Crimen ¿y castigo?



Hablando en sentido estricto a L. M. no se le podía considerar ni ateo, ni tan siquiera agnóstico. En realidad su actitud frente a la religión se podría definir más bien como una mezcla de escepticismo y desinterés que daba como resultado una indiferencia absoluta frente a todo cuanto presentara un matiz, por pequeño que éste fuera, de índole religiosa.

En resumen la religión era algo que le traía completamente sin cuidado, lejos tanto de la militancia antirreligiosa de los ateos, que no deja de ser, desde su empeño en no creer, demasiado distinta de la actitud de los creyentes, como de la cómoda inhibición sin compromisos de los acomodaticios agnósticos.

L. M., pues, no se planteaba la posible existencia o no del Más Allá como algo en lo que mereciera perder tiempo, simplemente se desentendía por completo de esta cuestión que, a lo largo de toda la historia de la humanidad, había hecho correr ríos de tinta y, por desgracia, también de sangre. Como él acostumbraba a repetir siempre que se le preguntaba, tenía cosas más importantes por las que preocuparse.

Y una de ellas era sin duda la forma en la que se ganaba la vida. A su indiferencia religiosa se sumaban una falta total de ética y una carencia asimismo completa de empatía que le convertían en el egoísta perfecto, sin más interés que en aquello que le pudiera beneficiar de forma directa con independencia de las heridas y cicatrices que fuera dejando a su paso.

Para su fortuna, y a diferencia de otros muchos egoístas, era insensible tanto a la envidia como a la vanidad, lo que le libraba de la rémora de tener que estar siempre pendiente de los demás al tiempo que su mente fría y analítica le permitía planificar sus trapisondas de forma sistemática, tal como un ajedrecista desarrolla los movimientos de sus piezas, siempre en busca del beneficio final.

Así pues era un perfecto canalla en el que la falta de escrúpulos se veía potenciada por su pragmatismo a la hora de evitar actitudes viscerales tales como el ensañamiento o la venganza, satisfactorios quizá a corto plazo pero bastante inconvenientes a la larga al acabar convirtiéndose en un estorbo, y hasta en un obstáculo, a la hora de alcanzar la meta deseada.

Y como gozaba de una inteligencia brillante, pronto descubrió que podía convertirse en el perfecto parásito de una sociedad estupidizada y alienada a poco que se lo propusiera y sin riesgo de ser descubierto por los ineficaces -al menos frente a él- mecanismos de control desarrollados por ésta. Utilizando un símil biológico, podríase afirmar que se sentía completamente a salvo de los anticuerpos sociales -policías, jueces, periodistas...- que de forma tan tosca e ineficaz volcaban todos sus esfuerzos en controlar a los no menos toscos e ineficaces delincuentes que al igual que él intentaban aprovecharse del prójimo, pero sin sus habilidades innatas.

Huelga decir que a lo largo de su carrera profesional -L. M. había doblado hacía ya tiempo el cabo de la madurez- sus éxitos fueron notables, al tiempo que los riesgos corridos en el desempeño de sus actividades delictivas no pasaron de ser virtualmente nulos. Incluso llegó a asesinar en alguna ocasión, aunque sólo cuando lo consideraba estrictamente necesario y los beneficios derivados del crimen -siempre perfecto, gracias a su virtuosismo- compensaban con creces el esfuerzo.

Y así pensaba seguir, invisible a los ojos de la sociedad, mientras le duraran las fuerzas, aunque gracias a su previsión -algo poco frecuente en los delincuentes- contaba con suficientes ahorros e inversiones para asegurarse una cómoda y desahogada vejez.

Volvamos al tema inicial. Dada su indiferencia religiosa, era de suponer la sorpresa que le causó, todavía más no estando habituado a ellas, la inesperada visita de un ángel, un ser que consideraba tan imaginario como las hadas, las ninfas o el dios Manitú.

En realidad fue él quien inconscientemente -los atavismos religiosos varias veces milenarios, quiérase o no, algo tenían que pesar- lo calificó como tal, ya que ni éste se identificó como integrante de las cohortes divinas, ni su anodino aspecto inducía a catalogarlo como tal; nada tenía el visitante de bello andrógino de luengos y blondos cabellos, resplandeciente túnica blanca y las inevitables alas emplumadas, sino más bien de uno de esos antiguos vendedores de enciclopedias que iban por las casas intentando rendir la plaza por extenuación. De hecho su aspecto no podía ser más anodino y, de habérsele cruzado en el metro, apenas si le habría dirigido una fugaz mirada.

Pero se daba la circunstancia de que, lejos de llamar a la puerta de su casa como cualquier pelmazo civilizado, lo que la habría granjeado un portazo en las narices, éste se había materializado de repente frente a él, sentado cómodamente en uno de los sillones libres, cuando se disponía a ver una película en la televisión, lo cual no podía dejar de irritarle ya que llevaba francamente mal que le interrumpieran en sus actividades cotidianas.

Así pues su naturaleza sobrenatural parecía quedar fuera de toda duda, a no ser que alguien hubiera inventado la teleportación que tanto juego había dado siempre en la ciencia ficción. Pero no, L. M. solía estar bastante al tanto de los avances científicos y no le constaba que los investigadores hubieran logrado ir más allá del teletransporte de un simple átomo, algo que no parecía cuadrar demasiado bien con la hipótesis suscitada.

Claro está que, dado que no se ceñía al cliché tradicional, la naturaleza del visitante no tenía por qué ser necesariamente angélica; bien podría tratarse de un diablo camuflado que, por idénticas razones, hubiera dejado en el ropero los cuernos, el rabo, las pezuñas y el olor a azufre, un viajero del tiempo e incluso algún extraterrestre despistado... porque desde luego lo que no era normal es que la gente se dedicara a aparecer de repente en tu casa sin siquiera anunciarse previamente.

Todas estas ideas pasaron por el cerebro de L. M. en apenas unos segundos y sin que el ángel, demonio o lo que fuera dijera una sola palabra, por lo que logró despejar sus dudas. Finalmente L. M. se recuperó lo suficiente de la sorpresa -su autocontrol era admirable, algo por lo demás imprescindible para su oficio- como para preguntárselo.

-¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?

-Respecto a la primera pregunta -respondió el interpelado con una bien timbrada voz de barítono y recurriendo educadamente al usted- le diré que poco importa mi identidad, que por lo demás me resultaría difícil explicarle con palabras inteligibles. Baste con saber que soy un mensajero, y que he venido a traerle esto.

Dicho lo cual, en sus manos aparecieron dos libros primorosamente encuadernados, unos libros que L. M. hubiera jurado que un segundo antes no estaban allí.

-¿Es un ángel? ¿O acaso un demonio? -se atrevió a decir al fin.

-Ya le he dicho que no sería capaz de explicarle cual es mi naturaleza o, mejor dicho, usted sería incapaz de comprenderlo pese a su innegable perspicacia, y además eso importa poco. Considéreme ángel o demonio si le resulta más cómodo identificarme con un arquetipo que le sea familiar, pero igualmente podría servir cualquier otro personaje que se le pueda ocurrir. Lo único importante son estos libros -insistió éste entregándole los volúmenes.

Y viendo que L. M. se apresuraba a abrir uno de ellos, se lo impidió con un imperativo gesto.

-Espere, todavía es pronto para eso. Antes tengo que darle unas explicaciones.

L. M. obedeció sin rechistar, algo insólito en él, amedrentado por el aura de autoridad que parecía emanar de su visitante.

-Lea primero los títulos de las cubiertas, pero sin abrirlos -ordenó.

L. M. obedeció de nuevo, comprobando con sorpresa que, grabado en letras de oro sobre la suave piel, aparecía en ambos libros el texto “ Vida de L. M.” -en realidad figuraba su nombre completo- seguido por una segunda línea, en esta ocasión diferente para cada uno de ellos. “Tomo I. El pasado” rezaba en el primero, y “ Tomo II. El futuro” en el segundo.

-¿Qué significa esto? -preguntó irritado-. Si se trata de una broma, la encuentro de muy mal gusto.

-No, no es ninguna broma, sino algo muy serio -afirmó su interlocutor con un aplomo que le dejó desarbolado-. Usted, como cualquier otro mortal, tiene asignado desde el mismo momento de su nacimiento un libro en el que aparecen registrado todo lo acontecido en su vida hasta el momento de su muerte. En realidad, como puede comprobar, son dos, uno en el que se describen los acontecimientos pasados y otro en el que aparecen los que le sucederán en el futuro, aunque lógicamente se van actualizando. Abra ahora el primer tomo por la última página.

-Esto es absurdo... -rezongó L. M., haciendo no obstante lo que se le pedía-. Aquí dice... -se interrumpió con asombro-. Aquí se describe nuestra conversación hasta el momento en el que me sugirió que abriera el libro por la última página.

-Claro, se trata del pasado inmediato -explicó el ente como si se tratara de algo obvio.

-Pues a mí me parece más bien una tomadura de pelo, eso sí muy lograda. ¿Qué pretende con esto? ¿Convencerme de que he sido malo y voy a ser castigado con el infierno? Le advierto que no creo en esas paparruchas.

-Está en su derecho... de equivocarse. Pero la realidad es tozuda, le guste o no -porfió el visitante-. ¿Sería más proclive a creerme si me convierto en esto?

Y sin la menor transición se transformó en una espectacular rubia ataviada con un sucinto bikini.

-¿O en esto otro?

Ahora era un ser de aspecto alienígena que a L. M. le retrotrajo a las novelitas baratas de ciencia ficción a las que tan aficionado había sido en su niñez.

-Claro está que si lo prefiere puedo transmutarme en un ángel, en un diablo, en el vecino de enfrente... -concluyó el extraño recobrando su aspecto original-; pero elegí esta apariencia porque pensé que para usted resultaría menos perturbadora.

-Ya... ya lo veo -balbuceó, atónito, su anfitrión-. Supongo que viene a decirme que hay un Más Allá, con un Dios bondadoso bendiciendo a los bienaventurados, y un Satán encargado de castigar a los pecadores en el infierno... -pese a su sorpresa, logró infundir un tono irónico a su comentario-. Y supongo que yo seré de estos últimos -recalcó mordaz.

-Por suerte, con usted puedo hablar libremente prescindiendo de esos arquetipos arcaicos que tanto lastran la comprensión de muchos de sus congéneres -sonrió por vez primera el enviado-. Huelga decir que el concepto de cielo e infierno que todavía hoy tienen muchos no es otro que el que forjaron las antiguas civilizaciones surgidas en los albores de la humanidad y que, huelga decirlo, han quedado bastante anticuados... eso en lo que respecta a las religiones surgidas en el Oriente Medio, por supuesto que las teogonías imaginadas por las que tuvieron otros orígenes también adolecen de carencias similares, aunque éstas sean lógicamente distintas.

-¿A qué viene todo este exordio? -se impacientó L. M.-. Yo lo único que quiero es que me explique qué significan estos puñeteros libros -gesticuló arrojándolos sobre la mesa- y que me deje en paz lo antes posible.

-No es otra cosa la que pretendo -porfió el ángel sin perder la calma-, pero mucho me temo que ante una situación tan insólita para usted, que no para mí -recalcó- me veo obligado a darle unas explicaciones previas.

-Adelante -bufó éste-. Termine las explicaciones y lárguese con viento fresco. Y si se lleva sus libros, mejor. No tengo ningún interés en recordar mi pasado suponiendo, cosa que dudo, que esté escrito ahí, y todavía lo tengo menos en saber cual pueda ser mi porvenir, hasta ahora me las he apañado bastante bien sin conocerlo. Aparte de que sigo creyendo que se trata de una mistificación, por muy espectaculares que hayan resultado los efectos especiales con los que me ha obsequiado.

-Sabemos todo sobre usted, como se puede imaginar, y sabemos también que la tozudez es uno de sus... atributos. Pero por muy descreído que sea, tendrá que aceptar la existencia de ese Más Allá que usted siempre ha negado... o ignorado, si lo prefiere, para el caso es lo mismo. Por supuesto nada tiene que ver con los arquetipos que nos han transmitido las religiones, los cuales son unos burdos intentos de interpretar la realidad fruto, por si fuera poco, de unas sociedades mucho menos desarrolladas culturalmente que las actuales, pese a lo cual este lastre se ha arrastrado hasta ahora. ¿Conoce la historia de san Agustín y el niño que pretendía llenar un hoyo que había cavado en la playa con todo el agua del mar? La moraleja es que resulta imposible que un mortal pueda comprender la enormidad del misterio de Dios.

-Bah, palabrerías huecas. Yo nunca he creído en esas patrañas.

-Pues hace mal. Cierto es que su mente es incapaz de aprehender siquiera una mínima parte de la realidad global del universo, pero al menos debería intuirla de alguna manera... muchos lo hacen, por más que sus conclusiones puedan estar equivocadas.

-Lo siento, pero llamó a la puerta equivocada.

-El que se equivoca es usted, y mi presencia aquí es para que sea consciente de ello. Por eso le traje los libros; aunque como ya le he dicho todos los mortales cuentan con ellos, son contados los que alcanzan el privilegio de poderlos consultar, y aun de conocer siquiera su existencia.

-Vaya, si encima tendré que darle las gracias... en cuanto a los libros, por mí puede llevárselos o tirarlos al primer contenedor de recogida de papel, como prefiera.

-¿Le importaría volver a abrir el primer tomo por la última página? -sugirió el visitante, con un tono que L. M. se vio incapacitado de desobedecer.

-Si se empeña; pero eso no va a servir para nada... -se interrumpió al descubrir, desconcertado, que el texto escrito en la última página se había modificado añadiéndosele la descripción de la conversación mantenida en los últimos minutos.

Cerrándolo de golpe, le increpó:

-No está mal el truco, pero me gustaría que me dijera como lo hace. Puede ser divertido utilizarlo para sorprender a los amigos.

-Ahora -continuó impertérrito el extraño, haciendo caso omiso al comentario-, ábralo por la página correspondiente al tres de octubre del año pasado... sí, cuando usted hizo ese trabajo tan lucrativo a costa de la vida de un pobre representante de joyería. Y no se preocupe, no es necesario que busque la fecha en el índice. Basta con que la piense para que el libro se abra justo por ella.

L. M. sintió un escalofrío glacial. Ciertamente recordaba ese episodio, saldado con la vida de su víctima y que, conforme a su modo de operar, había quedado impune al no haber dejado tras de sí la menor pista. Las joyas, fundido el oro y desmontadas las piedras, habían sido vendidas a peristas que no llegaron a conocer ni su origen ni la identidad del vendedor, y el dinero obtenido por ellas estaba guardado a buen recaudo en un paraíso fiscal. Nadie podría haberle relacionado con el asesinato y el robo, por lo que el hecho de que aquel extraño lo supiera era extremadamente preocupante. Bien, había sentenciado su destino y no saldría vivo de allí, se prometió sin recordar las sorprendentes habilidades escapistas del visitante.

Éste, viéndole titubear, le urgió:

-Abra el libro por la fecha que le he dicho.

Así lo hizo, comprobando que el crimen aparecía descrito con todo lujo de detalles. Frenéticamente pensó en otra fecha y el libro maldito se abrió por ella, resaltando con su elegante tipografía otra de sus innumerables tropelías. Y otra, y otra más...

-Como verá -sancionó el engendro que tenía delante- en él está reflejado todo lo que le ha acontecido a usted desde que abandonó el seno materno hasta el momento presente, no sólo lo malo sino también lo bueno, e incluso lo intrascendente; quizá le divierta recordar sus travesuras infantiles o su primer noviazgo... todo está escrito ahí, y como le he dicho antes, se sigue escribiendo de forma automática conforme pasa el tiempo, transcribiéndose la información del segundo libro del que a su vez, como cabe suponer, se va borrando todo aquello que ha dejado de ser futuro para convertirse en pasado. Pero no, no lo abra todavía, antes le tengo que explicar algunas cosas más.

»Ah, no se moleste en intentar asesinarme, tal como está pensando ahora mismo; -añadió en tono ligeramente burlón- le aseguro que para usted soy completamente invulnerable. Pero no se preocupe, que no le iré con el cuento a nadie; allá de donde vengo los secretos de los mortales no son tales, pero no nos interesan lo más mínimo y nada más lejos de nuestra intención que inmiscuirnos en sus asuntos mundanos. Sus cuitas con la justicia humana no son de nuestra incumbencia.

-Resumamos -zanjó L. M. presa de una profunda agitación-. ¿Qué es lo que quieren de mí?

-Ya se lo he dicho, entregarle estos libros dándole antes las explicaciones necesarias para que pueda hacer un buen uso de ellos... si es eso lo que desea, puesto que queda a su albedrío leerlos o no. Es un raro privilegio, o un castigo, interprételo como desee, que muy pocos mortales llegan a alcanzar, tan sólo aquéllos que como usted poseen una excepcionalidad singular y llaman por ello nuestra atención; pero nada más lejos de mi intención, de nuestra intención -se corrigió-, que hacer de esto nada parecido a un juicio en el que se decidiera su salvación o su condenación eternas; nosotros no funcionamos así, aparte de que usted está todavía muy vivo, aunque evidentemente no le voy a decir hasta cuando. Eso es algo que tendrá que comprobarlo por usted mismo.

»Por cierto -continuó-, es preciso que le haga algunas advertencias. En primer lugar, no se deje engañar por el grosor de los lomos; nada tiene que ver con el número real de sus páginas, que incluso podría llegar a ser infinito en el imposible caso de que usted fuera inmortal. Pero créame, es esos pocos centímetros de espesor caben todas las páginas que sean necesarias para narrar su vida, como ocurría con el Libro de Arena imaginado por Borges, con la diferencia de que, tal como ha tenido ocasión de comprobar, aquí sí puede ir directamente a la fecha que desee sólo con pensarlo. Claro está que corre el riesgo, me refiero al libro de su futuro, de pensar una fecha determinada, abrirlo y encontrar la página en blanco, lo que significaría que su fallecimiento habría tenido lugar con anterioridad a ésta.

-¿Y luego? -se atrevió a preguntar con un hilo de voz.

-¿Se refiere a después de su muerte? -fingió no entender-. ¡Oh, le aseguro que puede haber muchos después diferentes, la inmensa mayoría de los cuales no puede ni tan siquiera llegar a imaginar... como puede suponer no estoy autorizado a informarle sobre este tema, mi misión se reduce al intervalo que abarca desde su nacimiento hasta el fin de su existencia mortal. De lo que ocurra después ya se enterará cuando llegue el momento, y su naturaleza dependerá de muchos factores distintos.

-Es un consuelo -ironizó L. M.-. Pero en realidad eso es algo que nunca me ha preocupado, bastante tengo con prevenir el futuro evitando posibles sorpresas desagradables.

-Pues lo tiene en sus manos... literalmente. Y a mí, después de esta agradable conversación -el ente también demostró ser capaz de ejercer la ironía-, tan sólo me queda despedirme. Recuerde lo que le he dicho, esto no es ni un premio ni un castigo, ni tampoco estoy aquí como ejecutor de ningún tipo de justicia divina; considérelo como una evaluación de la que estoy seguro sabrá salir airoso. Hasta siempre... o hasta nunca, y encantado de haberle conocido.

Dicho lo cual, desapareció.

L. M. tardó, cosa insólita en él, varios minutos en reaccionar. Cerrando los ojos suspiró profundamente intentando relajarse, tras lo cual volvió a abrirlos convencido de que había sido víctima de una extraña alucinación y que su extraño visitante tan sólo existió en su imaginación.

Pero cuando su vista tropezó con los dos libros que yacían abandonados encima de la mesa, le entró algo parecido al pánico.

En ese momento apareció de nuevo el ángel.

-Olvidé decirle -fue su saludo- que, si bien es usted libre de consultar o no los libros que le he dejado, está obligado a conservarlos; no se moleste en intentar destruirlos, quemarlos o abandonarlos, porque sería del todo inútil. Y tampoco le servirá de nada enseñárselos a nadie, puesto que tan sólo son tangibles para usted. Dada su naturaleza, comprenderá que sean para uso exclusivo suyo.

Y volvió a desvanecerse, esta vez de forma definitiva.

Ha transcurrido el tiempo. L. M., que ahora procura hacer los menos trabajos posibles y ha empezado a vivir de sus ahorros, sigue conservando -no podía ser de otra manera- los libros malditos, hacia los cuales ha desarrollado un sentimiento mezcla de fascinación y odio. Tras muchas vacilaciones se atrevió a recordar su pasado, llegando incluso a disfrutar con episodios de su vida que creía ya olvidados.

Con el porvenir es muy diferente. Por el momento tan sólo ha sido capaz de consultar adelantos muy breves en el tiempo, de tan sólo unos minutos, horas o, como mucho, algún día de duración, sin encontrar en ellos nada relevante pero constatando que lo escrito en el libro del porvenir se cumplía con total exactitud antes de desvanecerse para añadirse en el del pasado.

La tentación de avanzar más es muy fuerte y le asalta con frecuencia, pero el temor a descubrir algo desagradable, incluso su propia muerte, le ha refrenado hasta ahora. Quizás más adelante se atreva, quizás no...

Por mucho que lo negase el diablo, porque para él su visitante tenía mucho más de ello que de ángel dada la incertidumbre en la que le dejó sumido, los malditos libros, lejos de haberle supuesto una ayuda como cínicamente le insinuara, se han convertido en una atroz tortura que le hacen identificarse con personajes mitológicos como Sísifo o Tántalo, una tortura que no tendrá fin hasta que el segundo libro se agote. ¿Cuándo tendrá lugar eso? Nada sería más fácil que buscarlo directamente en el propio libro, pero conocer el momento exacto de su muerte tan sólo añadiría un motivo más de angustia más que no por ello se adelantaría el final.

Puede que el visitante tuviera razón y no se trate de un castigo lo que le aflige, sino tan sólo de una prueba, pero aun siendo así no por ello resultaría menos cruel. Y después... él que siempre se había jactado de esquivar a la justicia humana, él que se burlaba de una para él inexistente justicia divina, se ve ahora apresado en las garras de unos extraños seres, ni dioses ni diablos pero sí diabólicos, para quienes los humanos no parecen ser sino unos simples cobayas con los cuales poder divertirse ensayando con ellos sus inextricables experimentos.

Y después... por vez primera en su vida, L. M. ha comenzado a lamentarse con amargura de no poder ser creyente.


Publicado el 14-9-2018