Literatura maldita



Desde hacía muchos años, Miguel había sido uno de mis mejores amigos. Nos conocimos en el instituto, continuamos juntos en la universidad y, aunque tras licenciarnos nuestras carreras profesionales divergieron -yo me dediqué a la enseñanza y él a la investigación-, nuestra afinidad de caracteres, así como unos gustos y aficiones comunes, contribuyeron a anudar nuestra relación incluso después de que yo me casara, mientras él permanecía soltero.

Una de las aficiones que compartíamos era el común interés por la ciencia ficción. Ambos leíamos abundante literatura de este género, pero él además escribía tanto relatos -solía decir que era demasiado vago para atreverse con una novela- como ensayos y artículos de investigación, todos los cuales solía publicarlos tanto en Internet como en modestas editoriales semiprofesionales. Claro está que él no vivía de esto, sino que lo hacía por pura afición; medio en broma medio en serio, afirmaba con razón que escribir ciencia ficción en España era lo más parecido a predicar en el desierto.

En realidad Miguel gozaba de un relativo prestigio dentro del mundillo, sus relatos eran imaginativos y sus artículos sólidos y bien documentados; pero, como todos nosotros y él aún más en su faceta de escritor, no dejaba de estar encerrado en el reducido gueto de la ciencia ficción española. Y como no estaba dispuesto a someterse a moda alguna ni necesitaba ganar dinero con su pluma para comer, se limitaba a escribir tan sólo lo que le gustaba, con todo lo bueno y todo lo malo que acarreaba esta postura.

En el fondo -quizá yo fuera el único a quien se lo llegó a confesar- se sentía un tanto frustrado ya que nada le hubiera gustado más que ser el Asimov español, algo de todo punto imposible no tanto por su capacidad literaria, sino porque nuestro país no era evidentemente América, y la paupérrima industria editorial interesada por el género futurista contaba, por desgracia, con muy poco margen de maniobra.

Él era plenamente consciente de ello y no le creaba ningún trauma, habiéndolo aceptado con realismo. Lo que sí me consta que le escocía, aunque esto se lo callaba prudentemente, era su fracaso absoluto a la hora de ganar un premio literario, por modesto que fuese, tanto específico del género como abierto a la literatura general… y no sería porque no lo hubiera intentado una y otra vez, siempre sin resultado, hasta que acabó tirando definitivamente la toalla.

Pero Miguel se lo tomaba con deportividad, al tiempo que seguía escribiendo unos relatos y unos artículos que sistemáticamente me daba a leer antes de mandarlos a publicar. En cierto modo yo era su crítico particular, algo que ambos habíamos asumido hacía mucho de forma tácita.

Por esta razón, no me sorprendí cuando me comunicó que estaba dispuesto a abordar de forma inmediata su obra más ambiciosa.

-¿Por fin te decidiste a escribir una novela? -pregunté interesado.

-¡Oh, no! -respondió malicioso- Bueno, técnicamente sería una novela, pero en realidad se tratará de algo mucho más trascendente, algo sin parangón en la ciencia ficción mundial.

-¿Una saga? -aventuré, sorprendido.

-Eso sería una estupidez. -sentenció tajante- No sé ni de una sola de ellas que haya logrado mantener el nivel después de la segunda o tercera entrega. Además, jamás caería tan bajo.

-Pues tú dirás…

-Es sencillo. -explicó al tiempo que tomaba un sorbo de café; estábamos en el salón de su casa, totalmente rodeados por los libros de su excelente biblioteca- ¿Nunca te has parado a pensar en que la ciencia ficción es un género esencialmente especulativo, capaz de imaginar cualquier tipo de situación posible? Se trata de una característica sin parangón alguno en cualquier otro género literario.

-Bueno, sí… -titubeé sin saber muy bien a donde quería llevarme- de hecho, yo siempre he dicho que su gran virtud era su capacidad para imaginar y extrapolar; pero esto es algo de lo que ya hemos hablado en multitud de ocasiones, nada nuevo hay en ello.

-Yo iría todavía más lejos; -replicó- escondidos entre las páginas de los libros de ciencia ficción, es muy probable que estén no sólo los posibles futuros reales de la humanidad, sino también todo tipo de reflexiones sobre la condición humana y sobre nuestra misión en el universo. ¿Me sigues?

-Te sigo, pero… -aproveché la pausa mientras comía una galletita para poner algo de orden en mis ideas- ¿qué tiene que ver esto con lo que tú pretendes escribir?

-Pues bastante. ¿Conoces esa frase que afirma que desde Homero para acá ningún autor ha sido capaz de escribir nada original, limitándose a repetir arquetipos preexistentes?

-Hombre, me parece bastante exagerado. -objeté al tiempo que echaba un trago del excelente brandy de mi amigo- Estás relegando a gente de la talla de Cervantes, Quevedo o Shakespeare a la categoría de meros plagiarios…

-Yo no he dicho eso, -se encrespó- sino que los arquetipos básicos de la historia de la literatura están ya presentes en la cultura griega; puede que lo de Homero sea exagerado, pero da una idea bastante clara de la situación. Esto no quiere decir que los autores posteriores no fueran originales, sino que éstos se limitaron a reelaborar, a veces de forma genial, algo anterior a ellos; al fin y al cabo Cervantes no inventó los libros de caballerías con el Quijote. ¿No es evidente?

-Bueno, visto así… -concedí.

-Puesto que éste es un fenómeno que abarca a la totalidad de la literatura, la ciencia ficción no tendría que ser ajena al mismo; -continuó impertérrito- de hecho a mí en ocasiones me han acusado falsamente de imitar a Asimov, cuando nada estaba más lejos de mi intención que plagiar al Viejo Profesor o a cualquiera de mis otros escritores favoritos. No obstante, resulta innegable que yo he estado muy influido por él, algo que además nunca he negado. Y con todos los escritores, por supuesto, ocurre exactamente igual, y mentirá quien diga lo contrario.

-Conmigo no tienes por qué disculparte.

-Ya lo sé; además, no me estoy disculpando. Pues bien, si en vez de fijarme en Asimov lo hiciera en la totalidad, o al menos en el mayor número posible, de los autores de ciencia ficción, ¿qué resultaría?

Estuve a punto de atragantarme con el brandy ante la pintoresca pregunta de mi amigo. Finalmente pude articular, a modo de respuesta:

-Mucho me temo que un berenjenal impresionante…

Miguel me fulminó con la mirada.

-No digas estupideces. -me espetó- No me refiero a hacer un revoltijo de cualquier manera, sino a seleccionar. Por supuesto la mayor parte del material no serviría para nada, sería simple basura, pero entresacando sería posible obtener la suficiente información útil para formar con ella mi OBRA -juro que lo dijo con mayúsculas.

-Vale, acepto que esa metodología podría resultar correcta. -concedí en tono conciliador- Pero, ¿te has parado a pensar cuánto tiempo te llevaría eso? Necesitarías toda una vida para llevarlo a cabo en la magnitud que planeas, y aun con eso lo más probable es que no fuera suficiente. Así pues, en la práctica ¿qué más te da?

-Te equivocas de plano. -era tal su excitación que se incorporó de su asiento para encararme mejor- Tengo la herramienta adecuada.

-¿Cuál? -mi perplejidad era auténtica.

-¿Cuál va a ser? Un programa informático, por supuesto.

Y me lo explicó. Gracias a sus contactos académicos había conseguido una copia de un programa experimental capaz de realizar profundos análisis semánticos de cualquier texto literario, gracias a los cuales podía obtenerse un resumen del mismo sin necesidad de leerlo. No, no se trataba de simples reseñas del tipo de las que se pueden encontrar en cualquier revista literaria, sino de algo mucho más profundo e interesante, la propia esencia -en palabras de Miguel- de la obra en cuestión.

Pero el programa era capaz de ir todavía más lejos clasificando sus distintas “lecturas”, comparándolas entre sí, suprimiendo las discrepancias y elaborando finalmente una especie de síntesis de todo lo leído... casi nada.

Mi amigo, huelga decirlo, estaba literalmente entusiasmado con su juguete. Según decía, los autores del programa -“unos ingenieros cabezas cuadradas que no veían más allá de sus narices”- no eran conscientes de las potencialidades de su creación, que ellos habían concebido como un simple metatraductor de idiomas pero no como un analizador de contenidos semánticos, que era precisamente el uso que pretendía darle éste.

Y material con el que alimentarlo no faltaba... para empezar Miguel contaba con su bien surtida biblioteca y con todo lo que pudiera pillar, que era bastante, en internet. Y luego... ni siquiera el idioma sería un problema, ya que por su propia naturaleza el programa era capaz de leer textos escritos en un buen puñado de lenguas distintas, de hecho prácticamente todas las principales a nivel mundial o, cuanto menos, occidental, porque en realidad la ciencia ficción escrita en chino mandarín o en bengalí en principio no le interesaba demasiado. Con poder disponer del inglés, el francés, el alemán, el italiano, el polaco y el ruso, además claro está del español, tenía ya más que suficiente.

De hecho, su único trabajo físico sería el de digitalizar todas las obras de las que no dispusiera en versión electrónica, algo trivial para él dado que tenía previsto pedir una larga excedencia y no pensaba dedicarse a otra cosa, tarea para lo cual se había comprado uno de los más potentes ordenadores del mercado. Bueno, ese y el de seleccionar las obras con las que “alimentar” al programa.

Yo, sinceramente, no acababa de creérmelo. Que un programa informático, por muy sofisticado que pudiera ser, fuese capaz de deconstruir un libro como si de una tortilla en manos de un cocinero excéntrico se tratara, me sonaba, nunca mejor dicho, a ciencia ficción... pero cualquiera le llevaba la contraria a Miguel. Yo, desde luego, no pensaba hacerlo.

En realidad estaba convencido de que mi amigo estaba obnubilado, pero con ello no hacía ningún daño a nadie... y ya se le pasaría.

Me equivocaba de plano, aunque eso no lo sabría hasta mucho más adelante. La velada terminó con una despedida cordial y la promesa por mi parte de prestarle algunos de los libros más preciados de mi biblioteca para que pudiera digitalizarlos, así como mi considerable colección de modestos bolsilibros ya que, en lo tocante a la ciencia ficción, todo le valía. Ante mis lógicas reticencias por el temor a que alguno de los ejemplares pudiera resultar dañado o desencuadernado, me aseguró que disponía de un escáner específico para libros -a saber cuanto le habría costado el capricho- capaz de tratarlos con toda delicadeza por muy frágiles que pudieran ser. Así pues, aunque a regañadientes, no pude negarme a sus pretensiones.

Pasó algún tiempo. Miguel se había enclaustrado en su casa, y cuando le llamaba de vez en cuando para saber de él, su única respuesta es que seguía trabajando en su quimera y que el plan seguía adelante sin incidencias dignas de mención. Intenté aprovechar una visita que hice a su casa, a recoger mis libros ya digitalizados, para obtener más información, pero todo fue en vano. Miguel no soltaba prenda, prometiéndome eso sí -algo es algo- que yo sería el primero con el que compartiría sus resultados. Mientras llegaba el momento, no me quedaba otra opción que la de esperar.

Yo, la verdad, distaba mucho de tomármelo en serio, pero pese a todo me picaba la curiosidad. Asimismo, no podía evitar el recuerdo del conocido relato de Clarke que, con el título de “Los nueve mil millones de nombres de Dios”, describía cómo unos monjes tibetanos habían pretendido desentrañar, con el auxilio de un potente -para la época- ordenador el verdadero nombre oculto de Dios merced a una serie de combinaciones de letras de su alfabeto.

Claro está que los monjes de Clarke lo que buscaban era nada menos que el fin del mundo, el cual tendría lugar cuando el verdadero nombre de Dios fuera al fin pronunciado, mientras las pretensiones de Miguel eran mucho más modestas, limitándose a querer escribir la obra de ciencia ficción definitiva que le permitiera traspasar las esquivas puertas de la gloria literaria.

En cualquier caso, me dije, el único resultado final sería una novela probablemente ni mejor ni peor -más bien esto último- que otras muchas, para decepción del pobre Miguel... pero no se podía hacer nada por intentar convencerlo, salvo esperar a que se desengañara por sí mismo.

Y esperé o, mejor dicho, llegué a olvidarme casi del tema. Hasta que un día, cerca de un año después, me encontré con un mensaje suyo en el buzón de voz del teléfono móvil que, por variar, me había olvidado de conectar.

En él me manifestaba, de forma atropellada, su deseo de que nos reuniéramos en su casa para mostrarme el resultado de su experimento. Ciertamente se le notaba entusiasmado, y así me lo hacía saber insistiendo en la extrema importancia de lo logrado.

Esa tarde yo no tenía nada especial que hacer, así que tras advertir a mi mujer de que posiblemente llegaría tarde, me dirigí a su domicilio. Para sorpresa mía -me había dicho que no pensaba salir de casa en todo el día- no respondió al portero automático, ni tampoco me abrió la puerta cuando gracias a un vecino pude acceder al portal.

Era raro dado el interés que había mostrado en verme, pero tampoco tenía nada de excepcional; con toda seguridad le habría surgido un imprevisto a última hora obligándole a abandonar su vivienda. Así pues no me preocupé demasiado, lamentándome tan sólo de haber tenido que cruzar media ciudad para nada.

Esa misma noche le llamé al teléfono fijo sin que él lo cogiera. Acto seguido lo intenté con el móvil, que estaba “desconectado o fuera de cobertura”. Esto comenzaba a ser algo extraño, pero tampoco resultaba insólito. Al día siguiente volví a intentarlo de nuevo en los dos teléfonos, también sin resultado, lo cual ya comenzó a alarmarme. Miguel no tenía motivos para ausentarse durante tanto tiempo de su casa, máxime cuando no trabajaba -seguía en excedencia- y no tenía ningún motivo para ir a otro lugar.

Tres días después seguía sin dar señales de vida. Me estaba planteando acudir a la policía cuando llegó el mazazo: su cadáver había sido descubierto por la policía cuando los vecinos, alarmados por el mal olor que emanaba de la casa, se habían adelantado a mi iniciativa.

Según dictaminó la autopsia el fallecimiento se había debido a un infarto fulminante, pese a que su salud era perfecta y tan sólo unos meses antes había pasado satisfactoriamente una completa revisión médica.

Tardé bastante en recuperarme del golpe, y por supuesto me olvidé por completo de su llamada. Miguel no tenía familia cercana, tan sólo unos primos que vivían en otra ciudad, por lo que muy a mi pesar me vi en la obligación de asumir un protagonismo no deseado en los desagradables trámites legales que siguieron a su muerte. Una vez que mi desventurado amigo recibió sepultura intenté desentenderme del tema, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando se me comunicó que figuraba como heredero suyo.

Concretamente me dejaba su biblioteca y toda su producción literaria, básicamente conservada en su ordenador. Por esta razón, y de común acuerdo con sus parientes, beneficiarios del resto de sus bienes, procedí a llevármelo a casa junto con un considerable número de paquetes repletos de libros.

Durante algún tiempo lo tuve todo arrinconado en el trastero ante la falta material de sitio para ponerlo, y no fue sino hasta bastante después, buscando unos relatos suyos que me habían pedido para una antología, cuando caí en la cuenta de que su trabajo póstumo, aquél por el que había mostrado tanto entusiasmo, debería estar guardado allí.

Conecté el ordenador y procedí a buscarlo. Sí, allí estaba la totalidad de sus trabajos, perfectamente ordenados y catalogados... pero faltaba éste. Sorprendido insistí en su búsqueda, convencido de que tendría que estar allí; pero no existía ni el más mínimo vestigio de su existencia.

Eso era algo muy extraño. Miguel se había dedicado en exclusiva a él durante varios meses, y el mensaje del móvil no dejaba  la menor duda de que lo había terminado. Pero, ¿dónde estaba? Parecía como si se hubiera esfumado del disco duro sin dejar el menor rastro.

Y no sólo la novela... poco después caí en la cuenta de que también faltaba el programa de análisis semántico que había utilizado para escribirla. Cada vez más intrigado, recurrí a mis modestos conocimientos informáticos para intentar recuperar la información perdida, por supuesto sin el menor resultado. Recurrí entonces a los servicios de una empresa especializada en la recuperación de datos borrados, la cual encontró tan sólo una ingente cantidad de basura informática sin el menor interés, pero ni rastro de lo que yo buscaba.

Ha pasado el tiempo, y hace ya mucho que desistí de seguirlo intentando. Incluso he llegado a desear que todo hubiera sido tan sólo fruto de mi imaginación, pero soy consciente de que eso es imposible. Tengo la certeza de que esa novela existió, pero... ¿dónde está?

En ocasiones, cuando la bruma que constituye la delgada frontera entre la vigilia y el sueño se adueña de mi mente, padezco alucinaciones -no sé definirlas de otra manera- en las cuales Miguel aparece como la víctima de una conspiración tramada para evitar que ciertos conocimientos peligrosos pudieran quedar al alcance de la humanidad; conocimientos que siempre habrían estado allí siendo utilizados de forma fragmentaria por algunos escritores de ciencia ficción, pero lo suficientemente dispersos como para no resultar preocupantes.

La desgracia de Miguel habría sido su empeño en recopilar toda una serie de especulaciones que, todas reunidas, habrían revelado algo que “ellos” deseaban que permaneciera oculto, razón por la que habrían provocado su muerte -camuflada bajo unas causas naturales- con objeto de silenciarlo para siempre. Asimismo, habrían hecho desaparecer todas las pruebas comprometedoras tan minuciosamente reunidas por mi infortunado amigo.

Y he aquí mi temor. Nada sé de lo que pudo encontrar Miguel rastreando entre todo lo imaginado por los escritores de ciencia ficción, pero sospecho que existe algo que alguien no quiere que se sepa... y con toda probabilidad, “ellos” saben que yo lo sé.

¿Corre mi vida peligro como lo corrió la de Miguel? Lo ignoro, y aunque no tengo la menor intención de repetir su trabajo, no puedo evitar que el temor invada mi mente.

¿Vendrán a por mí pese a mi firme voluntad de no remover aquello que no ha de ser removido? O, por el contrario, ¿me dejarán en paz convencidos de que soy inofensivo? Ojalá sea así.

Ojalá.


Publicado el 28-4-2010 en NGC 3660