Prohibido matar al abuelo



Desde mucho antes de terminar la construcción de su máquina del tiempo, Remigio García tenía muy claro cual sería su primer viaje: quería matar a Franco. Y no le sobraban motivos.

Para empezar, pensaba que sin su presencia, aunque la Guerra Civil habría estallado de cualquier manera -de hecho no figuró entre los promotores de la insurrección militar-, España probablemente se habría librado de su larga y ominosa dictadura, con lo cual la restauración de la democracia habría sido muy anterior en el tiempo ganándose así, posiblemente, varias décadas.

Y luego estaba su abuelo, una de las personas más odiosas que Remigio García había conocido. Remigio García -nuestro protagonista había tenido la desgracia de llamarse igual que él por imposición familiar- senior había participado en la guerra de Marruecos y, para más inri, bajo las órdenes directas del entonces capitán Francisco Franco. Bastantes años después de volver al pueblo, tras haberse labrado una merecida fama de crápula, acabaría sentando la cabeza -al menos sobre el papel- casándose con su abuela -las malas lenguas decían que se la había levantado a Miguel, su novio de toda la vida-, tras lo cual llevó una vida tranquila hasta que tuvo lugar el estallido de la Guerra Civil.

Fue entonces cuando su abuelo se convirtió en el franquista más franquista de todos los franquistas, esgrimiendo como mérito su etapa militar bajo las órdenes directas del futuro dictador. Lo cual, dicho sea de paso, le libró de ser movilizado y enviado al frente -por el bando nacional, evidentemente-, gracias a su argumento de que, dada su fidelidad al nuevo régimen, sería el más indicado para ejercer como comisario político local.

Y aunque en la familia no se hablaba mucho de ello, en el pueblo era sabido que fueron varias las víctimas de su celo nacionalista, incluyendo al pobre Miguel al que sólo sus buenas referencias -era incapaz de hacer daño a nadie- le libraron de la cárcel o de algo todavía peor. Mientras tanto la abuela de Remigio, arrepentida de su elección casi desde el día de después de la boda, se dedicaba a criar a Pedro, el que sería su único hijo.

Pedro creció sometido a la feroz autoridad de su padre, con el que nunca se entendió. Tanto fue así que, una vez licenciado de la mili, aprovechó para quedarse en Madrid, donde conoció a la que sería la futura madre de Remigio, convirtiéndose así en uno más de los millones de emigrantes que cambiaron el campo por la ciudad a principios de la década de los sesenta.

Remigio y su hermana habían nacido ya en la capital, pero durante su infancia las visitas al pueblo fueron numerosas, sobre todo en los períodos veraniegos. Su padre seguía aborreciendo al abuelo Remigio, al que los años apenas habían suavizado el áspero carácter, pero hubo de condescender con él por respeto a la abuela Consuelo, víctima inocente de ese energúmeno. Remigio chico tampoco simpatizaba con su abuelo, al que en su fuero interno comparaba con el Abuelo Cebolleta de los tebeos, pero se vio obligado asimismo a aguantarlo hasta que, siendo ya adolescente, acudió a despedirle por última vez al cementerio. Su pobre abuela, acostumbrada quizá a los maltratos de su marido, no tardaría demasiado en seguir su camino.

Desde entonces había pasado mucho tiempo y los protagonistas de la historia, incluyendo a su propio padre y al infeliz Miguel, desaparecido prematuramente a causa de un accidente de tráfico, fueron haciendo mutis poco a poco en el escenario. Remigio terminó sus estudios, se colocó en un trabajo que no le exigía demasiado esfuerzo y, libre también de ataduras familiares puesto que se mantuvo soltero, en sus ratos libres consiguió diseñar primero, y construir después, la primera máquina del tiempo de la historia.

Y ahora se preparaba para culminar sus sueños. Remigio había elegido cuidadosamente el momento más adecuado para liquidar a uno de los personajes más odiosos de la historia reciente de España: sería el 29 de junio de 1916, cuando el joven capitán de Regulares Francisco Franco fue gravemente herido por los rebeldes rifeños en una escaramuza que tuvo lugar en las cercanías de Ceuta. Nada más fácil que, aprovechando la confusión, descerrajarle un tiro que le dejara muerto y bien muerto. España se libraría de un dictador -Remigio pensaba que ningún otro de los militares golpistas sería capaz de consolidar el régimen- y, de paso, le haría una buena jugarreta a su abuelo.

Así pues, sin preocuparse lo más mínimo por las posibles alteraciones de la historia -estaba convencido de que en ningún caso el nuevo desarrollo de los acontecimientos podría llegar a ser peor-, Remigio García se dispuso a llevar adelante su plan. La máquina del tiempo que había inventado, o al menos la parte móvil de la misma, no podía ser más sencilla: se trataba de una mochila controlada mediante un teléfono móvil modificado que, al ser activada, generaba una burbuja de nulocronicidad -Remigio estaba orgulloso de su neologismo- capaz de transportar al cronoviajero a cualquier punto del espacio-tiempo que deseara. Mientras el campo estuviera activado el viajero sería invisible e intangible para todos, lo que le permitiría acercarse impunemente hasta las proximidades de su potencial víctima y, tras, desactivar momentáneamente la máquina, con lo que aterrizaría en el momento y el lugar adecuados, consumar su propósito de mandarle al otro barrio. Hecho esto tan sólo le quedaría volver a activar el campo para ponerse a salvo de cualquier tipo de peligro y, finalmente, retornar a l presente con la satisfacción del deber cumplido.

Para conseguir sus fines Remigio se había agenciado un arma de la época -no era cuestión de dejar tras de sí un anacronismo innecesario-, junto con la suficiente munición para asegurarse de que Francisco Franco abandonaba para siempre el mundo de los vivos. Y cruzó el Rubicón.

La primera parte del plan se desarrolló tal como había previsto. La máquina funcionó perfectamente y, una vez llegado a su destino pero todavía bajo la protección de la burbuja, deambuló por el campamento de las tropas españolas buscando el momento adecuado para darle matarile a su desprevenida víctima. No tenía prisa, puesto que en el peor de los casos siempre podría retroceder en el tiempo cuanto fuera necesario para volver a intentarlo de nuevo; éstas eran las ventajas de los viajes por el tiempo.

Pero no tuvo que esperar demasiado. Cuando todavía faltaban varias horas para que una bala enemiga hiriera gravemente a Franco en el abdomen, descubrió que éste se retiraba discretamente para satisfacer sus necesidades fisiológicas. Podría parecer una indignidad asaltarle en semejantes circunstancias, se dijo Remigio, pero no era cuestión de andarse con remilgos teniendo en cuenta que el carácter privado del acto favorecía sus planes. Así pues mientras el futuro general, ignorante del peligro que le acechaba, se bajaba los pantalones al abrigo de una chumbera, el cronoviajero amartilló la pistola con la mano derecha, acarició la pantalla táctil con la izquierda y pulsó con decisión el botón que desconectaba la burbuja.

Todo ocurrió conforme tantas veces había ensayado. Franco, con los pantalones y los calzoncillos bajados -era evidente que su muerte no tendría lugar en circunstancias precisamente heroicas- y, lo que era más importante, sin posibilidad alguna de defenderse con su propia arma, que había quedado encerrada en su funda, le miró de frente más asombrado que alarmado. Remigio, insensible como buen verdugo, alzó su mano armada apuntando al corazón del odiado enemigo y apretó el gatillo.

Con lo que no había contado, fue con el inoportuno soldado que, apareciendo de no se sabía donde, dio un fuerte empujón a su superior apartándole providencialmente de la trayectoria de la bala... que fue a encajarse con milimétrica precisión en mitad de su frente.

Mascullando maldiciones Remigio García se apresuró a conectar la burbuja refugiándose en ella, ya que no era cuestión de caer en manos de los soldados que, alarmados por el disparo, comenzaron a llegar precipitadamente mientras su fallida presa, al tiempo que se subía apresuradamente los pantalones, se dedicaba a dar órdenes a diestro y siniestro.

Bien, se dijo nuestro protagonista, aunque hubiera fallado en esa ocasión nada estaba perdido, podría volverlo a intentar siempre que quisiera... tiempo no le iba a faltar, concluyó riéndose de su propia gracia. Y, aunque nada le quedaba por hacer allí, sintió una morbosa curiosidad por saber quién había sido el imbécil que había chafado sus planes al precio de su propia vida.

Aunque la escena del fallido crimen se había convertido en un guirigay, a causa de las limitaciones técnicas de su aparato Remigio no podía oír lo que gritaban los soldados, y no era cuestión de jugársela desactivando el campo de la burbuja. Así pues, optó por dirigirse hacia el lugar en el que habían depositado el cadáver para observar de cerca su rostro.

Nunca lo hubiera hecho. Aunque había dado por supuesto que no conocería al muerto, descubrió con espanto que se trataba de su propio abuelo. Mucho más joven, por supuesto, que cuando él lo conoció, pero con sus inconfundibles rasgos -incluida la cicatriz de la mejilla- ahora crispados por el rigor de la muerte.

Remigio García sintió como un escalofrío le recorría la espina dorsal. Aunque distaba mucho de ser un teórico de los viajes temporales -cómo podría haberlo sido-, había leído lo suficiente sobre las especulaciones acerca de las posibles consecuencias de una paradoja temporal como para sentirse aterrado. De hecho, acababa de incurrir en una de las más clásicas, la del abuelo. Si él había viajado al pasado y había matado involuntariamente a su abuelo... entonces ni su padre ni, en consecuencia, él mismo tendrían ninguna razón para existir. Ni su hermana ni sus sobrinos, por supuesto, aunque esto ya no le importaba tanto.

Sin embargo, él seguía estando allí, no se había desvanecido ni nada por el estilo. Claro está que era bastante posible que en el interior de la burbuja no fueran aplicables las leyes físicas que regulaban el tiempo, pero era evidente que no podría permanecer en ella durante mucho tiempo. No sólo carecía de comida y bebida, sino que además, mucho antes de que comenzara a sentir hambre o sed, se habría agotado el aire respirable de su refugio.

Así pues, ¿a dónde ir? Volver a su presente significaría, con toda probabilidad, su desaparición inmediata, pero quedarse en 1916 tampoco le seducía demasiado con independencia de que pudiera abandonar el Rif para asentarse en algún otro lugar más civilizado... en plena Primera Guerra Mundial.

Finalmente, y tras convencerse de que el mundo de principios del siglo XX no se había hecho para él, se resignó en volver al presente. Así pues, programó en la pantalla táctil las coordenadas de regreso al garaje de su casa, fijando éste -no era cuestión de crear una nueva paradoja encontrándose a sí mismo- para diez minutos después de su partida... y que fuera lo que Dios quisiera.

Eso sí, cerró los ojos temeroso de poder contemplar su aniquilación. Pero cuando unos segundos después los abrió, descubrió atónito que había llegado a su destino, al parecer sano y salvo y sin poder apreciar ninguna discrepancia con su familiar pasado.

¿Qué había podido ocurrir? Desconcertado, subió a la casa y la revisó sin encontrar nada extraño. Navegó por Internet -había dejado el ordenador encendido- y no encontró ninguna diferencia apreciable en las noticias del día. Cargó un artículo sobre la historia de España del siglo XX y encontró todo familiar.

Pero él había matado a su abuelo... pese a todo, sentía que había algo que no encajaba, aunque no encontraba la manera de averiguarlo.

Finalmente, sus ojos tropezaron con algo que no encajaba. Sobre la mesita del salón reposaba un recibo de la luz que, recordaba, había llegado el día anterior. Tras abrir el sobre y echarle un vistazo por encima lo había dejado allí descuidadamente, sin guardarlo. La cantidad, volvió a comprobarlo, era la misma, pero el nombre no ya que como titular no figuraba Remigio García Escalona, su nombre completo, sino un tal Miguel Benítez Escalona.

Presa de un repentino temor, abrió la cartera y sacó el carnet de identidad. El número y los demás datos eran correctos, incluida la foto, pero el nombre bajo el que aparecía era, una vez más, el de Miguel Benítez Escalona.

Lo mismo ocurría con el carnet de conducir, con el de la Seguridad Social, con la tarjeta bancaria y con el resto de documentos personales que fue capaz de encontrar en su apresurada búsqueda. Para más seguridad, volvió a entrar en Internet y consultó su registro en el correo electrónico, en las redes sociales, en una página de compraventa a la que solía acceder de vez en cuando, en varios periódicos en los que también estaba registrado... y en todos, absolutamente en todos, aparecía como Miguel Benítez. Incluso en la lápida bajo la cual reposaba su padre, según pudo comprobar algunos días después, el apellido García estaba cambiado por el de Benítez.

La conclusión era obvia: en su accidentada incursión al pasado sí había alterado de alguna manera el presente, aunque paradójicamente tan sólo parecía haberle afectado a él -bueno, también a su padre y, presumiblemente, a su hermana- y de una manera, además, sorprendentemente selectiva puesto que, salvo en el enigmático cambio de su nombre y su primer apellido, todo lo demás aparentaba seguir exactamente igual.

Tras darle muchas vueltas, y siempre tomando la precaución de no contárselo a nadie -por lo demás absolutamente todos sus familiares y allegados resultaron conocerle como Miguel Benítez- para no correr el riesgo de ser tomado por loco, decidió investigar sobre su abuelo. Tanto su abuela como su padre habían fallecido y su madre, aunque todavía vivía, nunca había tenido demasiados vínculos con su familia paterna.

Pero había otras opciones. Fingiendo curiosidad por rastrear sus ancestros, se buscó una coartada para ir al pueblo y poder indagar sin levantar sospechas. Por fortuna la parroquia conservaba intactos sus archivos y, tras ganarse la confianza del párroco, pudo acceder a los libros de bautismos y matrimonios de la época que le interesaba.

Fue entonces cuando pudo confirmar sus sospechas acerca de lo sucedido. Su “abuelo” Remigio García no figuraba en el certificado de matrimonio de su abuela, ya que ésta se había casado no con él, sino con Miguel Benítez, su antiguo novio. Ambos habían tenido un único hijo, Pedro, bautizado en las mismas fechas que él recordaba del nacimiento de su padre, y ambos yacían en la misma sepultura del pequeño cementerio del pueblo. No aparecieron por ningún lado ni la partida de defunción ni la tumba de Remigio García pero, puesto ya sobre la pista, no le costó demasiado encontrar, en los legajos relativos a la guerra de Marruecos, una mención honorífica al cabo segundo Remigio García, fallecido heroicamente al defender a su capitán de un ataque enemigo durante el combate de El Biutz, el 29 de junio de 1916, y enterrado en un cementerio de Ceuta.

Así pues sí había provocado una paradoja temporal aunque, por una ironía del destino, las consecuencias fueron, por fortuna para él, muy diferentes a las temidas gracias a que, según dicen los portugueses para justificar que su primer apellido sea el materno y no el paterno, siempre podrás estar seguro de quien ha sido tu madre.

Eso sí, Remigio García, perdón, Miguel Benítez, se apresuró a desmantelar su creación destruyendo asimismo todos los documentos y planos que habían hecho posible su construcción. Por si acaso.


Publicado el 18-12-2015