La Sinfonía de la Hora Final



Tocó el primer ángel la trompeta y hubo granizo y fuego mezclado con sangre, que fue arrojado sobre la tierra.

Apocalipsis, VIII - 7


Dirijo este escrito a... nadie. Ningún sentido tiene que yo relate esta terrible experiencia que me ha tocado vivir, puesto que muy pocos seres vivos deben de existir en toda la redondez del planeta y a los que aún lo estén no les quedará ya mucho tiempo. Sé que voy a morir y lo deseo, puesto que ningún tormento sería peor para mí que relegarme a una vida de silencio en un mundo en el que hasta la última brizna de hierba habrá de sucumbir bajo el peso de la maldición divina. No, sería demasiado cruel.

Pero a pesar de todo describiré hasta el final este postrer avatar de la especie humana. ¿Por qué lo hago? Quizá por presunción, quizá porque en el fondo estoy convencido de que la Providencia me ha otorgado la penosa misión de ser el cronista póstumo de la humanidad... Siento que debo hacerlo, aun cuando nadie pueda leer ya mi triste historia. La historia del fin de la humanidad.

Mi nombre es... ¿Qué importa eso? ¿Qué significan ahora unos apellidos? Tan sólo soy uno más entre los miles de millones de seres que hasta no hace mucho poblaban este planeta. El único que ahora sobrevive en el mundo calcinado y desierto que veo a mi alrededor. Pero debo darme prisa; ya siento cercana la llamada de la muerte, que reclama a sus últimas víctimas, y no deseo en modo alguno evitarla.

Antes, cuando la vida bullía y la gente se afanaba en conseguir sus pequeñas o sus grandes ambiciones diarias, yo era un hombre feliz, entendiendo como tal a alguien razonablemente satisfecho de su vida, alguien a quien se podría describir como un profesional liberal soltero y sin hijos, dispuesto a apurar hasta las heces la agridulce copa de la vida. Huelga decir que el ambiente social en el que me desenvolvía, ambiente libremente elegido por mí, se mostraba acorde con mis gustos y actitudes. Médicos, abogados, artistas... y un músico del que volveré a hablar por ser él el causante indirecto de mi actual situación, eran quienes componían mi mundo, un mundo alegre y despreocupado ajeno por completo a las miserias y penalidades que atenazaban a la mayor parte de la población del planeta. Un mundo, en suma, egoísta y despreocupado que no merecía en justicia un fin distinto del que tuvo, víctima de la implacable justicia divina.

Mi amigo el músico, al que llamaremos Juan, era un fanático de este bello arte. Más aún: era un auténtico obseso, perseguidor hasta la irracionalidad de lo que él denominaba la música perfecta. Porque la historia de la música, afirmaba, no era sino una carrera en pos de una utopía, la sinfonía postrera tras la cual ya nada habría, puesto que nunca se podría emular algo que de por sí sería intrínsecamente perfecto. Y pretendía ser él quien compusiera esta suprema obra maestra, como no se recataba en afirmar una y otra vez a todo aquél que aceptara escucharle.

-Palestrina, Bach, Beethoven, Sibelius... Tan sólo han sido unos eslabones en el camino hacia la perfección -explicaba presa de una extraña fiebre que le investía de todos los atributos que siempre se han considerado connaturales a los profetas-. Perfección truncada bruscamente por esos nefandos seguidores de las teorías dodecafónicas; perfección que ha de salvar el pozo en que se haya sumida la aberrante música contemporánea; perfección que se ha de conseguir volviendo a la senda de los grandes maestros no para imitarlos, sino para superarlos.

-La música tonal no está acabada -continuaba enfático-. Muchas veces se ha acusado a Wagner de ser el asesino de la música tradicional y todo ¿por qué? Porque después de él no ha surgido aún ningún otro genio capaz de desbancarlo... ¡Pero eso no significa que su música represente el cénit del arte! Llegará un nuevo genio que será capaz de conseguir una música más perfecta; sólo es cuestión de tiempo. Y yo seré ese hombre, el hombre que consiga alcanzar la gloria de haber compuesto la música total.

Al margen de su delirante paranoia, es justo reconocer que la labor de Juan como compositor era realmente aceptable... Me refiero, claro está, a sus obras normales, aquéllas conocidas por nosotros; y encuentro necesario matizar esta afirmación debido a que todos sus esfuerzos estaban volcados en la composición de una gran obra, una importante sinfonía en la cual había invertido varios años de incesante trabajo manteniéndola en el más riguroso de los secretos aun para sus más íntimos, como si temiera que la sola visión de sus inconclusas notas por parte de alguna persona pudiera acabar con el carácter sobrenatural y mágico de ésta.

Al igual que Leonardo con su eterna Gioconda, Juan jamás se separaba de su inacabable obra, en un intento aparente de aprovechar hasta la última gota de inspiración se encontrara donde se encontrara. A nuestras no siempre sinceras preguntas sobre la marcha de su composición respondía siempre con la misma frase hecha:

-Progresa. Va lento, pero seguro; lo acabaré, no temáis. Tened en cuenta que componer una obra perfecta exige mucho tiempo, quizá toda una vida.

Porque a pesar de todo, estaba convencido plenamente del carácter extraordinario de su composición. Un único temor le embargaba: la posibilidad nada remota de que fuera incapaz de terminarla. En una ocasión en la que su estado anímico le había predispuesto a las confidencias, me confesó su miedo a que el tiempo necesario para la creación de una obra perfecta fuera necesaria e intrínsecamente infinito. Pero pasada las momentáneas depresiones volvía de nuevo a su interminable tarea con mayor ímpetu si cabe.

Pasaron lentamente los meses, los años. La sinfonía proseguía su lento proceso de gestación, siempre celosamente mantenida en el secreto más absoluto. En un círculo en el que salvo fútiles y triviales anécdotas todo seguía igual, mi amigo proseguía incansable su magna obra, aquélla que según sus propias palabras le proporcionaría una fama inmortal. Y por fin, tras largos años de espera, su composición quedó felizmente concluida bajo el pretencioso titulo de Sinfonía de la Hora Final, colofón lógico a una obra de tales pretensiones; porque según él, no hubiera sido posible ningún otro título toda vez que nada compuesto con posterioridad sería capaz de emularla.

Acostumbrados a su aparentemente interminable proceso de creación, el hecho fue celebrado de una manera sincera e ilusionada por nuestro grupo de amigos. A pesar de su egolatría y de sus evidentes delirios de grandeza Juan era una persona apreciada por nosotros; aquella obra representaba la culminación de su larga carrera como compositor, y su alegría era la nuestra.

A pesar de nuestros insistentes requerimientos, Juan se mantuvo inflexible en su determinación de mantener incógnita su sinfonía hasta el mismo momento de su estreno. Nuestros ruegos, nuestros razonados argumentos de que era muy probable que pasaran años antes de que la obra pudiera ser ejecutada en una audición pública, no hicieron variar un ápice su terca decisión: La sinfonía se conocería con la pompa acorde con su importancia, y nunca antes.

Para nuestra sorpresa las gestiones de Juan dieron, por lo breve de la espera, un inesperado fruto: El anquilosado y conservador mundo musical, tan reacio a las innovaciones, no resultó ser, ni mucho menos, la traba que nosotros esperábamos para el estreno de la ya famosa, aunque todavía desconocida sinfonía; el innato afán de popularidad de nuestro amigo, unido al éxito evidente con el que manejaba el tortuoso mundo de las relaciones públicas, tuvo la virtud de obrar el milagro en forma de promesa formal de un solemne estreno al inicio de la nueva temporada de conciertos.

Y por fin el ansiado día llegó. Ni aun los más allegados al compositor conocíamos todavía una sola nota de la sinfonía; tanto el director como los profesores de la orquesta encargada del estreno, que ya habían ensayado la obra, guardaban un mutismo total de acuerdo con lo impuesto por el autor. Tan sólo éramos conscientes del extremo entusiasmo con que éstos profesionales, nada sospechosos de parcialidad, habían acogido la ejecución de la misma, ya que en palabras del satisfecho director, no se había compuesto nada igual desde tiempos de Beethoven.

Todo parecía augurar, pues, una favorable acogida de la sinfonía por parte del público, muy al contrario de las airadas reacciones, oscilantes entre la irritación y la más olímpica de las indiferencias, suscitadas por el común de las composiciones contemporáneas encuadradas en las tendencias musicales presuntamente avanzadas. Con tan esperanzadores presagios no era de extrañar que el día del riguroso estreno el auditorio se encontrara repleto a rebosar de un público entusiasta, repitiéndose el otrora frecuente y ahora olvidado ambiente de los grandes estrenos.

Por supuesto en el local, ocupado hasta el último asiento, no cabía un alfiler. Lógicamente nosotros nos encontrábamos en un lugar de honor al lado del protagonista de la velada, nuestro amigo Juan, rodeados de toda la élite intelectual de la ciudad que con su presencia contribuía a crear un ambiente solamente visto en las grandes (casi me atrevería a afirmar históricas) ocasiones. La sinfonía sería ejecutada en la segunda parte del programa precedida de un estudiado cartel: la obertura de Tannhäuser y el concierto Emperador de Beethoven... Se mantenía así hasta el final la incógnita de la nueva obra.

Conforme se acercaba el inicio del concierto, el ambiente se fue calmando y distendiendo al tiempo que el minucioso e inalterable ritual se iba poniendo en marcha. A la hora en punto el director, saludado con una fuerte salva de aplausos, hizo su aparición en el escenario; el concierto comenzaba ya.

Precedida de un respetuoso silencio la orquesta acometió los primeros compases de la inmortal obra de Wagner que abría el programa. Según Juan las tres obras -la obertura, el concierto y la sinfonía- seguían una línea estilística coherente, siempre según sus originales teorías sobre la evolución musical. El único e importante fallo, siempre de acuerdo con su criterio, consistía en la ordenación dada a estas obras: Puesto que Wagner era cronológicamente posterior a Beethoven la obertura de Tannhäuser representaba una etapa musical más avanzada que el concierto Emperador, por lo que ambas obras deberían haber sido programadas justo en orden inverso para respetar la evolución natural de la música. Al final se había impuesto el criterio pragmático del director, poco dispuesto a alterar la estructura tradicional de los programas de concierto, consiguiendo a la larga la aceptación del inicialmente irritado Juan.

Anécdotas aparte todo el mundo convino, al concluir la primera parte del concierto, que éste estaba resultado un rotundo éxito. En el breve tiempo del descanso no se oían en los pasillos otros comentarios que los referentes al inminente estreno de la Sinfonía de la Hora Final, sin ninguna duda el secreto musical mejor guardado de los últimos años. No faltaba quien apuntaba con malicia que Juan había jugado con fuego al aceptar semejante programación atreviéndose a ser comparado con dos genios tales como Beethoven y Wagner, aunque la principal polémica se reducía a un enfrentamiento dialéctico entre quienes pensaban de la sinfonía salvaría airosa su difícil reválida y aquellos otros escépticos que opinaban justo lo contrario.

Pronto saldríamos todos de dudas. De nuevo nos encontrábamos instalados en nuestras respectivas localidades, con la orquesta aprestándose a ejecutar la esperada sinfonía. Cuando la batuta del director se alzó por fin sobre su cabeza, un silencio sepulcral casi irreal se apoderó de la totalidad del auditorio, silencio roto instantes después por el arrebatador preludio del primer tiempo de la sinfonía, un allegro obstinato que nos hizo emerger sensaciones insospechadas desde lo más hondo de nuestras almas.

Conforme avanzaba el desarrollo de la sinfonía quedaba totalmente claro el carácter de obra maestra de la misma, siendo patente que su autor no había exagerado en sus afirmaciones que en su día tacháramos de disparatadas. Embriagado totalmente por el embrujo de sus notas, sintiéndome ridículamente cercano a un éxtasis que mi mente racional se mostraba reticente a aceptar, comprobaba estupefacto cómo mis sentidos se cerraban a todo estímulo extraño a la música que tanto me embargaba. Como en un caleidoscopio multicolor descubría reminiscencias de Bach, de Beethoven, de Bruckner y de tantos otros compositores que contribuyeron a la creación de la cultura musical de occidente, de la Música con mayúsculas. La sinfonía era un crisol en el que se fundían siglos y siglos de evolución musical, era la misma esencia del más abstracto de todos los artes, era todo y era una. Era, en definitiva, un sublime canto al universo, un emocionado saludo al Dios creador del infinito.

Una vez que el último acorde hubo concluido, las mentes de todos los allí presentes, incapaces de abandonar el peculiar estado anímico en el que la audición de esta obra maestra les había sumido, reaccionaron torpemente frente al repentino silencio en que se había trocado aquella increíble explosión de sonidos. Lenta, pero decididamente, se desató la estruendosa ovación, esta vez no limitada a un puro acto protocolario sino convertida en un sincero y pobre homenaje del entusiasmado público. Vinieron luego los inevitables actos sociales: los comentarios, unánimes en sus elogios; las felicitaciones, el febril acoso al atribulado compositor, triunfador para siempre en el difícil mundo del arte.

Poco a poco la gran fiesta fue tocando a su fin. Yo, como es natural, fui de los últimos en abandonar el ahora vacío y diríase muerto auditorio. En nuestro grupo tan sólo quedábamos los amigos íntimos de Juan, aún acosado por los inevitables críticos musicales; y fue uno de ellos quien sin saberlo puso de relieve la terrible clave que entonces todavía nadie sospechaba:

-Magnífica. Realmente magnífica -se deshacía en elogios-. Y lo más acertado es el título; estoy seguro de que nada será capaz de igualarla. Realmente es digna de anunciar el Apocalipsis.

¡Cuán cerca estaba de la verdad, aunque él no lo supiera! A la mañana siguiente, velada aún mi mente por las brumas del último sueño, al sintonizar la radio con objeto de escuchar las primeras críticas a la labor de mi amigo una noticia, repetida insistentemente por la totalidad de las emisoras, me heló bruscamente la sangre: La Tercera Guerra Mundial, durante tanto tiempo temida, había comenzado ya. Aquella madrugada cohetes rusos y americanos surcaban el aire, ansiosos de muerte y de destrucción; la compleja maquinaria puesta en pie por el hombre comenzaba su mortífera e irreversible marcha.

La Hora Final había llegado; los Cuatro Jinetes galopaban ebrios de sangre por toda la faz de la Tierra y el tiempo concedido a la humanidad por el Divino Hacedor tocaba definitiva e inexorablemente a su fin mientras la muerte se aprestaba a cobrar su postrer y definitivo tributo.

Nada queda ya por relatar en este triste momento en el que sólo me resta esperar a que se cumpla mi destino, el triste destino de toda una humanidad arrasada en el holocausto atómico. Tan sólo una duda anida en mi anquilosada mente: ¿Se trató de una increíble, disparatada casualidad, o se debió a una cruel disposición de la Providencia? ¿Sabía mi amigo que el Destino le había reservado el papel de anunciador de la catástrofe final? ¿Era sincero cuando afirmaba que después de su sinfonía no podría haber ya nada más? Esta respuesta, hipotético lector, jamás podrá ser conocida por nadie de este mundo.


Publicado el 24-6-2016