Aquiles y la tortuga



No todo el mundo puede presumir de tener por amigo a un genio. Puntualizo: un genio de verdad, de esos que surgen tan sólo una vez cada varias generaciones y que, en muchas ocasiones, acaban malográndose debido a la incomprensión de la sociedad, cuando no también a su inadaptación a la misma.

Mi amigo Juan no era un inadaptado, pero tampoco se le podría considerar un triunfador. De hecho, su divorcio con la sociedad era absoluto. Por fortuna para él la herencia recibida de sus padres, un próspero conglomerado industrial le permitía no sólo vivir holgadamente sin tener que someterse al yugo de un trabajo -desde un principio él había dejado el gobierno de sus empresas en manos de sus gestores-, sino asimismo realizar sus investigaciones libre por completo de cualquier tipo de atadura no sólo académica, sino también económica.

Porque Juan era un científico. Y de los buenos. Por esa razón apenas había sido capaz de terminar a trancas y barrancas sus estudios universitarios, mientras que su fugaz paso por el doctorado había acabado, literalmente, como el rosario de la aurora. Claro está que ya no son los tiempos de los genios solitarios del tipo de Galileo, Edison o incluso Einstein, ya que la ciencia continúa avanzando gracias no a las individualidades, sino a los equipos... pero Juan no se arredró por ello; al fin y al cabo, él era un genio.

Lamentablemente Juan era también un anárquico incorregible; su curiosidad por los temas más dispares siempre le había impedido centrar su atención en uno de ellos en concreto, ya que acostumbraba a saltar de uno a otro conforme se le antoja en cada momento. Puesto que tampoco había mostrado jamás el menor interés en publicar sus investigaciones, y ni tan siquiera en darlas a conocer, el resultado es que sus descubrimientos, pese a su capital importancia, siempre acabaron quedándose en papel mojado.

De hecho, yo era uno de los pocos privilegiados conocedores de sus actividades, aunque claro está, la profundidad de sus trabajos me desbordaba por completo... lo que no me impedía ser consciente de su importancia. Pero todos mis esfuerzos de cara a convencerlo para que compartiera con la humanidad los frutos de su genio, estuvieron condenados ya desde el mismo principio al fracaso; en realidad a él no le importaba lo más mínimo todo lo que no fuera su propia distracción. Porque en realidad él se divertía jugando con unos descubrimientos que podrían suponer, en ocasiones, un paso de gigante para esa humanidad que él despreciaba tan olímpicamente.

Eso, claro está, sin contar con sus inventos geniales, capaces por sí mismos de dejar perplejos a los sabios; hallazgos tan inverosímiles que resultarían aparentemente contrarios al sentido común... y que sin embargo, funcionarían de ser llevados a la práctica.

Por esta razón no me sorprendí demasiado cuando Juan me dijo que le gustaría cambiar la historia, y que de hecho estaba dispuesto a hacerlo... y lo decía completamente en serio.

-Pero Juan, ¿cómo es posible que especules con tamaño disparate? -había sido mi escéptico comentario a su confidencia.

-¿Disparate? -me respondió irritado- ¿Porqué dices eso? Sabes que estoy hablando en serio, jamás bromeo con estas cosas.

-Porque la historia es algo que no puede ser modificada, bien lo sabes... salvo, claro está, que estemos hablando de ciencia ficción.

-No es ciencia ficción, es ciencia a secas. -sentenció en tono glacial al tiempo que me miraba con gesto hosco.

-No irás a decirme que has inventado una máquina del tiempo... por mucho que valore tu genio, y lo valoro, ciertamente esto es algo que me resulta por completo inconcebible.

-¿Máquina del tiempo? -masculló burlón- No, claro que no; al menos tal como la describen los novelistas.

-¿Entonces?

-No se trata de algo tan burdo como la manida historia de viajar al pasado para matar a Hitler cuando todavía era un niño de pecho; eso, además de una soberana estupidez, sería algo imposible.

Hizo una breve pausa y continuó:

-Lo que yo pretendo es enviar al pasado una información capaz de alterar la historia.

-¡Casi nada! -exclamé- Tanto me da lo uno como lo otro, en la práctica no le veo mayor diferencia...

-Pues la tiene, y mucha, Enviar materia al pasado es del todo imposible, pero enviar información no tiene por qué violar ninguna ley física.

-Pues chico, yo no lo veo así. -porfié- Tanto me dan esas sutilezas científicas, lo que me resulta evidente es que la historia no se puede cambiar independientemente del método elegido para intentar hacerlo.

-¿Por qué?

-Pues porque de ocurrir así, esto atentaría contra la lógica más elemental. ¿Qué mundo sería éste si cualquier realidad, nuestra realidad, pudiera cambiarse por otra diferente así por las buenas?

-Me temo que has debido de leer demasiados relatos de ciencia ficción como para condicionarte la mente hasta el extremo de no poder entenderlo -sentenció.

-Unos cuantos. -respondí amostazado- Pero no creo que esté en riesgo de correr la misma suerte que Don Quijote con sus lecturas de libros de caballerías. Sin embargo, son los suficientes para ser consciente de que, desde un punto de vista lógico, eso que propones es un absurdo total, ya que violaría las leyes más fundamentales de la física.

-Como por ejemplo... -me retó.

-Invertir la dualidad causa-efecto o, todavía peor, generar paradojas en las que pudiera aparecer un efecto sin que existiera causa preexistente alguna...

-Vaya. -sonrió condescendiente- Veo que estamos comenzando a entendernos.

-¿Seguro? -gruñí.

-Seguro. Si yo te dijera que puedo influir en el pasado sin incurrir en ninguna aberración lógica, o paradoja temporal si así lo prefieres, ¿me creerías?

-Más bien sospecharía que intentabas burlarte de mí; -confesé con brutal sinceridad- o, quizá, que pudieras estar como una regadera.

-Poca confianza tienes en mi humilde persona. -me reprochó con suavidad- Y eso a pesar de que siempre que te he hecho partícipe de los resultados de mis investigaciones lo hacía mostrándote hechos concretos, y no meras teorías o hipótesis...

-¿Insinúas acaso que ya has conseguido comunicar con el pasado? -mi sorpresa era genuina.

-Todavía no; pero tengo todo listo para hacerlo en cuanto lo desee. Me apetecía tener un testigo, y quién mejor que tú para ejercer como tal.

-Vaya. -exclamé entre sorprendido y sarcástico- Es todo un honor. Pero sigues sin explicarme cómo lo has logrado...

-Me temo que sería demasiado complicado hacerlo, ya que es preciso manejar unos conceptos físicos y matemáticos sumamente complejos e imposibles de reducir a términos comprensibles incluso para alguien con formación científica como tú. En resumen, podría decirse que se respetan los dos principios fundamentales de conservación, el de la energía y el de la materia, con lo cual no existe barrera alguna que impida la trasmisión de información de un punto temporal a otro; ésta es la única manera posible de viajar por el tiempo, ya que cualquier otra cosa, evidentemente, sí estaría prohibida.

-Está bien, admito lo que dices; -concedí- pero sigues sin explicarme la manera de eludir las posibles paradojas temporales...

-Es que no tienen por qué aparecer paradojas... -el timbre de su voz había acrecentado su gravedad.

-Pues tú me dirás; -porfié- si alterar la historia no es ya una paradoja en sí misma, no veo qué pueda serlo. ¿Qué pasaría con todos los episodios de la realidad original evaporados en beneficio de la nueva?

-Sigues sin entenderme. -meneó la cabeza con pesadumbre- Está visto que continúas estando influido por tus lecturas de ciencia ficción. Mientras no consigas librarte de estos prejuicios, poco habremos avanzado.

-Pues te agradecería queme ayudaras a hacerlo.

Juan hizo una nueva pausa, inspiró profundamente como si estuviera haciendo acopio de paciencia ante un alumno demasiado zote, y continuó:

-¿No te has parado a pensar que quizá esa realidad que tú consideras intangible pudiera ser tan sólo una perturbación, una desviación accidental de la verdadera realidad que, como tal, sería deseable recobrar?

-Eso me suena a La vida es sueño...

-Lo digo en serio. -insistió al tiempo que fruncía el ceño.

-Discúlpame, no pretendía burlarme de ti. -le apacigüé- Pero no consigo comprender cómo puedes estar tan seguro de que esta realidad en la que nos movemos pueda no ser la original, y que tú tengas en tus manos la posibilidad de enmendarla... ¿no estarás intentando jugar a aprendiz de brujo?

-En absoluto. -jamás le había visto hablar en un tono tan solemne- ¿Acaso el mundo en que vivimos se aproxima siquiera a lo que pudiéramos considerar normal? Repasa la historia de los últimos siglos y respóndeme.

-Sí, sin duda en esto tienes razón. -concedí, tras haber sido pillado a contrapié- La historia de la humanidad es una continua sucesión de infamias, eso es evidente. Pero, ¿Qué te garantiza que tu alternativa pudiera acabar con todo ello?

-Nunca he dicho semejante cosa; me conformaría con que fuera siquiera algo mejor. Y eso sí estoy convencido de poder lograrlo.

-¿Y cómo lo piensas conseguir? Porque supongo que tendrás un plan... ¿Acaso tramas impedir que Hitler pudiera hacerse con el control del partido nazi?

-Eso hubiera resultado completamente inútil. De no haber existido Hitler otro habría ocupado su lugar, con lo cual la historia hubiera sido muy parecida e igual de trágica. La inercia histórica, como yo la denomino, es tan poderosa que la supresión de un personaje, o su sustitución por otro, no cambiarían de forma significativa el devenir de los acontecimientos. De hecho, ni siquiera alguien tan extraordinario como fue Alejandro Magno logró perturbarla mucho más allá de su muerte.

-Pero el imperio persa se fragmentó en varios reinos que ya jamás volvieron a reunificarse... -objeté.

-Eso se debió a que el germen de la descomposición anidaba ya en su interior; Alejandro lo único que hizo fue actuar a modo de detonador, pero de no haber intervenido él, las fuerzas centrífugas habrían actuado de todas formas. Aunque las dinastías reinantes en los nuevos estados no fueran de origen macedonio, los resultados habrían acabado siendo muy similares.

-Pues tú me dirás...

-Que sea difícil no quiere decir que tenga que resultar imposible, y que nadie sea capaz de cambiar la historia por su propia iniciativa personal no significa que esto no pueda hacerse; basta con saber elegir el punto de inflexión adecuado.

-Sí, los escritores de ciencia ficción de los que despotricas tanto lo llaman Punto Jumbar... -le interrumpí malicioso.

-El nombre es lo de menos. -gruñó, nada dispuesto a dar su brazo a torcer- El hecho es que creo haberlo encontrado.

-Pues cuéntamelo -mi interés era sincero.

Y mi amigo Juan lo hizo. En esencia, la base de su teoría era que el colapso de la antigua civilización grecorromana había sido la raíz de lo que él denominaba la “degeneración histórica” que tanto deseaba erradicar. Dicho con otras palabras, estaba convencido de que, de no haber caído el imperio romano en la segunda mitad del siglo V, a la civilización occidental le habría ido mucho mejor al evitar el negro pozo de los siglos oscuros de la Alta Edad Media, la fragmentación política, lingüística y cultural del antiguo orbe romano y la para él funesta irrupción musulmana culpable de haber dividido en dos facciones irreconciliables el otrora Mare Nostrum.

Claro está que la pregunta del millón, y así me apresuré a decírselo, era cómo conseguir evitar ese derrumbamiento, máxime teniendo en cuenta que, según los historiadores modernos, el imperio romano había caído víctima de su propia decadencia, sin que los invasores bárbaros, tan denostados en la historiografía clásica, hubieran desempeñado otro papel que el de simples enterradores del cadáver.

Arropándome en este argumento, yo objeté que, al igual que en sus ejemplos de Alejandro Magno o Adolf Hitler, no veía posible que se pudiera evitar la caída del imperio romano simplemente quitando de enmedio a algún personaje indeseable, por desgracia muy abundantes en esa agitada época, o bien evitando la desaparición prematura de aquellos que quizá pudieran haber evitado, o cuanto menos retrasado, la catástrofe, tal como había sido el infausto caso del general Estilicón. Desde mi punto de vista, insistí con tozudez en ello, esa misma inercia histórica que él mismo había definido era ahora la que se volvía en contra de sus propias teorías.

Pero Juan contaba con recursos sobrados para desmontar mis endebles objeciones. No se trataba de buscar individuos, matizó, sino de encontrar eventos cruciales capaces estos últimos de dar un giro al devenir de los acontecimientos si se sabía hacerlo de la forma adecuada. La civilización romana, a lo largo de su milenaria historia, se había visto obligada a afrontar numerosas crisis de magnitud similar, si no incluso superior, a la que había provocado su colapso definitivo, habiendo logrado superarlas contra todo pronóstico, como había sucedido con la invasión de Roma por los galos en el año 387 antes de Cristo, con las campañas de Aníbal, que a punto estuvo de aniquilar a la república romana tras la batalla de Cannas el año 216 también antes de Cristo, o con el convulso período de la anarquía militar, que abarcó buena parte (entre 235 y 284) del siglo III después de Cristo... y siempre la milenaria ciudad fundada por Rómulo y Remo había logrado resurgir de sus cenizas con nuevas y recobradas fuerzas.

¿Por qué la crisis del siglo V debía ser una excepción? Juan insistía mucho en que la solidez del territorio sometido a la soberanía imperial era, pese a todo, notable, amén de que la gente solía olvidar que la catástrofe había ocurrido sólo en una de las dos mitades del imperio, la occidental, mientras la oriental, reconvertida con el tiempo en el imperio bizantino, había gozado de prosperidad durante siglos y pervivido durante un milenio, antes de sucumbir frente los embates de los turcos ya a las puertas del Renacimiento.

Yo seguí insistiendo en algo que para mí resultaba fundamental, la extrema decadencia demográfica y económica en que se vio sumido el imperio, o su parte occidental al menos, en su etapa postrera, lo cual rebatió de nuevo mi amigo abrumándome con una larga lista de ejemplos de poblaciones tardorromanas -entre ellas, en un golpe bajo, citó a mi propia ciudad natal- que, lejos de este tópico fácil de encontrar en los libros de historia, habían gozado de una notable prosperidad hasta el momento mismo, e incluso después, en que las invasiones germánicas del siglo V cortaron las comunicaciones entre las distintas provincias del imperio, provocando el colapso de la tupida red que había mantenido unidos durante siglos a tan vastos territorios.

De poco sirvió. Para Juan resultaba patente que ese hundimiento podría haber sido evitado, pero no cuando las fronteras exteriores del orbe romano se derrumbaron de forma definitiva ante el brutal empuje de las tribus bárbaras, ya que entonces era demasiado tarde, sino mucho antes. Y para mi sorpresa, y a modo de abracadabra histórico, pronunció el nombre de la batalla que, según él, habría supuesto el principio del fin: Adrianópolis.

He de confesar que en ese momento mis olvidados conocimientos de historia antigua me impidieron situar ese nombre en su entorno geográfico y cronológico, así que tuvo que ser Juan quien me refrescara la memoria. Adrianópolis era la actual Edirne, una ciudad de unos 140.000 habitantes situada 240 kilómetros al noroeste de Estambul, junto a la frontera que separa a la porción europea de Turquía de las vecinas Grecia y Bulgaria. En sus cercanías tuvo lugar, el 9 de agosto del año 378, una de las más sangrientas batallas de las postrimerías del imperio romano, en la cual las tropas imperiales, comandadas por el propio emperador Valente, fueron masacradas por las hordas visigodas -resultaría impropio denominarlas ejército- que poco antes habían cruzado el Danubio huyendo de los invasores hunos que algún tiempo después habrían de traer de cabeza a los propios romanos.

Tras dos años de difícil convivencia entre ambas culturas el emperador Valente había decidido expulsarlos del territorio del imperio, viéndose sumido en el mayor desastre militar romano desde la batalla de Cannas, seis siglos antes. Más de cuarenta mil bajas, casi los dos tercios de los soldados que entraron en combate, dan idea de la magnitud de la catástrofe, de la que no se salvó ni siquiera el propio emperador, cuyo cadáver nunca llegó a ser hallado.

Lo irónico del caso fue que, según todos los cronistas gracias a los cuales conocemos los pormenores de este episodio bélico, los romanos habían todo a su favor para aplastar a los invasores, y sólo merced a un cúmulo de graves errores difícilmente justificables acabaría yéndose al traste la manifiesta superioridad imperial.

El principal culpable, sin la menor duda, había sido el propio emperador Valente que, celoso de su sobrino y coemperador Graciano, precipitó el ataque contra el campamento enemigo sin esperar a la inminente llegada de éste con tropas de refuerzo, las cuales habrían aportado al ejército romano una superioridad numérica insalvable para los aguerridos, pero escasamente disciplinados, guerreros godos. Según los historiadores contemporáneos, Valente habría obrado de forma tan temeraria movido por el deseo de acaparar toda la gloria de la victoria sin compartirla con su colega.

Éste no sería el único error. El ataque romano, iniciado a pleno mediodía en una jornada de pleno verano, fue tan precipitado que las acaloradas tropas imperiales apenas si pudieron desplegarse en formación de combate. Por si fuera poco sus generales se dejaron rodear por la caballería enemiga, que los encajonó contra el campamento visigodo convirtiendo la batalla en una espantosa matanza.

Pero lo peor, según Juan, no había sido el descalabro de Adrianópolis, del que tarde o temprano el imperio habría logrado recobrarse, sino todo lo que vino después de manos del nuevo emperador elegido por Graciano para suceder al desaparecido Valente, el hispano Teodosio, al que andando el tiempo se le acabaría conociendo con el apelativo de El Grande.

-¿El Grande de qué? -exclamaba furioso cada vez que salía a relucir este personaje- ¡Como no fuera por su gran capacidad para cargarse el imperio...!

Aunque la inquina que Juan sentía hacia este remoto compatriota nuestro era a todas luces exagerada, no le faltaba algo de razón cuando afirmaba que los historiadores de la Antigüedad Tardía habían sido sumamente benevolentes con un gobernante sobre cuya figura se cernían importantes sombras.

-¡Y todo esto vino porque favoreció de forma descarada no a los cristianos, sino a los elementos más fanáticos de esa religión, empezando por alguien tan sectario como el propio San Ambrosio de Milán, completamente opuesto a cuanto oliera a tolerancia religiosa! -despotricaba- ¡Y claro, como los historiadores que loaron su figura eran cristianos, pues todo solucionado!

-Hombre, Juan, -rebatía yo- al fin y al cabo Constantino hizo lo mismo no mucho antes, y nadie cuestiona lo acertado de su decisión de derogar las leyes que perseguían a los cristianos...

-¡Y un cuerno! No compares, hombre, no compares. Constantino volcó a su favor a una fuerza social emergente tan importante como eran entonces los cristianos, pero no renunció en absoluto al apoyo de la vieja Roma, es decir, los paganos. Teodosio, por el contrario, se enajenó a estos últimos al permitir y alentar que los antaño perseguidos se convirtieran en sañudos perseguidores, no sólo de quienes no profesaban la fe cristiana, sino también de todos aquellos herejes que osaron cuestionar la ortodoxia católica. Constantino fortaleció su poder; Teodosio lo debilitó de una manera tan imprudente como absurda, justo cuando más necesitada de unión estaba la convulsa sociedad romana.

-Bueno, admito que no te falta razón, pero eso no justifica que cargues al pobre Teodosio con esos tintes tan siniestros...

-Es que no quedó ahí la cosa, por desgracia. A lo largo de su reinado, que duró casi veinte años, Teodosio practicó una política de apaciguamiento con los godos y con otras tribus bárbaras, permitiéndoles establecerse en el interior de las fronteras romanas... introduciendo en el propio corazón del imperio unas quintas columnas que tan sólo unas pocas décadas después contribuirían de forma decisiva a socavar los cimientos del hasta entonces todavía sólido estado romano.

-Juan, me temo que estás exagerando de nuevo. -yo intentaba no dar mi brazo a torcer- Al fin y al cabo el ejército romano cada vez se encontraba con más dificultades para reclutar nuevos soldados, de modo que los mercenarios bárbaros vinieron a cubrir esa carencia.

-¡Y bien caro que se lo cobraron! Llegó un momento en el que los últimos emperadores eran tan sólo unos títeres de sus generales bárbaros o semibárbaros; gente como Arbogasto, Estilicón, Aecio, Ricimero, Orestes u Odoacro hicieron y deshicieron a su antojo, y precisamente fue este último el que en el año 476 decidió acabar con la farsa destituyendo al último emperador formalmente reinante... aunque el pobre Rómulo Augústulo apenas si había pintado algo durante los dos años escasos en los que revistió la púrpura imperial. Eso sin contar con que la barbarización del ejército romano acabo con su disciplina y, por ende, con su legendaria efectividad.

»Por si fuera poco, -remachaba- Teodosio implantó una dinastía nefasta, comenzando con sus hijos Arcadio y Honorio y siguiendo con alguien tan felón como su nieto Valentiniano III... eso sin contar con los devaneos de su hija Gala Placidia, que tuvo la osadía de casarse con el mismísimo rey godo Ataúlfo. Como dice el refrán, con amigos como éstos no son necesarios los enemigos.

-Sombrío panorama me pintas...

-Es que fue así, te guste o no; tanto Teodosio como sus sucesores directos fueron los principales responsables de que se fuera a pique el imperio. ¡Y por si fuera poco, Teodosio tuvo la nefasta idea de dividir en dos el imperio tras su muerte, repartiendo la “herencia” entre sus dos hijos varones!

-¡Un momento, Juan, que ahí patinas...! -al fin creía haberle cogido en un renuncio- Al menos desde Diocleciano, más de un siglo antes, el imperio había sido dividido en varias ocasiones...

-Cierto... en parte. En efecto, a lo largo de todo el bajo imperio hubo coemperadores con frecuencia, e incluso llegó a haber tetrarcas; pero estas divisiones siempre habían sido de índole, digamos, administrativa. Con una mayor proximidad se buscaba un mejor gobierno de tan vastos territorios, pero nunca hasta entonces se había cuestionado la unidad territorial del imperio romano por más que pudiera estar gobernado de forma simultánea por varios augustos. Por el contrario, la escisión provocada por Teodosio fue política y, lo que es todavía peor, irreversible, ya que ambos imperios quedaron escindidos para siempre; y por si fuera poco, se convirtieron además en rivales, cuando no en enemigos. ¿Olvidas acaso que Arcadio, el emperador oriental, para salvar su trono no tuvo el menor escrúpulo en negar cualquier tipo de auxilio a su atribulado hermano, llegando incluso a desviar hacia occidente a todas las hordas bárbaras que merodeaban por sus fronteras?

-En resumen. -zanjé aburrido- Según tú si Valente, en lugar de precipitarse, hubiera aguardado hasta la llegada de las tropas de Graciano, y además hubiera atacado a los godos en el momento más favorable, la historia habría sido completamente distinta...

-Tú lo has dicho. Los romanos habrían aniquilado a los bárbaros y los supervivientes, de haberlos habido, habrían sido reducidos a la esclavitud o expulsados allende el Danubio; en cualquier caso, los visigodos habrían sido borrados del mapa para siempre y el imperio habría contado con la fortaleza suficiente como para hacer frente con éxito a otras tribus germánicas que, como los francos, merodeaban asimismo por sus fronteras.

-¿Y Teodosio?

-Al no morir Valente de forma prematura, es de suponer que fuera él quien acabara nombrando a su sucesor, en vez de hacerlo Graciano; Teodosio entonces no habría pasado de ser un simple general, y su nefasta dinastía jamás habría llegado a gobernar el imperio.

-Muy optimista te veo. -objeté- ¿Qué te hace pensar que ese hipotético sustituto de Teodosio, al igual que sus no menos hipotéticos sucesores, habrían sido mejores que los protagonistas reales de la historia?

-Tienes razón. -confesó haciendo con las manos un gesto de impotencia- No existe ninguna manera de prever cual hubiera podido ser la evolución de la historia en esas circunstancias; pero dado todo lo que ocurrió a lo largo del siglo V, resulta difícil creer que pudiera haber sido peor de lo que fue... aunque en este caso, claro está, siempre se podría volver a intentar un segundo retoque.

El remate final de su frase tuvo la virtud de recordarme que el motivo de la discusión no había sido una mera elucubración histórica, sino su rotunda afirmación de ser capaz de modificar el curso de unos acontecimientos ocurridos hacía más de mil seiscientos años.

-Entonces, lo que en realidad pretendes es forzar la victoria del ejército romano en Adrianópolis...

La expresión de su cara era lo suficientemente explícita como para no precisar confirmación alguna. Así pues, pregunté:

-¿Y cómo demonios piensas hacerlo?

Juan me lo explicó. Tal como había insistido tanto en puntualizar, su máquina del tiempo -le salían ronchas cada vez que yo, de forma malévola, denominaba así a su invento- tan sólo podía transmitir información, no materia ni energía. Claro está que esta información precisaría necesariamente de un soporte, lo que a priori podría haber parecido un obstáculo irresoluble; pero mi amigo lo había resuelto elegantemente recurriendo a lo único que podía cumplir con estos requisitos, el pensamiento.

No me pregunten cómo lo había conseguido hacer, porque cuando intentó explicármelo fui completamente incapaz de comprenderlo; pero por usar un símil quizá no demasiado afortunado, pero sí lo suficientemente explícito, su artilugio venía a ser algo así como un inductor de ideas capaz además, como si ya de por sí no fuera lo suficientemente revolucionario, de atravesar la barrera del tiempo.

-O sea, que lo que quieres hacer es meterle en la sesera al cazurro del emperador Valente la conveniencia de tener paciencia antes de lanzarse a tumba abierta contra el enemigo.

-No. -me rebatió- Eso no serviría de nada, y me obligaría a repetir el intento... algo que preferiría evitar.

Su plan era menos sutil: consistía en inspirar a alguno de los ingenieros militares de la época, la idea de algún tipo de arma revolucionaria desconocida en la época, la cual les proporcionaría a los romanos la suficiente superioridad como para aplastar a los godos a pesar incluso de las garrafales meteduras de pata de Valente y sus generales.

-Sí, hombre. -me burlé- Para estar más seguros de que la cosa sale bien, podrías mandarles los planos del kalashnikov, y asunto concluido...

-No digas sandeces. -me recriminó fulminándome con la mirada- Como comprenderás, no resultaría conveniente provocar un anacronismo de ese calibre; además, el invento tendría que resultar compatible con la tecnología de la época.

-Pues regálales la pólvora. -porfié- Al fin y al cabo, disponen de todos los ingredientes y de los útiles necesarios para molerlos y mezclarlos...

-Demasiado aparatoso. -negó con la cabeza- Hay alternativas mejores, y mucho más discretas.

Su plan era simple. En un principio había elegido como detonante del cambio histórico algo aparentemente trivial para el común de los mortales, incluidos los guionistas de la inmensa mayoría de las películas de romanos, pero fundamental en la historia de la equitación: los estribos, esos objetos que cuelgan de la silla de montar y en los cuales el jinete introduce los pies. En contra de la creencia más generalizada los estribos fueron algo desconocido para todas las civilizaciones clásicas, incluyendo a una tan práctica como era la romana; se cree que fueron los hunos quienes los introdujeron en Europa ya en las postrimerías de la Edad Antigua, aunque todo induce a creer que la caballería romana, al menos la del extinto imperio occidental, no llegó ni siquiera a utilizarlos.

No lo hizo, desde luego, en Adrianópolis, a diferencia de sus rivales godos que, al parecer, sí los había incorporado ya a sus monturas, los que les otorgaba una mayor maniobrabilidad capaz de volcar hacia su lado una batalla.

Aparentemente la adopción de los estribos por parte de la caballería imperial podría haber bastado para invertir el curso de los acontecimientos, pero Juan quería asegurarse de que su plan no fracasaba. Así pues, pensó en recurrir también a una segunda invención, las ballestas.

Esto último se presentaba a priori bastante más complicado ya que, a diferencia de los estribos, no se trataba de una innovación contemporánea de la época sobre la que pretendía influir, independientemente de que en su momento hubiera sido desdeñada por los estrategas romanos, sino de un arma que no sería desarrollada hasta varios siglos después, ya muy avanzada la Edad Media. Se pusiera Juan como se pusiera, y así se lo hice notar, equipar con ballestas a los arqueros del ejército de Valente suponía un anacronismo tan palpable como proporcionarles armas de fuego.

-Es algo inevitable, y de todos modos alguna trampa teníamos que hacer... -confesó haciéndome un guiño cómplice.

Lo que yo no esperaba en modo alguno, era que ya tuviera seleccionados a sus dos candidatos a inventores, para lo cual había recurrido a otra de las sorprendentes cualidades de su artefacto, la de poder sondear el espacio y el tiempo en busca del individuo idóneo para sus fines. En concreto, para el tema de los estribos había elegido a un oficial romano que en su juventud había vivido varios años prisionero de los vándalos antes de haber podido fugarse; su profundo conocimiento de los enemigos de Roma le había llevado hasta el cuartel general del emperador, el cual apreciaba sobremanera sus consejos.

En cuanto a la ballesta, había encontrado a un filósofo de Constantinopla que, profundo admirador de Arquímedes, había dedicado toda su vida a inventar toda suerte de cachivaches, en su mayoría perfectamente inútiles, en un intento de imitar al célebre científico siracusano. En esta ocasión por motivos familiares, este personaje también se encontraba cercano a la corte imperial.

Juan pretendía inducir en ellos los conocimientos necesarios para que pudieran desarrollar sus respectivas innovaciones haciéndoles creer que se trataba de descubrimientos suyos. Un punto delicado al que él había prestado mucha atención era el momento exacto en el que esto habría de tener lugar, ya que se necesitaba un tiempo suficiente como para que ambas pudieran ser adoptadas por el ejército romano antes de la decisiva batalla de Adrianópolis, pero no demasiado pronto con objeto de impedir que el conocimiento de las mismas se extendiera antes de tiempo perdiéndose la ventaja de su secreto.

-Ya está todo listo; -me dijo- tan sólo queda, como vulgarmente se dice, pulsar el botón. Si no lo hice antes -explicó, respondiendo a mi muda pregunta- fue porque deseaba contar con algún testigo.

-¿Cómo funcionará?

-El soldado recordará haber visto estribos en las sillas de sus captores, y el filósofo estará convencido de haber inventado la ballesta partiendo de dos armas conocidas ya por los romanos, el arco y la catapulta. De hecho la balista, un tipo de catapulta utilizada en los asedios a las fortalezas enemigas, era prácticamente una ballesta, de ahí la similitud de sus nombres, aunque a nadie se le ocurrió entonces convertirla en un arma portátil que pudiera disparar flechas en vez de proyectiles, y ser manejada por soldados de infantería, o incluso de caballería, durante una batalla de modo similar a un arco. Por supuesto, también les infundiré un deseo ferviente de defender sus inventos, no fuera a ser que, como tantos precursores, acabaran siendo ignorados.

Sin embargo, yo distaba de tenerlas todas conmigo.

-Juan, ¿te has parado a pensar en las posibles consecuencias de tus actos?

-Claro. -respondió ufano- Si la cosa sale bien, habremos conseguido evitar el hundimiento del imperio romano y el consiguiente colapso cultural de la Edad Media, ganando varios siglos de progreso ininterrumpido.

-Sí, pero...

-¿Pero qué?

-Estoy pensando en una posible paradoja que nos pudiera afectar personalmente. -respondí dubitativo- Lo siento, sigo estando influenciado por mis lecturas -me disculpé.

Viendo como mi amigo fruncía el ceño, continué:

-El vuelco que pretendes dar a la historia... hará sin duda que algunos que murieron sobrevivan y, al contrario, que supervivientes de la batalla original desaparezcan para siempre... en especial los godos, claro. Teniendo en cuenta que los godos vinieron después a España, y que probablemente no haya un solo español actual, tú y yo incluidos, que no descienda de alguno de esos antiguos guerreros del siglo IV, pues...

-¡Acabáramos! -me interrumpió al tiempo que soltaba, cosa insólita en él, una estruendosa carcajada- Tú lo que tienes miedo es a desaparecer, tal como le ocurría a Michael J. Fox en Regreso al futuro cuando su futura madre se enamoraba de él ignorando al que debía ser su futuro padre...

-Yo no le veo la gracia... -refunfuñé profundamente corrido- pienso que se trata de un riesgo real.

-No tienes por qué preocuparte. -me tranquilizó, todavía hipando por la risa- Te confieso que éste es un tema que llegó a preocuparme bastante, hasta que llegué a la conclusión de que no había motivos para ello.

-No lo entiendo...

-Lo vas a entender. Tú, yo, cualquier persona, tiene dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos... el número de nuestros antepasados es una progresión geométrica de orden dos que aumenta de forma espectacular conforme vamos remontándonos en el tiempo. Teniendo en cuenta que la batalla de Adrianópolis sucedió hace más de mil seiscientos años, y calculando unas cuatro generaciones por siglo nos salen, redondeando, unas sesenta y cuatro generaciones de entonces a acá. Si calculas el número de antepasados tuyos contemporáneos de Valente, multiplicando a dos consigo mismo sesenta y cuatro veces, te encontrarás con una cifra infinitamente superior a la de la población actual de la Tierra, mayor asimismo que la de todos los miembros de la especie humana que hayan existido desde el primer homínido hasta ahora mismo.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Pues que ese tópico, tan del gusto de los escritores de ciencia ficción, que postula que si viajas al pasado y matas inadvertidamente a un antepasado tuyo automáticamente dejarías de existir, tan sólo podría ser aplicable, como mucho, a las generaciones inmediatamente anteriores a la tuya; si te fijas en lo que te acabo de explicar, verás que esta aparente paradoja de contar con muchísimos más antepasados que personas han existido en nuestro planeta se explica de una forma bien sencilla: al igual que nosotros descendemos de muchos antepasados distintos, también mucha gente desciende de un antepasado común, y puesto que ambos efectos se contrarrestan, la única explicación lógica a este aparente galimatías sería que toda la población mundial está en mayor o menor grado emparentada... dicho de una manera más científica, nuestra herencia presenta tal grado de redundancia, es decir, descendemos de un mismo antepasado por tantos lados diferentes -de no ser así no nos cuadrarían las cuentas-, que la desaparición de un eslabón intermedio no acarrearía la menor consecuencia práctica, ya que lo que no nos llegara por un lado nos vendría por otro distinto. Así pues no te apures; nada te va a pasar porque a tu antepasado godo lo mate un legionario en tierras de la antigua Tracia.

-Entonces, si nada va a cambiar, ¿por qué entonces tienes tanto interés en meter las narices en la historia?

-¿Quién ha dicho que nada vaya a cambiar? -se encendió; entre sus muchas virtudes era evidente que no se contaba la paciencia.

-Tú mismo... acabas de decirlo -acerté a balbucear.

-A ver si me entiendes bien; tú, yo y ese señor que está en la esquina esperando a la impuntual de su novia, vamos a seguir existiendo exactamente igual que ahora. Nadie va a desaparecer, ni nadie va a surgir de la nada, de eso puedes estar seguro; es evidente que las consecuencias en este sentido sí serán profundas en los años inmediatamente posteriores al de Adrianópolis, pero a dieciséis siglos vista te puedo jurar por lo que más quieras que no se enterará nadie. Lo que sí variará, y mucho, será nuestro entorno, nuestra cultura, nuestro grado de desarrollo... con suerte habremos ganado cerca de mil años de evolución. A lo mejor -fantaseó- nos encontramos con un mundo infinitamente más avanzado que éste en el que vivimos. Si quieres, entiéndelo como si fuera un recipiente lleno de un líquido o un gas; si tú trasvasas ese fluido a otro recipiente de forma distinta, cambiará la distribución de las moléculas en el interior del segundo recipiente, pero éstas seguirán siendo las mismas.

-Si tú lo dices... -concedí dubitativo.

-Pero existe un problema. -añadió de modo súbito.

-¿Cuál? -me sobresalté; cada vez entendía menos.

-Pues... -vaciló- como puedes suponer, yo he estudiado exhaustivamente la batalla, así como la época en la que tuvo lugar, en los libros de historia, sobre todo en éste.

Y me mostró un grueso volumen dedicado, según rezaba el título, a los años postreros del imperio romano.

-Como puedes comprobar se trata de un trabajo exhaustivo, con diferencia el más completo que conozco; y te aseguro que me ha resultado extremadamente útil para mis indagaciones.

-¿Y bien? -ahora sí que no entendía ni una sola palabra.

-¡Piensa un poco, hombre! -me recriminó- Si la historia cambiara, lo lógico sería que los libros de historia cambiaran también. Entonces, ¿cómo demonios podríamos comprobar que esto había ocurrido?

Tras hacer una pausa teatral, y sin aguardar mi por otro lado inexistente respuesta, añadió:

-Por suerte, revisando las ecuaciones de mi teoría cronoscópica -juro que era la primera vez que le oía pronunciar esa palabreja- encontré la solución; al fin y al cabo, era evidente que no podía ser muy distinta de lo que postula el Principio de Incertidumbre.

-¿?

Sí, hombre, el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, ese que afirma que no puedes observar ningún fenómeno sin perturbarlo...

-Conozco de sobra el Principio de Incertidumbre; -rezongué molesto- te recuerdo que en la universidad estudié bastante física. Lo que no consigo ver, es qué relación pueda haber entre la mecánica cuántica y tu dichoso experimento.

-Disculpa, no pretendía herir tus sentimientos... en realidad, para que quede más claro, debería enunciarlo de una manera algo diferente, del tipo: “Todo observador de un fenómeno físico ha de mantenerse al margen del mismo”.

-Pues me dejas igual que estaba...

-Me temo -concedió mordiéndose los dientes- que, para poder explicártelo de una manera precisa, necesitaría llenar varios folios de ecuaciones diferenciales... así que tendrás que creer en mi palabra.

-Adelante.

-En resumen, la cuestión estriba en que, una vez realizado el experimento, debería cambiar no sólo el pasado, sino también nuestro presente tal como hemos estado comentando... por lo que en pura lógica tendría que afectar también a los libros de historia. Pero debido a ese Principio de Incertidumbre, lo único que sí se mantendría incólume sería el propio observador incluyendo asimismo a sus recuerdos, convirtiéndose en el único ser consciente del cambio ocurrido. Observador... u observadores -añadió-, ya que al estar tú avisado a priori de lo que va a suceder, participarás conmigo en el juego. Precisamente por esta razón es por lo que quería contar con algún testigo.

-Es todo un honor. -ironicé- Pero podías haberme preguntado antes. En fin, -suspiré, al tiempo que tragaba saliva- A lo hecho, pecho. ¿Cuándo piensas apretar el botón?

-Ahora mismo, si está dispuesto.

Y respondiendo a mi mudo gesto afirmativo, tecleó rápidamente en el ordenador que tenía ante él.

-Ya está hecho. -le oí decir; sólo entonces me percaté de que había cerrado inconscientemente los ojos.

Los abrí con cautela, temiendo encontrarme con un escenario diferente por completo al de tan sólo unos segundos antes, el abigarrado despacho de mi amigo. Pero aparentemente todo seguía igual.

-¿Qué... ha pasado? -logré articular al fin.

-Todavía no lo sé. -rezongó con un leve tono de disgusto en la voz- Apenas he tenido tiempo de comprobarlo.

Pero yo me notaba impaciente, a la par que asustado. Así pues, mientras él se enfrascaba en el ordenador -supuse que estaría navegando por internet en buscas de noticias del nuevo mundo que había creado-, yo fui más prosaico. Me levanté, crucé el espacio que me separaba de la ventana, la abrí y me asomé al exterior.

No podría decir qué era lo que esperaba encontrar, pero lo que mi me supuso una sensación de alivio a la par que un punto de decepción: aparentemente, en la calle todo seguía igual que siempre.

En el interior del despacho Juan seguía aporreando con furia el teclado, en un claro indicio de que él tampoco estaba satisfecho con lo que le mostraba el monitor.

-¿Qué ha pasado? -insistí de nuevo- Yo no he visto diferencias...

-No parece... -gruñó sin levantar la vista del ordenador- ¡Pero tiene que haberlas! -el final de su exclamación era un aullido- ¡Tiene que haberlas!

-¿Por qué no miramos en el libro? -sugerí.

Sorprendido por no haber caído en algo tan evidente, a la par que disgustado por no haber sido él a quien se le ocurriera la idea, Juan se levantó a regañadientes dirigiéndose a la estantería donde había dejado el libro de historia que me enseñara poco antes. Lo cogió y, abriéndolo por una página que tenía marcada, comenzó a leer con avidez el capítulo correspondiente a la batalla de Adrianópolis.

-¿Y bien? -le pregunté, preocupado al apreciar la lividez de su rostro.

Sin decir palabra me alargó el volumen para que lo leyera yo mismo. Así lo hice, de forma tan atropellada que tuve que verme obligado a volver atrás en varias ocasiones, dado que en mi precipitación me había llegado a saltar párrafos enteros... sintiéndome cada vez más perplejo.

-No puede ser... -repetí una y otra vez como un autómata- No puede ser...

Porque la historia, efectivamente, había cambiado, pero no en el sentido que nosotros esperábamos.

Según el libro, ese mismo libro que habíamos estado ojeando tan sólo unos minutos antes, la batalla de Adrianópolis se había desarrollado de una manera muy diferente a la que yo recordaba. El emperador Valente, aunque en su precipitación no había aguardado a la llegada de las tropas de refuerzo que traía Graciano, había utilizado las dos novedades recién incorporadas a su ejército, los estribos para las monturas y las ballestas en sustitución de los antiguos arcos.

Estas innovaciones bélicas, y en especial la segunda, habían sembrado el caos entre los visigodos, que a punto estuvieron de huir en desbandada ante el feroz ataque romano; pero cuando la batalla estaba prácticamente ganada por los imperiales, ocurrió algo inesperado que provocó un vuelco total en la situación

Desde el interior del campamento enemigo, en el cual habían buscado refugio todos los aterrorizados supervivientes que no habían conseguido huir campo a través de la furia desatada de los soldados imperiales, comenzaron a manar unos extraños surtidores de una materia oscura, maloliente y pegajosa que pocos minutos después había dejado embadurnados de pies a cabeza a los sorprendidos romanos... los cuales en principio no le dieron mayor importancia enardecidos como estaban ante la inminencia de la victoria.

No sabían cuan equivocados estaban. La sorpresa inicial tardó poco en dar paso al espanto cuando unas flechas incendiarias certeramente lanzadas los convirtieron en un espeluznante conjunto de teas humanas que corrían despavoridos entre alaridos de dolor antes de caer, inmóviles, transformados en unos macabros tizones. El pánico y la confusión hicieron el resto, ya que fueron las propias víctimas de ese fuego abrasador quienes incendiaban a su vez a sus compañeros, propagándose el incendio de una forma tan voraz como incontrolada a todo lo ancho de las huestes romanas.

Finalmente serían los godos quienes se alzaran con tan sorprendente victoria, mientras el orgulloso ejército romano se veía diezmado perdiendo la vida, en mitad del caos, el propio emperador Valente, cuyo trono ocuparía poco después el general hispano Teodosio, elevado a la púrpura imperial por Graciano, el emperador de Occidente.

-No puede ser... -era Juan quien ahora repetía una y otra vez mis anteriores palabras- No puede ser...

-Pues según todas las apariencias, así fue. -sancioné yo, repentinamente calmado- Tú querías cambiar la historia, y la historia ha sido cambiada.

-¡Pero no así, demonios! -estalló iracundo- ¡Valente tenía que haber ganado la batalla! ¡Y sin embargo la perdió!

-De diferente manera, al parecer. -apunté con suavidad- Esa especie de napalm que usaron los godos no me suena que fuera muy de la época...

-Desde luego que no... -¡Trae! -gritó al tiempo que me arrebataba el libro de las manos- Aquí lo llaman fuego godo, -leyó- y dicen que fue una auténtica revolución en los campos de batalla de la época... hum... y que una vez generalizado su uso como arma tras convertirse los visigodos en federados de Roma... hum... su aplicación masiva en las batallas de mediados del siglo V... hum... pese a lo cual no se pudo evitar el colapso definitivo en el año 476.

-Fuego godo... -repetí pensativo- no me suena en absoluto... pero sí algo parecido. ¿Fuego griego, quizás?.

-¡Tú lo has dicho! -exclamó Juan presa de una honda excitación- El fuego griego fue una de las armas más eficaces de los bizantinos, los cuales lograron mantener a raya a sus enemigos durante varios siglos gracias al monopolio de su fórmula secreta.

-Pero si no recuerdo mal, eso debió de ser bien entrada ya la Edad Media, no en el siglo IV... -objeté.

-En efecto. Se atribuye su invención a un sirio refugiado en Constantinopla tras la conquista árabe de los hasta entonces territorios cristianos de Siria, Palestina, Egipto y el norte de África, y dicen las crónicas, mejor dicho decían, -se corrigió- que gracias a ese revolucionario invento los bizantinos lograron desbaratar un feroz ataque árabe en el año 673...

-Eso fue justo tres siglos después de Adrianópolis. -le interrumpí.

-Sí, aquí hay algo que no encaja. -reconoció- Aparentemente, parece como si los cambios provocados por mi intervención hubieran sido contrarrestados de alguna manera que no consigo comprender.

-El caso es que ya no tenemos un anacronismo metido por medio, sino dos, y eso sin contar con los estribos... esto cada vez empieza a ponerse más interesante. -rematé en tono jocoso.

-No creo que sea para tomárselo a guasa. -me recriminó mi amigo- Aquí han pasado una serie de cosas lo suficientemente graves como para que sea conveniente averiguar sus causas.

-Pues adelante... ¿cómo lo piensas hacer?

-De momento, consultando un buen puñado de libros; por suerte mi memoria es buena, y la historia siempre me interesó lo suficiente como para convertirla en una de mis lecturas favoritas. Confío en poder establecer comparaciones entre lo que yo recuerdo y lo que está escrito ahora, para de allí sacar conclusiones.

-¿Y luego?

-Ya veremos.


* * *


Pasaron un par de semanas durante las cuales casi conseguí olvidarme del tema. Aparentemente, y no tan aparentemente, la vida seguía igual que siempre, sin que los jugueteos de Juan parecieran haber provocado la menor perturbación en la vida cotidiana... al menos, en lo que al siglo XXI se refería.

Confieso que no pude evitar la tentación de husmear en los libros de historia, pero al ser mis conocimientos de esta disciplina tan sólo muy generales, en la práctica nada pude sacar en claro del asunto. En realidad poco me importaba que lo ocurrido hacía más de mil seiscientos años hubiera trastocado en mayor o menor medida la vida de la pobre gente de entonces, si sus consecuencias no me salpicaban a mí.

Así pues, yo vivía tranquilo hasta que me llamó Juan en tono apremiante. A mí, la verdad, me apetecía bien poco volver a jugar a hacedor de mundos, pero cuando mi amigo quería ponerse pesado sabía ponerse pesado... así pues, acabé rindiéndome a sus cantos de sirena a sabiendas de que poco bueno iba a poder sacar de ello.

Cuando llegué a su casa, descubrí que su semblante era inusualmente serio, aunque pese a ello se le veía bastante animado.

-Creo haber encontrado la solución del problema. -me espetó a guisa de saludo.

Entonces comenzó a explicármelo todo. Durante esos días había desarrollado una frenética actividad devorando literalmente todo tipo de libros de historia, así como multitud de páginas de internet. Y, a diferencia de mi humilde persona, el cerebro de Juan era poco menos que una biblioteca con patas, no sólo en lo referente a temas científicos, sino asimismo en otras disciplinas humanísticas tales como la historia... ya advertí, antes de empezar , que era un verdadero genio.

Comparando la historia original -laque conservaba ahora archivada en su memoria- con la modificada, había podido establecer unas pautas generales de lo ocurrido.

-¡Es extraordinario! -exclamaba, a pesar de su evidente despecho por el fracaso de sus meticulosos planes- Resulta que a mi acción se opuso una reacción, salida de vete a saber donde, que hizo todo lo posible por neutralizarla... de una manera harto eficaz, todo hay que decirlo.

-En ese caso, para este viaje no habían hecho falta alforjas. -aventuré.

-¡Ya estás otra vez con tus manías! -explotó- Que hayamos llegado a la misma meta por distinto camino no quiere decir en modo alguno que todo haya sido igual; ni mucho menos. Importan, y mucho, estos cambios de itinerario, aunque a ti no te lo parezca.

-Pero Valente volvió a morir en Adrianópolis, Teodosio y sus descendientes reinaron de idéntica manera, y el imperio siguió yéndose al cuerno en el famoso año 476... -protesté- ¿Dónde demonios está la diferencia? ¿Acaso los bárbaros no arrasaron el orbe romano? ¿Acaso no siguieron varios siglos de oscurantismo? ¿Acaso no hubo que esperar casi mil años para que la civilización occidental pudiera volver a remontar?

-¡Pero qué cazurro eres! -me espetó.

Y sin dejarme siquiera defenderme, continuó:

-Valente fue derrotado y muerto en Adrianópolis, eso es cierto, como cierto es también que durante un siglo los visigodos infiltrados en el territorio del imperio fueron lo más parecido a un cáncer que corroyó los viejos cimientos de la civilización romana. Pero no menos cierto es también que la batalla se desarrolló de una manera completamente distinta gracias a mi intervención y a ese ¡hum! inesperado contrapeso que chafó mis planes, ya que en ella se emplearon unas armas que, en condiciones normales, no deberían haber sido inventadas hasta varios siglos más tarde... y que, según he podido averiguar, se siguieron utilizando con posterioridad a Adrianópolis como si nada hubiera pasado.

-¿Y?

-Pregúntale a un romano, o a un bárbaro del siglo V, si su vida no se vio afectada, respecto al plan original, por estos cambios; puede que Roma siguiera cayendo en el 476, pero las circunstancias en que lo hizo fueron completamente distintas.

-Tanto me da. -porfié- Si en la práctica todos estos cambios se fueron amortiguando hasta desvanecerse por completo mucho antes de nuestra época, puesto que resultan inapreciables ahora, ¿qué nos importa a nosotros lo que le pudiera haber sucedido a un campesino italiano, galo o hispano de hace mil quinientos años?

-A efectos prácticos, por supuesto que nada. -concedió a regañadientes, profundamente irritado por mi pragmatismo- Pero como objeto de estudio para calibrar la validez de mis teorías y la efectividad de mi aparato, huelga decir que mucho. ¿Cómo quieres que pretenda volver a intentarlo sin antes conocer lo que pueda suceder? Reconozco que la primera vez actué bastante a ciegas, pero éste fue un error que no quisiera volver a repetir.

-¿Pretendes repetir tus experimentos? -exclamé horrorizado- ¿Acaso no tuviste bastante con la historia de las ballestas?

Su respuesta fue una beatífica sonrisa que dejaba bien a las claras sus intenciones.

-¡Ah, no, eso sí que no! -aullé- Conmigo no cuentes. Ni hablar. Tú te puedes dedicar a tus locuras, pero a mí no me lías otra vez ni borracho...

Huelga decir que, un par de horas más tarde, y muy a mi pesar, ya me había convencido... como ocurría siempre.

Al igual que ocurriera en el caso anterior, Juan tenía ya todo dispuesto a falta tan sólo de apretar el botón de nuevo. Por lo tanto, el único papel que me tenía reservado una vez más era el de mudo invitado de piedra , dejando bien claro que no admitiría objeción alguna sobre su plan. Eso sí, al menos tuvo la deferencia de explicarme antes sus planes a sabiendas de que, con toda probabilidad, discreparía de ellos.

-En esencia -explicó- se trata de dar un nuevo empujón a la historia, con objeto de que pueda salir del bloqueo al que el dichoso fuego griego, o godo, sometió al asunto de las ballestas...

-Para lo cual regalarás a los romanos un nuevo invento de los tuyos. -le interrumpí- ¿Qué barbaridad se te ha ocurrido ahora?

-Te voy a responder con una pregunta. -continuó impertérrito, haciendo caso omiso a mi pulla- ¿Sabes qué fue lo que dejó obsoletos a las ballestas y al dichoso fuego griego, tanto en la historia original como en la actual?

-Pues la verdad, no caigo.

-La pólvora. O mejor dicho, las armas de fuego.

-No me irás a decir que...

-En efecto. Los soldados de Valente dispondrán de armas de fuego para combatir a sus enemigos godos, y espero que esta vez puedan despacharlos a conciencia.

-O sea, -protesté, recalcando las palabras- que el otro día te burlaste de mí cuando hice esa misma sugerencia, y ahora me vienes con estas...

-Primero, no lo dijiste en serio. -eso era verdad- Y segundo, entonces confiaba en que fuera suficiente con un anacronismo de menor calibre. Por desgracia no ha sido así, por lo que ahora es preciso recurrir a una artillería de mayor calibre. -rió su propio chiste.

-Oye, Juan, -realmente comenzaba a preocuparme- ¿no te estarás pasando de rosca? Estamos hablando de un salto de más de mil años...

-No tanto. -puntualizó- Pero le anda cerca. La pólvora se conoció en Europa hacia mediados del siglo XIII, aunque los árabes y los chinos llevaban ya bastante tiempo utilizándola.

-Si no recuerdo mal, -porfié- el uso de las armas de fuego no se generalizó hasta bastante después...

-Bueno, ya hay noticias de su uso a lo largo del siglo XIV, pero se puede decir que las armas de fuego pasaron a ser habituales en los arsenales europeos a lo largo del siglo XV, sobre todo en conflictos como las fases finales de la Guerra de los Cien Años y, más adelante, en el sitio de Constantinopla, donde los turcos hicieron un uso profuso de la artillería para abatir unas murallas que durante mil años habían sido inexpugnables, o en guerras como la de Granada o las que tuvieron lugar en la península italiana durante el Renacimiento.

-Tanto me da. Siglo arriba o siglo abajo, vas a meterte, y a meternos, en un berenjenal de mucho cuidado. Porque a diferencia de las ballestas o el fuego griego, ambos invenciones medievales que acabaron desapareciendo con el tiempo, las armas de fuego no hicieron sino evolucionar de forma ininterrumpida hasta nuestros días, haciéndose cada vez más mortíferas. Lamento tener que ejercer de Casandra, pero no que queda otro remedio; mucho me temo que, dados los precedentes históricos, con lo que pretendes hacer adelantando en un milenio su descubrimiento acabarás abriendo la caja de Pandora, lo cual -suspiré- podría acarrear consecuencias inimaginables.

Juan me miró de hito en hito sin decir palabra, pero sus ojos transmitían su pensamiento de forma harto transparente. “¿Y tú qué sabes, cretino?”, era el mensaje. Yo no estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer, pero poco podría hacer por impedirlo salvo que recurriera a la violencia física, algo que ni se me pasaba por la imaginación y que además no habría servido probablemente para nada, ya que su envergadura y su fuerza eran muy superiores a las mías.

Porque Juan, esto era algo que resultaba evidente, no estaba dispuesto en modo alguno a dar marcha atrás en su locura.

-Está bien. -suspiré con resignación- Haz lo que quieras; te conozco lo suficiente como para saber que eres terco como una mula, y que ni un batallón de legionarios armados sería capaz de detenerte en tu empeño. Adelante; pero conmigo no cuentes, salvo en mi involuntaria condición de espectador forzoso.

-No esperaba otra cosa de ti. -respondió mordaz- Y no te preocupes, que esto no te va a doler nada.

Y sin la menor solución de continuidad, tecleó en el ordenador su particular abracadabra.

Esta vez me consta que no llegué a cerrar los ojos, lo que me permitió captar -aunque quizá fuera tan sólo fruto de mi excitada imaginación- un fugaz y levísimo titilar del entorno que me rodeaba, algo así como parpadeo que apenas si duró un instante antes de desaparecer dejando paso a la prosaica realidad.

-¿Y bien? -se burló Juan.

-Eso digo yo. -musité con un hilo de voz- ¿Se supone que esta vez debería haber cambiado algo?

Acompañé la pregunta con un gesto teatral abarcando con la mano todo el despacho, que por segunda vez no parecía haber experimentado la menor modificación.

Abreviaré ahora, para no alargar el relato más de lo conveniente: tampoco ahora se podían apreciar transformaciones de ningún tipo ni en internet -como tuvo ocasión de comprobar-, ni en la vecina calle ni en nosotros mismos. Según todos los indicios, Juan había vuelto a fracasar de nuevo.

Este hecho, como cabía esperar, le puso de muy mal humor. Pero como ahora ya contábamos con la experiencia de la vez anterior no perdimos tiempo yendo directamente al grano, es decir, el baqueteado libro donde se narraba en detalle la historia de la decadencia y caída del imperio romano.

Esta vez no nos sorprendió que, a diferencia del presente, el pasado hubiera cambiado de nuevo. En esta ocasión los soldados de Valente habían atacado a los visigodos con fuego de artillería usando unas bombardas similares a las utilizadas durante la Guerra de los Cien años, toscas pero no por ello carentes de eficacia; al menos en esto Juan había sido razonablemente comedido. Para el caso con esto bastaba, ya que hasta para un lego en temas históricos como yo resultaba evidente que de poco hubieran servido los imponentes cañones de bronce con los que el sultán turco Mehmet II había logrado conquistar Constantinopla en 1453; al fin y al cabo los godos se protegían no bajo gruesas murallas con una bien merecida fama de inexpugnables, sino tras un endeble círculo de carromatos.

En un principio la recién creada artillería imperial había causado auténticos estragos entre los despavoridos bárbaros pese a que sus proyectiles eran meros bloques de piedra, pero cuando la situación de los sitiados comenzaba a ser desesperada y los ballesteros romanos aprestaban ya sus armas para abatir como conejos a los fugitivos, de repente...

Sí, había ocurrido de nuevo; un factor inesperado, y de todo punto indeseado por Juan, había hecho su aparición deteniendo el arrollador empuje del ejército de Valente. En esta ocasión no había sido el fuego griego, o como quiera que se le denominara ahora, sino una cerrada descarga de fusilería que masacró en un abrir y cerrar de ojos a la flor y nata de la infantería y la caballería romanas sembrando el pánico entre los supervivientes, que iniciaron una desenfrenada huida perseguidos por la implacable caballería goda.

Una vez más Valente había perdido la batalla y la vida mientras los visigodos, provistos de unos mortíferos arcabuces, sembraban el caos allá por donde pasaban. Aunque los romanos, así como el resto de las naciones europeas de la época, no tardaron en adoptar las nuevas armas de fuego en sustitución de las repentinamente obsoletas ballestas, esto no frenó su decadencia bajo la dinastía teodosiana, ni el colapso definitivo del Imperio de Occidente en el fatídico año de 476. A estos acontecimientos siguieron largos siglos oscuros bajo el predominio de los incipientes reinos bárbaros primero, y del feudalismo más tarde.

Hasta donde yo recordaba la evolución histórica de este ¿nuevo? mundo no se había desviado de la del original, sin mayor diferencia que el uso generalizado de armas de fuego por parte de todos los ejércitos -incluyendo los árabes a partir del siglo VII- durante toda la Edad Media, con un equilibrio de fuerzas similar al existente antes de la aparición, por obra y gracia de mi amigo Juan, de las mismas. En realidad los avances tecnológicos dentro del campo armamentístico habían sido mínimos, por no decir inexistentes, desde la batalla de Adrianópolis hasta el siglo XV, a partir del cual su evolución resultó ser no ya similar, sino virtualmente idéntica, a la del mundo que sólo Juan y yo recordábamos.

-Bueno, -me atreví a proponerle varios días más tarde cuando, mejor o peor, había logrado salir de su estupor inicial- supongo que a partir de ahora te estarás quietecito y dejarás de juguetear con la historia...

-¿Qué te hace pensar eso? -gruñó desabrido- Esos... quienes quiera que sean, no van a salirse con la suya. Estoy empeñado en hacer que los romanos venzan a los bárbaros, y lo voy a conseguir pese a quien pese.

-Pero Juan, ¿acaso no eres consciente de que tu obcecación no conduce a ninguna parte? Por la razón que sea, ahí afuera hay algo que se opone tenazmente a cualquier intento de modificar el discurrir de los acontecimientos, algo muy superior a tus fuerzas. Así pues, ¿para qué seguir con ese empeño de darte cabezazos contra la pared? Olvídate de ello, deja a la historia tranquila y dedícate a otras cosas más provechosas.

-¡No! -más que un grito fue un aullido- No podrán conmigo. No mientras me quede algo de fuerza en el cuerpo.

-Pues tendrás que apañártelas tú solo, porque yo ya estoy completamente harto y no quiero volver a saber nada de tus locuras.

Y me marché dando un portazo.


* * *


En esta ocasión sí cumplí mi promesa, principalmente porque Juan no hizo el menor intento de volverme a llamar. Así pues intenté desentenderme por completo del tema, pese a lo cual no pude evitar, apenas unos días después, encaminarme a una librería interesándome por el libro que me había enseñado Juan.

Pese al inicial pinchazo en hueso -el libro estaba agotado y descatalogado desde hacía varios años- conseguí encontrarlo en internet, a un precio que me habría escandalizado tan sólo unas semanas antes; pero las circunstancias habían cambiado de forma radical, así que lo compré y una semana más tarde ya lo tenía en mis manos.

Lo primero que hice, huelga decirlo, fue abrirlo por el capítulo que narraba la sempiterna batalla de Adrianópolis, leyendo con avidez su desenlace para descubrir que Juan había vuelto a enredar: ahora los romanos habían atacado a los godos con artillería y armas de fuego similares a las utilizadas en la Guerra de los Treinta Años, en pleno siglo XVII, a las cuales los bárbaros habían plantado frente con un arsenal que no hubiera desdeñado el mismísimo Napoleón. Huelga decir que los imperiales fueron derrotados, Valente perdió la vida en la batalla, etcétera, etcétera.

Y la vida en el siglo XXI, mientras tanto, seguía exactamente igual que siempre... ¿hasta cuándo?

Porque yo tenía miedo. Juan había demostrado ser un irresponsable capaz de poner patas arriba al mundo con tal de satisfacer su empeño, y aunque hasta el momento todo parecía indicar que por suerte no había conseguido alterar el presente, sí lo había hecho con el pasado, jugando con la vida y la muerte de millones de personas inocentes a lo largo de varios siglos.

Lo peor de todo era, no obstante, que sus sucesivos ensayos provocaban unas alteraciones cada vez más profundas en el curso de la historia, que asimismo tardaban cada vez más en ser compensadas, por lo cual el margen de tiempo que discurría entre el final de ellas y la época actual se iba reduciendo cada vez más. ¿Cedería alguna vez en su obcecación? conociéndole como le conocía lo dudaba, de ahí mis temores.

Más de una vez estuve tentado de denunciarle a las autoridades, pero nunca llegué a hacerlo... además de que en mi fuero interno tal iniciativa me repugnaba, en el fondo tenía el convencimiento de que no sería creído, por lo cual de poco serviría mi traición... aparte de que, como de sobra sabía, Juan contaba con medios sobrados para adelantarse a cualquier iniciativa que intentara detenerlo o, cuando menos, aislarlo, pudiéndose conseguir tan sólo acelerar la catástrofe.

Así pues, me resigné a esperar.

Pero la inquietud me corroía. Todos los días, en ocasiones incluso varias veces al día, no podía evitar la tentación de abrir el fatídico libro siempre por la página de Adrianópolis... para comprobar, aliviado, que no había surgido ningún nuevo cambio. Mientras tanto, seguía sin tener ningún tipo de noticias de Juan.

Hasta que una mañana, cuando comenzaba a alentar ya la esperanza de que mi amigo hubiera desistido de su demencial empeño, ocurrió de nuevo. En esta ocasión los combatientes habían empleado fusiles de repetición y cañones de acero que disparaban proyectiles explosivos y no simples balas, es decir, tecnología bélica contemporánea de la Guerra de Secesión norteamericana o de la franco prusiana... sin que tampoco en esta ocasión los romanos consiguieran vencer a sus tenaces enemigos.

Por fortuna el presente, que en el fondo era lo que de verdad me preocupaba, parecía seguir manteniéndose incólume... al menos eso me parecía, nada seguro como estaba a estas alturas de que fuera cierta la afirmación de Juan sobre lo de mantenerme al margen de los vaivenes de la ajetreada historia, al ser conocedor a priori de los mismos. Al fin y al cabo, si mis recuerdos se veían alterados de manera análoga a la de las crónicas, ¿cómo sería capaz de saberlo?

Pero sí sabía que en un principio ambos rivales se habían enfrentado tan sólo con armas blancas conforme al desarrollo tecnológico de la época, y no con el equivalente a la segunda mitad del siglo XIX. Así pues, algo de razón debía de tener, mal que me pesara.

Por otro lado, la cosa no dejaba de ser chusca: en su desaforada fuga hacia adelante Juan se había atrevido a burlar una y otra vez la historia, dando saltos de hasta quince siglos en un empeño fuera ya de toda medida por cambiar a toda costa la historia; o, mejor dicho, por modificar un presente que no le gustaba. Porque el pasado sí lo había alterado, consiguiendo que las batallas de la antigüedad y todas las posteriores se libraran a golpe de armas inventadas a finales del siglo XIX. Desde luego valor no le faltaba... ni insensatez tampoco.

¿Dije finales del siglo XIX? Eso duró poco. Tras su última vuelta de tuerca, y cada vez el tiempo transcurrido entre cambio y cambio se hacía menor, éstas se transmutaron en las correspondientes a la I Guerra Mundial. Ya no se trataba tan sólo de armas de fuego, incluyendo ametralladoras, granadas, morteros o las cada vez más potentes piezas de artillería, sino también de artefactos tan fuera de lugar en el siglo IV como vehículos de motor, tanques, dirigibles e incluso aviones... sin faltar tampoco algún intento de gasear a las tropas enemigas con fosgeno o iperita, en esto último los historiadores no se ponían muy de acuerdo.

¿Se imaginan ustedes a un rudo guerrero germano tripulando un carro de combate, o a un sobrio legionario romano a los mandos de un triplano similar al Fokker del Barón Rojo? Pues por delirante que pueda parecer en esta nueva realidad esto había ocurrido, y de ello se hacían eco los libros de historia más serios.

Mientras tanto, Valente seguía siendo derrotado y muerto, al parecer esto era lo único que no cambiaba en un proceso que cada vez me recordaba más a la paradoja de Aquiles y la tortuga que hiciera famosa, ya en el siglo V antes de Cristo, el filósofo griego Zenón de Elea, con un Aquiles -en este caso mi amigo Juan- corriendo frenético tras la tortuga de la historia sin ser capaz jamás de alcanzarla.

Así pues, era de temer que la pesadilla continuara sin alcanzar su fin; y en efecto, así fue.

Del armamento de la I Guerra Mundial se pasó casi sin solución de continuidad al de la II Guerra Mundial, de ahí al de la de Corea -con helicópteros y reactores incluidos-, y del de la de Corea al de los numerosos conflictos armados que sacudieron al mundo durante las últimas décadas del siglo XX y los primeros años del XXI. Los romanos utilizaban ahora helicópteros artillados mientras su aviación daba cobertura a las tropas de asalto mecanizadas, mientras los asediados godos se defendían con un nutrido fuego de mortíferos misiles tierra-aire que diezmaban las filas atacantes. Por fortuna la batalla tenía lugar lejos de la costa, ya que de haber sido junto al mar no me hubiera extrañado ver aparecer submarinos nucleares, fragatas o portaaviones.

Y Valente seguía sin poder ganar la batalla...

Puesto que a estas alturas Juan ya había recurrido a los últimos avances de la tecnología militar, salvo en el improbable caso de que intentara echar mano también de los fantasiosos artilugios salidos de la siempre fértil imaginación de los escritores de ciencia ficción, tan sólo le debía de quedar ya un único as en la manga a modo de espectacular traca final: el armamento nuclear.

Me fui a la cama temblando de pensar que la primera guerra atómica de la historia de la humanidad pudiera haber tenido lugar más de mil seiscientos años antes de que yo naciera.


* * *


A la mañana siguiente era sábado, por lo cual no madrugué. A falta del odiado despertador, fue el fragor del tráfico el que me despertó arrancándome de una vívida pesadilla en la que me veía perseguido por unos enemigos indeterminados, de los cuales huía despavorido atravesando unas tierras baldías achicharradas por una explosión atómica. En mi desenfrenada y ciega carrera tropezaba con algo que no había visto, descubriendo con horror al incorporarme del suelo que se trataba del cuerpo momificado de Juan, cuya monda calavera me saludaba con una macabra sonrisa.

Sobresaltado y sudoroso di un respingo en la cama, descubriendo con alivio que lo que en sueños había tomado por explosiones era tan sólo el retemblor producido por un camión de reparto cuyo conductor había tenido la feliz idea de aparcarlo sin apagar el motor justo debajo de mi ventana... nada de esqueletos, nada de tierra calcinada, nada de espantos persiguiéndome; sólo yo, en mi cama, sumido en la semipenumbra del dormitorio apenas rasgada por unos débiles rayos de luz que se colaban por los resquicios de la persiana... y los malditos ruidos que venían de fuera.

Ahora, por si fuera poco, algún conductor impaciente se había empeñado en regalarme los oídos con un recital de claxon allegro vivace... bienvenido a la prosaica realidad cotidiana.

Bueno, aparentemente las cosas seguían sin cambiar, lo cual, dadas las circunstancias, no dejaba de ser un alivio. Así pues me levanté -se me habían quitado las ganas de haraganear un rato entre las sábanas, tal como solía hacer los fines de semana-, cumplí con el ritual cotidiano del aseo y el desayuno, me asomé a la ventana -el caos habitual- y, tras encender el ordenador, cargué el navegador para consultar las noticias del día en la versión digital de mi periódico favorito. Todo parecía seguir en orden, con su cuota habitual de conflictos nacionales e internacionales, broncas políticas, delitos de diferente laya, memeces varias, los inevitables deportes...

Pero eso no era suficiente. Puesto que ya estaba metido en internet, cargué el buscador y tecleé la palabra maldita: Adrianópolis.

Realmente no puedo decir qué era con lo que esperaba encontrarme después de lo del día anterior, pero lo que leí en la pantalla me dejó todavía más atónito: nada de tecnologías vanguardistas para la época, nada de armas de fuego, nada de ballestas ni de fuego griego, nada en definitiva que hubiera podido estar fuera de lugar a finales del siglo IV después de Cristo; la batalla de Adrianápolis, donde se había jugado -y perdido- el futuro del imperio romano se había saldado como Dios manda, a golpe de espadas, lanzas, flechas, escudos y caballos... sin estribos siquiera las monturas de estos últimos, al menos por el lado romano.

Perplejo, busqué en otras entradas diferentes cada vez con mayor nerviosismo; no podía ser, ayer mismo me había encontrado con aviones supersónicos, bombas inteligentes y cosas por el estilo...

Reparé entonces en el manoseado libro, que había dejado tirado de forma descuidada sobre el sofá; lo abrí y constaté, una vez más, que la historia parecía haber vuelto a la normalidad de una manera tan brusca como en su momento se había desviado de ella.

Esto era un alivio, por supuesto, pero no por ello dejaba de intrigarme. ¿Qué disparate habría hecho ahora el cazurro de Juan? Dados los precedentes, me podía temer cualquier cosa.

Movido por un repentino impulso, descolgué el teléfono y marqué su número, encontrándome a modo de respuesta con una irritante grabación que me informaba de que ese número no existía. Pensando que pudiera haberme equivocado, volví a teclear las cifras con cuidado, obteniendo idéntico resultado.

Esto ya empezaba a ser raro. Así pues lo intenté ahora con el móvil, a sabiendas de que Juan, en su despiste, solía tenerlo apagado a menudo; pero la respuesta que recibí en esta ocasión no fue el consabido mensaje de “el número marcado se encuentra apagado o fuera de cobertura”, sino de nuevo la indicación de que éste tampoco existía.

El asunto comenzaba a preocuparme. Me vestí apresurado y salí de casa encaminándome a la de Juan; aunque ésta no se encontraba demasiado lejos de mi domicilio, y de hecho solía ir hasta allí dando un paseo, tal era el apremio que sentía que, cosa insólita en mí, me apresuré a coger un taxi.

Juan tampoco respondió a mis apremiantes llamadas al portero automático; en su lugar lo hizo un tipo malhumorado que en tono desabrido afirmó no conocer a nadie de ese nombre antes de colgarme. Gracias a la amabilidad de otro vecino logré que me abrieran la puerta del portal, para llevarme una nueva sorpresa al descubrir que el nombre que figuraba en el buzón no era el de mi amigo sino el de un completo desconocido, propiedad sin duda del energúmeno que acababa de graznarme.

Volví a mi casa completamente desorientado, en esta ocasión andando. Según todas las apariencias las aguas habían vuelto a su primitivo cauce -incluso las históricas- excepción hecha de que Juan parecía haberse esfumado.

Por supuesto disponía de otros medios para seguirle el rastro. Llamé a un amigo común al que hacía tiempo no veía, y le propuse tomarnos unas cervezas -era ya mediada la mañana- en un bar al que tiempo atrás nos gustaba ir. Aunque sorprendido por lo inopinado de la cita tras meses sin haber sabido nada de mí, mi amigo aceptó. Media hora después, sentados ante una mesa y entre cañas y platos de aperitivos, tras las banalidades de rigor dejé caer de forma aparentemente casual mi extrañeza por no tener noticias desde hacía tiempo de Juan.

La reacción de mi interlocutor fue de sorpresa, preguntándome quién era ese Juan. Repetí el nombre completándolo con sus poco frecuentes apellidos, con lo cual lo único que conseguí fue que mi amigo se sorprendiera todavía más insistiendo en que jamás había conocido a nadie que se llamara así. Prudentemente decidí replegar velas cambiando de tema, explicándole a modo de excusa que le había confundido con un compañero de trabajo que sí le conocía; aunque a juzgar por su semblante no se tragó la bola, al menos lo dejó pasar sin mayor insistencia.

A mediodía, ya de vuelta en casa, procedí a recapitular.

Sabía, por supuesto, la manera de seguirle el rastro, algo que en su caso resultaba bastante fácil debido a lo rutinario de sus hábitos. Por esta razón, conocía a varias personas que acostumbraban a tratar de forma cotidiana con él; no demasiadas a causa de su misantropía, pero sí las suficientes para lo que yo me proponía. Al fin y al cabo, por muy hurón que se pueda llegar a ser nadie puede permitirse el lujo de vivir completamente aislado.

Así pues, comencé a ejercer de sabueso... para mi sorpresa, con idénticos resultados a los obtenidos en mi anterior intento; aparentemente, nadie conocía a Juan.

La cajera del supermercado donde hacía la compra; el peluquero con el que solía bromear acerca de la conveniencia de cobrar menos a los calvos como él; la asistenta que evitaba que su casa acabara convirtiéndose en algo parecido a la guarida de un oso; el quiosquero al que le compraba el periódico todas las mañanas; el camarero del bar donde acudía a desayunar...

Todos, absolutamente todos, coincidían en afirmar que jamás había conocido a semejante persona, pese a que yo sabía a ciencia cierta que en todos los casos llevaban años tratando con él. Esto descartaba la posibilidad de que alguien estuviera mintiendo, dado que no se conocían entre sí, y desde luego descarté por disparatada la posibilidad de una conspiración en la que todos ellos estuvieran involucrados.

Sin embargo el mazazo definitivo no vino de fuera, sino de mi propia casa. Tras recordar que conservaba en mi biblioteca un libro anotado de puño y letra por él, procedí a buscarlo, algo que no me resultó nada fácil dado que llevaba años arrinconado en el fondo de una de mis caóticas estanterías.

Se trataba de un libro de divulgación científica en edición barata, una de esas que en su día regalaban con las revistas. No recuerdo cómo llegó a mis manos, pero sí que Juan me encontró un día hojeándolo y, tras montar en cólera -en estos temas podía llegar a ser un auténtico talibán- al verme leyendo esa bazofia (sic), me lo arrebató para empezar a garabatear en él, por supuesto sin mi permiso, una serie de censuras y correcciones a lo que él definía como graves errores científicos.

Finalmente conseguí convencerlo para que lo dejara, ya que yo no tenía mayor interés en lo que decía y sólo le estaba echando un vistazo por curiosidad; así pues, el libro de marras acabó arrinconado con varias tachaduras y enmiendas de Juan.

Enmiendas que, según pude comprobar, habían desaparecido tal como si nunca hubieran existido. Y el libro era el mismo, de eso no me cabía la menor duda, no sólo porque jamás había llegado a salir de mi casa, sino también porque al quitarle el precinto de celofán se había desgarrado la portada, quedando ésta marcada con un costurón característico que seguía estando allí... aunque las anotaciones de Juan no.

En realidad, y a estas alturas, esto no debería sorprenderme; había visto con mis propios ojos cómo cambiaban los libros de historia en varias ocasiones, así que desapareciera ahora un breve texto manuscrito de mi amigo no dejaba de ser un tema menor.

El problema era que, a diferencia de todo lo anterior, los cambios sí afectaban ahora al presente y, todavía peor, a mi propia esfera personal. Que le cambiara la vida a un campesino galo, del siglo V me preocupaba muy poco, pero que lo hiciera la mía era ya asunto de otro costal.

Todavía hice un último intento consultando los censos municipales. Juan no tenía familia, era hijo único y sus padres habían muerto hacía tiempo, pero tanto él como ellos habían nacido y vivido en la ciudad, luego deberían figurar allí. Y en efecto, encontré a sus padres, pero no a él. Una visita posterior al registro civil me confirmó lo que los censos me habían indicado: en la nueva realidad sus padres no llegaron a tener ningún hijo. En cuanto a las empresas que habían sido de su propiedad, aunque éstas seguían existiendo y conservaban el nombre -derivado de su apellido- que les pusiera su padre, ahora figuraban en el registro mercantil como propiedad desde hacía muchos años de una multinacional, que era la que las gestionaba.

Mi amigo, pues, no había llegado a existir.

¿Cómo podía ser que una persona a la que conocía desde hacía más de treinta años se desvaneciera en la nada? Desde luego, daba por sentado que no podía ser consecuencia directa de las manipulaciones de Juan, ya que nada en su comportamiento había dado a entender un posible deseo de suicidarse de una manera tan extraña; al contrario, lo que irritaba sobremanera a Juan era no poder vivir en esa sociedad que él imaginaba mucho mejor que la real, de ahí sus denodados intentos por cambiarla y disfrutar de ella.

¿O quizá su desaparición podría haber sido consecuencia, aunque no deliberada, de ello?

Desde entonces han pasado varios años, durante los cuales no he parado de reflexionar. Que Juan había descubierto la manera de manipular la historia era algo evidente, como evidente era también que todos sus intentos de hacerlo habían tropezado con una especie de misterioso freno capaz de neutralizarlos de forma eficaz... una especie de fuerza de reacción que, huelga decirlo, era la principal sospechosa de su desaparición.

Pero, ¿de quién podía tratarse? ¿Acaso de una fuerza ciega de la naturaleza, una especie de inercia cronológica similar a la de un giróscopo, que mantiene enhiesta una figura cuando la lógica indica que debería caer por su propio peso? O, por el contrario, ¿se trataría de un acto deliberado de alguien constituido en celoso guardián de la inmutabilidad del tiempo?

La lógica indica que debería de tratarse de lo primero, pero yo cada vez tiendo a inclinarme por lo segundo. Hace poco leí una antigua novela de Isaac Asimov titulada El fin de la eternidad, en la cual se relata la existencia de una especie de patrulla cronológica cuya misión sería la de velar por la estabilidad del tiempo corrigiendo y neutralizando toda posible desviación, espontánea o no, del mismo. Supongamos que esa patrulla existe; supongamos que descubrieron las intromisiones de Juan, y que decidieron neutralizarlas primero recurriendo a sus propias armas -nunca mejor dicho- y posteriormente, viendo que éste, lejos de arredrarse ante los fracasos, cada vez intentaba provocar alteraciones más graves, haciéndole desaparecer, con lo cual desaparecía el foco inicial del problema.

Juan no existe, en realidad no ha llegado a existir nunca, y la historia nunca llegó a ser alterada aquel tórrido verano del año 378 de la era cristiana. Todo solucionado, todo... excepto yo. Sea por la razón que apuntara Juan, sea por cualquier otra, yo soy el único en todo el planeta que conoce, siquiera parcialmente, lo que ocurrió, y la grave crisis en la que podría haberse visto sumida nuestra civilización. Cierto, soy alguien inofensivo, no tendría la menor intención de proseguir los empeños de Juan aunque pudiera, y todos me tomarían por loco de hacer pública esta extraña historia fuera del marco de un relato de ciencia ficción... que es exactamente lo que estoy haciendo ahora.

Pero tengo miedo. Miedo de que vengan a por mí, miedo a que me ocurra lo mismo que a mi amigo, que simplemente me esfume en la nada. Quizá ellos no me consideren tan inofensivo. Quizá piensen que sea mejor, pese a todo, quitar de la escena al único testigo de lo ocurrido. Quizá...


Publicado el 1-1-2013