El hombre que hacía desaparecer



Descubrió que poseía el Poder, por pura casualidad, un día en que caminando por la calle se cruzó en su camino un cafre atronando en una moto. De forma instintiva deseó que tal animal se desvaneciera... Cosa que hizo inmediatamente sin dejar el menor rastro ni de él ni de la maldita moto.

Atónito miró a uno y otro lado para cerciorarse de la realidad de la desaparición, la cual chocaba frontalmente con las más elementales normas de la lógica. ¿Cómo iba a esfumarse alguien delante de sus mismas narices? No, no podía ser, y los cuarenta insoportables grados que marcaba un termómetro cercano tuvieron la virtud de convencerle de que, de una u otra manera, el calor asfixiante de esa tórrida tarde de julio le había jugado una mala pasada. Así pues, encogiéndose de hombros, enfiló la desierta calle en busca del refugio de su casa lamentándose de que tal poder no pudiera ser una realidad.

Un mes más tarde, cuando había olvidado ya el incidente, tuvo ocasión de descubrir que pese a todo no se había tratado de ninguna alucinación. Fue en una calle desierta, a las tres de la madrugada, cuando de forma repentina se vio aplastado brutalmente contra la pared al tiempo que sentía la presión fría de una navaja sobre su cuello. Deseó sin pensarlo siquiera que el atracador desapareciera... Y éste desapareció como por ensalmo antes de haber podido siquiera abrir la boca para plantearle sus más que previsibles reivindicaciones monetarias.

Era ciertamente para mosquearse, y de hecho se mosqueó bastante. Una vez valía, pero dos... Algo raro estaba pasando y tenía que averiguar lo que era, ¿pero cómo?

El azar vendría de nuevo en su ayuda cuando, algún tiempo después, fue testigo accidental de un tirón en plena vía pública. Recordaba todo tal como si se tratara de una película: Una señora de mediana edad gritando desde el suelo, un individuo joven con mala pinta corriendo con un bolso en la mano, varios transeúntes contemplando con sorpresa la escena... Y él en la acera opuesta sin la menor posibilidad de intervenir, viendo cómo el ladrón se escabullía como alma que lleva el diablo.

En esta ocasión se trató por vez primera de un acto deliberado; y al igual que sucediera en las dos anteriores, el blanco de su ira se fundió instantáneamente en la nada apenas hubo deseado que ocurriera.

Bien, él hubiera esperado que al desaparecer el ratero el bolso cayera al suelo; él lo recogería y se lo devolvería galantemente a la señora, la cual como era de esperar se lo habría de agradecer efusivamente... Creándole el nada baladí problema de tener que explicar el origen de sus insólitos poderes.

Con el corazón en un puño, siendo repentinamente consciente de que había cometido un grave error, miró acongojado hacia el lugar en el que esperaba encontrar el abandonado bolso; al fin y al cabo, pensó frenéticamente, podía hacerse el tonto de forma que nadie pudiera relacionarlo con la desaparición del delincuente.

Dicho y hecho; lo malo era que el bolso tampoco estaba allí. ¿Había desaparecido con el ratero? No, puesto que cuando miró hacia el otro lado, se encontró con que la víctima del atraco caminaba tranquilamente por la acera como si nada hubiera ocurrido... Y con el bolso colgado del hombro entre la indiferencia general de los mismos peatones que poco antes siguieran con interés el desarrollo de los acontecimientos.

¿Qué acontecimientos? Esto acabó de desconcertarlo. Que el ladrón se esfumara empezaba a considerarlo normal, pero que las consecuencias de su acción desaparecieran también ya no lo era tanto. Parecía, se dijo, como si el tiempo hubiera retrocedido unos segundos justo hasta el momento en que el ratero arrebató el bolso a la señora, hasta antes incluso dado que ni siquiera había llegado a aparecer en la calle.

Tentado estuvo de abordar a la señora y preguntarle por el robo, pero afortunadamente se contuvo a tiempo. ¿Quién le iba a creer? Amén de que en el caso improbable de que le creyeran, sería todavía peor. Así pues, hizo mutis por el foro marchándose discretamente de allí.

Puesto que siempre había presumido de poseer una mente analítica, intentó estudiar la situación desde un punto de vista racional. Ignoraba por completo las razones por las que era capaz de hacer desaparecer a la gente, pero lo cierto era que lo hacía. Ahora bien, ¿cuáles podían ser las consecuencias de ello?

Sabía que no sólo anulaba a la persona sino que asimismo suprimía las consecuencias directas de la acción que ésta estaba realizando, pero esto no acababa con las incógnitas. Por ejemplo: ¿qué pasaba con el volatilizado? ¿Aparecía en otro lugar preguntándose qué hacía él allí? Eso le parecía lo más probable pero tan sólo existía una manera de saberlo y no se atrevía a llevarla a cabo; porque no era lo mismo mandar a hacer gárgaras a un desconocido que además era un chorizo, que hacerlo con alguien de su entorno al que poder preguntarle después dónde había estado.

No, desde luego no era lo más indicado, pero una vez más la fuerza de los hechos le arrastró inexorablemente hacia lo que al parecer era su destino. Su jefe inmediato, como suele ocurrir con tantos jefes, era un auténtico cretino; o al menos, eso le parecía a él. Ambos se detestaban sin molestarse siquiera en disimularlo, y ambos estaban condenados a soportarse mutuamente por mucho que les pesara.

Ese día su jefe estaba francamente insoportable y acabaron, como tantas veces, discutiendo. En lo más acalorado de la pelea se le escapó algo así como: “¡Ojalá no te hubiera conocido nunca!”... Y eso fue precisamente lo que ocurrió. A pesar de contar ya con experiencia en el tema continuaba sin acostumbrarse del todo a esas desapariciones repentinas, máxime si afectaban, como ocurría en este caso, a alguien que conocía por mucho que le aborreciera; pero lo peor estaba aún por llegar.

Su jefe, o por hablar con mayor propiedad, su ex-jefe, había efectivamente desaparecido, pero lo más sorprendente del caso fue descubrir que de cara a los demás era como si nunca hubiera existido... Porque la oficina seguía exactamente igual sin que nadie echara de menos a su víctima.

¿Igual? No, esto no era exacto, ya que descubrió la presencia de alguien para él desconocido pero que era evidente que actuaba como si se tratara del nuevo responsable del departamento, con la aquiescencia general de todos sus subordinados. Y estaba también Rodríguez, el auxiliar que se había marchado de allí hacía dos años porque era incapaz de aguantar al desaparecido; lo cual era una lástima, puesto que también echó de menos a la rubia minifaldera que le había sustituido.

Y no acababan aquí las sorpresas. Según pudo indagar sonsacando a sus compañeros, los cuales debieron pensar que se había vuelto repentinamente loco, supo que el nuevo y para él desconocido jefe llevaba allí cerca de cinco años, justo el tiempo que había pasado desde que el otro -el antiguo- llegara al negociado. Resultó que no sólo este último era alguien completamente desconocido para todos, sino que además la persona que según todos los indicios le había sustituido se había incorporado tras aprobar la oposición convocada a raíz de la jubilación del señor Carrascosa, anterior propietario de la plaza.

Era de locos, pero una consulta al Boletín Oficial del Estado acabó de confirmarle la realidad de esa absurda situación. Una persona había sido cambiada por otra incluso en los asépticos documentos oficiales... Era realmente para volverse loco; pero tenía que seguir adelante. La prudencia le recomendó no seguir indagando abiertamente, pero recurrió a métodos más discretos para recabar la información que necesitaba. La rubia seguía destinada en el departamento al que perteneciera antes de venir a ocupar la plaza de Rodríguez, y en todo lo demás nada parecía haber cambiado excepto en que una persona se había esfumado arrastrando con ella todos los cambios en los que de una u otra manera había influido.

Aparentemente se trataba de una simple alteración de su esfera laboral, única en la que había entrado en conflicto con su desaparecido rival, pero él prefirió ir todavía más lejos. Aprovechando que un amigo suyo trabajaba en el registro civil le pidió con una excusa que consultara los datos de su antiguo jefe, lo que éste hizo con unos resultados aparentemente absurdos: Esta persona jamás había existido legalmente. Puesto que conocía el nombre de su mujer recurrió asimismo a su amigo para saber qué había sido de ella: Existía, para alivio suyo, y se encontraba casada con otra persona para él desconocida con la que había tenido dos niños. Por fortuna, se dijo con remordimiento, el extinto matrimonio carecía de hijos.

Tardaría bastante tiempo en asimilar la realidad en toda su crudeza. Al parecer el Poder no sólo se limitaba a hacer desaparecer físicamente a todo aquél que eligiera, sino que iba mucho más allá al ser capaz de alterar la realidad misma todo lo necesario como para eliminar cualquier posible rastro dejado por esa persona a lo largo de toda su vida, sustituyéndola por otra realidad alternativa sin que nadie excepto él se diera aparentemente cuenta del cambio. El equilibrio era perfecto y la realidad alterada se mostraba tan sólida y viable como había sido la original; solo que una persona había sido borrada por completo del mapa.

Asustado por su descubrimiento intentó deshacer el entuerto devolviendo a su víctima la perdida corporeidad, pero todo resultó inútil a pesar de sus reiterados esfuerzos. Por desgracia, los efectos del Poder demostraron ser irreversibles, lo que lo convertía en algo francamente peligroso al ser imposible ponderar previamente el alcance de una alteración cualquiera de la realidad. Al fin y al cabo una persona estaba interactuando constantemente con otras muchas a lo largo de toda su vida, por lo que eran de todo punto imprevisibles las consecuencias de su desaparición desde el mismo instante de su nacimiento.

A pesar de todos sus temores, la curiosidad habría de acabar imponiéndose a la prudencia aunque, eso sí, no sin que adoptara las debidas precauciones. ¿Por qué no, se preguntaba, intentarlo de nuevo con alguien ya fallecido? El riesgo seguía siendo elevado, se dijo, pero en todo caso siempre resultaría inferior si seleccionaba adecuadamente a la persona en cuestión al ser relativamente fácil -sólo relativamente- ponderar las posibles consecuencias de su acto.

Creyó haber encontrado el candidato ideal al recordar a un primo suyo fallecido a los tres años de edad después de un penosa enfermedad, hacía de ello más de treinta años. Poco había que perder haciéndole desaparecer en el mismo momento de su concepción, ya que el pobre nada había podido hacer en su corta vida. Incluso las posibles consecuencias podrían llegar a ser beneficiosas, dado que su prematura muerte había marcado profundamente la vida de sus tíos hundiéndolos en una postración de la que habían tardado muchos años en salir. Bien, no podía resucitar a su primo, pero sí podría hacer que nunca hubiera existido.

Y fracasó por completo, como tuvo ocasión de comprobar visitando a su tía, viuda desde hacía algún tiempo. La fotografía del pequeño fallecido, ya amarillenta por la acción del tiempo, seguía colgada en su marco igual que siempre en el salón de la casa de sus padres. No necesitó, pues, hacer ninguna pregunta a su tía, sorprendida a la par que halagada por una visita que no era en modo alguno frecuente.

Ya sabía que no podía actuar sobre muertos sino tan sólo sobre personas vivas, lo cual era ciertamente una lástima; pero también resultaba ser una tranquilidad, ya que la tentación de hacer desaparecer a monstruos tales como Hitler o Stalin hubiera sido demasiado fuerte sin pararse a pensar siquiera en las consecuencias no necesariamente positivas que tal arrebato habría provocado, en especial para todos aquéllos que se hubieran disuelto instantáneamente en la nada.

Pero si nada podía hacer ya contra los dictadores difuntos, no ocurría lo mismo con todos los cuales, para desgracia de sus respectivos súbditos, seguían estando vivitos y coleando. El planeta, como siempre había ocurrido, estaba desgarrado por conflictos absurdos que hacían sufrir a demasiada gente, conflictos que en muchas ocasiones habían sido provocados por alguien con nombre y apellidos. Ciertamente sería una labor humanitaria hacer desaparecer para siempre a alguna de estas alimañas, razón por la que no se lo pensó dos veces convencido como estaba de hacer un inmenso bien a la humanidad.

Claro está que ignoraba si el Poder era capaz de actuar a una distancia de varios miles de kilómetros, pero eso no era importante. Eligió, pues, al dictador de un país asiático el cual, además de oprimir a su pueblo, había provocado un par de guerras, una de ellas especialmente sangrienta, con sus vecinos e incluso con buena parte de la humanidad; deseó intensamente que desapareciera y abrió el periódico sabedor de que precisamente ese día venía una noticia acerca de la última trastada del dictador de turno.

La noticia estaba cambiada, señal inequívoca de que había tenido éxito; pero las circunstancias no habían cambiado demasiado con relación a las existentes antes de su drástica intervención. El país seguía siendo una dictadura exactamente igual con otro hombre fuerte desconocido para él, y si bien no parecía haber sanciones de la ONU, tampoco se podía decir que sus habitantes hubieran visto mejorada su vida de forma significativa.

Presa de una gran excitación se dirigió a la enciclopedia para consultar los tomos correspondientes a los últimos años; sí, era el mismo dictador que figuraba en el periódico y la historia de su país, si bien era diferente de la que él recordaba, tampoco era para lanzar precisamente las campanas al vuelo: La primera guerra había tenido lugar de forma similar y en idéntica fecha con el país vecino, y había acabado también de la misma manera. La segunda, ciertamente, no había llegado a ocurrir aunque le había andado muy cerca habiendo sido evitada en el último momento tan sólo gracias a las presiones de las grandes potencias. Aunque el dictador se mantenía en el poder -ésta era precisamente la noticia del periódico-, todo parecía indicar que corría un grave riesgo de ser derrocado... Por otro igual a él.

Profundamente decepcionado intentó olvidarse del Poder convencido de que la humanidad no tenía arreglo posible. Así se mantuvo durante varios meses, pero el bombardeo cotidiano de noticias acerca de la masacre que desde hacía varios años desgarraba el corazón de la propia Europa, le movió a intervenir de nuevo a pesar de que seguía albergando serios temores acerca de la posible utilidad de su acción.

Intentó ser justo. Consciente de que en la envenenada tragedia del torturado país resultaba inútil a esas alturas distinguir ya entre los buenos y los malos, centró su atención en el que parecía ser el más dañino entre todos los nuevos caudillos. Deseó su desaparición y, al igual que hiciera en anteriores ocasiones, se aprestó a apreciar los resultados.

De forma similar a como ocurriera con el dictador asiático, éstos fueron decepcionantes. Estaba claro que el cáncer que corroía a esa desdichada nación era mucho más profundo que el que pudiera erradicarse eliminando físicamente a uno de los más significados protagonistas, razón por la que decidió perseverar en su empeño.

La segunda intervención rindió resultados algo más alentadores, pero distó mucho de acabar con la carnicería. Luego hubo una tercera, una cuarta, una quinta... Sin que la guerra se detuviera en ningún momento. Cambiaban los actores, pero el escenario seguía siendo el mismo.

Profundamente despechado, tuvo un acceso de cólera que habría de acarrearle consecuencias trascendentales: Si no podía acabar con la guerra suprimiendo a los principales culpables, lo haría borrando del mapa a absolutamente todos los implicados en ella. Nunca se le hubiera ocurrido en otras circunstancias desear la extinción de todo un pueblo completo, pero él era en el fondo tan sólo un simple ser humano que se había visto desbordado por el destino.

Lo hizo, pues, coronándolo con el éxito al que ya estaba acostumbrado, provocando que todo un pueblo desapareciera de la historia como si nunca hubiera existido. Este hecho era algo que hubiera sido capaz de trastornar a cualquiera, pero él había traspasado ya el umbral de la cordura.

A cualquier historiador le hubiera fascinado poder comparar las dos realidades distintas, la de antes y la de después de su intervención, pero lamentablemente nadie en el mundo a excepción de él era capaz de percibir más que una... Y aun limitándose él mismo a sus propios recuerdos, puesto que de nada le servía recurrir al auxilio de libros y documentos al haberse modificado también éstos para adaptarse a la nueva realidad, la única que era ahora la verdadera para el mundo.

Ahora sí habían sido extremadamente profundas las modificaciones... Demasiado profundas, ya que habían afectado de forma drástica a varios siglos de historia europea. Esto le sirvió para constatar otra de las peculiaridades del Poder: Si bien no podía actuar directamente sobre personas fallecidas como bien había comprobado, sí podía hacerlo de forma indirecta haciendo desaparecer a sus descendientes, siempre y cuando esta desaparición implicara forzosamente la de las generaciones anteriores.

Éste era precisamente el caso: Para eliminar a una persona bastaba con que sus padres no se hubieran conocido o, de forma mucho más sutil, era suficiente con impedir que un espermatozoide determinado acabara llegando el primero al óvulo. Pero borrar a toda una generación (en realidad a varias) del mapa no se podía hacer de la misma manera, por lo que el Poder obró de la única manera lógica en estas circunstancias: remontándose en el tiempo hasta el momento en que las tribus nómadas que habían dado origen mucho tiempo atrás al pueblo condenado vagaban errantes por las estepas centroeuropeas. Esta alteración tan radical había arrastrado consigo multitud de cambios no menos importantes no sólo en el solar patrio de los desaparecidos, sino también en una gran parte de Europa. El horror vacui del que ya había hecho gala el Poder se mostraba así en toda su magnitud forzando la aparición de toda una historia de Europa paralela -que ahora era ya la Historia- como único modo de restañar los profundos desgarrones provocados en la trama del devenir histórico de la humanidad.

Ahora ese país estaba ocupado por un nuevo pueblo -en realidad la geografía política de toda la región estaba drásticamente cambiada- el cual no era ni demasiado mejor ni demasiado peor que el extinto. Las guerras habían sido otras, al igual que los períodos de paz, pero no había conseguido que cambiaran significativamente las cosas. El hombre era hombre, y al parecer lo seguiría siendo independientemente de cuáles pudieran ser sus circunstancias.

La cruel constatación de que nada de cuanto hiciera podría suponer una mejora significativa para la humanidad, acabó por romper definitivamente la frágil barrera que le separaba de la locura más absoluta. Si la humanidad en su conjunto, o cuanto menos amplios sectores de la misma, no merecía existir, bueno sería que no existiera.

El paso estaba dado. Él no era Dios, pero actuaba como si lo fuera... Como si fuese un dios con mayores poderes incluso que los suyos, puesto que él era el amo y señor de los destinos de toda la humanidad. Pero era también un dios sin fieles, puesto que nadie jamás podría llegar a vislumbrar siquiera su Poder.

No importaba. Él solo se bastaría para administrar justicia -su particular justicia- a la totalidad de sus congéneres. Fríamente, obrando como alguien que estaba por encima de todo bien y todo mal, como alguien para quien las personas no eran sino anónimas piezas de su macabro ajedrez personal.

A partir de entonces ya no se molestaría siquiera en justificar sus actuaciones, convencido como estaba de poseer la verdad absoluta. Y su Poder se convirtió en un juego, en un simple juego. Frívolamente, sin la menor reflexión, comenzó a hacer y deshacer a su antojo borrando culturas enteras y forzando a la historia a reescribir capítulos enteros de su discurrir milenario.

Cada vez que actuaba el mundo recobraba su equilibrio... Un equilibrio diferente del anterior, pero no por ello menos tangible y real.

No pasaría mucho tiempo antes de que toda la humanidad fuera completamente distinta con respecto a la que conociera antes del descubrimiento del Poder. Tan sólo él se mantenía incólume protegido por su propio Poder, el cual era capaz de hacer cualquier cambio por drástico que fuera a excepción de aquéllos que hubieran de afectarle directamente a él... Aunque no a su entorno, como pudo comprobar tras ver desaparecer para siempre a familiares y amigos.

Finalmente, en la cúspide ya de su paranoia y hastiado por completo del Poder -un Poder del que sólo él era consciente- decidió acabar definitivamente con su juguete suprimiendo a toda la humanidad y suprimiéndose a sí mismo.

Lo primero lo consiguió con toda facilidad, pero lo segundo no. El Poder, describiendo una imposible cabriola, tuvo que inventarse una guerra nuclear que nunca había llegado a existir en las anteriores y efímeras realidades, una catástrofe planetaria que había arrasado la totalidad de la vida del planeta a excepción de un único refugio antiatómico en el que ahora se encontraba él... No podía ser de otro modo puesto que el Poder tenía vedado hacerle el menor daño. Así pues, a pesar de que en condiciones normales hubiera resultado incongruente su presencia en un lugar de esas características, de pronto se encontró siendo un superviviente del cataclismo que había acabado con toda la humanidad.

Con toda; aquí el Poder había obrado con una efectividad absoluta. Estaba completamente solo, puesto que el Poder había hecho fallecer de una u otra manera a todos sus compañeros de aventura dejándole como único superviviente en un refugio subterráneo diseñado para una población mucho más numerosa y capaz por ello de mantenerlo con vida durante muchos más años de los que su organismo pudiera resistir.

Esto le desesperó. Tarde había descubierto el peligro de su juego, pero aún le quedaba una solución. El Poder no le podía infligir ningún daño, pero él sí podría hacérselo a sí mismo. Abrumado por su nueva y ya del todo punto irreversible situación, optó por la única salida posible: El suicidio.

¿De qué le servía ser un dios si no tenía nadie que le adorara? Se dijo al tiempo que un disparo a bocajarro ponía fin a su atribulada vida.


Publicado en 2004 en el número 3 de Parnaso
Actualizado el 4-6-2011