El último Noé



Si he de ser sincero, tengo que confesar que ignoro la razón por la que estoy escribiendo esto, ya que es más que probable -de hecho, es prácticamente seguro- que nadie pueda nunca leerlo; pero la convicción de ser a estas alturas, aunque probablemente por muy poco tiempo, el único ser humano todavía vivo en toda la faz del planeta, me mueve a relatar la tragedia experimentada no sólo por la humanidad, sino también por todos aquellos seres vivos -tanto animales como plantas- que no tenían por hogar el océano.

Todo empezó hace tres meses, ¡tan sólo tres meses!, en una pequeña población costera del Cantábrico, donde me encontraba realizando una cura de descanso. Aunque nunca me había gustado bañarme en el mar, sí me placía pasearme por la playa todavía desierta gozando del espectáculo de las olas rompiendo contra la arena, lo cual suponía para mí una importante terapia que me hacía olvidar, siquiera por unos instantes, los inquietantes problemas de mi actividad cotidiana.

Uno de mis juegos favoritos consistía en caminar por la arena acercándome lo máximo posible a la zona que lamían las olas sin dejar que éstas me mojaran los pies, lo cual suponía calcular no sólo la fuerza de las olas cuando aún no habían roto contra la orilla, sino también la evolución de la marea que de forma cotidiana hacía descender y elevarse periódicamente el nivel de las aguas. Era éste un juego completamente inofensivo, casi diríase que infantil; pero para alguien que había sufrido pocas semanas atrás una grave crisis producida por un exceso de trabajo, resultaba un verdadero bálsamo trocar por estas inocentes actividades el anterior bombardeo de balances empresariales, fluctuaciones cambiarias y pérdidas de cuota de mercado que habían llevado a mi corazón al borde mismo del colapso.

Mi actividad empresarial, próspera y modélica a decir de los que la veían desde fuera, me había costado ya bastante caro, y a mi matrimonio roto, mi estómago perforado por úlceras pertinaces y mi vida privada prácticamente inexistente desde hacía años, se había sumado además la amenaza ominosa del infarto. Así pues ahí estaba yo, olvidando por vez primera en veinte años largos todos mis negocios, jugando a evitar que las mansas olas me alcanzaran los pies... Y entonces era feliz.

Sin embargo, aquella mañana de septiembre las cosas habrían de cambiar de forma tan drástica como inesperada. Como todos los días desde hacía dos semanas, abandoné mi residencia, por cierto con el teléfono y la televisión desconectados por prescripción médica, encaminándome hacia la playa, una pequeña ensenada ajena al bullicio de las grandes poblaciones turísticas. Conforme a la hora que era en esos momentos la marea debería estar en su nivel más bajo, por lo que me llamó la atención descubrir que las olas lamían mansamente el borde superior de la arena.

A pesar de ser hombre de tierra adentro, mis días de estancia allí me habían acostumbrado al ritmo regular de los ciclos marinos, razón por la cual me sorprendió aquella aparente alteración del imperturbable ciclo de las mareas. Cierto era que el nivel del mar podía variar bastante entre una marea viva y una marea muerta, pero la bajamar nunca debería confundirse con una pleamar. Tampoco ignoraba que el mar podía llegar a hincharse desmesuradamente en el caso de que se desatara una violenta tempestad; pero ni el cielo estaba maculado por la más ligera sombra de una nube, ni la tersa superficie del agua mostraba más alteraciones que el suave ondular de las mansas olas. Las gaviotas, con sus agudos chillidos y sus tranquilos vuelos, contribuían aún más a dar una impresión de normalidad que hubiera sido completa de no ser por el elevado nivel que alcanzaban las aguas.

El fenómeno me intrigó pero, ignorante como era de las artes marineras, no pasó de incitar en mí un interés que no iba más allá de la simple curiosidad. Puesto que las olas se habían comido ya prácticamente toda la playa, llegando incluso más allá del nivel habitual de la pleamar, opté por caminar por el paseo marítimo en lugar de hacerlo, tal como era mi costumbre, por la ahora casi inexistente playa.

Una hora después la pleamar no sólo no había terminado sino que el agua, tras cubrir completamente la playa, rompía ahora contra el muro inferior del propio paseo, sobrepasando el nivel de los últimos escalones. Esto ya sí que no era en absoluto normal, por lo que tras ser salpicado por una ola más fuerte que sus compañeras, decidí retirarme prudentemente a un lugar más resguardado. Sin embargo, mi curiosidad se había acrecentado con la acentuación del extraño fenómeno, por lo que presa de una repentina idea me dirigí al cercano puerto pesquero con la idea de observar las reacciones de los hombres de la mar.

En el puerto reinaba un ajetreo febril que nada tenía que ver con la tranquila actividad cotidiana. Los pescadores gesticulaban animadamente en corrillos, había quien corría de una lado para otro sin saber aparentemente qué hacer, y no faltaban tampoco los curiosos como yo que se asomaban a los muelles, observando cómo el nivel del agua llegaba ya prácticamente al borde de los mismos al tiempo que los pequeños pesqueros amarrados a los bolardos se balanceaban de forma inestable.

Un fuerte ruido producido a mis espaldas me hizo volver rápidamente la cabeza hacia el otro lado del puerto, descubriendo el origen del mismo: un barco de pequeño tamaño, retenido por una amarra demasiado corta, acababa de chocar contra el borde del muelle escorándose peligrosamente sobre éste. Rápidamente todos los pescadores presentes allí rompieron a correr, los unos para auxiliar al barco accidentado y el resto para largar las amarras de las otras embarcaciones, en previsión de que pudiera ocurrirles lo mismo.

Cuando algunos minutos después abandoné el puerto el agua comenzaba a correr mansamente por los muelles, mientras los barcos se agrupaban en el centro del puerto ante la imposibilidad de seguir amarrados sin riesgo de sufrir accidentes. Aunque para ir a mi residencia no tenía necesidad de cruzar por el paseo marítimo, la curiosidad me empujó hacia allí, observando que también éste comenzaba también a ser invadido por las olas.

Varias horas más tarde la situación comenzó a ser preocupante, con el puerto y la playa completamente inundados y las casas más cercanas a ellos a punto de ser evacuadas; y sin embargo, el mar no podía estar más tranquilo. No se trataba de nada parecido a un temporal; simplemente, éste se estaba desbordando de una forma lenta pero continua.

¿Cómo era posible eso? Nos preguntábamos todos, desde el más avezado marinero hasta el más inexperto veraneante. Los barcos, obligados finalmente a abandonar el anegado puerto, se mantenían ahora al pairo en mar abierto, mientras la línea de la costa retrocedía cada vez más.

Aunque mi residencia no corría por el momento el menor peligro al estar relativamente alejada de la playa, adopté la decisión de poner -nunca mejor dicho- tierra por medio hasta que la situación se normalizara. Recogí, pues, mis escasas pertenencias -un simple bolso de regular tamaño- y, dirigiéndome a una cabina de teléfonos, llamé a un taxi.

En el trayecto hasta la ciudad, situada en el interior -apenas veinte kilómetros pero un razonable puñado de metros cuesta arriba-, tuve ocasión de quedar sobradamente informado merced tanto a la radio del taxi, como a la cargante conversación -en la práctica un monólogo- de su locuaz conductor. Al parecer el desbordamiento del mar no era un hecho aislado sino que tenía lugar al menos en todo ese tramo de costa, aunque noticias todavía sin confirmar informaban sobre fenómenos similares ocurridos en otros puntos distintos del litoral español, no sólo en el Cantábrico y el Atlántico, sino también en costas habitualmente tan plácidas como las del Mediterráneo. Algunos confusos avances informativos apuntaban incluso la posibilidad de que el desbordamiento estuviera sucediendo de forma simultánea en puntos tan alejados como el mar del Norte, la costa atlántica de los Estados Unidos o el litoral japonés. No se trataba, pues, de un incidente local sino que éste se extendía, probablemente, por buena parte de los mares y océanos del planeta.

-¿Y usted qué piensa de lo que está pasando? -me preguntó el taxista, vencido al parecer por su propia verborrea, al verme apariencia de estar presuntamente informado.

-No lo sé. -respondí con total sinceridad- Yo soy de tierra adentro y estoy aquí de vacaciones. No conozco el mar como lo pueda conocer usted.

-No vaya a pensar que esto es normal; -abundó en la evidencia, halagado evidentemente por mi involuntario cumplido- hace unos años el mar desbordó también el paseo marítimo e incluso llegó a destrozarlo en algunos lugares, pero fue a causa de un temporal muy fuerte y sólo afectó a esta parte de la costa. Sin embargo, ahora el mar no puede estar más tranquilo, y además parece ser que está ocurriendo también en otros países... no; -concluyó, enfatizando con la cabeza- esto es algo que no había ocurrido nunca, se lo dice uno que proviene de familia de pescadores.

-Bueno, no creo que llegue a mayores. -rezongué sin demasiado convencimiento, deseoso de acabar con la conversación- Como mucho, supongo que algunas calles se inundarán antes de que el mar decida volver a su madre.

-Espero que sea así; -el dichoso taxista no se rendía tan fácilmente- mi casa está un tanto alejada del mar, pero no demasiado. Por cierto, ¿se marcha usted por culpa de la marea?

-No. -mentí- Soy empresario, y ya se sabe que nosotros no tenemos vacaciones. Me han llamado con un problema y no tengo más remedio que ir a solucionarlo personalmente.

-Lo siento. -masculló haciéndose el importante- Yo también sé algo de eso; más de una vez me he tenido que levantar de madrugada para llevar a alguien al hospital o para hacer un viaje urgente.

Un boletín informativo de urgencia interrumpió por fortuna al cargante taxista, aunque para mi desesperación tan sólo sirvió para proporcionarle todavía más munición. La escueta noticia decía que el nivel del mar se estaba elevando, lenta pero gradualmente, en la totalidad de las costas del planeta, pero lo peor de todo fue cuando el locutor cedió el micrófono a un presunto experto salido de Dios sabía donde, preguntándole acerca de las posibles razones que pudieran haber causado tan extraño fenómeno.

El experto, atiborrado de datos científicos a duras penas digeridos, comenzó a divagar sobre temas tan dispares como el agujero de la capa de ozono, el efecto invernadero o los cambios climáticos, sin faltarle tampoco alusiones a las caídas de meteoritos y cometas, la extinción de los dinosaurios o la radiactividad milenaria de los residuos nucleares.

Puesto que al parecer no había manera de conseguir que el experto hablara en cristiano, el locutor le interrumpió finalmente cuando comenzaba a describir las posibles consecuencias para la vida del efecto invernadero en la atmósfera de Titán, rogándole muy educadamente que expusiera de la manera lo más clara posible las causas que a su parecer estaban provocando el desbordamiento global de todos los mares.

-A estos científicos no hay quien los entienda. -refunfuñó el taxista apagando la radio- ¿Qué piensa usted de lo que han dicho acerca de que los polos pueden estar derritiéndose?

Cogido a traición, tuve no obstante la discreción suficiente como para no molestarme en rebatir el calificativo de científico que tan gratuitamente le había otorgado el ingenuo taxista al charlatán radiofónico. No obstante, algo tenía que decir aunque me reservara para mí la opinión que me había merecido el presunto experto.

-No puede ser cierto. -aseguré con un aplomo que sorprendió a mi interlocutor.

-¿Por qué dice usted eso? -preguntó éste con gran respeto imaginándome como poco menos que un premio nobel de incógnito.

-Primero, porque es completamente imposible que el hielo de los polos pueda fundirse de golpe. Segundo, porque si así fuera tendría que elevarse tanto la temperatura en todo el planeta que a estas alturas ya estaríamos todos nosotros cocidos. Y tercero, -zanjé sin dejarle el menor respiro- porque si a pesar de todo los polos se hubieran fundido de golpe, el agua del mar no subiría de nivel tan lentamente como lo está haciendo, sino que habría olas de centenares de metros de altura que destrozarían todo cuanto se interpusiera en su camino, nosotros incluidos. Además, probablemente irían acompañadas de unas tempestades y unos vendavales infinitamente más potentes que los peores que haya habido nunca; y ya ve usted que no es éste el caso. -concluí señalándole con la mano el terso cielo azul.

-No digo que no sea como usted dice, pero alguna causa tiene que haber para que ocurra así. -porfió con tozudez- ¿Qué sé yo? A lo mejor resulta que los americanos han hecho estallar una bomba atómica en el polo norte, o que el agujero de ozono se ha hecho de repente mucho más grande en el polo sur... ¡Pero qué haces, imbécil! -exclamó de pronto al tiempo que esquivaba de un volantazo a un coche que no había respetado el ceda el paso de un cruce.

-Mire, yo creo que lo mejor que podemos hacer es no prestar atención a ninguna de las tonterías que puedan decir los periodistas y aguardar a que los científicos de verdad investiguen lo que está ocurriendo. -estaba tan deseoso de acabar con la conversación que estuve hasta amable con él, a pesar de mi creciente irritación- Mientras tanto, yo no me preocuparía demasiado por ello y me limitaría a no acercarme demasiado al mar.

-Si usted lo dice... -murmuró, no demasiado convencido pero al parecer rendido ante mi evidente superioridad dialéctica- en realidad, con que el agua no llegue hasta mi casa me doy por satisfecho.

Por fortuna el viaje llegaba a su fin, por lo que el taxista comenzó a callejear por la ciudad dejándome en paz siquiera por un momento. Poco después me apeaba frente a un hotel -el primero que apareció con las suficientes estrellas para ser de mi agrado- y, tras reservar una habitación, procedí a llamar por teléfono al gerente de mi empresa, que era quien se había hecho cargo de la gestión de la misma mientras yo descansaba plácidamente en la playa.

-Alberto, ¿eres tú? -fue su saludo una vez me hube identificado- Oye, ¿cómo están las cosas por allí? Según la televisión se está armando un buen revuelo.

Le dije que había abandonado el pueblo y me encontraba en la ciudad, confesándole que no sabía qué hacer. Él me respondió que, según acababan de decir en la televisión, el problema era bastante más grave de lo que se había creído en un principio; varias ciudades importantes emplazadas en el litoral, o al menos sus barrios más cercanos a la costa, estaban comenzando a ser evacuadas, ya que el nivel del mar continuaba subiendo. Nadie sabía a qué se podía deber tan extraño fenómeno, pero se había confirmado que estaba teniendo lugar en todo el planeta de forma simultánea, lo cual estaba empezando a crear serios trastornos en algunos lugares situados prácticamente a nivel del mar.

-Yo que tú aprovecharía para volver a casa lo antes posible, no sea que se colapsen los medios de transporte. -me recomendó finalmente- La gente está empezando a ponerse nerviosa, y si se evacua a toda la población que vive en la costa, quizá tu estancia allí pudiera llegar a hacerse bastante incómoda.

Acepté su consejo y, tras abonar el importe de la habitación al sorprendido recepcionista -apenas había permanecido allí un cuarto de hora-, busqué un taxi y le pedí que me condujera al aeropuerto.

El taxista, a diferencia de su colega, se mostró bastante taciturno. Según me dijo tenía familia en la costa y estaba preocupado por ella, pero más sensato que el anterior no dejaba de repetir una y otra vez que la crecida del mar tendría que detenerse tarde o temprano.

-Piénselo usted. -decía- ¿De dónde está saliendo toda ese agua? De los polos no, puesto que acaban de decir en la radio que el hielo no se ha fundido en ninguno de los dos. Así pues, si el hielo continúa estando en su sitio eso quiere decir que sigue habiendo exactamente la misma cantidad de agua en los mares, y es evidente que ésta no puede ocupar más volumen del que ya ocupaba.

En efecto, rebatiendo todas las tonterías que se habían estado diciendo durante los primeros momentos de confusión, todos los medios de comunicación habían estado insistiendo en demostrar, con fotografías aéreas y de satélite incluidas, que los dos casquetes polares no habían experimentado, al menos aparentemente, la menor alteración en su estado. El razonamiento del taxista no podía ser, pues, más correcto... pero desafiando a toda posible lógica, las noticias llegadas de todas partes indicaban que, pese a todo, el mar continuaba ganando terreno.

Al contrario de lo que ocurriera en la ciudad, donde las calles comenzaban a mostrar signos patentes de congestión, en el aeropuerto la tranquilidad era absoluta. Tuve la suerte de encontrar plazas libres en un avión que estaba próximo a partir con destino a un aeropuerto cercano a mi ciudad de residencia, por lo que sin dudarlo un instante compré el billete confiando en que los casi seiscientos metros sobre el nivel del mar de la sólida meseta castellana supusieran un margen de seguridad más que suficiente para ponerme a salvo de los caprichos marinos.

Dos horas más tarde me encontraba ya en casa sentado frente al televisor, con la sana intención de devorar las noticias. Todas las cadenas habían sustituido su programación habitual por boletines informativos especiales, y todas ellas repetían hasta la saciedad las mismas o parecidas imágenes de inundaciones que tenían lugar, aparentemente, por todo el globo terráqueo.

Recuerdo que en una ocasión leí por algún sitio que una gran parte de la población humana habitaba a escasos metros sobre el nivel del mar, por lo que bastaría con una moderada subida del nivel medio del mismo para que vastas zonas de los cinco continentes, así como buena parte de las ciudades asentadas sobre ellas, desaparecieran sumergidas bajo las aguas en un remedo de la mítica Atlántida. Ignoraba si tal afirmación era cierta, pero lo que resultaba evidente era que ya estaban empezando a surgir serios problemas en muchos puntos del mundo.

Al día siguiente la gran inundación seguía siendo noticia de primera plana, ya que el nivel del mar se encontraba más de diez metros por encima del correspondiente a la pleamar y continuaba subiendo. A la confusión había sucedido el pánico con cientos de ciudades evacuadas y la actividad de muchos países seriamente alterada. En el Tercer Mundo la situación era todavía más dramática contándose los muertos por millares, y países enteros como Bangla Desh habían desaparecido prácticamente del mapa. Numerosas islas del Pacífico ya no existían, y sus habitantes vagaban sin rumbo en sus frágiles canoas sin saber a donde ir.

En lo que a España respecta, aunque su situación era relativamente mejor que la de la mayor parte de Europa -ser un país montañoso era en esta ocasión una notable ventaja-, no por ello dejaba de ser problemática al estar inundados numerosos puertos del litoral, mientras ciudades tan importantes como Barcelona, Valencia, Bilbao, Gijón o La Coruña se encontraban parcialmente sepultadas bajo las aguas, con sus habitantes evacuados al interior. Terrenos bajos como los valles del Guadalquivir y del Ebro estaban comenzando a convertirse en unos enormes golfos, e incluso la propia ciudad de Sevilla, situada tan sólo a treinta metros sobre el antiguo nivel del mar, veía acercarse amenazadoramente a las aguas. Doñana, el delta del Ebro o el Mar Menor ya no existían. Y mientras tanto, el mar seguía subiendo.

Los científicos, por su parte, estaban completamente desconcertados. Los casquetes polares, se había comprobado una y otra vez, no se habían fundido ni total ni parcialmente. No se habían detectado cambios significativos de temperatura en ningún lugar del globo. No había terremotos ni huracanes, antes bien la atmósfera parecía estar más tranquila que nunca. Las corrientes marinas no habían alterado sus recorridos; pero a pesar de todo, el mar continuaba subiendo.

¿De dónde, pues, procedía ese agua? Era la pregunta que se hacía todo el mundo.

Al segundo día, cuando ya la antigua costa se encontraba sepultada bajo casi veinticinco metros de agua, alguien encontró la respuesta. Si el agua desbordada, aducía, no provenía ni de los polos ni de ninguna otra fuente, si el volumen ocupado por el agua de los océanos seguía siendo el mismo, tan sólo cabía una posibilidad: que los fondos marinos estuvieran elevándose poco a poco haciendo los mares menos profundos.

Recibida al principio con un profundo escepticismo, la insólita propuesta acabó teniendo finalmente un relativo eco en la comunidad científica. Al fin y al cabo, decían sus defensores, no era más disparatada que el hecho de que el nivel del mar hubiera subido más de treinta metros en apenas cuatro días. Lamentablemente, la comprobación de esta hipótesis no resultaba nada fácil en tan dramáticas circunstancias, dado que la mayor parte de los países se encontraban completamente colapsados a causa de la desaparición de una parte significativa de su infraestructura. Por si fuera poco, en las regiones que por el momento se hallaban a salvo de las aguas comenzaban a surgir serios problemas provocados por fallos continuos en todos los servicios básicos -electricidad, combustibles, teléfonos...-, al tiempo que el continuo aflujo de evacuados contribuía a complicar las cosas todavía más.

Otro factor a tener también en cuenta era que, aunque prácticamente ningún barco había naufragado a causa de la lentitud con la que había tenido lugar la inundación, éstos se encontraban sin puertos en los que atracar, por lo que en su inmensa mayoría habían sido abandonados por sus tripulantes, habiendo encallado muchos de ellos en los bajíos de las nuevas costas.

Por si fuera poco ningún gobierno, agobiados como estaban todos ellos por la magnitud de la catástrofe, consideró conveniente acceder a lo que consideraban unánimemente como una frivolidad carente del menor sentido práctico. Sin embargo, ante el irrebatible argumento de que difícilmente se podría atajar un problema sin conocer previamente sus causas, finalmente se pudieron realizar sondeos en diferentes puntos del lecho marino.

Las condiciones en las que se realizó el estudio no pudieron ser más penosas, pero finalmente se pudo rescatar algún barco oceanográfico que marchaba a la deriva, al tiempo que se recurría también a la ayuda de los satélites artificiales. Las conclusiones, aunque parciales, no pudieron ser más concluyentes. Tal como se había sospechado, el lecho del mar se estaba elevando de forma similar a como lo hacía la superficie del mismo.

Descubierto el motivo, todavía quedaban por explicar las razones que lo causaban, única manera de conocer finalmente si la elevación de las aguas se iba finalmente a detener o si, por el contrario, iba a continuar de forma indefinida. Como cabe suponer, los geólogos pusieron el grito en el cielo ante tan heterodoxas conclusiones, afirmando que la tectónica de placas descartaba por completo que pudiera tener lugar una elevación global del lecho marino. Quizá pudiera ocurrir en algunos puntos de tensión entre las distintas placas, pero estos fenómenos, a la par que puntuales, originarían necesariamente tanto terremotos como quizá también erupciones volcánicas... Y nada de eso estaba teniendo lugar.

Los principales gobiernos occidentales -los del resto de los países en muchos casos ya ni siquiera existían-, mucho más pragmáticos que los obnubilados científicos, decidieron entonces establecer una red de seguimiento del lecho marino; de esta manera, al menos podrían prever con cierta antelación, ya que no evitar, el desarrollo de los acontecimientos.

Mientras tanto, la situación de los supervivientes se tornaba cada vez más crítica. Debido a la desaparición de buena parte de la red mundial de comunicaciones, las noticias procedentes de otros países eran cada vez más fragmentarias y en muchos casos, especialmente las procedentes de los países del Tercer Mundo, inexistentes. Se sabía, no obstante, que en muchos lugares reinaba la anarquía, y que las luchas entre los habitantes de las regiones todavía no inundadas y los refugiados procedentes de los lugares sumergidos bajo las aguas, se habían cobrado ya millares de víctimas.

Los países desarrollados, aunque estaban capeando bastante mejor el temporal, se enfrentaban asimismo a graves problemas. Una importante porción del continente europeo había sido ya engullida por las aguas o estaba en riesgo inminente de serlo, y con las tierras bajas cercanas a las antiguas costas habían desaparecido ciudades enteras con sus industrias, sus centrales eléctricas, sus hospitales... Por si fuera poco, el suministro de materias primas vitales para mantener en pie los servicios básicos se había interrumpido prácticamente por completo. El petróleo había dejado de llegar a los países europeos y, aunque hubiera sido posible fletar algún petrolero, éste no hubiera tenido puerto alguno en el que atracar ni refinería en la que descargar el preciado combustible. Vastas regiones todavía a salvo de las aguas se encontraban sin suministro de electricidad, y en ocasiones habían quedado completamente aisladas al convertirse en islas a causa del anegamiento de los terrenos circundantes. Millones de evacuados se apiñaban en territorios cada vez más reducidos, y hasta los alimentos y las medicinas comenzaban a escasear en numerosos lugares.

El gobierno español, por su parte, había decretado la evacuación de todos los habitantes del país a la meseta central dando también refugio a la totalidad de la población portuguesa, mientras las islas Baleares y las Canarias quedaban abandonadas a su suerte aunque su relativamente alta elevación sobre el nivel del mar garantizaba al menos que sus poblaciones no perecieran ahogadas. Ceuta y Melilla, por último, habían desaparecido al igual que el resto de las ciudades costeras, siendo evacuados sus habitantes a la península.

La situación de los otros estados europeos era dispar. Franceses e italianos se defendían relativamente bien en las regiones centrales y los macizos montañosos de sus respectivos países, pero alemanes o británicos se encontraban en situaciones mucho más comprometidas mientras Bélgica, Holanda y Dinamarca hacía días que ya no existían.

Y el nivel del mar continuaba ascendiendo de forma continua. Ya nadie se atrevía a aventurar una hipotética contención de las aguas, y por otro lado los distintos gobiernos apenas si se bastaban para atender a las necesidades más acuciantes de sus cada vez más desesperados ciudadanos.

Fue entonces cuando adopté la decisión que me ha convertido en el último superviviente. Tenía que huir con rapidez antes de que las comunicaciones colapsaran de forma definitiva, por lo que no perdí un solo segundo. La elevada altitud media de la meseta central española proporcionaba un margen de seguridad razonable, pero de continuar el ascenso de las aguas quedaría finalmente aislada del resto de Europa. El propio continente no contaba con unas perspectivas demasiado halagüeñas, ya que al terreno perdido pronto se sumaría la mayor parte del restante, a excepción del macizo alpino y alguna otra cordillera menor que no podrían garantizar una subsistencia satisfactoria cuando finalmente quedaran convertidos en islas.

Puesto que en África no se podía ni pensar, las opciones válidas quedaban reducidas al escaso número de lugares que reunieran simultáneamente los requisitos de estar suficientemente elevados para quedar a salvo de las aguas, tener una extensión que permitiera el mantenimiento de una agricultura y una ganadería capaces de alimentar a su población, y no correr el riesgo de sufrir una superpoblación que provocara todo tipo de conflictos... y evidentemente, que fuera accesible para los cada vez más mermados medios de comunicación.

En la práctica mis posibles refugios se reducían a dos, el altiplano andino o las altas mesetas del Asia Central. Por razones evidentes yo prefería Sudamérica, pero si ya era extremadamente difícil moverse por Europa, un viaje trasatlántico se presentaba como algo virtualmente imposible. Además la huida debería ser necesariamente por vía aérea, ya que tanto las carreteras como las líneas férreas estaban cortadas en numerosos lugares. Esto suponía un importante problema, porque los aeropuertos estaban controlados por fuertes contingentes militares y los responsables de los mismos reservaban el cada vez más escaso combustible para vuelos fletados por los diferentes gobiernos, habiendo desaparecido toda posibilidad de conseguir un pasaje para cualquier tipo de viaje particular.

Era necesario, pues, obrar con astucia. Dinero para posibles sobornos ciertamente no me faltaba, pero éste era ahora simple papel mojado. ¿Quién iba a aceptar unos billetes que no servían prácticamente para nada?

Sin embargo, los aceptaron; la usura que me aplicaron fue astronómica, pero eso ya no me importaba. En esos días de confusión habían florecido toda suerte de mafias, por lo que en realidad no me resultó bastante difícil -aunque me costó un buen pellizco de mi patrimonio- conseguir plaza en un vuelo con destino a Ankara.

Camuflado como miembro de la Cruz Roja, embarqué en un avión que transportaba a Turquía medicinas y enseres de primera necesidad para ser trocados allí por alimentos. La alta meseta que constituía la mayor parte de la península de Anatolia estaba por el momento a salvo y sus infraestructuras en buena parte se mantenían todavía en pie, pero el gobierno turco necesitaba desesperadamente productos manufacturados, ya que las regiones más industrializadas del país, concretamente la porción europea y el litoral egeo, habían desaparecido engullidas por las aguas. Sin embargo, los turcos poseían excedentes de alimentos que, por el contrario, escaseaban dramáticamente en Europa.

El sobrevuelo de buena parte del continente europeo sirvió para mostrarnos la magnitud de la catástrofe. La península ibérica, o mejor dicho, lo que quedaba de ella, se había convertido en una isla al confluir en el sur de Francia las aguas del Atlántico y el Mediterráneo. Los Pirineos, bañados por las aguas en ambas vertientes, dado que el valle del Ebro era ahora un profundo golfo, se habían convertido en una isla larga y estrecha prácticamente desgajada de las tierras altas de Castilla la Vieja. Más allá, el mar se extendía sin interrupción por lo que fuera la Provenza, y sólo el poderoso macizo de los Alpes sobresalía del ensoberbecido Mediterráneo sirviendo de precario refugio a millones de franceses e italianos. El valle del Po era otro golfo que separaba a los Alpes de los ahora insulares Apeninos, y el mar Adriático se enseñoreaba orgulloso de las tierras que constituyeran sus dos antiguas orillas.

Los Balcanes eran otra de las porciones de tierra que todavía existían en tan dantesca geografía, pero el valle del Danubio y las otrora vastas llanuras de Europa Central eran tan sólo un recuerdo. De Grecia todavía quedaban retazos dispersos, pero el antiguo estrecho del Bósforo asiento de la milenaria Estambul era ahora un amplio brazo de mar que servía de encuentro entre los enormes mares Egeo y Negro. Por el contrario, nuestro destino de Anatolia presentaba relativamente pocos cambios en su nueva línea costera.

Gracias a mis conversaciones con los tripulantes del avión, pude hacerme una cabal idea de la situación en la que nos encontrábamos en esos momentos. El mar había alcanzado una altura de más de doscientos metros sobre su antiguo nivel, y aunque nadie se molestaba ya en estudiar la elevación de los fondos marinos, se suponía que debía de seguir ocurriendo, puesto que las aguas continuaban ascendiendo a un ritmo constante. El fenómeno desconocido que estaba alterando el fondo de los océanos parecía tener lugar tan sólo en las grandes profundidades oceánicas y no en las plataformas continentales o en las aguas someras, aunque todo parecía indicar que, fuese por lo que fuese, estaba sucediendo en todos los mares del mundo, sin que se pudiera apreciar el menor indicio de que las aguas fueran a detenerse alguna vez.

Una vez llegado el avión a Ankara, no me resultó difícil escabullirme. Sin embargo, mi situación allí se presentaba francamente complicada. Amén de tener que mantener a su numerosa población, el gobierno turco se veía obligado a luchar en varios frentes, tanto contra sus desesperados vecinos, como contra los cabecillas de los movimientos secesionistas que amenazaban con hacer saltar por los aires la integridad territorial de lo que quedaba de su país. Las mafias, huelga decirlo, campaban por sus respetos sin que las impotentes autoridades fueran capaces de impedirlo.

Y allí estaba yo, un extranjero que no hablaba una sola palabra de turco y que además no sabía a dónde ir. Como medida de precaución, había trocado en España la mayor parte de mi patrimonio por una pequeña cantidad de oro que, cuidadosamente troceada y oculta entre mis ropas, podría servirme para subsistir durante algún tiempo; aunque también llevaba, para disimular, un buen puñado de dólares y de euros que, con mayor o menor dificultad, conseguía ir colocando.

A poco de estar allí descubrí que ni Ankara, ni cualquier otro lugar de Turquía, eran para mí lugares demasiado seguros. La autoridad del gobierno central se debilitaba por momentos, y la violencia era la dueña absoluta de las calles. Mi vida corría un peligro real, sobre todo si alguien descubría la pequeña fortuna que llevaba siempre encima. Además, lo que quedaba del país estaba abarrotado de refugiados, mientras algo que sólo podía ser considerado como una guerra de conquista se desarrollaba, cada vez con mayor virulencia, en varias de sus fronteras.

En esas circunstancias la huida lógica era a las estepas del Asia Central, bastante más seguras al estar mucho menos pobladas que el territorio turco y no ser previsible la llegada de refugiados, ya que los rusos, sus antiguos dueños hasta que tuvo lugar el estallido de la Unión Soviética, habían preferido encaminarse a la vecina Siberia. El inmenso continente asiático, a diferencia del europeo, mantenía a salvo de las aguas buena parte de su territorio central, y todavía era posible llegar por tierra hasta allí cruzando por las montañas del Cáucaso y las tierras altas del norte de Irán.

En contra de lo que pudiera pensarse, el viaje de Ankara a Samarcanda resultó mucho más fácil de realizar que el vuelo que me había llevado desde España hasta la capital turca; mientras la tecnificada Europa se hundía en un colapso casi absoluto al verse privada de su sostén tecnológico, estas atrasadas regiones asiáticas no veían alterado significativamente su sencillo y ancestral modo de vida. Al igual que ocurría desde hacía miles de años, las caravanas podían seguir recorriendo sus seculares rutas; y si se acababa la gasolina, siempre podrían recurrir, como siempre lo habían hecho, a los caballos y los camellos.

Mintiendo precautoriamente sobre mi origen, -dije que era un ciudadano argentino al que el inicio de la inundación había sorprendido en el puerto de Estambul, y que deseaba alcanzar la costa de China para intentar retornar a Sudamérica- conseguí ser admitido en una caravana a cambio de mi trabajo. La presencia de un occidental sorprendía a estas gentes, pero mi presunta nacionalidad, bastante menos llamativa que cualquier europea o la norteamericana, me facilitó bastante las cosas; y como conseguí alojamiento y manutención tan sólo gracias a mi trabajo, no sólo pude conservar intacto mi pequeño tesoro, sino que además conseguí revestirme con el manto protector de la pobreza.

Estando en Samarcanda ocurrió la catástrofe final, de la cual me pude enterar gracias a una emisora de radio rusa. Hasta entonces el mar había estado aumentando de nivel de una forma paulatina y sin estridencias, lo que había permitido evacuar ordenadamente las ciudades. En un principio los casquetes polares no se habían visto afectados por el fenómeno, pero la elevación de las aguas y la tendencia de éstas a empujar hacia arriba a esa inmensa corteza helada, habían provocado importantes tensiones en los hielos polares que habían acabado provocando su fragmentación en millones de pedazos.

De los dos hemisferios el más afectado fue lógicamente el boreal, dado que el hielo de su casquete polar no se asentaba, como ocurría en la Antártida, sobre ningún continente. El estallido de los polos no causó en sí mismo prácticamente ninguna víctima, pero sus consecuencias inmediatas se hicieron sentir de forma dramática. Arrastrados por unas enormes ondas de choque hacia las aguas cálidas de todos los continentes, miles de millones de bloques de hielo se dispersaron primero por los océanos Atlántico y Pacífico, para fundirse prácticamente de golpe a consecuencia de la elevación de la temperatura. La inundación dejó entonces de ser gradual para convertirse en una inmensa mole de agua que se abatió de golpe sobre terrenos considerados hasta entonces seguros, provocando la muerte de millones de personas que no tuvieron la menor posibilidad de escapar a su destino.

Gracias a su situación geográfica Samarcanda se salvó del primer embate, pero no por ello podía considerarse fuera de peligro: Aunque los mares Caspio y Aral, como lagos que eran en realidad, no se habían visto afectados por el fenómeno, la enorme marea producida por la ruptura y la fusión de los hielos polares se acercaba velozmente a la depresión junto a la cual se alzaba la ciudad, sin que sus casi setecientos metros de altitud sobre el nivel primitivo del mar supusieran ya una garantía de seguridad. Por fortuna los confiados habitantes de Samarcanda no pensaban lo mismo, por lo cual no tuve problemas para poner tierra por medio, enrolándome en una segunda caravana alegando mi falsa pretensión de llegar a China y al Pacífico.

Tal como estaban las cosas, la única opción válida que me quedaba era la de emigrar a las tierras del Tíbet, que con sus más de dos mil metros de altitud mínima suponían el único refugio seguro junto con el inalcanzable altiplano andino. Mi temor era encontrármelo invadido por refugiados chinos, pero eso era algo que no se podía prever y además carecía de alternativas.

Emprendí, pues, el camino de nuevo en busca de la salvación que podían proporcionarme los otrora altos valles tibetanos. Aunque la gran inundación no representaba, al menos por el momento, ninguna amenaza directa, no por ello nos encontrábamos completamente libres de riesgos. La elevación de las aguas estaba produciendo un cambio climático importante al convertir en costeras tierras que semanas atrás se encontraban a varios miles de kilómetros de distancia del mar, por lo que el incremento de la presión atmosférica en las antiguas zonas montañosas estaba contribuyendo de forma decisiva al calentamiento de unas regiones que desde hacía miles de años habían sido siempre frías. Como consecuencia de todo ello, se estaba produciendo un rápido deshielo que convertía en peligroso el paso por las proximidades de las cadenas montañosas, al tiempo que los ríos desbordados suponían un obstáculo muchas veces infranqueable.

Dando mil rodeos y retrocediendo una y otra vez, conseguimos llegar finalmente a Lhasa, donde fuimos recibidos amablemente por unos monjes que se habían vuelto a hacer con el control del país después de que las fuerzas de ocupación chinas hubieran desaparecido por completo. Para mi tranquilidad comprobé que el Tíbet mantenía en esos momentos únicamente a su población autóctona, sin que se hubiera producido por el momento la tan temida invasión masiva de refugiados chinos. Según me comentaron, éstos habían preferido refugiarse en las tierras altas del Sinkiang y el Gobi, donde los supervivientes de este inmenso país -los muertos en China se contaban por centenares de millones- se hacinaban de forma precaria.

Aunque mi intención oficial era la de llegar hasta el Pacífico, en realidad no deseaba pasar de allí; sin embargo, y por suerte para mí, las circunstancias vinieron en mi ayuda al convertir en obligación lo que en realidad era mi oculto deseo. Los tibetanos nos advirtieron que no tenía el menor sentido seguir adelante, ya que tanto la India como Indochina habían desaparecido prácticamente por completo mientras lo que quedaba de China era en esos momentos muy poco recomendable para los extranjeros. Finalmente todos nosotros aceptamos su hospitalidad, procediendo a instalarnos en el que probablemente era uno de los últimos rincones del mundo donde todavía se mantenía en pie algún retazo de civilización.

Durante un tiempo viví tranquilo, ya que no feliz. Los tibetanos continuaban con su modo de vida ancestral, recibiendo con hospitalidad a los escasos fugitivos -siempre que no fueran chinos, a los que aborrecían- que arribaban a su país. Las noticias que llegaban a nosotros sobre la situación del planeta eran escasas y confusas, pero todo parecía indicar que el crecimiento del mar no se había detenido, inundándose cada vez más terrenos. Sin embargo, el flujo de refugiados era paradójicamente mínimo, quizá porque ya no existían apenas supervivientes, quizá porque éstos se habían resignado finalmente a su suerte. Los chinos en especial seguían apiñados en lo poco que quedaba de su país, aunque corrían rumores de que eran ya muchos los que, en lugar de huir a tierras más altas, aguardaban resignadamente la llegada de las aguas negándose a abandonar sus casas.

El fatalismo oriental se mostraba, en una situación tan dramática, mucho más pragmático que el histerismo occidental. Si el mar continuaba ascendiendo, ¿para qué resistirse a los designios del destino? En el peor de los casos hasta el último rincón de la Tierra acabaría anegado, con lo cual la huida tan sólo conseguiría aplazar por poco tiempo la inexorable muerte.

Claro está que todavía quedaban algunos, cada vez menos, que creían que el mar detendría finalmente su avance, pudiendo llegar incluso a acabar retrocediendo hasta su lecho original. Pero aunque se diera este caso, ¿qué esperanzas de vida con un mínimo de posibilidades les quedarían a estos últimos jirones de la humanidad? Apiñados en las antiguas cadenas montañosas, sometidos a los rigores de la desbocada climatología -en el Tíbet llovía ahora torrencialmente y los temporales y vendavales eran cosa de todos los días-, sin agua ni alimentos en muchos casos... ¿Merecería la pena vivir así? Pues hasta en el improbable caso de que el mar acabara devolviendo siquiera parte de las tierras robadas, éstas serían completamente estériles e incapaces de alentar la menor vida, ya fuera ésta animal o vegetal.

No. El fin de la humanidad estaba ya sentenciado, y a los escasos supervivientes que pudieran quedar, si es que los había, les aguardaba una existencia de privaciones y anarquía. No era extraño que los chinos, los hindúes y otros pueblos orientales, prefirieran morir cuando les llegara su hora antes de prolongar inútilmente su cruel agonía; lo comprendía y los admiraba, pero mi talante occidental me imposibilitaba seguir su ejemplo.

Además, por el momento me encontraba a salvo. Los tres mil seiscientos metros de altitud de Lhasa suponían una considerable garantía de seguridad, y no estaba dispuesto en modo alguno a renunciar a ella. Por otro lado, ¿a dónde podría ir si hasta aquí llegaban las aguas? Éstas eran las tierras habitables más altas en muchos miles de kilómetros a la redonda, y de verme obligado a huir de aquí, no me quedaría otro refugio que las altas e inhóspitas cumbres del Himalaya, unas cumbres completamente inhabitables no por su altitud, ya que las temperaturas se habían suavizado mucho, sino por los apocalípticos temporales que sacudían a las cadenas montañosas un día tras otro.

La vida en la meseta no era menos dura, pues sufríamos también los efectos de un clima desbocado para los cuales los sufridos tibetanos no estaban en modo alguno preparados. Lluvia continua, ríos desbordados, las escasas tierras cultivables descarnadas por la erosión... y un calor que, conjuntado con la humedad, comenzaba a ser asfixiante.

Y a todo esto, el mar seguía ganando la batalla. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de sorprenderme el aparente absurdo que suponía que el mar hubiera elevado su nivel más de dos mil metros, y desde luego estaba convencido de que no se detendría hasta que el último retazo de tierra hubiera desaparecido bajo las aguas. Los tibetanos pensaban lo mismo, y aguardaban con resignación la llegada de unas aguas que continuaban avanzando de forma lenta pero inexorable, comiéndose a dentelladas el cada vez más reducido espacio que nos quedaba. Una estimación aproximada me condujo a la conclusión de que, en menos de un mes, tanto Lhasa como el resto de las tierras habitables del Tíbet habrían perecido víctimas de la inundación, quedando libres de las aguas tan sólo las altas cumbres del Karakorum y el Himalaya.

La disyuntiva, pues, era evidente: O me quedaba en Lhasa resignado a mi suerte, o huía montes arriba en busca de una efímera salvación. La decisión no era fácil, máxime teniendo en cuenta que ningún tibetano estaría dispuesto a seguirme en lo que para ellos era un absurdo desafío al destino, mientras que yo, evidentemente, no podría afrontar esta aventura en solitario.

Finalmente conseguí alcanzar una solución de compromiso, trasladándome a una remota aldea situada en las faldas del Everest donde fui acogido por sus escasos habitantes con una mezcla de curiosidad y asombro. Puesto que a esas alturas ya era capaz de defenderme relativamente bien con su idioma, pude explicarles las razones que me habían movido a desplazarme hasta allí, al tiempo que les ofrecía mi colaboración para todo cuanto pudiera necesitar su pequeña comunidad.

Tal como esperaba fui aceptado sin ningún tipo de problemas asignándoseme una vivienda vacía, aunque mis anfitriones mostraron su extrañeza ante mi afán de huir; si era designio divino, decían, perecer ahogado bajo las aguas, resultaba impío intentar oponerse a ello. No me comprendían, pero me respetaban, aceptando complacidos la ayuda que yo podía proporcionarles.

Aun acostumbrado como estaba a la frugalidad y a las privaciones merced a mi anterior estancia en Lhasa, esta última etapa de mi vida supuso para mí una nueva y dura prueba. A pesar de que la aldea se encontraba situada en un pequeño ribazo que la mantenía a salvo de los torrentes desbordados que bajaban de las cercanas cumbres, los montañeses habían perdido la mayor parte de su ganado, careciendo prácticamente de pastos con los que alimentar al resto. Los antiguos barrancos, convertidos ahora en ríos impetuosos, eran en muchas ocasiones barreras infranqueables que aislaban a la aldea de la mayor parte de los terrenos circundantes, mientras el clima, que ahora era ya casi tropical, les incapacitaba por completo al no estar habituados al mismo. A pesar de su ancestral frugalidad los montañeses comenzaban a padecer los estragos del hambre, sin que mi valiosa provisión de alimentos traída desde Lhasa sirviera para paliar apenas los casos más graves.

Por la llegada de unos caravaneros, últimos viajeros en un mundo que naufragaba, supimos que Lhasa había sucumbido finalmente bajo las aguas, y que las estribaciones del Himalaya y el Karakorum eran los últimos reductos de tierra firme que quedaban a salvo de lo que antaño fuera el corazón de Asia. La llegada del mar era, pues, cuestión de días, por lo que ni siquiera allí podía considerarme seguro.

La lógica implacable de los hechos me decía que era completamente inútil continuar huyendo de lo inevitable, pero en contra de la opinión de mis anfitriones mi exacerbado instinto de conservación me empujó de nuevo a la fuga. Relativamente cerca del poblado, a mitad de la ladera del Everest, existía un antiguo refugio de escaladores, aunque nadie podía asegurarme que continuara todavía en pie al ser lo más probable que hubiera sido arrasado por los aludes del deshielo, o por las fuerzas desbocadas de los ríos. El camino era arriesgado y difícil en las condiciones tan extremas que reinaban entonces, pero finalmente conseguí convencer a un guía para que me condujera hasta el refugio.

Se trataba tan sólo de una simple choza de piedra, que se mantenía milagrosamente intacta en mitad de un paisaje dantesco que en nada recordaba ya al helado páramo sobre el que fuera construida; pero sus paredes eran sólidas y su tejado estaba en buen estado, lo que la convertía en un refugio ideal... y en realidad, en el único posible dadas las circunstancias. Me acomodé, pues, como buenamente pude, sin más mobiliario que un cajón que oficiaba de mesa y un raído camastro, y sin más provisiones que un puñado de alimentos. Aunque bien pensado, dentro de poco no necesitaría ya nada de ello. En cuanto a mi guía, que también había oficiado de porteador, retornó al poblado dejándome abandonado a mi suerte, una suerte que en realidad no era apenas diferente de la suya.

Ha pasado el tiempo, y desde mi soledad he podido contemplar impotente cómo las aguas triunfantes iban estrechando poco a poco su mortífero cerco. El poblado en el que recibiera asilo yace ahora bajo muchos metros de agua junto a todos sus habitantes, y las olas comienzan a lamer las estribaciones de mi miserable refugio. Calculo que en un día, o como mucho dos, habrá llegado mi hora, por lo cual me apresuro a concluir este manuscrito antes de que las fuerzas -mis últimas provisiones se agotaron hace cuatro días- me abandonen definitivamente. Cuando termine de escribirlo, introduciré el manuscrito en una caja metálica que conservé a propósito y la sellaré lo mejor que pueda, para evitar que las aguas lo destruyan. Por desgracia carezco de medios para soldarle la tapa, pero sí pude conseguir en Lhasa cierta cantidad de cemento que, mezclado con las duras piedras de los alrededores, me ha servido para construir un cofre impermeable en el que enterraré mi testimonio escrito, esperando que pueda preservarse en mitad de un medio tan corrosivo como es el agua del mar.

¿Por qué me molesto en hacer esto, cuando las posibilidades de que alguien pueda llegar a leerlo algún día son virtualmente nulas? He de confesar que ni yo mismo lo sé, pero me subleva la idea de desaparecer sin intentar siquiera que mi muerte sea útil. Quizá las aguas se retiren algún día y los continentes vuelva a estar poblados por seres inteligentes, quizá alguna de las innumerables especies marinas acabe evolucionando hasta alcanzar finalmente una capacidad de raciocinio, quizá incluso nuestro desgraciado planeta reciba algún día la visita de unos vecinos cósmicos... ¡Qué importa cómo sea! Pero si en algún momento, en el futuro, alguien descubre las ruinas de nuestras ciudades y se hace la pregunta de cómo pudo llegar a desaparecer una civilización que se extendía por todo el planeta, quizá entonces mi manuscrito pudiera servir para disiparles sus dudas.

Es probable que se pregunten entonces las razones de este Apocalipsis, y no resulta difícil suponer que barajarán para ello diversas hipótesis, desde algún tipo de extraño fenómeno geológico, hasta incluso un castigo divino, planteándose quizá la heterodoxa hipótesis de afirmar que la Tierra es un ser vivo que un buen día decidió desembarazarse de los parásitos que tantas molestias le causaban.

En lo que a mí respecta, encontrarle o no una explicación es algo que no me importa en absoluto. Lo único importante es que la humanidad, con todos sus aciertos y todos sus errores, ha cubierto ya su ciclo vital. Puede que otra humanidad posterior, que ni tan siquiera alcanzo a imaginar, acabe heredando nuestro antiguo solar, puede que no ocurra así; y puede, incluso, que nosotros ni siquiera fuéramos los primeros... pero eso sólo lo podrá decir el tiempo.


Publicado en 2003 en el nº 3 (3ª época) de Menhir y en julio de 2004 en Fabricantes de sueños 2004
Actualizado el 26-1-2014