Historia de después



Cualquiera que lee un periódico suele saltarse las partes del mismo que no suscitan su interés, y cabe suponer que la sección de necrológicas no deba de ser una de las favoritas de la mayor parte de la gente.

Sin embargo, en aquella ocasión no pude evitar fijar mi atención en una esquela redactada a nombre de Juan Ordóñez de Córdoba. La razón no era para menos: Juan Ordóñez de Córdoba era precisamente yo.

Era una situación absurda, por supuesto; sin duda debía haber leído mal y se trataba de un nombre parecido al mío... Pero era el mío, como pude comprobar al releerla con más detenimiento. Comencé a ponerme nervioso, lo reconozco. Descartada la hipótesis de un error tan sólo quedaba la posibilidad de una coincidencia de nombres, algo sumamente improbable pero, a pesar de todo, posible.

Esta esperanza duró justo lo que tardé en leer el resto de la nota necrológica. Con un escalofrío recorriéndome la espina dorsal, comprobé que la apenada esposa era realmente mi esposa, y que mis hijos, hermanos, hermanos políticos y demás familia rogaban una oración por mi alma.

Cada vez más desconcertado, y también más incómodo, por tan insólita situación, me dirigí con nerviosismo hacia el vestíbulo del hotel, donde pude consultar otros diarios nacionales... Encontrándome en esta ocasión con dos esquelas contiguas, una firmada por mi familia (que era esencialmente igual a la primera) y la otra por mi propia empresa.

Quedaba así suficientemente descartado todo aquello que no fuera un macabro error o una broma de pésimo gusto, pero aun esta descabellada hipótesis quedó literalmente pulverizada por el breve comentario aparecido en la sección de sucesos de otro de los periódicos consultados. Según esta información, el conocido industrial don Juan Ordóñez de Córdoba había fallecido el día anterior víctima de un accidente de tráfico en las proximidades de la localidad alcarreña de Torija cuando regresaba a su domicilio después de un viaje de negocios a Barcelona.

Esta crónica contribuyó aún más a que el desconcierto surgiera imparable entre la caleidoscópica combinación de encontradas sensaciones que bullían ahora en el interior de mi cerebro. Efectivamente, de acuerdo con mis planes yo debería haber salido de vuelta la víspera, pero unos detalles de última hora motivaron un retraso de uno o dos días en mi retorno a casa. De hecho, tenía previsto coger el coche después del desayuno. El coche... En mi agitada carrera casi derribé a un camarero convertido involuntariamente, y por culpa mía, en un forzado equilibrista; pero una vez concluido el interminable trayecto hacia el estacionamiento subterráneo del hotel, pude comprobar con pasmo cómo mi vehículo había desaparecido del lugar que ocupara la víspera. Y no sólo el coche; me bastó con palparme el bolsillo del pantalón para saber que también había perdido el llavero y la cartera con toda la documentación. Conservaba, eso sí, el monedero; pero un puñado de euros en el bolsillo apenas representaban un flaco consuelo en estas circunstancias.

No resulta nada agradable comprobar cómo en un momento se vienen abajo todos tus esquemas mentales, incluidos los más sólidos; y de hecho, no sé que hubiera ocurrido de no ser por la pregunta que me hizo el encargado del garaje, una pregunta que tuvo la virtud de devolverme por un momento a la realidad olvidándome de tan extrañas paradojas.

-¿Desea usted algo, señor Ordóñez? -fue su saludo.

Al tiempo que le contestaba negativamente de una manera mecánica sin parar mientes en que era él quien debía darme cuenta de mi desaparecido coche, subí hasta mi habitación convencido de que yo era en realidad quien debía ser.

-Bastará con una llamada telefónica para que se deshaga el equívoco. -pensé. Y llamé a casa.

-¿Diga? -era la voz de Rosa, nuestra criada.

-¿Cómo dice? ¡Por favor, señor! -exclamó con voz indignada- Si se trata de una broma, es de pésimo gusto. -respondió al tratar de identificarme.

Y colgó.

Esto era algo con lo que evidentemente yo no había contado. Por fortuna fui capaz de reaccionar con rapidez y, apenas dos horas más tarde, tomaba un tren con destino a mi domicilio. No, no me había molestado en indagar lo ocurrido con mi coche y mi documentación; suponía que debían haber sido robados, pero en ese momento lo único que me preocupaba era la extraña actitud de mi familia, por lo que me apresuré a volver a casa lo antes posible.

A pesar de todas mis desdichas aún podía considerarme afortunado estando como estaba privado de mis tarjetas de crédito y de la mayor parte del dinero con el que hasta el día anterior había contado. La cuenta del hotel había sido cargada al presupuesto de viajes de mi empresa y en el monedero, lo único que había conservado aparte de la ropa que llevaba puesta (mi equipaje también había desaparecido), tenía el dinero justo para pagar un billete de autobús. Mi impaciencia me había impelido a tomar el AVE, mucho más rápido, pero mis magras reservas monetarias no llegaban para tanto. Así pues, me armé de paciencia durante las largas horas que duró el viaje mientras mi cerebro no hacía sino especular con las más peregrinas hipótesis.

Era evidente que sólo podía haber ocurrido una cosa: Alguien había entrado en la habitación del hotel y me había robado la cartera y las llaves del coche junto con todo el equipaje, dejándome literalmente con lo puesto. Lo irónico del caso era que yo acostumbraba a llevar siempre encima tanto las llaves como la cartera, pero por la razón que fuese debía de haberlas dejado olvidadas encima de algún sitio. El ladrón había robado también el coche aprovechando un descuido del vigilante, lo que explicaba que éste no hubiera mostrado ninguna extrañeza al verme, y acto seguido había salido a la carretera sufriendo un accidente mortal a varios centenares de kilómetros de allí. Si el cadáver hubiera quedado lo suficientemente desfigurado como para ser irreconocible (quizá el coche sufrió un incendio, aunque los periódicos no daban ningún detalle al respecto), y teniendo en cuenta que tanto el coche como la documentación o el equipaje eran evidentemente míos, cabía la posibilidad de que el dichoso ladrón hubiera sido confundido conmigo y enterrado bajo mi nombre por error.

Bien, la cosa no dejaba de tener su gracia aunque el mal rato que le habían hecho pasar a mi familia no nos lo quitaba ya nadie. Llegué finalmente a mi destino y, al apearme del tren en la estación, lo primero que vi en el quiosco de prensa fue un ejemplar del periódico local en cuya portada campeaba con grandes titulares la noticia de mi accidente. Medio divertido -estaba completamente convencido de que se trataba de un macabro error- medio preocupado, compré el periódico buscando ávidamente la noticia.

Yo era un industrial bastante conocido, la ciudad no era demasiado grande y el periódico acostumbraba a resaltar, quizá más de lo estrictamente necesario, cualquier tipo de sucesos... Por lo tanto, no era de extrañar que, al contrario de lo que sucediera con los diarios nacionales, aquí sí viniera descrito el accidente con todo lujo de detalles; en realidad, con demasiados para mi gusto.

Bien, al menos ahora ya sabía con exactitud qué era lo que había ocurrido; al efectuar un adelantamiento en una curva mi coche -me costaba trabajo pensar en primera persona- había perdido el control saltándose la mediana e invadiendo la otra calzada de la autovía. El choque frontal con un camión que venía en sentido contrario había sido mortal de necesidad; mi coche quedó destrozado y yo -qué extraño me resultaba leer eso- había fallecido prácticamente en el acto víctima de las heridas sufridas.

El periódico no publicaba fotografías de mi cadáver, pero nada decía de que hubiera habido algún problema para identificarlo; y por supuesto, la tesis del incendio quedaba completamente descartada puesto que sí había una fotografía del coche -mi coche, de eso no cabía la menor duda- y éste, aunque convertido en un amasijo de chatarra, no mostraba el menor indicio de que hubiera ardido.

Sin embargo, no fue este detalle el que me llamó la atención, sino otro bien distinto; al final del reportaje se decía que el cadáver sería incinerado a las... ¡Maldita sea! En esos precisos momentos me debían estar quemando. ¿Por qué se me habría ocurrido mostrarme favorable a la incineración en lugar de permitir que cuando muriera se me enterrase como a casi todo el mundo?

Bien, eso ya no tenía remedio. El cementerio estaba justo al otro extremo de la ciudad, yo no tenía ni coche ni dinero suficiente para un taxi... Así pues, tuve que perder miserablemente el tiempo yendo en autobús.

Cuando finalmente llegué al cementerio, una pequeña columna de humo que se alzaba por encima del crematorio pareció burlarse de mí. ¿Cómo iba a demostrar ahora que estaba vivo? -me preguntaba estúpidamente en mi azoramiento- Recapacitando, conseguí convencerme de que a pesar de haber llegado tarde, nada estaba perdido; quedaba la incógnita de conocer la verdadera identidad del ladrón, pero éste no era un problema mío, sino de la policía. Evidentemente hubiera sido mejor haber llegado antes de que fuera incinerado el cuerpo, pero...

Iba ya a entrar en el recinto, cuando de alguna parte de mi mente afloró una recomendación de cautela. Si me presentaba de repente delante de todos mis familiares, la escena que se podría montar sería de película; imagínense, por ejemplo, cuál podría ser la reacción de mi mujer al darse de bruces conmigo justo después de haber asistido a mi funeral...

Así pues, me escabullí a la cafetería viendo desde un rincón cómo los asistentes al sepelio pasaban por delante de mí sin apercibirse de que tan sólo un cristal me separaba de ellos. Mi intención era abordar a algún rezagado, preferiblemente amigo antes que familiar o simple conocido; aunque la elección, evidentemente, no iba a depender de mí sino tan sólo del azar.

Tuve suerte; detrás del grupo principal, detrás incluso de los corrillos postreros, caminaba en solitario mi amigo Fernando, ensimismado al parecer en sus propios pensamientos. Dejé que rebasara la puerta de la cafetería (afortunadamente caminaba despacio y se iba quedando cada vez más separado) y sigilosamente salí al exterior abordándolo por detrás.

-Fernando... -musité en voz baja procurando instintivamente ser lo más discreto posible.

Él se volvió lentamente, diríase que con pesar; era evidente que me apreciaba, pues se le veía compungido. Yo esperaba que la expresión de su cara se transfigurara al reconocerme, razón por la cual había preparado mi mejor sonrisa; esperaba, incluso, cualquier reacción posible entre la incredulidad y el asombro.

Pero nada de esto ocurrió para sorpresa mía. Fernando me miró fijamente al tiempo que, luchando todavía con las brumas de su cerebro, me preguntaba cortésmente qué era lo que deseaba.

-¡Fernando, soy yo! -exclamé excitado al tiempo que le agarraba del brazo- ¡Soy yo! ¡Estoy vivo!

-Que es usted resulta evidente aunque no nos hayan presentado, y que está vivo también. -respondió con frialdad- Y ahora, si me disculpa, le agradecería que me permitiera irme; acaban de incinerar a mi mejor amigo y no estoy para bromas.

-¡Pero Fernando! -supliqué trotando tras él- Soy Juan; ¿es que no me reconoces? Yo no era el muerto, el cadáver que acabáis de incinerar es el de un ladrón que me robó el coche y la documentación en el hotel de Barcelona. Habéis cometido un error; ¡estoy vivo!

-Mire, amigo; -su voz era cortante como un cuchillo- Ignoro quién puede ser usted, y me da exactamente igual que esté loco o sea simplemente un bromista con muy mal gusto; he visto personalmente el cadáver de mi amigo, lo ha visto toda su familia, y le puedo asegurar que era él. Además, ¿cree acaso que el juez hubiera autorizado la incineración de existir la más mínima duda sobre la identidad del cadáver?

-Pero yo... -balbuceé confuso- ¿Es que no me conoces?

-Lamento decirle, caballero, que yo no le he visto a usted en mi vida. -más que hablar, escupía las palabras- Y ahora, le agradecería que me dejara en paz a no ser que prefiera que llame al servicio de seguridad del cementerio.

Atónito por completo contemplé cómo se marchaba mientras yo permanecía clavado en el suelo. La situación era tan absurda que me había quedado sin saber cómo reaccionar. ¿Qué hacía yo ahora?

Cuando finalmente logré salir del estupor la comitiva había desaparecido ya tras la esquina del edificio. Probablemente todavía estarían en el aparcamiento, por lo que si me daba prisa y atajaba por la cafetería (ésta tenía dos puertas, cada una a un lado del edificio) quizá pudiera alcanzarlos.

¿Pero merecía la pena? Después del chasco con Fernando sería mejor hacer las cosas con prudencia. ¡Un momento! Mi amigo había dicho que no me reconocía. ¿Tan transfigurado estaba?

Obedeciendo a un repentino impulso entré en los servicios y me miré en un espejo. Evidentemente era yo; ¿cómo podría haber sido de otra forma? Entonces, ¿por qué Fernando había negado conocerme? ¿Qué me estaba pasando?

Y por encima de todo, ¿qué hacía yo ahora? Volver a la ciudad, por supuesto, pero una vez allí... Un gruñido de mi estómago me avisó que éste había decidido por sí mismo. Caí entonces en la cuenta de que desde hacía bastantes horas no había probado bocado, aunque con la excitación de los momentos previos no había caído en ello hasta ese momento.

Una rápida inspección de mi monedero me llevó a la desoladora conclusión de que mis disponibilidades pecuniarias no iban más allá de permitirme comprar un bocadillo en un bar sin demasiadas pretensiones; yo, que era uno de los más importantes empresarios de la ciudad, me veía reducido casi a la condición de un indigente.

Bien, se trataba de una situación excepcional que quedaría resuelta en un breve lapso de tiempo, pero de momento tenía que marcharme de allí, ya que en ese lugar no se me había perdido nada; aunque tendría que volver andando, ya que ni dinero para el autobús me quedaba.

Una hora después, tras haber engañado a mi estómago con un bocadillo de calamares rancios y una caña de cerveza, entraba por la puerta de la comisaría. Tras reflexionar durante la caminata había llegado a la conclusión de que ésta era la mejor manera de enderezar el entuerto, ya que presentarme en casa podría crear problemas. Al fin y al cabo, en la comisaría podrían identificarme aunque careciera de cualquier tipo de documentación.

Sin embargo, las cosas no resultaron ser tan fáciles como yo había creído. Para empezar el policía que me atendió rechazó completamente de plano mi petición de entrevistarme con el comisario, alegando que éste estaba demasiado ocupado. Así pues, y a pesar de la displicencia con que fui tratado, no me quedó más remedio que exponerle mis cuitas.

Naturalmente, no me creyó. Sin embargo, y ante mi gran insistencia, acabó aceptando malhumoradamente mi solicitud de que fuera comprobada mi identidad en la base de datos del documento nacional de identidad. Cinco minutos después -¡bendita sea la informática!- le traían una ficha con mis datos personales... O al menos eso creí.

-¿Y bien? -graznó con acritud- ¿Me va a explicar usted ahora a qué se debe esta broma?

Yo no comprendía absolutamente nada. Le pedí que me mostrara la ficha y, como era de esperar, allí estaba mi fotografía junto con el resto de mis datos personales por más que el cretino del policía se empeñara en negarlo. Poco después, y alarmado por las voces cada vez más fuertes que proferíamos ambos, asomó por la puerta la cabeza de un segundo policía.

-¿Qué ocurre? -preguntó a su compañero- ¿Necesitas ayuda?

-Nada importante. -gruñó mi desabrido interlocutor- Este loco pretende ser don Juan Ordóñez, el empresario que murió en un accidente de tráfico en Guadalajara. Fíjate si tendrá poca vergüenza, que dice que su cara coincide con la fotografía del señor Ordóñez.

-Déjame ver... -requirió el segundo policía anticipándose a mis encendidas protestas- ¡Pero si no se parecen en nada!

Me derrumbé. ¿Qué podía hacer yo cuando todo el mundo se había confabulado contra mí? Si se me negaba algo tan fundamental como era el derecho a mi propia identidad, ¿qué me quedaba entonces?

-Bien, amigo, no sé que se propone usted, pero tendremos que averiguarlo. -me espetó el primero de ellos- Y ciertamente, sería bastante mejor que usted colaborara con nosotros. Vamos a ver; ¿quién es usted realmente?

-Ya se lo he dicho. -musité con un hilo de voz- Juan Ordóñez de Córdoba.

-Es una lástima que no podamos contar con su ayuda. -respondió con sorna- Con un poco de buena voluntad por su parte las cosas hubieran sido mucho más fáciles para todos. Está bien; -suspiró al tiempo que se levantaba de su asiento- puesto que ya sabemos quien no es, ahora tendremos que ver quien es usted. García, vigílame a este gracioso mientras voy a buscar al comisario; verás cómo le quitamos las ganas de reírse de nosotros.

Varias horas más tarde reflexionaba amargamente tendido en el jergón del calabozo donde había sido encerrado (retenido conforme a la jerga legal, puesto que yo no había infringido ninguna ley) mientras trataban de identificarme. Según los policías no sólo mi cara no coincidía con la de la fotografía de mi carnet de identidad, sino que además las huellas dactilares que me fueron tomadas eran asimismo diferentes. Era absurdo, completamente absurdo, pero no por ello resultaba ser menos real. Al menos, me habían tratado bien y me habían dado de comer...

Cuando menos lo esperaba se abrió la puerta. Un policía, asomando apenas la cabeza, me comunicó que el comisario quería verme. Le seguí dócilmente; aunque estaba tan desconcertado que no esperaba ya que pudieran creerme, resistirme no hubiera hecho sino acrecentar aún más mis problemas.

El comisario resultó ser bastante más amable que sus subordinados, al igual que ocurría con el forense que le acompañaba. Me explicaron que, para sorpresa suya, no había podido ser identificado en los archivos policiales; esto era algo bastante insólito, pero seguirían insistiendo en ello hasta que consiguieran dar con mi verdadera identidad. Con palabras suaves y diplomáticas acabaron por explicarme lo que realmente pensaban: Yo debía de haber sufrido alguna extraña perturbación mental que, además de provocarme una amnesia total en lo referente a mi personalidad, me habría inducido a adoptar una falsa identidad, concretamente la del fallecido Juan Ordóñez de Córdoba. Puesto que parecía conocer relativamente bien (?) la vida del desaparecido industrial sospechaban que quizá pudiera ser alguien cercano a su entorno, quizá un amigo o un empleado suyo. Habían mandado llamar a mi esposa (ellos dijeron la viuda) esperando que ella pudiera identificarme, aunque lamentaban tener que hacerlo en un momento tan doloroso para ella.

Mi mujer llegó apenas un cuarto de hora más tarde. Estaba pálida y demacrada, pero se mantenía serena. Siguiendo instrucciones estrictas del comisario refrené mi impaciencia manteniéndome en silencio mientras éste le preguntaba si me conocía; en realidad se trataba de algo completamente innecesario, puesto que era evidente que ya le habían explicado lo que querían de ella con anterioridad a que fuera llevada a mi presencia.

Ella se volvió, me miró fijamente y, conteniendo a duras penas un sollozo, musitó débilmente que no me había visto nunca antes.

-¡Pero Isabel! -me dio tiempo a gritar con desesperación antes de verla desaparecer sumida en el llanto; hicieron falta tres personas para volverme a sentar en mi asiento.

De la comisaría fui trasladado a un sanatorio mental, donde quedé internado a pesar de mis vehementes protestas. Puesto que seguía sin poder ser identificado pero no estaba acusado de ningún delito, no podía ser retenido durante más tiempo por la policía. Los médicos me trataron bien, pero empeñados como estaba en convencerme de que yo era amnésico, acabaron negando evidencias tan flagrantes como que yo conociera hasta el último detalle de la vida y los negocios de Juan Ordóñez de Córdoba. Según ellos se trataba de un simple mecanismo de asimilación mediante el cual mi mente habría intentado cubrir el vacío dejado por la pérdida de mi propia personalidad.

Era como darse cabezazos contra una pared, por lo cual decidí cambiar de táctica. Escribí una extensa carta a mi mujer contándole detalles íntimos que solamente ella y yo conocíamos, y la eché al correo burlando la vigilancia de mis cancerberos. La respuesta llegó días después en persona de mi propio abogado; me acusaban -¡qué ironía!- de intentar chantajearla, y me amenazaron con hacer caer sobre mí todo el peso de la ley si volvía a acercarme a mi familia. Huelga decir que el abogado, un viejo conocido mío, tampoco dio la menor muestra de reconocerme.

Las consecuencias de mi iniciativa fueron inmediatas, acarreándome como resultado un aislamiento prácticamente total con el exterior. Sin embargo, en realidad nadie sabía qué hacer conmigo; salvo mi obsesión por defender mi para ellos falsa identidad, mi comportamiento no podía ser más impecable. Con la policía no tenía más cuentas pendientes que la derivada de mi falta de documentación, mientras que para los médicos no estaba enfermo. En el hospital no me querían seguir teniendo, pero por otro lado la policía no deseaba perder el control sobre mí aunque legalmente no podía ser retenido.

El embrollo se solucionó finalmente gracias a una nueva pirueta del destino. Mientras los médicos y los policías continuaban discutiendo entre ellos buscando la forma de quitárseme de encima, yo seguía estando en el hospital. Una noche me desperté repentinamente desvelado y, tras varios intentos infructuosos de volverme a dormir, decidí levantarme. Pueden imaginarse cual sería mi sorpresa al descubrir que no estaba ni dentro de la cama ni sobre la cama y que no sentía ningún tipo de sensación táctil pareciéndome como si flotara ingrávido en mitad de la habitación... Y en realidad, así era.

Tras ponerme vertical (no puedo hablar en propiedad de levantarme) intenté encender la luz tanto de la mesilla primero como posteriormente de la habitación. Todo fue en vano, puesto que mis dedos se negaban a apretar el pulsador; sencillamente, lo atravesaban. Desconcertado intenté abrir la puerta con idéntico resultado, puesto que mi mano se cerró en vano sobre el picaporte. ¿Qué estaba ocurriéndome? Aunque entonces no lo comprendí, me acababa de convertir en un fantasma.

Como es fácil suponer mi desconcierto superó con creces a la sorpresa. Puesto que había sido incapaz de encender la luz permanecí a oscuras haciendo todo tipo de elucubraciones mentales mientras las horas se desgranaban lentamente una tras otra en aquella interminable noche. La vuelta a la realidad se produjo finalmente cuando vi que se abría la puerta y entraba un celador trayéndome la ración matutina de pastillas. Éste no me vio -de hecho me atravesó sin que yo pudiera apreciar el menor contacto físico- y, tras comprobar que nadie dormía en la deshecha cama y que el cuarto de baño estaba asimismo vacío, abandonó precipitadamente la habitación gritando que me había escapado.

¿Cómo podría haberlo hecho, si la habitación -más bien una celda- carecía de ventanas y la puerta estaba cerrada por fuera? Bien, el caso era que yo no pintaba nada allí, por lo que en un arranque de lucidez pensé que si nadie me veía y no podía tocar nada de lo que me rodeaba, quizá pudiera atravesar la puerta. Lo intenté, sin demasiada convicción, y me encontré de repente en mitad del iluminado y ajetreado pasillo.

No voy a relatarles, puesto que sería demasiado largo, lo que me aconteció en mis primeros días de fantasma; baste decir que en el hospital, y de rebote en la policía, se organizó un considerable revuelo a raíz de mi -para ellos- inexplicable desaparición; pero puesto que yo no aparecí por ningún lado y en el fondo todos estaban deseando deshacerse de mí, al cabo de cierto tiempo mi expediente fue archivado pasando a engrosar el cajón de sastre de los casos sin resolver. Quizá al cabo de cierto tiempo algún pirado husmearía en los polvorientos archivos del hospital descubriendo mi caso y dándolo a conocer en algún libro de parapsicología o de las mal llamadas ciencias ocultas; pero lo cierto era que eso a mí ya no me importaba lo más mínimo.

Bien, lo cierto es que acabé acostumbrándome a mi nuevo estado (¡qué remedio me quedaba!) y, puesto que mis necesidades corporales eran nulas, me dediqué a hacer lo que hacen todos los fantasmas, vagar sin rumbo de un lado a otro buscando la forma de matar un tiempo que para nosotros es de veinticuatro horas al día durante trescientos sesenta y cinco días al año... Y eso siglo tras siglo.

Una vez que uno se acostumbra a ella, la vida de un fantasma no es tan mala como pudiera creerse de dar crédito a las equívocas especulaciones literarios que con mejor o peor fortuna, pero siempre sin conocimiento de causa, han familiarizado a los vivos con nuestra problemática. Al fin y al cabo estamos completamente libres de todas las ataduras y de todos los problemas que nos hubieran podido martirizar durante nuestra vida mortal, lo cual ciertamente no es moco de pavo. Claro está que hay cosas que nos están vedadas como son todos los placeres digamos materiales, pero al menos en lo que a mí respecta fueron más los beneficios que las pérdidas.

Así pues, me dediqué a investigar por mi cuenta la naturaleza de mi nuevo estado. En contra de lo que pudieran creer algunos la condición de fantasma no es ni mucho menos normal en un difunto, sino antes bien algo sumamente excepcional. Por extraño que pueda parecer, nosotros tampoco sabemos lo que ocurre cuando una persona fallece siguiendo la vía habitual, ya que al no convertirse en un fantasma desaparece por completo de nuestro mundo. ¿Existe una vida después de la muerte que no sea la nuestra? Lo ignoramos por completo, y únicamente sabemos que sólo una persona de cada muchos millones acaba siendo uno de nosotros. Más todavía les sorprenderá saber que, en contra de lo que se cree, nosotros tampoco somos inmortales. Podemos mantenernos en este estado durante mucho tiempo, siglos enteros, o bien permanecer así tan sólo unos pocos meses; lo cierto es que tarde o temprano acabamos desapareciendo sin que sepamos ni cómo ni cuando y sin que conozcamos a dónde podemos ir.

La razón para ello es fácil de entender. En realidad los fantasmas no deberíamos existir, pero de vez en cuando (al menos eso sospechamos, puesto que nada cierto se sabe al respecto) la conexión entre el final de la vida mortal y el inicio de la otra, si es que ésta existe, resulta ser imperfecta creándose una especie de situación provisional que puede mantenerse así durante cierto tiempo a pesar de su inestabilidad. Eso somos nosotros, una especie de interfase entre dos mundos que nunca llegan a entrecruzarse pero que a veces se separan un tanto.

Lo que hay que dejar bien claro, es que todas esas memeces de que los fantasmas somos almas en pena castigadas por vete a saber que pecado son total y absolutamente falsas, como lo es también la creencia de que un fantasma puede ser redimido una vez cumplidos ciertos ritos. Nada hay de cierto en todo ello, ya que tanto nuestra aparición como nuestra desaparición final parecen depender únicamente de circunstancias fortuitas.

Sin embargo, y aclarado esto, me quedaba todavía una incógnita por explicar. Si bien la condición de fantasma es, aunque inhabitual, relativamente corriente, lo que a mí me ocurrió inicialmente se trató, hasta donde he podido indagar, de un caso completamente excepcional y único. Me estoy refiriendo, claro está, al período de tiempo transcurrido entre cuando leí mi esquela y el momento de mi desaparición en la habitación del hospital. Entonces yo todavía era material y podía relacionarme con los mortales, y de hecho entonces me creía vivo. Sin embargo nadie fue capaz de reconocerme, ni siquiera mi propia esposa, y ahora me consta que en realidad yo morí en ese accidente de coche que no recordaba.

Una de las características fundamentales de un fantasma es su inmaterialidad, lo que le hace completamente invisible para los ojos de unos mortales en cuyo mundo, sin embargo, habita. Así lo soy yo ahora, pero lo sorprendente del caso es que durante un tiempo fui una especie de fantasma material con todos los atributos de una persona normal excepto el caso chocante de mi personalidad. Yo comía, bebía y sentía cansancio, y la policía fue perfectamente capaz de tomar mis huellas dactilares y de hacerme fotografías, aunque curiosamente resulté ser un perfecto desconocido para todos. ¿Qué es lo que me ocurrió? No tengo la menor idea, aunque sospecho que debió de tratarse de un tránsito todavía más complejo que el habitual durante el cual adopté de forma involuntaria una nueva y hasta ahora completamente desconocida fase temporal de no-vivo antes de pasar a la condición habitual de fantasma.

Por tal motivo, y porque pienso que mi experiencia fue tan excepcional que sería muy lamentable que se perdiera conmigo, he decidido darla a conocer no al mundo de los fantasmas (somos unos seres bastante huraños y apenas nos relacionamos entre nosotros) sino al de los vivos. Evidentemente me encontré con serios inconvenientes a la hora de hacerlo, ya que ni puedo escribir de ninguna forma, ni puedo aparecerme así por las buenas a alguien pidiéndole por favor que transcriba lo que yo le cuente; pero aunque nuestras posibilidades de comunicación con los mortales son prácticamente nulas (lo de invocar a los muertos en una sesión de espiritismo es una completa estupidez), logré encontrar la manera de hacerlo.

La única forma real que tenemos de transmitir un mensaje a una persona viva, folklores aparte, es induciéndole en su mente alguna idea que ella siempre creerá que es suya, ya que lo que nos resulta completamente imposible es mantener algo ni tan siquiera remotamente parecido a una conversación. No se trata, sin embargo, de nada fácil, ya que el mecanismo de inducción es sumamente imperfecto y lo más habitual es que tan sólo consigamos transmitir algún pensamiento desarticulado o, como mucho, alguna sensación primaria. Sí, con un entrenamiento apropiado y eligiendo a una persona lo suficientemente sensible, ya que no todas nos sirven, podemos hacer que alguien se sienta repentinamente aterrado, o eufórico, sin que ni él ni nadie sepa por qué; pero de ahí a transmitir un mensaje coherente y conseguir que nuestro paciente lo recuerde, va un verdadero abismo.

Bien, yo lo intenté, y tuve la gran suerte de encontrar a una persona extremadamente receptiva. Se trataba de un escritor de relatos fantásticos que acostumbraba a utilizar argumentos tan extraños e insólitos como el mío; solo que mi historia es completamente real por más que él no lo llegue a sospechar siquiera. Pensará, sin duda, que su inspiración le ha brindado una idea más de esas que lleva años desgranando en sus relatos, y mejor que lo crea así. Al menos en lo que a mí respecta, no voy a sentir el menor recelo en comprobar que se atribuye un mérito que en realidad no le pertenece.


Publicado el 26-1-2014