El hombre que sabía demasiado



Si alguna persona había en el mundo a la que se pudiera calificar de mediocre en el sentido más completo de la palabra, esta persona era sin duda Juan B. A lo largo de su más que mediada vida, que rebasaba ya con creces la cuarentena, Juan B. jamás había destacado absolutamente en nada, ni para bien ni para mal. Nacido en el seno de una de tantas familias del montón y segundo de tres hermanos, es decir, el mediano, en el colegio había sido ese niño vulgar que termina el curso sin que ningún profesor se acuerde de él. Años después Juan B. terminaría sus estudios de grado medio sin problemas especiales pero sin ningún tipo de lustre en su expediente académico, encontrando poco después un trabajo ni bueno ni malo retribuido con un sueldo normal. Cuando fue al servicio militar nuestro personaje supo hacer una virtud de su innata capacidad para pasar desapercibido, lo cual le reportó quizá por vez primera en su vida una apreciable ventaja sobre sus compañeros de cuartel ya fueran éstos más brillantes o más zotes que él.

Pero cuando una vez licenciado Juan B. se reincorporó a la vida civil, descubrió con desagrado que su momentánea ventaja había quedado convertida en una desagradable incomodidad. Los tiempos habían cambiado, encontrar trabajo era ahora una difícil aventura, y los mediocres como él eran desplazados por aquéllos que tenían la suerte de destacar en algo, ya fuera una capacidad real para desempeñar una labor o bien la simple habilidad de saber engañar con las apariencias externas. Ni con unos ni con otros tenía Juan B. la menor posibilidad de salir adelante, y él que no era tonto aunque tampoco listo, lo sabía perfectamente.

Dios aprieta pero no ahoga, se dijo el bueno de Juan B., por lo que haciendo de la necesidad virtud se propuso salir adelante en esta difícil prueba. Tras estimar que sus mejores posibilidades pasaban por desempeñar tareas administrativas, comenzó a buscar trabajo por diferentes oficinas... Siendo rechazado una y otra vez, tal como era de esperar, dada la gran competencia existente y dada también su mediocridad, siempre vencida por rivales mejor preparados que él.

Sin desesperarse por ello Juan B. lo intentó una y otra vez, consiguiendo finalmente ser contratado en una modesta oficina por un más que modesto sueldo. Convertido en un flamante auxiliar administrativo de una de tantas oficinas anónimas existentes en la gran ciudad, para Juan B. comenzaba una nueva etapa de su vida.

Sin embargo, esto no habría de suponer variaciones significativas en sus relaciones sociales; antes bien, la vida cotidiana de Juan B. se volvió todavía más mediocre. Libre de responsabilidades importantes, con un trabajo poco complicado que le daba lo suficiente para vivir con cierto decoro, nuestro personaje resultó ser un oficinista típico, ni bueno ni malo, que más que estimado o rechazado por sus compañeros y superiores era habitualmente ignorado por unos y otros. Esto era algo a lo que Juan B. estaba sobradamente acostumbrado, por lo que no le pilló de sorpresa. Y como por otro lado no era ambicioso ni tenía especiales deseos de prosperar en la carrera administrativa, pronto se acostumbró a su nuevo estado limitándose a actuar en forma similar a como lo hacían sus compañeros... Hasta que las cosas cambiaron.

Todo comenzó un día cualquiera, cuando descubrió con sorpresa que se había producido un sutil cambio en la actitud que hacia él mostraban sus compañeros. Acostumbrado a una indiferencia mutua rayana casi en el más olímpico de los desprecios, Juan B. se encontró repentinamente con que era mirado con reticencia en la oficina. Desconcertado e incómodo frente a una situación que ni él había buscado ni tampoco comprendía, Juan B. no supo reaccionar limitándose a hacer lo que siempre había hecho: Comportarse con indiferencia.

Varios días después, cuando ya estaba comenzando a acostumbrarse a su nueva situación, le llegó el bombazo: Su jefe, ese jefe que prácticamente ni le miraba a la cara, le llamó a su despacho para comunicarle amablemente su decisión de proponerle para un ascenso que llevaba aparejado un sustancioso aumento de sueldo. ¿Así que era por eso por lo que había sido mirado con recelo durante los últimos días? Imposible, le respondió su superior, ya que la propuesta se había mantenido en secreto y nadie en la oficina salvo él la conocía. ¿Casualidad? Probablemente, ya que la posibilidad de una filtración era completamente descartable.

Bien, eso no importaba. Aceptó, por supuesto; ¿cómo iba a rechazar algo que le caía literalmente del cielo? El cambio de puesto de trabajo fue inmediato y llevó aparejado un traslado a otra oficina ya que, según su superior, era algo conveniente de cara a evitar la envidia de sus antiguos compañeros.

La adaptación a su nuevo trabajo no le resultó nada traumática; antes bien, fue escandalosamente sencilla. A pesar de que todos sus nuevos compañeros tenían en teoría un nivel sensiblemente más alto que los anteriores, lo cierto fue que Juan B. no apreció diferencias significativas entre ellos... En realidad eran exactamente iguales, ni mejores ni peores que aquéllos a los que había dejado atrás.

Fue por ello por lo que Juan B. pudo desempeñar su nuevo cometido sin ningún tipo de problemas y sin necesidad de abandonar (tampoco le hubiera sido posible) su cómoda y protectora mediocridad. Se enfrascó, pues, en su nuevo trabajo haciéndolo ni mejor ni peor que lo hubiera hecho anteriormente sin variar en absoluto sus relaciones laborales, que continuaron siendo virtualmente nulas. Y no le fue mal, puesto que no deseaba ninguna otra cosa.

Pasó el tiempo, desgranándose en su estéril y rutinaria monotonía. Juan B. había olvidado completamente la incómoda precognición que habían tenido sus antiguos compañeros de oficina, cuando un inesperado suceso vino a turbarle de nuevo el espíritu sin que en esta ocasión pudiera achacarlo a una hipotética -aunque tajantemente negada por sus superiores- filtración de la noticia.

Una mañana, al entrar en la cafetería donde desayunaba todos los días, descubrió con sorpresa cómo el camarero le recibía con una amabilidad hasta entonces desconocida en él; de hecho, si Juan B. frecuentaba este establecimiento era precisamente porque en él se encontraba a salvo de familiaridades engorrosas y no deseadas.

Bien, que le preguntaran qué tal le iban las cosas tampoco era tan grave, por lo que se limitó a responder de la forma más breve posible antes de enfrascarse en su desayuno. Pero al día siguiente le ocurrió lo mismo, y al otro, y al otro... Y lo más irritante de todo fue comprobar que esta repentina simpatía por parte del habitualmente adusto camarero estaba dirigida exclusivamente a él, puesto que con el resto de sus escasos clientes seguía comportándose exactamente igual que siempre, es decir, mal.

Al cuarto o quinto día, cuando ya estaba comenzando a plantearse muy seriamente un cambio de cafetería, un vendedor de lotería entró en el establecimiento dedicándose a incordiar a todos los allí presentes con una verborrea tan molesta como pegajosa. Juan B. no jugaba nunca ni a las quinielas ni a las cada vez más numerosas clases de lotería, y además no soportaba que nadie le molestara; pero fue tal la insistencia del perseverante vendedor, que en contra de su costumbre acabó comprándole un décimo simplemente para que le dejara en paz.

El sorteo, que tuvo lugar al día siguiente, le deparó una sorpresa mayúscula otorgándole un premio de varios millones de pesetas. A nadie le amarga un dulce y Juan B. no era ninguna excepción, pero cuando se le ocurrió volver a la cafetería se vio obligado a soportar la tabarra mancomunada de un camarero locuaz y un lotero pegajoso, ambos ávidos de propinas... En consecuencia, desapareció del mapa.

Pasada la euforia causada por el premio, Juan B. procedió a analizar lo sucedido. En ambas ocasiones, su ascenso en el trabajo y el premio de la lotería, habían existido indicios previos que parecían haber anunciado lo que iba a suceder varios días después; y al menos en la última de ellas, era completamente imposible que nadie lo hubiera podido saber con antelación. Sin embargo, intentar de encontrar una explicación lógica que no fuera la de la simple y llana casualidad resultaba ser algo incongruente; ¿o no?

No sería demasiado difícil averiguarlo, se dijo; bastaría con tomar parte activa en el juego observando las consecuencias. Tras llegar a la conclusión de que lo más sencillo era probar suerte de nuevo con los juegos de azar, comenzó a comprar décimos y a rellenar boletos de forma sistemática, sin más resultados que los que cabría esperar de las leyes normales del azar y sin otras consecuencias que las de perder unos cuantos miles de pesetas.

Como era de esperar acabó hartándose, por lo que finalmente tomó la decisión de olvidarse por completo del tema; realmente, tenía cosas más importantes en las que pensar. Sin embargo, no tardaría en comprobar que lo que le había estado ocurriendo no era en modo alguno producto del azar: Tras varios días en los que fue tratado por sus compañeros de oficina con una condescendencia molesta a la par que sospechosa, le fue comunicado que la empresa había decidido prescindir de sus servicios... Y también en esta ocasión nadie en la oficina conoció la noticia con anterioridad, para desesperación suya.

Bien, contaba con una razonable indemnización por despido, estaría una buena temporada cobrando el seguro de desempleo y tenía unos ahorrillos en el banco... Junto con una incógnita que le traía de cabeza. Puesto que si algo le sobraba ahora era precisamente tiempo, procedió a investigar qué era lo que le sucedía.

Había una serie de cuestiones objetivas que coincidían en todos los casos: La gente que le rodeaba era capaz de prever, con varios días de antelación, los hechos importantes que le iban a ocurrir, fueran éstos positivos o negativos, mientras él era completamente incapaz de hacerlo. Tampoco tenía la menor posibilidad de influir sobre su futuro, tal como había constatado al fracasar en su intento de ganar en los juegos de azar; estaba claro que sólo podía esperar sin poder intervenir en absoluto. Por otro lado, el hecho de que la gente que le rodeaba pudiera barruntar que algo le iba a suceder tampoco le servía de mucho: Sus compañeros de trabajo le habían afirmado con rotundidad, y tenía motivos sobrados para no dudar de su sinceridad, que desconocían por completo que le fueran a despedir. ¿Por qué entonces se habían portado con él, durante los días previos, con la conmiseración típica con que se suele tratar a quienes han tenido problemas graves? Lo ignoraban; a decir verdad, ni siquiera habían sido conscientes de ello.

Ciertamente no era mucho; a decir verdad, de poco le servía tener aviso de lo que le iba a suceder si no podía ni preverlo, ni controlarlo... ¿O sí? A pesar de su anterior fracaso, se dijo, alguna manera tendría que haber de poder sacar provecho a esta extraña situación. Y finalmente, la encontró.

A Juan B., como es fácil suponer, nunca se le habían dado bien las mujeres. En realidad, y hablando con propiedad, no se jalaba una rosca. Hay quien afirma que hasta el más inútil es capaz de conseguir cualquier cosa que se le antoje sin más que intentándolo el suficiente número de veces; el problema estribaba en que Juan B. no se había molestado en intentarlo ni una sola vez ya que su timidez y su temor al fracaso siempre le echaban para atrás. Y como era de esperar, las mujeres no se acercaban a él puesto que nada tenía que las pudiera atraer. Sin embargo, ahora tenía en sus manos la llave que le permitiría franquear la barrera... O al menos, eso creía.

Su estrategia no podía ser más sencilla: Bastaba con plantearse tirarle los tejos a alguna chica que le interesara observando su reacción en los días previos a la propuesta. Si esta reacción era positiva el éxito estaría asegurado, mientras que si era negativa no tendría necesidad alguna de correr el riesgo de un fracaso... Siempre y cuando fuera cierta su suposición de la existencia de una precognición, lo cual no tenía nada claro.

Sorprendentemente, funcionó. Ni a la primera ni a la segunda, pero tampoco a la centésima como afirmaba el conocido chascarrillo; y resultó ser mucho más fácil de lo que siempre había creído. Sin embargo, no se conformó con éste su primer éxito; tenía que comprobar si su teoría era acertada... Y descubrió que, efectivamente, lo era.

Había conseguido dos cosas, ligar más de lo que lo hubiera hecho en toda su vida, y constatar que era capaz de prever los acontecimientos futuros gracias a la sensibilidad de unas personas de la cual él era el único consciente de que existía. Los frutos obtenidos hasta entonces habían sido muy interesantes, de ello no cabía duda, pero seguía sin saber cómo poder sacarle rentabilidad; al fin y al cabo continuaba sin trabajo y, lo que era peor, sin ganas de encontrarlo, pero tarde o temprano necesitaría buscarse una fuente de financiación. Así pues, volvió a replantearse la necesidad de ganar dinero gracias a su recién descubierta habilidad.

¿Pero cómo? Estaba claro que no podría pensar en comprar un número determinado de lotería y observar los resultados antes de decidir comprarlo o no, ya que dado el gran número de posibilidades diferentes (o de combinaciones, en el caso de la quiniela o la lotería primitiva) las posibilidades de acierto eran extremadamente limitadas. Esto ya lo había intentado y, salvo en la primera ocasión en la que había contado con la ayuda de la suerte, no había resultado; y era lógico puesto que al fin y al cabo él no podía adivinar el número que iba a ser premiado, sino que tan sólo era capaz de aprovechar una oportunidad si daba la casualidad de que ésta se le pusiera por delante. Todavía más complicado era el caso de los casinos o los bingos; al tratarse de juegos con premio inmediato le era virtualmente imposible estudiar las consecuencias de su decisión antes de que el premio estuviera adjudicado, razón por la que desestimó también -no sin antes intentarlo- esta posible vía de ingresos.

Por lo tanto tendría que buscar por otro lado, eligiendo algo que sí fuera capaz de controlar, algo que no tuviera tantas probabilidades diferentes. ¿Por qué no la bolsa? No, no podía ser; él no tenía ni la más remota idea de este tema. Pero pensándolo bien, ¿qué perdía con intentarlo?

Así pues compró varios periódicos y revistas de tema económico, los estudió minuciosamente y decidió finalmente invertir cierta cantidad en unas determinadas acciones... Una semana más tarde. Mientras tanto, se dedicó a observar las reacciones de las personas que le rodeaban.

La indiferencia generalizada con la que fue recibida su iniciativa le convenció rápidamente de que la elección había resultado errónea. Cambió, pues, de criterio y las caras largas le convencieron de que haría bien olvidándose de ello. Lo intentó una tercera vez y fracasó de nuevo. Y una cuarta...

Estaba a punto de arrojar definitivamente la toalla cuando cayó en la cuenta de que no estaba siguiendo el camino apropiado. Hasta entonces se había guiado de las sugerencias realizadas por los presuntos expertos, lo cual nunca le daría resultados espectaculares si es que le daba algún resultado; era evidente que si quería ganar dinero tendría que arriesgar más apostando por valores que jamás hubiera recomendado nadie con unos mínimos conocimientos del mercado... Solo que en esta ocasión él jugaba sobre seguro.

Le costó algo de trabajo, pero finalmente acertó. No fue demasiado dinero, apenas unos cuantos cientos de miles de pesetas, pero resultó ser una ganancia limpia y, lo más importante de todo, le mostró el camino a seguir.

El resto fue fácil. Aunque mediocre, Juan B. no era tonto, y contaba además con una inestimable ayuda que sus conocidos llamaban equivocadamente intuición. No siempre invertía, antes bien era muy selectivo en sus elecciones, pero cuando lo hacía acertaba siempre. Y ya no se trataba de pequeñas cantidades sino de millones... Y cada vez más.

Al cabo de algunos años Juan B. podía considerarse un hombre rico. No es que su fortuna fuera escandalosa, pero él siempre había sido frugal en sus gastos y, con todo lo ganado, podría permitirse el lujo de vivir con desahogo durante el resto de su vida. Eso sí, compró una vivienda que le permitiera aislarse de sus vecinos tal como siempre había deseado; pero en todo lo demás su vida no cambió de forma significativa. De hecho, cansado ya de tener que controlar personalmente sus inversiones, optó por recurrir a profesionales que le gestionaran sus intereses. Ya no le era necesario seguir invirtiendo para ganar dinero; le bastaba con administrar bien las rentas, y para ello no precisaba de su habilidad.

Así pues, se dedicó a vivir tranquilamente. Como buen mediocre Juan B. no tenía ni aficiones ni vicios especiales, pero en algo tenía que llenar su tiempo... Y lo intentó, vaya si lo intentó. en primer lugar estaba el tema de las mujeres; su ya probada capacidad de éxito se veía potenciada ahora por su elevado nivel de vida, lo cual le facilitaba considerablemente las cosas. Eso sí, tuvo la suficiente lucidez como para no comprometerse en absoluto limitándose a disfrutar del día a día; ¿para qué, si así le iba perfectamente? Pero las mujeres no lo son todo en la vida, o al menos no lo eran para el bueno de Juan B. Y como le sobraba tiempo, se planteó la forma en que podría ocuparlo.

La teoría era fácil, pero la práctica no tanto. Sin embargo, Juan B. se apañó bastante bien diversificando sus actividades sin llegar a profundizar en ninguna de ellas y, por supuesto, sin comprometerse ni con nada ni con nadie. Puesto que nunca había cultivado las relaciones sociales tampoco las echaba de menos, y al fin y al cabo sus gustos, sencillos y nada sofisticados, eran bastante fáciles de satisfacer.

De esta manera Juan B. consiguió alcanzar un equilibrio en su vida que le permitiría vivir con tranquilidad libre de todo tipo de problemas... Al menos durante algún tiempo. Dice el refrán que cuando el diablo se aburre mata mosca con el rabo, y una habilidad como la que poseía Juan B. no podía permanecer mucho tiempo ociosa, máxime cuando ésta se escapaba a su control aun cuando deseara evitarla. Y comenzaron sus problemas.

Juan B. nunca había sido hipocondríaco; a decir verdad, evitaba a los médicos como si de la peste se tratara, lo cual quizá había contribuido a reforzar su salud... Una salud que sin ser de hierro nunca le había planteado especiales problemas y que tampoco le había preocupado más de lo estrictamente necesario. Pero de repente empezaron a cambiar las cosas. Un buen día -o hablando con mayor propiedad una mala noche- Juan B. se despertó sobresaltado; se trataba de una simple pesadilla, pero tuvo la virtud de sembrar la duda en su espíritu. Hasta entonces su capacidad precognitiva le había avisado de sucesos futuros que afectaban a su economía y a sus relaciones sociales o afectivas, pero nunca le había informado sobre su salud. ¿Qué pasaría, se preguntó, si de repente comenzara a conocer con antelación sus futuras enfermedades? ¿Y si éstas llegaban a ser graves, le provocaban secuelas irreversibles o incluso la muerte? Estos pensamientos comenzaron a preocuparlo, luego le asustaron y finalmente acabaron aterrándole. ¿Cómo evitar el peligro? Tan sólo se le ocurrió una manera de hacerlo, y ésta no fue otra que la de evitar la compañía de todos aquéllos que pudieran convertirse en los heraldos de su mala fortuna; si el azar le castigaba con una enfermedad o con la muerte, prefería no saberlo hasta el momento preciso.

En estas circunstancias era inevitable que Juan B., que nunca se había mostrado demasiado atraído por las relaciones sociales, se convirtiera irreversiblemente en un misántropo. Comenzó rehuyendo a las escasas personas con las que mantenía relaciones más o menos amistosas, renunció por completo a las mujeres -ni siquiera toleró a las prostitutas, temeroso de que apenas un fugaz contacto con ellas fuera suficiente para mostrarle su futuro- e incluso se recluyó en su vivienda, convertida en un inexpugnable fortín incluso para sus escasos sirvientes, los cuales se veían obligados a realizar sus tareas cotidianas teniendo terminantemente prohibido vislumbrar siquiera el rostro de su patrono.

Como era de suponer, también abandonó completamente el control de sus negocios desentendiéndose por completo de la gestión que realizaban sus asesores. En teoría esto no tendría que haber afectado a la marcha de los mismos, pero en la práctica no fue así. Fuese porque los responsables de sus inversiones no actuaron con la debida diligencia, fuese porque tuvo la mala suerte de tropezar con unos profesionales carentes de escrúpulos, lo cierto fue que los negocios empezaron a irle mal y las rentas de las que vivía comenzaron a disminuir. Evidentemente podría haber tomado las riendas para enderezar la situación, pero no lo hizo; estaba tan aterrado ante la posibilidad de un contacto físico con cualquier persona, que su única reacción fue la de encerrarse aún más en su búnker. De hecho, ni siquiera intentó enmendar los entuertos por teléfono; ¿para qué? Con lo que tenía le sobraba, o al menos así creía, y manteniéndose aislado en su refugio quizá pudiera mantenerse a salvo.

La realidad fue mucho más cruel de lo que él pensaba. Tan rápida como su ascenso, si no aún más veloz, resultó su caída, y cuando quiso darse cuenta se encontraba ya literalmente en la calle. Sin medios económicos y abandonado a su propio destino por una servidumbre a la que había dejado de pagar el sueldo varios meses atrás, Juan B. hubiera muerto de pura inanición en su propia casa de no haber sido sacado de allí por los policías encargados de su desahucio... Porque en esos momentos Juan B. ya no era dueño ni de la ropa que llevaba encima.

A partir de ese momento Juan B. iniciaría una nueva vida... Si es que podía llamarse así a su conversión en un mendigo. Sí, podría haber empezado de nuevo, puesto que su poder precognitivo continuaba estando intacto; pero eso le hubiera supuesto tener que volver a confiar en la gente, cosa que le aterraba mucho más que verse viviendo en la calle sin poder apenas comer caliente.

Al fin y al cabo él era un mediocre, y durante demasiado tiempo había olvidado la regla de oro de los mediocres: Pasar lo más inadvertido posible. Si algo deseaba ahora con todas sus fuerzas era precisamente verse convertido en un ser anónimo, y precisamente ahora tenía la posibilidad de conseguirlo si bien a un precio que a muchas personas les hubiera parecido demasiado elevado.

No a él, como descubrió no sin sorpresa; al fin y al cabo una de las ventajas de vivir en una sociedad opulenta consistía en la certeza de tener asegurados unos mínimos que comprendían el alojamiento (bastaba con aceptar la disciplina de los albergues), la alimentación y la asistencia sanitaria, siempre y cuando no se fuera demasiado exigente; en contraprestación, se encontraba con una libertad casi absoluto y con un anonimato virtualmente total, lo que le mantenía a salvo del peligro de conocer su futuro.

Porque, ¿a quién le iba a preocupar lo que pudiera ocurrirle a aquel mendigo macilento que extendía calladamente la mano en una céntrica esquina de la ciudad? Para prácticamente todos los que se cruzaban en su camino él no era más importante que una farola, una papelera o un banco, y por lo tanto jamás reflejarían en sus rostros el porvenir de Juan B.

Libre, pues, de sus ataduras, Juan B. fue al fin, si no feliz, sí al menos alguien ignorante de su destino, como en el fondo siempre había deseado. Sabía que algún día tendría que ocurrirle algo: Una enfermedad (la salud de los mendigos era precaria), un percance (¿quién estaba a salvo de una paliza?) o incluso la muerte, agazapada detrás de cualquier fría noche de invierno. Su vida era una aventura con fecha de caducidad grabada, pero él la ignoraba y, lo que era más importante todavía, carecía por completo de medios para prever sus avatares con antelación. Sufriría y moriría, de eso estaba seguro, pero al menos lo haría con dignidad y cuando le llegara finalmente la hora.


Publicado el 4-3-2005 en NGC 3660