El caso del tren fantasma



Treinta años en la policía, los últimos de ellos como comisario, aportan muchas experiencias, no todas ellas agradables y algunas decididamente desagradables. Pero es mi profesión, y aunque mi entusiasmo juvenil hace mucho que quedó olvidado, sigo considerando que estas últimas quedan casi siempre compensadas por un trabajo estimulante, nada rutinario y, por ello, enriquecedor.

Casi siempre.

Una de mis peores experiencias fue, sin lugar a dudas, el caso del tren fantasma. Bueno, yo le llamo así, aunque por supuesto en el expediente que redacté, cerrado hace tiempo, utilicé un término más aséptico y nada comprometido; no deseo que a estas alturas de mi carrera me tomen por un chiflado.

Pero en estas memorias, que nadie podrá leer mientras yo viva, puedo explayarme sin miedo relatando, ahora que todavía conservo fresca la memoria, el caso más extraño e insólito con el que me he enfrentado desde el lejano día en el que salí de la academia.

Acababa de hacerme cargo de la comisaría de barrio de una gran ciudad, en su día periférico y ya absorbido por lo que sus habitantes consideran el centro urbano. Y aunque las nuevas áreas residenciales habían ido cubriendo poco a poco importantes parcelas de su territorio, todavía quedaban algunas ocupadas por antiguas fábricas abandonadas que resistían numantinamente a su inexorable demolición.

Fue en una de ellas donde ocurrió el suceso que dio origen al caso. Me encontraba en mi casa preparándome para dormir cuando recibí la llamada del agente que cubría la guardia nocturna en la comisaría, el cual me informó que acababa de encontrarse el cadáver de una persona aparentemente arrollada por un tren en la vía que atravesaba un antiguo polígono industrial en desuso.

Podía haber delegado en mi subcomisario ya que era a él a quien le correspondían esa semana los casos nocturnos, pero sabía que no se encontraba bien pese a que no había solicitado la baja médica y preferí no molestarle. Además, me encontraba desvelado -no era todavía demasiado tarde- y el lugar del suceso no se encontraba demasiado lejos de mi casa. Incluso podría ir andando sin necesidad de pedir un coche patrulla.

Así lo hice. Los agentes ya estaban allí y habían montado la parafernalia de rigor. También había llegado el forense y se esperaba de un momento a otro al juez.

Los chicos me explicaron lo sucedido. Haría cosa de media hora un mendigo que buscaba un lugar tranquilo para dormir -las naves abandonadas solían ser el refugio nocturno de esta pobre gente- fue a cruzar la vía descubriendo algo en las traviesas que no pudo ver bien en un principio por la falta de luz. Se acercó y comprobó espantado que se trataba de restos humanos; y no eran los únicos, puesto que un largo rosario de despojos informes regaba las traviesas durante un considerable trecho.

Huyó de allí despavorido saliendo a la calle cercana, de ella a la avenida y no paró hasta llegar, perdido el resuello, hasta la puerta de la comisaría, donde a duras penas pudo explicar lo que había visto. El agente de guardia dio aviso a una patrulla y me llamó también a mí. El resto ya lo sabía.

Uno de los agentes me puso al corriente de los detalles complementarios, aunque en realidad había poco que añadir. La vía estaba sembrada de restos a lo largo de varias decenas de metros, lo que la convertía en un espectáculo poco apto para estómagos sensibles. El mío, aun endurecido por los años de profesión tuvo que realizar considerables esfuerzos paramantener la cena en su sitio.

Según me informó el forense, el tamaño y la dispersión de los fragmentos parecía indicar que el arrollamiento se había producido por un tren a gran velocidad y de bastantes vagones, pero hasta que no dispusiera de los informes de la policía científica no le sería posible precisar más.

En aquel momento topé con algo que no encajaba. Siempre he sido aficionado al tema de los ferrocarriles, y había leído bastante sobre la historia de la red ferroviaria de la ciudad.

-Un momento -le interrumpí-. No estoy seguro del todo y tendría que comprobarlo, pero me suena que esta vía dejó de estar en servicio hace ya tiempo.

-¿Qué quiere decir? -me preguntó un tanto amoscado.

-No sé, lo veo todo confuso. ¿Está usted seguro de que el cuerpo fue despedazado por un tren?

-¿Cómo si no? -se puso en guardia-. Sólo una explosión convenientemente fuerte podría haber causado un destrozo similar, y evidentemente no la ha habido. Además, en este caso los restos no habrían quedado esparcidos a lo largo de la vía, sino diseminados en todas las direcciones a partir del foco de la explosión.

-No sé... -repetí la coletilla sin darme cuenta-. Quizá una riña, un homicidio y un posterior descuartizamiento para simular un accidente; el homicida no tendría por qué saber que por esta vía ya no pasaban trenes.

El forense me miró con conmiseración, tal como si hubiera dicho la mayor tontería del mundo -probablemente había sido así-, se encogió de hombros y se despidió con sequedad. No insistí.

El lugar se iba llenando poco a poco de gente: la policía científica, el juez de guardia y un secretario del juzgado, los bomberos encargados del desagradable trabajo de recoger los restos, los empleados de la funeraria responsables de llevarlos al depósito... por suerte el lugar era bastante recóndito y, aunque se encontraba relativamente cercano a las aun por la noche bulliciosas, calles, tan sólo era frecuentado por mendigos, chatarreros -aunque poco era lo que se podía ya expoliar- y algún que otro despistado. Una pareja de agentes se había apostado a la entrada para impedir que se colaran curiosos.

Poco más podía hacer yo allí, aunque al encontrarse el lugar del suceso dentro de mi jurisdicción tenía el deber de aguardar hasta el final. Y así lo hice. Una ver levantado el cadáver todos se fueron yendo -estaba ya avanzada la madrugada, aunque la temperatura era tibia-, quedando sólo un retén al que encargué que acordonara la zona antes de que se marcharan. Di instrucciones para que el Ayuntamiento enviara una brigada de limpieza y me marché a casa.

A la mañana siguiente, ojeroso puesto que apenas había podido dormir, me enfrenté a la tarea pendiente de identificar al fallecido. Los agentes no habían encontrado documentación alguna y, dado el destrozo, sería necesario tomar muestras de ADN; pero en mi fuero interno pensaba que no resultaría fácil, puesto que todos los indicios parecían señalar que probablemente se trataría de uno de los mendigos nónimos que frecuentaban la zona.

Mandé buscar al que lo descubrió, cosa que no fue fácil porque estaba terriblemente asustado y parecía que se le hubiera tragado la tierra, quizá temiendo que pudiéramos acusarlo de homicidio. Finalmente, gracias a la mediación de los servicios sociales, pudimos localizarlo y, muerto de miedo, respondió a las preguntas de los agentes en plena calle, pues para trasladarlo a la comisaría hubiera hecho falta ponerle una camisa de fuerza, algo que por supuesto no estaba dispuesto a hacer. Bastante susto se había llevado el pobre.

De todos modos, no nos resultó de mucha utilidad. Según explicó, animado por el bocadillo de calamares y el botellín de cerveza que le ofrecieron los agentes, no había visto ni oído el atropello -ésta era la versión oficial mientras no se demostrara lo contrario-, ya que cuando llegó allí lo único que encontró fue el cadáver o, mejor dicho, lo que quedaba de él. Y no había ningún motivo para sospechar que mintiera, pensé al tiempo que me abochornaba recordando el ridículo que había hecho con el forense.

Pese a que temíamos encontrarnos en un callejón sin salida, el azar vino en nuestra ayuda. Había encargado a los servicios sociales -recurrir a mis agentes les hubiera espantado- que preguntaran a los mendigos habituales de la zona si habían echado en falta a alguno, aunque su individualismo y el frecuente deterioro mental de bastantes de ellos no me hacían albergar demasiadas esperanzas. Pero no se me ocurría ningún otro medio, puesto que las pruebas de ADN no estarían listas hasta pasados varios días y tampoco creía que pudieran ser de mucha ayuda. Como cabía esperar, tampoco había sido denunciada desaparición alguna.

En contra de lo que pensaba, el rastreo de los servicios sociales acabó dando resultado. Efectivamente los mendigos echaban en falta a uno, apodado el Ruso -si procedía de los países del este la cosa se iba a complicar todavía más-, que últimamente había estado liado con la Cati, una ex-drogadicta que también solía rondar por allí. La gente de los servicios sociales la conocían, pero parecía que se la hubiera tragado la tierra.

Ordené que se la buscara incluso fuera de mi distrito, y finalmente apareció en una población cercana a la que se había desplazado, al parecer pretendiendo pasar desapercibida. Costó trabajo convencerla de que no la íbamos a hacer el menor daño, y finalmente conseguimos que nos relatara lo que vio esa fatídica noche.

Efectivamente el fallecido era el Ruso, aunque ella desconocía tanto su verdadero nombre como su procedencia. Llevaban algún tiempo juntos y, para contar con una mayor intimidad, se habían acostumbrado a refugiarse en cualquiera de las naves abandonadas. Pero esa noche había buena temperatura, y a ella se le antojó quedarse al aire libre para evitar las incomodidades de las mugrientas ruinas. Además, conocía un lugar en el que la vía se encajonaba entre dos muros y, al encontrarse tras una curva, quedaba a resguardo de posibles mirones.

Su compañero se había mostrado remiso alegando el riesgo de que pudiera llegar un tren, pero ella le tranquilizó asegurándole que desde hacía años no pasaba ninguno. Él accedió a regañadientes y, cuando más enfrascados estaban, oyeron de repente la vibración de los raíles que precede al paso de un tren. Instantes después, veían como la mole de una locomotora doblaba la curva precipitándose hacia ellos.

Cati no recordaba demasiado bien como había logrado salvarse antes de que se les echara encima, aunque suponía que la existencia de un providencial boquete en el muro le había permitido escabullirse justo a tiempo. El Ruso, que intentó saltar hacia el otro lado, no tuvo tanta suerte. Y eso era todo. Aterrorizada, y creyéndose culpable de la atroz muerte de su compañero, había huido lo más lejos que pudo temiendo que pudieran acusarla de homicidio.

Yo la tranquilicé asegurándole que no tenía que temer nada ya que se había tratado de un desgraciado accidente, y que sólo pretendíamos recabar su ayuda para poder intentar identificar a la víctima. No obstante, y puesto que la duda seguía rondándome en el cerebro, intenté que me describiera lo más posible el tren.

Obviamente no pudo darme detalles precisos, dada la precipitación con la que sucedió todo. Sí describió al tren como una anacrónica locomotora de vapor -insistió mucho en el humo y en los chorros de vapor, que la sofocaron- que marchaba a toda velocidad arrastrando varios vagones de viajeros o al menos algunos de ellos, puesto que pudo distinguir las ventanillas iluminadas.

Nada más pude sacar en claro de su declaración, pero lo que me había contado hacía todavía más inverosímil la historia. Una locomotora de vapor casi medio siglo después de que se retirara de circulación la última de ellas, al menos en la red principal, y vagones de pasajeros cuando esa vía había sido siempre un ramal industrial cerrado desde hacía décadas, tal como había podido confirmar... era para volverse loco.

Por fortuna, la tramitación del caso fue derivada a la sección responsable de la identificación de fallecidos y, como el cuerpo seguía sin ser reclamado, mis subordinados y yo nos vimos liberados de tan desagradable tarea. No obstante seguí al tanto de las pesquisas realizadas con la ayuda de las embajadas de los países de los que pensábamos que podría proceder éste, las cuales terminaron dando resultado.

Resultó no ser ruso sino serbobosnio, una de tantas víctimas de los nacionalismos suicidas que habían provocado la implosión de Yugoslavia mediante un rosario de guerras salvajes que llegaron a alcanzar unos niveles de brutalidad impensables, o al menos así se creyó ingenuamente, en la Europa de finales del siglo XX. Mirko Petrovic, éste era su verdadero nombre, había huido de su país y, tras años de estar dando tumbos por media Europa occidental, acabó recalando en España arrastrado por la resaca de una vida cada vez más dura y marginal. El resto de su desgraciada historia se podía resumir en la de cualquier mendigo hundido en la marginalidad y la invisibilidad social. Aunque se logró localizar a unos parientes suyos éstos rehusaron hacerse cargo del cadáver, que acabó inhumado en una sepultura de caridad.

En cuanto al expediente policial, las incómodas circunstancias de su accidente se saldaron con el carpetazo de “muerte accidental por atropello”, obviando la difícil explicación de los detalles en los que habría tenido lugar el hipotético atropello. Y todos satisfechos, puesto que al desdichado Petrovic nadie le echó de menos ni tampoco se reclamó una investigación más profunda de los puntos que quedaban sin aclarar.

Todos, menos yo. Aunque la comisaría volvió a la rutina habitual y pronto comenzó a olvidarse el rocambolesco episodio, a mí me carcomía la incomodidad de no poder explicar como una persona podía haber sido arrollada por un tren anacrónico que circulaba por una vía en desuso. Así pues, me propuse realizar mis propias averiguaciones no bajo mi responsabilidad policial, algo que podría haberme acarreado problemas con mis superiores, sino como estudioso de la historia del ferrocarril.

Rastreando por internet me puse en contacto con las asociaciones de amigos del ferrocarril, y éstas me remitieron a la persona que consideraban más experta en el tema que yo dije estar interesado, los ramales industriales. Resultó ser un agradable ferroviario jubilado que había descubierto su tardía vocación de historiador, el cual me atendió con total amabilidad citándome en su propia casa para poder tener así a mano la bibliografía necesaria.

No me hice de rogar, y pocos días más tarde me encontraba sentado frente a él en su abigarrado despacho. Le conté la verdad, aunque no toda: que era policía, que había acudido al polígono industrial abandonado porque se había encontrado un cadáver y me había llamado la atención que estuviera atravesado por una larga vía férrea. Él me preguntó por las causas de su fallecimiento y yo, aprovechando que habíamos conseguido evitar que los detalles escabrosos llegaran a oídos de los periodistas, le respondí que había sido accidental sin entrar en más detalles. Al fin y al cabo lo que me interesaba era la vía, no el muerto.

Él debió de pensar lo mismo, puesto que no insistió entrando en el tema que nos había reunido.

-Durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX -me explicó- la mayor parte del tráfico de mercancías se hacía por ferrocarril, por lo que las empresas solían buscar emplazamientos cercanos a una línea férrea desde la que poder enlazar un ramal que condujera a su fábrica, lo que evitaba los farragosos traslados en carro hasta la estación más cercana. Así pues proliferaron estos tendidos industriales, sobre todo en ciudades en las que se aunaban una actividad industrial importante y una trama viaria lo suficientemente tupida. Éste fue el origen del caso que nos ocupa.

-Creo que ya no ocurre así -intervine yo.

-En efecto. A partir de aproximadamente mediados del siglo XX el transporte por carretera, es decir, con camiones, empezó a cobrar cada vez más auge en detrimento del ferrocarril. Con el tiempo la decadencia fue cada vez mayor por diferentes motivos: los antiguos polígonos industriales iban siendo absorbidos por el crecimiento de las ciudades, y la sustitución de los viejos vagones de mercancías por contenedores le dio la puntilla al sistema tradicional, ya que los antiguos muelles de las estaciones fueron cerrados y sustituidos por grandes estaciones clasificadoras, por lo que ya no tenía sentido un reparto ferroviario puerta a puerta que, además, no podía competir en modo alguno con los camiones en la etapa final de su recorrido. Sólo en grandes instalaciones fabriles como las fábricas de coches o las cementeras, o en los puertos marítimos resultó rentable mantener las infraestructuras ferroviarias.

-¿Sabe usted cuándo se cerró este ramal?

-Con exactitud no, aunque supongo que sería hacia las décadas de 1960 o 1970 aproximadamente. En cualquier caso lo presumible es que para entonces arrastrara una larga decadencia durante los años previos, ya que daba servicio a varias fábricas y no todas prescindirían de él al mismo tiempo. Además contaba con una peculiaridad que le permitió sobrevivir algún tiempo más que otros similares. Se lo mostraré sobre un plano.

Se levantó, revolvió en un cajón y se volvió a sentar desplegando sobre la mesa un viejo mapa desgastado por las dobleces.

-Se trata de un plano ferroviario de principios del siglo XX, cuando esta zona estaba todavía en plena actividad. Fíjese en su trazado -me indicó señalándolo con el dedo-. Como verá atraviesa todo el polígono industrial en lugar de bordearlo como solía ser lo más habitual, de manera que podía dar servicio por ambos lados con cortos apartaderos que partían de él y se introducían en los patios de carga de las fábricas. Había al menos una docena -suspiró con nostalgia.

»Pero no es ésta la singularidad que quería mostrarle. Por lo general estos ramales entroncaban con la línea principal por uno de sus extremos, mientras el otro o los otros, cuando éste se ramificaba, solía acabar en una topera, es decir, cortado. Aquí, por el contrario, se aprovechó que el polígono se encontraba ubicado entre dos tendidos ferroviarios distintos para enlazarlo a ambos por sus dos extremos. De esta manera los trenes podían entrar indistintamente por uno u otro lado, lo que facilitaba las maniobras y evitaba rodeos. Claro está que como el ramal era de vía única los trenes no podían circular simultáneamente en ambos sentidos, pero con una buena coordinación, ya que el tráfico tampoco era demasiado intenso, las ventajas superaban a los inconvenientes.

-Entonces -le interrumpí-, el ramal también podría ser usado como enlace entre las dos líneas a las que estaba unido.

-En teoría sí -sonrió-. Pero la realidad era más compleja. Tenga en cuenta que en la época de la que estamos hablando todavía no existía Renfe, y eran varias las compañías privadas que se repartían el tráfico ferroviario del país. Aunque cada una tenía asignadas sus propias líneas, en las ciudades grandes solían coincidir varias de ellas, y por lo general contaban con sus propias infraestructuras, lo que explica la aparente duplicidad de las dos líneas que usted indicaba. Además el ramal no pertenecía a ellas, sino a un consorcio formado por las fábricas que lo utilizaban.

Así pues, me continuó explicando, ninguna de las partes involucradas tenía demasiado interés en que el ramal se convirtiera en un lugar de paso. Las compañías ferroviarias en razón de la competencia que mantenían entre ellas, y las fábricas porque no querían que las circulaciones de paso entorpecieran sus propias actividades. El ramal tampoco había sido pensando para estos usos, por lo que sólo admitía unas velocidades demasiado lentas para que resultara rentable su uso como atajo.

-Por lo que he podido averiguar -continuó el historiador- en realidad sí se llegó a utilizar como enlace en algunas ocasiones, pero sólo de forma excepcional y justificada y siempre cuando las fábricas estaban inactivas, es decir, por la noche o en domingos y festivos. Pero no creo que ocurriera demasiadas veces.

-¿Con trenes de pasajeros? -pregunté, procurando poner la cara más inocente posible.

-¡Oh, no! Las líneas de viajeros tenían unos recorridos establecidos y nunca se desviaban de ellos. Como mucho puede que lo hicieran, cosa que dudo, con un tren vacío para trasladarlo de una línea a otra; pero no lo creo, puesto que como ya le he dicho pertenecían a diferentes compañías. Con el transporte de mercancías había más manga ancha, aunque tampoco demasiada ya que las compañías siempre cobraban peaje a cualquier otra que necesitara utilizar sus vías.

-Tengo entendido que tras la Guerra Civil se nacionalizaron todas las compañías. ¿Afectó esto en algo al ramal?

-No que yo sepa, ya que Renfe no se interesó por estos ramales privados. Todavía seguía en uso, pero como ya le he comentado resultaba poco útil como enlace a causa de su diseño. Además, una vez unificado el servicio la nueva compañía procedió a remodelar la red suprimiendo o reduciendo el tráfico en aquellos trazados que, desaparecida ya la competencia, resultaban redundantes.

-No quisiera abusar más de su amabilidad -me disculpé-, pero si me lo permite desearía hacerle una última pregunta -y ante su aquiescencia tácita continué-. ¿El ramal sigue conectado a las dos líneas?

De sobra sabía que no ya que me había molestado en indagarlo, pero quería asegurarme.

-¡Oh, no! Hace ya bastante tiempo se renovó el tendido de la línea situada al sur del polígono -la señaló en el mapa-, desmantelándose el cambio de agujas y los primeros metros del desvío. No se continuó levantando la vía ya que era de propiedad privada, pero sí tapiaron la abertura por la que salía la bifurcación. Le aseguro que un tren tendría ahora serias dificultades para pasar de una vía a otra pasando a través de la tapia -rió.

-¿Y por el otro lado?

-Todavía peor. Renfe levantó la vía en su totalidad y convirtió la antigua trinchera en un túnel por el que hoy discurre una línea de cercanías y sobre el cual discurre ahora una avenida. El ramal quedó convertido en un muñón roto por sus dos extremos.

-¿Por qué no se desmanteló -pregunté de nuevo ignorando mi promesa.

-Porque no era propiedad de Renfe, y una vez desconectado de sus vías se desentendió de él. En cuanto a sus propietarios... bien, llevaba ya mucho tiempo fuera de uso. En su momento hubo una propuesta de levantar la vía para construir sobre su trazado una calle que permitiera acceder a los camiones, pero las cosas habían cambiado mucho. Varias de las fábricas estaban cerradas, las restantes agonizaban o preveían su traslado a otro lugar, y todas ellas se habían ido apañando con los accesos para camiones que ya tenían. El proyecto se fue dilatando y finalmente quedó olvidado. Además el paso era sinuoso y en algunos lugares también bastante angosto, por lo que se temió que pudieran crearse atascos e incluso accidentes entre los camiones. Finalmente, cuando todo el polígono quedó abandonado, nadie se preocupó por las vías ya que ni siquiera vendiendo los raíles como chatarra servirían para cubrir los gastos. Supongo que cuando entre la piqueta se las llevarán por delante junto con lo que quede de las naves.

Poco más era lo que podía sacar en claro, así que me despedí de mi amable anfitrión dándole las gracias y abandonando su domicilio con un libro de su autoría que tuvo la gentileza de regalarme en el cual, según me advirtió, venía reproducido el plano que me había mostrado.

Pasaron varios días durante los cuales no dejé de darle vueltas al rompecabezas con el que me enfrentaba. Un tren de pasajeros remolcado por una antigua locomotora de vapor, atravesando a toda velocidad una vía que no era utilizada para esos fines y que ni siquiera cuando estaba plenamente operativa permitía hacerlo de esa manera... todo ello décadas después de que desaparecieran las locomotoras de vapor y la vía quedara cortada por sus dos extremos. ¿Me estaba volviendo loco? Yo no había visto el tren ni, por supuesto el accidente, y había comprobado que efectivamente ningún tren podría pasar por la que era, en todos los sentidos, una vía muerta. Pero había visto el cadáver o, mejor dicho, lo que había quedado de él, un destrozo que sólo podía haberse producido, en palabras del propio forense, por el arrollamiento de un tren.

A la tercera noche de insomnio -la obsesión por el caso del tren fantasma, como lo había bautizado en mis elucubraciones, había ido en aumento- decidí recurrir a mi amigo Juan. En realidad calificarlo como amigo, en sentido estricto, no era correcto, puesto que nuestra relación, aunque larga y cordial, no había alcanzado nunca el suficiente grado de intimidad. Pero sí le consideraba, y supongo que también él a mí, bastante más que un simple conocido. El hecho de que fuera periodista me motivaba a guardar las distancias en el plano profesional, puesto que no quería que hubiera interferencias externas -y los periodistas acostumbraban a hacerlo- en mi trabajo; pero la verdad era que él lo respetaba y nunca intentó sonsacarme una noticia en contra de mi voluntad.

Según me había dicho la última vez que le vi, varios meses atrás, ahora trabajaba como colaborador y documentalista de un programa de televisión dedicado a temáticas, digamos esotéricas, con un notable éxito de audiencia a base de insinuar mucho y demostrar poco.

Recuerdo que no pude evitar fruncir el ceño ante lo que consideraba una descarada superchería, aunque conseguí morderme la lengua para no revelar con palabras lo que se reflejaba implícitamente en mi rostro.

-Sí, Pablo, sé en lo que estás pensando -me respondió con una sonrisa cómplice-. Y te aseguro que yo pienso igual que tú; a cualquier persona con un mínimo de sentido común le habrán de parecer meras majaderías. Pero -añadió- lo cierto es que hay montones de gente dispuesta a creerse cualquier cosa con tal que esté convenientemente envuelta en papel de colores brillantes y adornada con un lacito, y mi jefe es un verdadero genio para eso. Como dice, ¿qué importa que sea verdad lo que cuentas si resulta bonito, es lo que la gente quiere oír y además les hace felices? De sobra sé que se trata de una superchería, pero te guste o no es así como funciona el. Nosotros no hacemos daño a nadie, tan sólo los entretenemos, lo cual en el fondo no es muy diferente de lo que hace quien escribe una novela o dirige una película.

Yo estuve a punto de decirle que los novelistas y los directores de cine no pretendían engañar a nadie haciendo pasar por real lo que tan sólo es fruto de su imaginación; pero me interrumpí a tiempo porque en el fondo no le faltaba razón. Y puestos a desenmascarar mentirosos habría que empezar por los que son realmente peligrosos como los políticos y los periodistas que los jalean, entre otros muchos embaucadores infinitamente más dañinos.

-Además -añadía no sé si con sinceridad o cinismo, probablemente con una mezcla de ambas cosas-, de algo hay que vivir, y la verdad es que me gano bastante bien la vida con esto; menuda diferencia de cuando trabajaba en un periódico.

Aunque conocía perfectamente la manera de pensar de mi amigo, en el fondo todavía más escéptico que yo, tenía reticencias a contarle mi historia puesto que no deseaba que la pudiera utilizar como carnaza para su programa. Así pues, cuando le llamé para decirle que le quería contarle algo, le puse como condición inexcusable que lo que yo le dijera no debería salir bajo ningún concepto de nosotros.

Él aceptó sin titubear, e incluso se rió de mis temores.

-Querido Pablo, te aseguro que estamos tan desbordados de material que tendríamos para varios años de programa sin necesidad de buscar nada nuevo. Así pues puedes estar tranquilo; a no ser que tengas encerrado un marciano en tu casa o hayas inventado una máquina del tiempo, dudo mucho que lo que me tengas que contar, por inverosímil que te pueda parecer, llegara a interesar a mi jefe, aunque a mí me pica la curiosidad de saber qué puede haber trastornado a alguien tan cartesiano y cuadriculado como tú.

Quedamos citados en una cafetería lo suficientemente tranquila y discreta como para estar a salvo de oídos indiscretos -Juan se burló sin disimulo de mis paranoias policiales- y entre cerveza y cerveza procedí a relatarle la historia del tren fantasma.

En contra de lo que esperaba, me escuchó con interés y se lo tomó en serio. Muy en serio, añadiría, a juzgar por su taciturno semblante. Y entonces llegó mi revancha.

-¡Vaya con el escéptico sin escrúpulos! -le espeté en tono jocoso-. Ahora va a resultar que quien creía en trenes fantasmas eras tú.

-No... no es eso -titubeó-. Como te he dicho, estoy más que acostumbrado a bregar con las cosas extrañas y presuntamente inexplicadas que te puedas imaginar, por lo que creo que sé discernir cuando se trata de una engañifa o un fraude... como lo suelen ser la inmensa mayoría de los casos que manejo. Pero entre medias, muy de tarde en tarde, puede surgir alguno que te hace dudar de su presunta falsedad, por más que paradójicamente estos últimos suelan ser descartados por el programa con la excusa de que no acostumbran a tener la suficiente garra para los magufos del ramo, incapaces de asimilar nada que les resulte demasiado sofisticado. Por desgracia la realidad -suspiró- suele ser mucho más prosaica y aburrida que los disparates.

-¿No me irás a decir que el accidente que te he contado te huele a verdadero?

-Por el momento ni me huele ni me deja de oler, ya que no lo he podido estudiar con detenimiento. No me malinterpretes, me fío de tu sensatez y de tu criterio, pero necesito aplicarle mis propios filtros. Necesitaría, de momento, visitar personalmente el lugar.

-Eso es fácil -respondí aliviado-, pero no me explica tu turbación. Te has quedado absorto...

-Discúlpame -esbozó una sonrisa-, pero es que me ha recordado un caso hasta cierto punto similar sobre el que he estado investigando... por mi cuenta, ya que el cretino de mi jefe me dijo que me olvidara de él porque no lo encontraba televisivo -escupió el adjetivo, lo que me indujo a pensar que quizá no estuviera tan a gusto en su trabajo como pretendía hacerme creer.

-Ahora el intrigado soy yo -confesé.

-Te cuento. Para ello debemos remontarnos a unos ochenta años atrás, recién terminada la Guerra Civil. Como supongo sabrás, Franco había convertido a España en un inmenso campo de concentración donde tenía encerrados a todos aquellos sospechosos de ser desafectos ¡qué ironía! a su persona. Nuestra ciudad permaneció en el bando republicano hasta el final de la guerra y se había significado por su oposición a los rebeldes, por lo que entró en ella a saco. Llegó a haber tantos detenidos que no cabían literalmente ni en el antiguo penal ni en las prisiones provisionales que se habilitaron a toda prisa, lo que creó un serio problema logístico.

»La solución que buscaron fue la de trasladar parte de los presos a otros lugares donde sí disponían de espacio, por lo que organizaron varios trenes penitenciarios que los fuero repartiendo por diferentes penales del país. Según he podido averiguar todos ellos llegaron a su destino... excepto uno.

-No es de extrañar -le interrumpí-. Al terminar la guerra los ferrocarriles españoles eran una auténtica ruina, con el material rodante y las infraestructuras destrozados o en un deplorable estado de conservación.

-Exacto, ésta fue la razón por la que el nuevo estado los nacionalizó en 1941 fusionándolos en Renfe. Pero cuando decía que un tren no llegó a su destino no me refería a que sufriera una interrupción o un percance por el camino, sino a que desapareció sin dejar el menor rastro junto con todos sus ocupantes.

Me quedé con el vaso de cerveza a mitad de camino de la boca, paralizado sin saber qué hacer. Finalmente opté por dejarlo sobre la mesa.

-¿Quieres decir que...?

-Exacto, ya entonces hubo un tren fantasma o presuntamente fantasma, aunque en principio no parecen existir motivos para relacionarlo con el tuyo... en principio -recalcó.

-Cuéntame los detalles.

-En realidad no es mucho lo que se sabe, al menos según los documentos oficiales de la época que he podido consultar. El tren partió de aquí camino de una ciudad del noroeste, y su rastro se sigue perfectamente hasta que pasó sin parar por una pequeña estación rural. Entre ésta y la siguiente tenía que atravesar un túnel y cruzar un pantano por un viaducto tras el cual, describiendo una pronunciada curva, llegaba a otra estación similar... por la que nunca pasó. Simplemente, se esfumó en algún punto entre ambas.

-¿Cómo puede desaparecer un tren completo sin dejar el menor rastro? -me sorprendí.

-Lo mismo pensaron los responsables del traslado. Dada la naturaleza de sus pasajeros -recalcó con sorna- el trayecto estaba muy controlado. Los prisioneros estaban esposados e iban custodiados por un nutrido pelotón de guardias civiles. En todas las estaciones de la línea había retenes de la Benemérita, y los jefes de estación tenían órdenes de comunicar por teléfono el momento exacto del paso del convoy.

-Dices que no apareció...

-En efecto. Inmediatamente se organizó un rastreo de la vía en el tramo comprendido entre las dos estaciones pensando que pudiera haber sufrido una avería, algo nada extraño dado su precario estado de conservación, o incluso un accidente. El tren tenía su buena docena de vagones además de la locomotora y el ténder, por lo que no era precisamente pequeño ni podía pasar desapercibido. Pero no lo encontraron ni en los tramos en los que la vía discurría a cielo abierto, ni en el túnel; lo que sí descubrieron fue que había cedido parte de la plataforma del viaducto a mitad del pantano, justo donde éste tenía mayor profundidad.

-Luego se trató de un accidente.

-Era lo más probable, ya que el estado de conservación del puente también era precario. Cabe suponer que cediera alguna de las vigas por el peso de la locomotora, y que ésta cayera al vacío arrastrando a los vagones, siendo tragados por las aguas ya que el pantano se encontraba casi al límite de su capacidad.

-Entonces, ¿dónde está el misterio? Por lo que yo sé en aquellos años hubo bastantes accidentes, recuerda el de Torre del Bierzo.

-En principio, para mí, y supongo que para cualquiera con dos dedos de frente, la explicación estaba clara: el tren yacía en el fondo del pantano con todos sus ocupantes atrapados en su interior. Pero para las lumbreras del nuevo régimen la cosa no estuvo tan clara, ya que ante todo urgía buscar un culpable para no tener que cargar con el mochuelo, la España de entonces funcionaba como si fuera un cuartel. Así pues, lo primero que se les ocurrió fue una posible emboscada del maquis, a quien siempre cargaban la responsabilidad de cualquier percance cuadrara o dejara de cuadrar. Según algún iluminado, y por mucho que te sorprenda esto es lo que figura en el informe que redactó un inspector, militar por supuesto, los guerrilleros habrían tendido supuestamente una emboscada al tren con objeto de liberar a los prisioneros, haciéndole detenerse en mitad del túnel para asaltarlo; lo que no se molestó en explicar es como un grupo de desharrapados hambrientos, precariamente armados, pudo enfrentarse con éxito a un pelotón entero de la Guardia Civil. Obviando este pequeño detalle, habrían liberado a sus camaradas y llevado al tren hasta la mitad del viaducto para precipitarlo al vacío con los guardias, vivos o muertos, en su interior, aunque no veo la razón por la que tuvieran que haberse tomado estas molestias una vez logrado su objetivo, cuando lo más sensato habría sido largarse lo antes posible dejando abandonado el tren.

-Noto cierto tono irónico en tu comentario -me chanceé.

-¡Hombre, tú dirás! Aparte de que no hay necesidad de buscar explicaciones extrañas cuando los trenes y las vías de la época eran pura chatarra, da la casualidad de que entonces no existía en la zona más maquis que el imaginado por las calenturientas mentes de los prebostes franquistas.

-Aceptando que fuera un simple accidente no veo qué pueda tener esto de misterioso, salvo que la censura franquista lo silenciara tal como acostumbraba a hacer. Y no recuerdo haber leído nada acerca de este accidente -objeté-, a diferencia de otros que ocurrieron en esa época y también fueron silenciados. No obstante siempre se acababa filtrando algo, resultaba de todo punto imposible ocultarlo por completo.

-Lo silenciaron, por supuesto; pero contaban con circunstancias favorables. No era un tren regular, y los desgraciados prisioneros que amarrados como estaban serían los primeros en ahogarse no contaban. Los guardias civiles estaban sujetos a la jurisdicción militar y bastaría con una mención acerca de que habían fallecido en acto de servicio, entonces no se andaban con demasiados miramientos. En cuanto al maquinista, el fogonero y los demás empleados ferroviarios, supongo que se concedería una pensión a las viudas advirtiéndoles que, en caso de hablar, les sería retirada. Los jefes de estación serían amenazados de despido y la prensa estaba completamente amordazada, por lo que resultó más sencillo que en los otros casos. Se reparó discretamente el puente y asunto resuelto.

-No has respondido a mi pregunta.

-Aguarda y no seas tan impaciente, aún no he terminado. Algunos años después, entre 1944 y 1945, España padeció una de las sequías más graves de su historia reciente, tanto es así que Franco la bautizó como pertinaz. Los ríos se secaron, los pantanos se vaciaron y, con independencia de los trastornos de todo tipo que provocó en una España que todavía no se había recuperado de la Guerra Civil, a alguien que conocía la zona y sabía del accidente se le ocurrió que podría ser el momento adecuado para buscar el tren perdido, ya que conforme a sus cálculos el nivel del pantano habría bajado lo suficiente como para que sobresaliera del agua al menos alguna parte del mismo. Pero evitó informar a ninguna autoridad competente por si acaso pudieran prohibírselo, obrando exclusivamente por su cuenta.

-¿Y...?

-Para sorpresa suya no apareció el menor vestigio. Y como puedes suponer algo tendría que haber quedado, al menos la locomotora y la estructura metálica de los vagones.

-Quizá pudo haber sido arrastrado por la corriente, o quedó sepultado en el cieno.

-¿Con lo que pesaba? Imposible. Eso sin contar con que en un pantano las aguas se remansan, sobre todo las más profundas, y de haber sido así habría quedado atascado en la presa. Además, el lecho hubiera tenido que colmatarse varios metros para cubrirlo por completo, recuerda que sólo habían pasado unos pocos años desde el accidente. Simplemente, el tren no estaba allí.

-¿Pues dónde, si no?

-Ahora es donde nos internamos en el campo de lo misterioso. Y no me mires así, no estoy sugiriendo que lo abducieran los extraterrestres o que lo tragara un agujero negro. Estoy hablando completamente en serio.

-¿Cómo te enteraste de la última búsqueda si quien la hizo no comunicó nada a las autoridades?

-Porque lo dejó por escrito aunque a buen recaudo, y uno de sus familiares me proporcionó una copia cuando estuve investigando en el caso. Él había fallecido hacía ya tiempo.

-Es raro que no saltara a la luz una vez muerto Franco...

-Pues sí, pero mucha gente que padeció la Guerra Civil y la represión franquista tenía tan arraigado el miedo en el cuerpo que incluso muchos años después seguían mostrándose reacios a hablar de cualquier cosa relacionada con éstas. Supongo que tuve la suerte de ser el primero en llegar en el momento oportuno, aunque de poco me sirvió porque mi jefe me dijo que no le interesaba. Así pues, seguí investigando por mi cuenta.

-Supongo que encontrarías más datos, porque con lo que me has contado hasta ahora, aunque interesante y enigmático, pocos cabos se pueden atar con mi tren fantasma.

-Por supuesto, de no ser así ni siquiera te lo hubiera insinuado. Claro que hay más. Bastante más.

El muy puñetero había conseguido ponerme sobre ascuas... en un tema que yo siempre había considerado desdeñable.

-¿Otros trenes fantasmas? -inquirí.

-O siempre el mismo, a saber. El caso es que me había picado la curiosidad y, escocido como estaba por el desdén de mi jefe, me puse a husmear en los archivos que han ido acumulando durante años los documentalistas del programa; un inmenso acúmulo de todo tipo de magufadas, desde la famosa biblioteca de Charles Fort hasta informes militares sobre avistamientos de ovnis o presuntas apariciones marianas... hay de todo, y de aquí es de donde saca mi jefe, bueno, sacamos sus colaboradores, el material. Por fortuna está todo digitalizado y catalogado, no quiero pensar el trabajo con el que tuvieron que cargar los pobres becarios que organizaron el marasmo.

-¿Qué encontraste?

-Para mi sorpresa, localicé media docena de referencias a misteriosos trenes fantasmas que aparecían y desaparecían donde no deberían estar. Y aunque no existe una manera clara de comprobar si se trata del mismo fenómeno, sí encontré una serie de concomitancias que parecen indicar que efectivamente era así.

Juan hizo una pausa pelín teatral, comió una patata frita -la terraza en la que estábamos no se estiraba demasiado con las tapas-, apuró su caña de cerveza y continuó.

-Como era de temer, en casi todos los avistamientos las referencias eran ambiguas, tal como ocurrió en tu caso; pero hubo una excepción. A principios de los años sesenta el maquinista de un talgo vio venir hacia él un tren arrastrado por una locomotora de vapor. El talgo discurría por una vía única, por lo que el choque era inevitable. El maquinista se apresuró a accionar el freno de emergencia aun a sabiendas de que sería inútil, ya que no había distancia suficiente entre los dos trenes y, aunque él lograra frenar, no había manera de saber si también lo haría el otro. Por fortuna, antes de que llegara a hacerlo el tren fantasma se desvaneció dejando expedita la vía.

»Al término de su viaje el maquinista redactó un informe. No sólo describió con todo detalle el incidente sino que, como aficionado que era a las locomotoras de vapor, ya entonces en retirada, fue capaz de identificar el modelo de que se trataba. Y, como pude comprobar, coincidía con la que llevaba el tren que desapareció en el pantano. Por supuesto no le hicieron el menor caso, ya que ninguna locomotora de vapor circulaba en ese momento por la vía del talgo y menos aún en dirección contraria, pero gracias a la acendrada costumbre burocrática de archivarlo todo el informe quedó arrumbado durante muchos años en algún perdido archivo hasta que fue localizado y copiado por algún rastreador del programa.

-Interesante... -dije yo llamando al camarero para que nos pusiera otra ronda, puesto que también me había bebido la cerveza. ¿Y los demás casos?

-Como ya te he dicho, ninguno era tan preciso. Sin embargo, sí pude encontrar correlaciones curiosas. Por ejemplo, todo ellos están fechados en años posteriores a la desaparición del tren, la mayoría en las dos décadas posteriores. Otro punto en común es que siempre aparecían en vías que ya existían en la posguerra, y no me refiero al tendido sino a las propias vías, cuyos raíles y traviesas no habían sido renovados desde entonces, nunca en una vía nueva o renovada. Las apariciones siempre eran fugaces, apenas unos segundos, y al parecer el tren fantasma surgía de la nada y se desvanecía de la misma manera tras recorrer apenas unos centenares de metros. Salvo en el caso del talgo, con el que estuvo a punto de chocar, y ahora con el atropello que viste, nunca causó el menor incidente. Y quizá lo más importante de todo, a diferencia de la naturaleza etérea e inmaterial que se suele atribuir a los fantasmas, este tren se mostraba siempre muy sólido y tangible, así le pareció al maquinista del talgo y así se deduce de que fuera capaz de despedazar al mendigo.

-Inquietante... pero sigo sin encontrarle una posible explicación lógica -añadí dándole un buen trago a la nueva caña.

-Yo tampoco -confesó-. Aunque todos los indicios, y tu relato lo ha acentuado todavía más, conducen a la conclusión de que todas estas apariciones estaban relacionadas con el tren desaparecido, sigue escapándoseme entre los dedos. Por supuesto que se me han ocurrido multitud de ideas, pero las he desechado por su falta de rigor. No quiero relatos baratos de ciencia ficción o de terror.

-Vamos a hacer una cosa -le dije al tiempo que me levantaba y llamaba al camarero para pagarle la cuenta-. Te propongo dar un paseo para ver si se nos aclaran las ideas, puede que emulando a los discípulos de Aristóteles consigamos encontrar algo de luz en mitad de la oscuridad.

Juan estuvo de acuerdo, por lo que nos pusimos a vagar sin rumbo por las calles secundarias, más tranquilas que las principales.

-No soy experto en el tema -comenté tras un rato en el que ambos caminamos en silencio, absortos en nuestras propias reflexiones-, y desde luego no pretendo desviarme un ápice de los postulados digamos científicos... aunque bien es cierto que la ciencia no sabe todo e incluso a veces se equivoca.

-¿Qué insinúas?

-Bien, en una ocasión leí algo acerca de universos paralelos o algo así. No era un artículo científico, pero sí de divulgación y me pareció serio, nada tenía que ver con las tonterías que a veces aparecen publicadas en los periódicos. Afirmaba que estos universos paralelos, aunque contiguos, serían estancos y sin comunicación entre ellos, algo parecido a las hojas de un libro. Pero añadía que quizá de forma esporádica podrían aparecer cortocircuitos puntuales, de manera que se produjera un intercambio de materia o energía entre ellos. Sería algo momentáneo y excepcional, pero suficiente para crear trastornos en uno o en los dos universos afectados, puesto que probablemente se regirían por leyes físicas distintas.

-Como especulación no está mal -concedió-, pero si bien el tren pudo haber sido tragado por un agujero interdimensional justo cuando atravesaba el viaducto, lo que explicaría la rotura de éste, cabe suponer que no resistiría el paso al otro universo y acabara destrozado por éste. Así pue, nos chafa las repeticiones. A no ser que...

Le miré de hito en hito, puesto que se había quedado callado con una expresión de profunda concentración marcada en el rostro, la cual trocó en una amplia sonrisa instantes después.

-Resonancia.

-¿Qué? -aunque conocía el significado físico de la palabra, no veía la relación que pudiera tener con lo que estábamos discutiendo.

-Resonancia -repitió-. La onda principal y los armónicos. El salto de uno a otro universo no sería limpio, sino que produjo un movimiento oscilatorio que hizo derivar al tren de un lado a otro. Conforme a las leyes físicas lo normal sería que se fuera atenuando hasta desaparecer, tras lo cual el objeto atrapado se quedaría definitivamente en un universo o en el otro... ¡Tengo que calcular los intervalos de tiempo transcurridos entre las sucesivas apariciones! ¡Esto quizá nos dé una pista!

-Tranquilo, hombre, tampoco corre tanta prisa. Pero sí puede resultar una buena idea, aunque... -ahora el que se interrumpió fui yo- si las propiedades físicas de los dos universos fueran muy diferentes, resultaría prácticamente imposible determinar el efecto conjunto de su interacción. Además...

-¿Además, qué? -me interpeló impaciente.

-No lo veo claro. En primer lugar, no tenemos ni idea de lo que podría pasarle a un objeto de nuestro universo que se viera arrastrado a otro atravesando algo parecido a una rotura interdimensional, aunque cabe suponer que no sería nada bueno. Resulta difícil entender que el tren pudiera retornar, aparentemente intacto, no una sino varias veces. Aunque no tenemos manera de saber si sus ocupantes seguían estando vivos, el tren parecía estar entero y la locomotora funcionaba como si nada hubiera pasado.

-Quizá sus apariciones en el otro universo fueran tan fugaces que no le dio tiempo a sufrir las consecuencias de su entorno, por muy hostil que pudiera ser éste.

-Sí, ésta podría ser una buena hipótesis... -agüé su entusiasmo- de no mediar la circunstancia de que el tren habría estado dando saltos como loco, de un lugar a otro, durante casi ochenta años, sin que nisiquiera tengamos certeza de que ésta vaya a ser su última aparición.

Juan se paró en mitad de la acera y estuvo reflexionando durante unos segundos convertido en una esfinge. Un vecino que paseaba con el perro y se vio obligado a esquivarnos bajándose a la calzada, nos miró con ademán irritado.

-Dado que hemos asumido que las leyes físicas podrían ser diferentes a ambos lados de la barrera, nada nos impide pensar que el tiempo discurra también de manera distinta -respondió en tono suave-. Lo que allí fuera apenas un fugaz instante aquí podría equivaler a varios años, sobre todo teniendo en cuenta que el agujero de la interfase de separación entre los dos universos podría estar sometido a un régimen caótico en lo que a las propiedades físicas se refiere, por lo que cualquier hipótesis podría resultar factible.

-Olvidas el desplazamiento espacial -objeté haciendo de abogado del diablo-. El tren apareció siempre en lugares distintos.

-¡Pero no tan alejados! -exclamó a gritos, lo que motivó que el vecino con el que nos habíamos cruzado se diera la vuelta desde la otra esquina para mirarnos de nuevo-. Tendré también que calcularlo, pero apenas son algunos cientos de kilómetros de separación. Otro efecto de la distorsión provocada por la interfase, espacial en este caso, aunque conviene no olvidar tampoco que el tren siempre aparecía en vías antiguas procedentes de la época en la que desapareció. Esto no puede ser una casualidad.

-Me temo que estamos divagando demasiado -exclamé al tiempo que soltaba una carcajada-. ¡Y eso que pretendíamos ceñirnos estrictamente a la metodología científica! No sé tú, pero me parece que yo ya he tenido bastante ración por hoy.

-Y yo -gruñó disgustado-. Pero en cuanto llegue a casa, pienso ponerme a hacer diagramas espaciales y temporales de las apariciones. Tiene que haber una relación entre todo esto.

-Pues yo pienso acostarme y dormir de un tirón -repliqué bostezando-. Mañana será otro día.

Estábamos a punto de despedirnos cuando descubrí con sorpresa a donde nos habían conducido nuestros pasos sin que ninguno de los dos nos hubiéramos percatado de ello.

-¡Vaya! -exclamé jocoso-. Esto tampoco puede deberse a la casualidad.

Porque sin pretenderlo habíamos acabado justo al lado del polígono abandonado culpable de mis últimos dolores de cabeza.

-¿Quieres echarle un vistazo? -le ofrecí- Estamos apenas a cien o doscientos metros de la vía donde apareció el tren fantasma, y tú me dijiste que te gustaría visitarlo.

Él accedió, internándonos por la calle que yo había recorrido, tan sólo unos días atrás, en unas circunstancia muy diferentes. Aunque se trataba de un lugar poco recomendable para visitar de noche, aunque estaba avanzada la tarde todavía quedaba suficiente luz ya que nos encontrábamos en verano, por lo que la fauna nocturna que lo habitaba todavía tardaría un buen rato en aparecer por allí.

-Ahí la tienes -exclamé mostrándole el inicio de la vía. Él observó en silencio los viejos raíles y las carcomidas traviesas de madera, y luego fijó la mirada en el muro que separaba su extremo amputado de la línea férrea que, todavía en uso, discurría al otro lado. Miró de nuevo al suelo y, agachándose, recogió un objeto que guardó en su bolsillo antes de que pudiera ver de qué se trataba.

-La vía discurre entre los edificios durante casi medio kilómetro -le expliqué- y vuelve a quedar cortada en las proximidades de la avenida bajo la que discurre el túnel del tren de cercanías. Tras esa curva fue donde tuvo lugar el atropello. ¿Quieres verlo?

Él denegó con la cabeza, lo que me resultó un alivio; pese a mi aplomo, y aunque sabía que había sido limpiado, no me apetecía volver a pasar por el lugar donde habían quedado desperdigados los restos del infortunado mendigo.

Retrocedimos sobre nuestros pasos sin cruzar palabra alguna. Una vez en la avenida se despidió de mí al tiempo que me alargaba un objeto que no pude distinguir bien, tras lo cual partió en dirección opuesta a la que yo tenía que tomar para volver a mi domicilio.

Me sorprendió su brusquedad, pero como empezaba a estar harto de tan rocambolesca historia me encogí de hombros y me dispuse a olvidar nuestra conversación al menos por unas horas.

Pero no pude. Cogí el objeto que me había dado y lo miré con detenimiento. Parecía una piedra de color oscuro, pero su superficie era extremadamente rugosa e irregular y pesaba demasiado poco. No obstante, me resultaba familiar. De momento me quedé desconcertado intentando recordar su naturaleza, hasta que finalmente me volvió el recuerdo a la mente. Era un trozo de escoria, parecido a los que de niño recogía entre las vías cuando las locomotoras de vapor comenzaban ya a agonizar.

Instintivamente me lo acerqué a la nariz. Para mi sorpresa, todavía conservaba un ligero olor a carbón quemado.

Han pasado varios meses desde entonces y todavía no he vuelto a ver a Juan, aunque por amigos comunes he sabido que abandonó el programa de televisión. Siempre me digo que le tengo que llamar para charlar un rato, pero finalmente nunca lo hago, y tampoco me llama él.

En cuanto a mí, aunque he intentado convencerme de que todo lo que hablamos se limitó a ser fue un ejercicio intelectual sin la menor trascendencia, tengo claro que cada vez que tenga que cruzar una vía, y por razones de mi trabajo tarde o temprano tendré que hacerlo, pondré mucho cuidado en mirar a un lado y a otro... aunque me conste que lleva abandonada mucho tiempo.


Publicado el 15-4-2021