Imposible



-¿Qué opinas de los viajes por el tiempo?

La pregunta de mi amigo me pilló desprevenido. Ambos habíamos comido en un restaurante cercano y ahora disfrutábamos de la sobremesa en su casa, tomando un excelente y poco conocido licor mientras escuchábamos relajados las suaves notas de una composición musical que, para mi incomodidad, no lograba identificar.

-Bien -respondí dubitativo tras paladear con deleite un pequeño sorbo-, sin duda es un tema interesante... para la ciencia ficción.

-¿Acaso no crees en la posibilidad de viajar por el tiempo? Posibilidad real, me refiero.

-Evidentemente, no -tras la inicial sorpresa mi respuesta fue tajante-. Ciertamente soy aficionado a la ciencia ficción, pero como también sabes mi formación académica es científica y sé distinguir, creo que perfectamente -recalqué, con una pizca de mordacidad-, entre las hipótesis serias y las tomaduras de pelo, por mucho que estas últimas puedan tener infinidad de seguidores y cuenten hasta con programas de televisión propios.

-Haces mal -suspiró-. La historia de la ciencia demuestra una y otra vez que lo que en un momento determinado pudiera haber parecido una fantasía, con el tiempo ha acabado convirtiéndose en realidad.

-Sí, claro -ironicé-. Por eso disponemos de coches aéreos, robots inteligentes o energía de fusión limpia y barata, y si se nos antoja podemos ir de vacaciones a cualquier sistema solar situado a menos de cincuenta años luz...

-¿Cómo puedes estar tan seguro? -me recriminó pesaroso-. Existen ejemplos sobrados de lo que digo. Y conste que no hablo ya de algo tan antiguo como las condenas y persecuciones que en su día sufrieron quienes osaron defender que la Tierra giraba en torno al Sol y no a la inversa. Por ponerte dos ejemplos relativamente recientes, a raíz de la invención del ferrocarril fueron muchos los sesudos expertos que pronosticaron que una velocidad superior a los treinta kilómetros por hora provocaría la muerte por asfixia de sus pasajeros, y tan sólo algunas décadas más tarde uno de los científicos más prestigiosos de su época pronosticó -enfatizó el verbo- que los aviones jamás podrían volar, puesto que lo prohibían las matemáticas... apenas unos años antes de que unos modestos artesanos sin la menor formación académica lograran hacerlo con su tosco artilugio casero. El resto es historia -concluyó desafiante.

-Tienes razón -concedí-, pero todo tiene un límite. No podemos imaginar como posible cualquier disparate que se nos ponga por delante.

-¿Y por qué no? -me retó-. ¿Quién eres tú, quién es nadie, para fijar ese límite allá donde se te antoje? ¿Acaso hubiéramos sido capaces de imaginar, no hace tantos años, realidades tan tangibles como los ordenadores conectados a una red mundial? ¿O los teléfonos móviles? ¿O los avances en la medicina y la cirugía? Algo que, dicho sea de paso -añadió con malicia-, no llegó a ser ni tan siquiera imaginado por tus admirados escritores de ciencia ficción.

-Eso no es del todo cierto -protesté-, ya que al menos en algunos casos... - me interrumpí, puesto que el debate sobre la capacidad predictiva de la ciencia ficción nos hubiera desviado demasiado, llevándonos además a un callejón sin salida-. Está bien, te doy la razón... -concedí- en condicional, por supuesto. Porque los viajes por el tiempo, aun admitiendo que pudieran ser técnicamente viables, tropezarían con una serie de imposibilidades físicas que en la práctica los convertirían en inviables.

-¿A qué te refieres?

-Por ejemplo, a las paradojas temporales. Por definición, por pura metafísica si me apuras, tales paradojas jamás podrían ocurrir puesto que en sí mismas no tienen sentido, conducen a resultados absurdos. Y sin ellas no se podría viajar por el tiempo, al menos tal como pensamos habitualmente. Imagina que alguien fuera al pasado y consiguiera alterarlo... en consecuencia esto ya habría sucedido antes incluso de que a él se le ocurriera, por lo cual en pura lógica el futuro no debería cambiar respecto a una hipotética realidad anterior puesto que ya lo habría hecho. Así pues, si lo aceptas como posible te estás cargando nada menos que el principio de causalidad al anteponer a la causa el efecto.

Hice una pausa que aproveché para apurar la copa y añadí:

-Si lo analizamos con un mínimo de rigor, veremos que todas estas truculentas historias de alguien que va al pasado y mata por accidente a un antepasado suyo, o bien provoca de forma inadvertida una alteración del continuo del espacio tiempo que trae como consecuencia un cambio drástico del presente, no tienen la menor consistencia lógica. Ciertamente quedan muy bien en un relato fantástico, a mí personalmente me encantan, pero nada tienen que ver con la prosaica realidad. Al fin y al cabo los viajes por el tiempo, en caso de existir, tendrían que estar obligados a respetar las leyes fundamentales de la física y de la lógica, con independencia de que todavía pudiéramos desconocer aquéllas concretas que las regularan. Por cierto, ¿te importaría echarme otra copa? Este licor está realmente bueno.

Mi amigo sonrió, escanció dos generosas raciones, y, tras tomar un pequeño sorbo, me rebatió:

-Me temo que no es tan sencillo como lo estás planteando. Para empezar, un viajero podría ir al pasado en calidad de, digamos, espectador, sin la menor posibilidad de alterar el devenir del tiempo e incluso ni tan siquiera interaccionar con él, no porque no quisiera, sino porque se vería constreñido por las leyes físicas que acabas de invocar... lo cual, pese a sus limitaciones, resultaría positivo puesto que nos permitiría conocer la historia de primera mano.

-Eso no sería viajar realmente por el tiempo -puntualicé con desgana-, sino espiarlo. Estoy de acuerdo contigo en que sin duda constituiría una herramienta de investigación histórica muy valiosa, pero no me sirve ya que de lo que estamos hablando es de viajar físicamente al pasado, no de contemplarlo como si fuéramos los espectadores de una película.

-Está bien -concedió-. Aceptemos como hipótesis de partida que es posible viajar físicamente al pasado y que, por la razón que sea, existen unas leyes físicas que prohíben cualquier tipo de posibles paradojas, lo que en la práctica se traduciría en la imposibilidad de alterar el discurrir del tiempo... de paso -especuló-, esto podría servir también para evitarnos la tentación, e incluso la responsabilidad, de quitar de en medio a algún que otro personaje histórico especialmente odioso. Dadas estas condiciones, y suponiendo que contáramos con la tecnología adecuada, ¿qué impedimento existiría?

Sonreí, convencido de que ya tenía la partida ganada.

-Esto que propones serviría tan sólo para estrellarnos contra otras paradojas distintas que nos devolverían a la casilla de salida. Te lo explicaré siguiendo el razonamiento inverso, para llegar a una reducción al absurdo que lo demuestre.

Hice una pausa teatral y continué:

-Imaginemos que -enfaticé- se puede viajar físicamente al pasado, e imaginemos también que es posible interactuar con él provocando algún tipo de cambio en la historia. Esto se traduciría en una alteración de la línea temporal, con consecuencias imprevisibles de cualquier tipo... ¿estás de acuerdo?

»Pongamos un ejemplo sencillo que ni siquiera es original, porque recuerdo haberlo visto en alguna película. Yo viajo al pasado y, no me voy a poner dramático matando a nadie, impido de alguna manera que tus padres lleguen a conocerse, con lo cual tú y tus hermanos dejaríais automáticamente de existir... de hecho, en la nueva realidad ni siquiera habríais existido. Y como una vez ocurrido esto nada impediría que tanto tu padre como tu madre pudieran conocer a otras personas distintas y casarse con ellas, de rebote habrían surgido de la nada varios hermanastros tuyos que, de no haber tenido lugar mi intromisión, jamás hubieran llegado a nacer... situación que se agravaría todavía más si, en vez de la boda de tus padres, hubiera frustrado la de tus abuelos o la de tus tatarabuelos, puesto que la perturbación se propagaría a través de las sucesivas generaciones siguiendo una progresión geométrica. Esto sin contar, claro está, con que todos aquéllos que os hubieran conocido en algún momento de vuestras vidas, que supieran que tu padre y tu madre se habían casado y habían tenido hijos, se encontrarían de pronto frente a una situación diametralmente distinta. ¿No se trata de una paradoja?

Mi amigo me miró en silencio, fijando a continuación la vista en la copa que sostenía entre sus manos. Consciente de la superioridad táctica que me proporcionaba haber leído muchos relatos de ciencia ficción que abordaban el tema de los viajes por el tiempo, me envalentoné:

-Además, ¿qué ocurriría con todas estas no-personas, tanto las que dejaron de ser como las que hasta ese momento no habían llegado a serlo? ¿Tendríamos que recurrir para explicarlo a algún tipo de limbo en el que todas ellas pudieran permanecer en reserva hasta que les llegara el momento, si les llegaba, de tener una existencia real? Sinceramente, me parece absurdo tanto desde un punto de vista científico como filosófico.

Intentó abrir la boca, pero le interrumpí empeñado en dejarle sin argumentos.

-Eso sí, reconozco que existe otra posibilidad que nos permitiría evitar tener que meternos en camisas de once varas metafísicas. Podríamos imaginar que, al desvanecerse la primitiva realidad y ser sustituida por otra nueva, todo se readaptaría automáticamente para corregir posibles incongruencias: a quienes no se vieran afectados directamente por el cambio se les borrarían de la memoria todos los recuerdos relativos a los desaparecidos, sustituidos por otros nuevos surgidos de la nada; aunque también se tendrían que reescribir automáticamente todos los libros de historia, borrarse y volverse a crear fotografías y vídeos... eso sí, al menos quedaría a salvo la congruencia ya que nadie sería consciente de que la realidad había sido alterada, pero el lío sería tan monumental que, sinceramente, no me lo planteo como opción válida.

Pero todavía me quedaba más munición.

-Y no hemos acabado con todas las posibles paradojas -remaché-. Si en nuestro siglo, pongamos por caso, se inventara el modo de viajar por el tiempo, cabe suponer que en nuestro futuro, todavía con mayor razón, también pudieran ser capaces de hacerlo. Así pues, ¿por qué razón no hemos tenido nunca visitantes procedentes de allí?

-Puede que intentaran pasar desapercibidos -objetó sin demasiado convencimiento-. O que a causa de esas leyes físicas que tanto te gustan tan sólo pudieran observarnos sin interaccionar, con lo cual quedaría automáticamente descartado que nos fuera posible verlos.

-Aun aceptándolo -repliqué a mi vez-, todavía nos queda algo importante por dilucidar. Esa máquina del tiempo ¿sería capaz de viajar también al futuro? ¿O sólo podría desplazarse al pasado?

-¿Por qué preguntas eso? -se extrañó-. No creo que fuera demasiado diferente ir en un sentido o en el otro.

-Pues me temo que sí lo es -continué acorralándole- ya que, asumiendo el marco físico que más o menos hemos consensuado, si bien viajar al pasado, aunque fuera como un simple espectador, no debería alterar en teoría la trama del espacio tiempo puesto que conoceríamos algo que ya sucedió no ocurre lo mismo con el futuro debido a que en este caso tan sólo cabrían dos opciones: o bien resultaría imposible visitar algo que todavía no ha ocurrido o bien, en caso de poder hacerlo, seríamos capaces de conocer las consecuencias de nuestros actos antes de realizar éstos, con lo cual estaríamos violando de nuevo el principio de causalidad.

-Quizá la correcta sea la primera de las dos opciones... -se replegó todavía más-. Es decir, que sólo se pueda viajar al pasado porque ya fue, pero no al futuro porque todavía no es.

-Entonces -rematé triunfante-, ¿cómo se explica que nosotros no pudiéramos viajar a, pongamos, dentro de un siglo, pero que sí pudiera hacerlo alguien procedente de una época posterior para quien nuestro futuro fuera ya su pasado? En mi opinión, esta asimetría temporal, llamémosla así, es en sí misma otra paradoja.

Para celebrar la victoria decidí premiarme con un generoso trago. Pero estaba equivocado ya que, pese al varapalo sufrido, mi contrincante dialéctico seguía sin darse por vencido.

-Es que ya ha habido al menos un viaje por el tiempo... -objetó con un hilo de voz- aunque por desgracia tan sólo fue de ida y el viajero no pudo volver al presente, sufriendo el destino de tantos y tantos pioneros -concluyó sombrío.

Con toda seguridad se trató de una mera casualidad, pero que coincidiendo con su afirmación estallara una retumbante fanfarria en la hasta entonces plácida música, no tuvo por menos que sobresaltarme... e inquietarme.

-¿Cómo dices? -le pregunté luchando por no atragantarme.

-Que ya se ha viajado en el tiempo -repitió.

-¡Eso es imposible! -aunque teníamos la suficiente confianza para no tomar en serio nuestras discusiones, en ese momento comencé a sentirme irritado por lo que me parecía una intolerable falta de consideración; una cosa era especular sobre los temas más peregrinos como divertimento intelectual, y otra muy diferente intentar hacerme tragar ruedas de molino. Al fin y al cabo el científico -dentro de lo que cabía- era yo, puesto que su formación académica era lo que comúnmente se había venido denominando de letras antes de que una absurda y reciente moda se hubiera empeñado en rebautizar a todas las disciplinas humanísticas como todo tipo de nuevas ciencias.

-Te aseguro que estoy hablando completamente en serio -insistió en tono grave.

Dejé la copa sobre la mesa -en realidad estuve a punto de romperla-, me levanté y comencé a dar paseos nerviosos por el salón. Por fortuna la música volvía a ser suave, lo que me ayudó a tranquilizarme.

-Creo en tu sinceridad -concedí-, pero me niego a aceptar que esa patraña pueda ser cierta. Con independencia de su hipotética imposibilidad científica, de la que estoy completamente convencido, dudo mucho que algo tan trascendental hubiera podido pasar desapercibido. ¿Dónde lo has leído? No creo que haya sido en una revista especializada, y dado que los periodistas, por lo general, suelen ser bastante aficionados al sensacionalismo, no deja de ser un hecho cierto que los medios de comunicación suelen estar repletos de todo tipo de tonterías.

-Olvidas una cosa ¡y siéntate, que me estás poniendo nervioso! -casi me gritó, ignorando mi pulla-. Tal como has reaccionado, comprenderás que el escepticismo con el que habría sido acogida la noticia hubiera sido general. Por esta razón su inventor, del que no estoy autorizado a decir su nombre aunque sí te puedo asegurar que le conocía personalmente, se vio obligado a mantenerlo en secreto.

-Ya, y de paso se llevaría el secreto a su tumba... -rezongué mientras le obedecía-. Lamento decírtelo, pero mucho me temo que la historia del inventor genial incomprendido e incluso perseguido, es más antigua que las pirámides de Egipto. Si a ello le sumamos una dosis conveniente de conspiranoia, tenemos el cóctel listo. No, no te estoy acusando de nada -condescendí con diplomacia viendo que fruncía el ceño- ni mucho menos pretendo tomarte por un ingenuo; pero estarás de acuerdo conmigo en que, aunque eres muy bueno como abogado, tus conocimientos científicos son menores que los míos, quizá insuficientes para poder dilucidar si en casos como éste no te estarán dando gato por liebre. A mí me pasaría exactamente lo mismo con un asunto de leyes...

No puedo afirmar que mi parrafada sirviera para apaciguarle, pero lo cierto fue que, en contra de lo que esperaba, se derrumbó.

-No es eso -musitó con aire quedo-. Yo le conocía lo suficiente para estar seguro de que no era ningún farsante.

-No he pretendido afirmar que lo fuera -contemporicé-; pero son muchas las personas sinceras y honradas que se pueden equivocar de buena fe.

-Pa... -se interrumpió al darse cuenta de que iba a pronunciar el nombre del presunto cronoviajero- mi amigo llevó a cabo sus estudios en el más completo de los secretos por temor al descrédito. Era un excelente ingeniero -suspiró- y, en contra de lo que se pudiera pensar, una vez resuelta la cuestión teórica no le resultó demasiado difícil reunir los materiales que necesitaba para construir su artefacto. Como él decía, la solución a un problema complejo puede ser una realidad muy sencilla.

-Y construyó una máquina del tiempo -decidí llevarle la corriente evitando roces innecesarios.

-No era una máquina del tiempo -me corrigió- sino algo que quizá podríamos llamar un traje del tiempo, ya que toda la maquinaria cabía en una mochila y se podía manejar desde unos controles incrustados en los puños; así de sencillo.

Hizo una pausa que aprovechó para apurar la copa de golpe, y continuó:

-Una vez estuvo terminado el aparato, hará de ello alrededor de un año, invitó a un pequeño grupo de amigos, yo entre ellos, a presenciar su primer ensayo; tenía mucho interés en contar con testigos directos que pudieran avalarle una vez hecho público su descubrimiento, ya que temía por encima de todo que no fuera tomado en serio. Llevaba consigo una cámara digital y, con mucha renuencia, había aceptado una pequeña pistola que alguien le proporcionó; decía que no necesitaba armas puesto que, en caso de peligro, le bastaría con pulsar lo que él llamaba el botón del pánico para desvanecerse, retornando de forma instantánea al presente. A ser posible, pretendía también traer algún objeto que pudiera servirle de prueba irrebatible que le permitiera demostrar la veracidad de su viaje al pasado.

-¿Y qué ocurrió? -pregunté con un interés que me sorprendió a mí mismo; muy a mi pesar comenzaba a sentir curiosidad por la historia, por muy inverosímil que siguiera pareciéndome ésta.

-Desapareció -suspiró abatido-. Según nos dijo, dado que el tiempo fisiológico y el subjetivo no tenían por qué estar sincronizados, tenía previsto volver a aparecer en el lugar de partida, el sótano de su casa que había habilitado como laboratorio, apenas unos segundos después de haberse marchado, con independencia de cuanto pudiera haber permanecido en el pasado. Por lo tanto no tendríamos que esperar para ser testigos de su vuelta... a menos que el experimento fallara.

-Y falló, según me has dicho.

-Así fue. Tras despedirse de todos nosotros pulsó un botón y desapareció de nuestra vista; simplemente, se esfumó. Lamentablemente no volvió a aparecer, por lo que es imposible saber a donde pudo ir a parar y las causas por las que no le fue posible volver.

-¿Eso fue todo? -pregunté, con una pizca de decepción.

-Eso fue todo -corroboró-. Tras cerciorarnos de que no aparecería y convenir que no merecía la pena seguirle esperando, todos nosotros concertamos un acuerdo que nos permitiera dar una excusa verosímil a su desaparición sin correr el riesgo de que nuestras mentiras pudieran llegar a ser descubiertas. Inventamos que, durante un paseo por el campo, él se había caído de forma accidental a un río cercano, que entonces bajaba muy crecido, ahogándose sin que pudiéramos localizar su cadáver. La policía nos creyó, al fin y al cabo éramos un grupo de ciudadanos responsables, y rastreó el río obviamente sin resultado; estas desapariciones ocurren de vez en cuando, por lo cual no les extrañó demasiado que el río que se lo había tragado no devolviera a su presa. Mi infortunado amigo no tenía familiares directos, por lo que fuimos nosotros mismos quienes tramitamos su defunción avisando a unos parientes suyos para que se hicieran cargo de la herencia.

-Luego no existe ninguna prueba que pueda demostrar la existencia de ese viaje -porfié, aunque evitando cualquier posible tono de displicencia.

-Tan sólo dispongo de mi palabra -reconoció-. Bueno, de la mía y de la del resto de los testigos, aunque todos nosotros nos conjuramos para guardar silencio; a nadie le apetecía convertirse en sospechoso de un homicidio con ocultamiento de cadáver o, todavía peor, ser encerrado en un manicomio.

-Entonces, ¿por qué razón me lo has contado a mí? -me extrañé.

-Porque, después del tiempo transcurrido desde entonces, necesitaba desahogarme con alguien que no fuera un psiquiatra... y en ti confío, pese a que temía tu incredulidad.

Vaya, ahora resultaba que me había tomado como sucedáneo de un psicoanalista... pero no se lo podía reprochar. Con independencia de que su historia fuera o no cierta, y yo seguía firmemente asentado en el escepticismo, era evidente que mi amigo había sufrido un importante trauma y que me había elegido como confidente. No me importaba que su inverosímil historia fuera un cuento chino y que me ocultara la verdadera naturaleza del problema, ni me importaba tampoco que hubiera sido realmente testigo de una muerte en unas circunstancias que recomendaban guardar silencio; fuera lo que fuese me había pedido ayuda, y yo no podía defraudarle.

-Bien -respondí al fin, buscando un difícil equilibrio entre mi empatía y mis escrúpulos científicos-, al parecer tampoco existe nada que demuestre lo contrario.

Vi que respiraba aliviado pese a lo farisaico de mi conclusión. Lo tomé como mi buena obra del día...

-¿Conoces a qué época viajó? -añadí, más en un intento de desviar su atención de mi irreductible escepticismo, que por verdadero interés.

-Sí, por supuesto, él nos lo dijo -respondió ya más tranquilo-. Era un apasionado de la historia antigua, sobre todo de la época de las Guerras Púnicas; admiraba especialmente a Aníbal, al que consideraba el mayor general de todos los tiempos, y su intención era fotografiarle durante alguna de sus campañas contra los romanos.

-Pues con su atavío, tal como me contaste, le habría resultado difícil pasar desapercibido.

-No pretendía acercarse a nadie, ya que esto hubiera resultado muy peligroso. La cámara tenía un potente teleobjetivo y planeaba situarse a una prudencial distancia, preferiblemente en alguna altura cercana, desde donde poder fotografiar en pleno combate a él y a sus soldados sin correr riesgos innecesarios. Por esta razón había elegido una de las batallas de la Segunda Guerra Púnica, no recuerdo cual, ya que suponía que en el fragor de la lucha nadie le prestaría atención. Además se trataba tan sólo de un primer ensayo, no pensaba permanecer allí más de unos minutos; ya tendría ocasión de completar su investigación en viajes posteriores.

Desde luego no le faltaba inventiva, por lo que decidí continuar siguiéndole la corriente.

-Por supuesto, no tuvisteis manera de saber si llegó sano y salvo a su destino... -y, viendo peligrar mi recién conquistada confianza, añadí conciliador-. Pudiera haberle fallado el equipo por el camino, o como quiera que se pueda llamar el trayecto a través del tiempo.

-Pudiera -concedió aliviado-. Pero para el caso es lo mismo, nunca volvió.

Dicho lo cual, se sirvió otra copa de licor encerrándose en un sombrío silencio.

Yo, por mi parte, opté por salir a la terraza a tomar un poco el fresco de una agradable tarde primaveral, ya que la conversación me había calentado la cabeza más de lo que yo hubiera deseado. La vivienda de mi amigo estaba situada en un lugar privilegiado al borde mismo de la bahía, por lo que las vistas que se contemplaban desde ella eran espectaculares y, lo reconozco, me provocaban una irresistible sensación de envidia.

Acodado en la barandilla y viendo mecerse suavemente las embarcaciones del cercano puerto comencé a darle vueltas al tema, por supuesto bajo mi prisma personal. Era evidente que mi amigo había presenciado algo grave que le dejó seriamente traumatizado, pero una vez estuve solo mis razonamientos volvieron a girar en torno al escepticismo científico. ¿Cómo iba a ser posible viajar por el tiempo? Quizá, pensé, la historia de ese visionario viajero temporal fuera parcialmente cierta a excepción, claro está, del detalle de su inverosímil desaparición; quizá pudiera haber muerto víctima de su invento, electrocutado o algo así, tras lo cual sus invitados habrían optado por hacer desaparecer discretamente el cadáver; rocambolesco, sin duda, pero mejor explicación que con la que me había intentado convencer. En cualquier caso, fuera de la salud mental de mi amigo nada más me interesaba de tan inverosímil historia.

Volví a fijar mi vista en la bahía mientras a mis espaldas comenzaban a encenderse las luces de Cartadast. Tras los montes que la abrazaban por ambos lados se abría el Mar Púnico, en cuya otra orilla se alzaba nuestra capital, Cartago. No me extrañaba que el viajero, fuera éste real o imaginario, hubiera elegido como objeto de su admiración al gran Aníbal, nuestro héroe nacional, ya que gracias a él nuestra patria había logrado aplastar en Zama a los odiados romanos conjurando de esta manera el peligro que se cernía sobre la orgullosa Cartago.

El resto de la historia es sobradamente conocido para cualquier escolar, puesto que constituye uno de los mayores momentos de gloria de la bimilenaria civilización púnica. Tras la muerte en combate de Escipión y la aniquilación de su ejército, y conjuradas las rivalidades que habían desgarrado a su propio pueblo, Aníbal aprestó en un tiempo récord una fuerza expedicionaria con la que invadió por segunda vez la península itálica, en esta ocasión por el sur, arrasando todos los vestigios de la derrotada Roma que tuvieron la desgracia de interponerse en su avance triunfal.

De poco les sirvió a los romanos intentar detenerlo. Reforzadas sus tropas con los excelentes soldados iberos no tardó en conquistar su capital, la otrora orgullosa Roma, a la que arrasó hasta los cimientos alzando sobre su solar otra Nueva Cartago, otra Cartadast homónima de la que fundara la familia Barca en la costa ibérica, la misma ciudad en la que ahora me encontraba. Una vez terminada la campaña bélica Roma había dejado de existir y, con ella, la amenaza que habían representado sus ansias de dominar el orbe.

Pese a los más de veintidós siglos transcurridos desde entonces, todavía hoy se celebra el aniversario de su victoria. Cómo no iba a hacerse si, a decir de los historiadores, en Zama se decidió el destino del pueblo púnico ya que, de haber sido derrotado Aníbal en tan trascendental batalla, habría estado en juego la propia supervivencia de Cartago, posiblemente arrasada por los romanos al igual que lo fue la ciudad del Tíber.

Por fortuna no fue así. Aníbal no sólo volvió a derrotar una vez más, sino que también aniquiló al que fuera su más acendrado enemigo. Roma y Cartago no cabían en el Mar Púnico, por lo que una de ellas estaba abocada a desaparecer... y lo fue la primera, gracias a lo cual nuestra civilización no sólo se salvó de la catástrofe sino que además pudo expandirse, tanto por África como por Europa, mucho más allá de nuestras tradicionales posesiones de África y la península ibérica.

En estos dos milenios largos han ocurrido infinidad de avatares históricos, no todos ellos halagüeños. Hubo que conjurar invasiones, tanto de las bárbaras tribus llegadas del brumoso norte como del siempre amenazador Oriente, primero frente a los taimados persas a los que aliados con los pueblos griegos y con nuestros hermanos fenicios logramos contener más allá del Éufrates, y siglos después ante los no menos peligrosos árabes, a los que logramos impedir que impusieran su cultura y su nueva religión en las tierras ribereñas del Mar Púnico. Ciertamente el imperio púnico ha padecido graves reveses que a punto estuvieron de acabar con él, sin olvidarnos de los largos siglos oscuros durante los cuales se encogió sobre sí mismo fragmentándose en numerosos estados continuamente enfrentados entre sí.

Todo ello quedó atrás hace siglos gracias al tesón de nuestros antepasados, que consiguieron superar todas estas duras pruebas haciéndole resurgir renovado y más poderoso que nunca. Hoy nuestra patria se extiende por el norte de África y por buena parte del continente europeo, y al otro lado del océano, en el vasto continente descubierto hace ya medio milenio por nuestros intrépidos navegantes, se asienta la gran nación hermana, extendida de norte a sur por todo el hemisferio, con la que nos unen los estrechos e indestructibles lazos de una cultura común.

Ésta es la realidad, la única realidad posible no sólo para quien posea los suficientes conocimientos históricos, sino también para cualquiera que cuente con un mínimo de sentido común. Por esta razón jamás podré aceptar la extraña historia de mi amigo, aunque seguiré fingiendo lo contrario para evitar que su situación empeore.


Publicado el 5-5-2017