Tan sólo en algunos casos, y siempre en plan delicatessen, procederían a chuparla directamente del cuello de sus proveedores, pero siempre cuidando de no causarles daños irreversibles ni convertirlos en vampiros, salvo por causas justificadas tales como el mantenimiento estable de su población, dado que eran estériles y, aunque su índice de mortalidad -o de remortalidad- era extremadamente bajo, siempre se producían algunas desapariciones a causa, principalmente, de accidentes tales como exponerse por descuido a la luz solar. En cualquier caso, los elegidos para ser transformados en vampiros serían unos privilegiados en comparación con el resto de sus congéneres.

Así pues, insistieron, los humanos no tenían nada que temer de ellos: serían bien tratados y no tendrían que preocuparse de nada salvo de hacer donaciones de sangre cada vez que fueran requeridos para ello. Incluso, por la cuenta que les traía a sus nuevos amos, serían sometidos a controles médicos y, en caso de necesidad, curados de todas aquellas enfermedades susceptibles de ser transmitidas por la sangre tales como los diferentes tipos de hepatitis o el sida, ya que, aunque éstas no les afectaban en modo alguno, como buenos gourmets afirmaban que la sangre enferma solía tener sabores desagradables. Esto sería posible dado que los vampiros, tal como habían demostrado en la campaña de exterminio de los zombis, habían sido capaces de desarrollar la bioquímica y la medicina hasta unos extremos desconocidos por los humanos.

Eso sí, quedaba claro que serían ellos quienes a partir de ese momento tendrían la sartén por el mango. Y aunque confiaban en la sensatez de sus nuevos siervos, para evitarles la tentación de intentar rebelarse contra el nuevo status quo les advirtieron de dos cosas que nunca deberían olvidar. La primera, que disponían de otro agente patógeno que atacaba a los humanos vivos de manera similar a la que había provocado la aniquilación de los zombis, con la única diferencia de que, por su propio interés -no era cuestión de quedarse sin ganado-, no era tan explosivamente contagioso como el anterior, aunque sí igual de mortífero.

La segunda, que asimismo habían sido capaces de lograr antídotos efectivos contra todos sus tradicionales puntos flacos. Por esta razón, convendría olvidarse de toda la panoplia de recetas antivampíricas que se habían transmitido generación tras generación: ni las balas de plata, ni las estacas clavadas en el corazón, ni las decapitaciones -si es que podían intentarlo siquiera- servirían para nada. Tampoco el ajo -aunque, eso sí, su sabor les seguía resultando desagradable-, el agua bendita o los talismanes en forma de cruz serían efectivos, e incluso la exposición a la luz solar les resultaba inocua gracias a las vestiduras especiales y a las cremas protectoras que utilizaban siempre que necesitaban salir de día.

Y no bromeaban en absoluto, puesto que algunos conatos de rebelión fueron reprimidos de forma expeditiva tal como habían advertido. Finalmente la humanidad acabaría resignándose a su nuevo papel secundario, que una vez probado resultó no ser tan malo... al menos, para la gran mayoría.


Publicado el 29-3-2016