Prometeo



Desde que yo recuerde, Luis y yo siempre fuimos amigos. Vecinos y compañeros de juego -entonces los niños todavía jugábamos en las calles- primero, fuimos compañeros de colegio e instituto después. Más tarde ambos elegimos cursar estudios en la misma facultad, la de Ciencias, optando asimismo por la misma carrera, Física.

No fue sino hasta después de terminada la licenciatura cuando nuestros caminos profesionales, no así los personales, divergieron por vez primera. Mientras yo obtenía una beca para realizar mi tesis doctoral, Luis rehusó someterse al yugo -así me lo dijo- de unos profesores que no sabían más que él, por lo que decidió levantar el vuelo por su cuenta.

Es necesario advertir de que Luis, a diferencia mía, provenía de una familia acomodada, era hijo único y, por decirlo en términos coloquiales, tenía el riñón bien cubierto. Yo, por el contrario, tenía que buscarme las lentejas.

Y me las acabé ganando, aunque para ello tuve que pasar por un largo y penoso noviciado. A los largos años de la tesis, donde no siempre fue todo de color de rosa, les sucedió una estancia de un par de eternos años en el extranjero, tras lo cual todavía hube de estar varios años más dando tumbos como “precario”, tal como nos autodenominábamos con crudo sarcasmo los becarios postdoctorales, antes de poder conseguir ya bien entrado en la treintena, y todavía tuve suerte, una plaza fija en el departamento. Mientras tanto, me casé con Laura formando mi propia familia.

Por su parte a Luis, con el que siempre mantuve el contacto, las cosas no le fueron nada mal. Durante algún tiempo trabajó en varias empresas gracias a los contactos de su padre, pero a pesar de su valía, que era mucha, siempre acabó hartándose de la disciplina que se veía obligado a soportar, convirtiéndose en lo que se ha venido a denominar un culo de mal asiento.

Como cabe suponer, todos los intentos de su padre por interesarle en los negocios familiares estuvieron también condenados al fracaso. A Luis lo único que le interesaba era “pensar”, como él decía, y realmente su brillantez intelectual era excepcional... salvo en lo referente a todo lo relacionado con la economía y la gestión de empresas, para lo cual era un auténtico negado o, más probablemente, completamente refractario.

La oportuna muerte de su padre, cuando las tensiones entre ambos comenzaban a ser bastante severas, vino a despejarle el camino. Tras poner la gestión de las empresas heredadas en manos de gestores solventes y de confianza -que no sirviera para los negocios no quería decir que fuera estúpido-, pudo dedicarse a vivir apaciblemente de sus cuantiosas rentas ocupando todo su tiempo en “pensar”.

Luis, olvidaba decirlo, se había especializado en Física teórica, por lo cual, para poder desarrollar todo su potencial investigador, no necesitaba costosos equipos de laboratorio, bastándole con un ordenador suficientemente capaz y, cuando era preciso, con accesos puntuales a centros de supercomputación, en los que compraba el tiempo de uso que necesitaba. Y sin tener que dar cuentas a nadie tal como a él le gustaba, ni tan siquiera a su mujer puesto que se mantuvo soltero.

Yo, sinceramente, no sabía si envidiarle o no. Por un lado me encandilaba su libertad, pero por otro valoraba mucho también el cómodo colchón de mi sueldo de funcionario. Cierto era que todas las mañanas, nada más despertar, ya me veía sometido a una rutina desagradable junto con una disciplina que, por lo general, solía ser llevadera, y que mi trabajo, tanto el de investigación como sobre todo el docente, tenía también su faceta rutinaria y aburrida... pero gracias a mi carácter tranquilo y acomodaticio solía llevarlo bastante bien, mientras mi vida personal y afectiva era asimismo satisfactoria incluyendo, sobre todo, mi relación de pareja.

Por supuesto mantenía mi relación de amistad con Luis, aunque la asimetría provocada por su soltería recalcitrante desequilibraba de forma inevitable nuestros contactos. Laura le apreciaba pero al mismo tiempo le consideraba un excéntrico, razón por lo que nuestros contactos solían ser a título individual -ella prefería mantenerse al margen- y, por lo tanto, distanciados en el tiempo. De hecho podíamos pasarnos varios meses sin vernos, aun cuando nos cruzáramos frecuentes correos electrónicos o, más raramente, llamadas de teléfono.

Es por ello por lo que me sorprendió bastante que me telefoneara al trabajo para invitarme a reunirme con él lo antes posible, proponiéndome que comiéramos antes en uno de los restaurantes más caros de la ciudad, el cual quedaba cercano a su casa. Aunque me incomodó bastante que la invitación -a comer, se entiende- no incluyera también a Laura, razón por la que intenté rehusar, Luis insistió en que aceptara, argumentando que la exclusión de mi mujer se debía únicamente a que quería hablar conmigo de sus investigaciones y, a buen seguro, ella que era de letras se aburriría soberanamente, prometiéndome una segunda invitación con ella incluida para más adelante.

Por suerte, a Laura no le importó demasiado cuando se lo dije. Así pues, acudí a la cita.

No voy a detenerme, por innecesario e intrascendente, en lo que hablamos durante la comida, que por cierto fue magnífica y le costó un dineral que a mí me hubieran llevado los demonios de haberla tenido que pagar de mi bolsillo. Y es que, pese a mi impaciente curiosidad, él no soltó prenda, relegando las explicaciones para más adelante.

Pasaré, pues, directamente a relatar lo sucedido a continuación, cuando me llevó a su casa y, tras encerrarnos en su amplio y caótico despacho, comenzó a relatarme la sorprendente historia de los resultados de varios años de incesante trabajo.

Y fue entonces, sentados relajadamente mientras saboreábamos una copa de su excelente brandy favorito, cuando soltó la bomba.

-Pablo -preguntó, como quien no quiere la cosa-, ¿qué piensas tú de los viajes por el tiempo?

-Yo... -casi me atraganté ante lo inesperado de la pregunta- si te refieres a las novelas y las películas de ciencia ficción que tratan sobre este tema, lo cierto es que hay de todo; pero me sorprende que me hayas traído hasta aquí tan sólo para preguntarme mi opinión sobre la Máquina del Tiempo de Wells, o sobre la trilogía de Regreso al futuro...

-No -fue su tajante respuesta-. Te lo pregunto en serio, no como aficionado a la ciencia ficción, que sé que lo eres, sino como físico.

-¿Cómo físico? -mi perplejidad se incrementó en un grado- ¿Bromeas?

-En absoluto -reiteró, casi con solemnidad.

-Bueno... -titubeé, todavía confuso- Está el tema de los cationes, claro, pero aparte de que no soy experto en física de partículas, por lo que yo sé nunca ha pasado de ser una mera especulación teórica.

-Y lo seguirá siendo -zanjó tajante-. Porque es un callejón sin salida.

-Entonces...

-¿Qué me dirías si te revelara que he descubierto la manera de viajar por el tiempo?

-Que estabas como una cabra -le espeté a lo bruto.

-Entonces balaré -ironizó.

-¿Bromeas? -repetí de nuevo, mirándole de hito en hito.

-Ya te he dicho que no -fingió un amago de enfado-. Aunque no aceptes creértelo. ¿Qué piensas que he estado haciendo durante todos estos años? ¿Contar los átomos de la punta de un alfiler?

-Pero el tiempo no es una magnitud espacial que se pueda recorrer como se recorre una calle... -objeté.

-Claro que no; eso lo saben hasta los estudiantes de secundaria -rezongó-. Y por favor, no me vengas con cuentos acerca de la Teoría de la Relatividad Especial y el espacio-tiempo, porque los tiros tampoco van por ahí.

-Está bien -suspiré al tiempo que me arrellanaba en mi asiento-. De sobra sé que eres una mente muy brillante, y lo digo totalmente en serio; por ello te creo perfectamente capaz de haber llevado adelante una investigación revolucionaria. Pero viajar por el tiempo...

-Es normal que te sientas incrédulo -sonrió-. Pero te aseguro que es cierto. He desarrollado una nueva rama de la física que, al menos a nivel teórico, lo permite... bueno, permite viajar al pasado, no es posible hacerlo al futuro puesto que éste no existe todavía.

-Tendrás que convencerme -reté.

-Para eso te he llamado.

Y lo hizo, vaya si lo hizo. Y no bromeaba.

Les ruego que no me pregunten acerca de detalles concretos acerca del desarrollo teórico de mi amigo, porque no me resultaría posible responderles; pese a mi formación académica, afín a la suya, y a mis años posteriores trabajando en investigación, a duras penas fui capaz de seguir un trabajo tan profundo e innovador como el suyo, lo que no me impidió percatarme de lo acertado de sus conclusiones.

Sí, era cierto; Luis había encontrado la llave que abría una puerta tras la cual se encontraba el insospechado e inexplorado campo de una nueva ciencia... nada menos que la posibilidad de viajar por el tiempo o, como matizaba él, al pasado. Las perspectivas que abría un descubrimiento de este calibre eran realmente alucinantes.

-¿Qué vas a hacer ahora? -le pregunté, todavía apabullado por la magnitud de lo que acababa de conocer- ¿Publicar los resultados?

Ante mi ingenua propuesta, Luis saltó como un león rabioso, casi asustándome por lo inesperado de su reacción.

-¿Me tomas por un imbécil? -gritó- ¿Acaso no sabes de sobra que, ya desde los tiempos en los que íbamos a la universidad, renegué de todo cuanto tuviera que ver con el tinglado académico? ¿Sabes cuántos artículos científicos he publicado en toda mi vida? Ninguno. ¿Y sabes cuántos pienso publicar de aquí en adelante? Ninguno. Me importan un bledo vuestros afanes y vuestras vanidades, y discúlpame si te das por aludido. Ni quiero hacerlo, ni necesito engordar curriculum alguno.

Me recriminé mentalmente por haber metido la pata, ya que de sobra sabía yo que Luis despreciaba olímpicamente a todo cuanto oliera a los círculos oficiales por los que nos movíamos los investigadores... lujo que podía permitirse gracias a su diletantismo de millonario. No obstante...

-Pero el fin básico de un científico es ofrecer a la sociedad sus descubrimientos -objeté-. Es nuestra obligación moral, por encima de simpatías o antipatías de cualquier tipo; incluso alguien tan huraño como Newton hizo su aportación a la humanidad sin guardársela para sí mismo -el ejemplo estaba bastante cogido por los pelos, lo reconozco, pero en ese momento no se me ocurrió nada mejor.

Eludo repetir por donde me dijo que se podía meter la sociedad todas sus presuntas obligaciones morales; Luis no sólo era refractario a cualquier tipo de atadura disciplinaria, sino además irreductiblemente misántropo.

-Ni siquiera como satisfacción personal... -insistí con terquedad, haciendo no sé por qué de abogado del diablo.

-Mi satisfacción personal queda saciada más que de sobra habiendo vencido este reto -gruñó-. Además, existe otra buena razón para guardar silencio.

-¿Cuál? -pregunté sorprendido.

-Parece mentira que seas tan ingenuo -me reprochó-. Mira a tu alrededor y dime si la humanidad ha sido capaz de aprovechar los descubrimientos científicos y tecnológicos sin sacarles siempre un partido siniestro. Nobel inventó la dinamita para evitar accidentes a los mineros, pero pronto pasó a utilizarse para construir armas mucho más destructivas; y ejemplos como éste los hay a centenares. No, la humanidad no es de fiar en absoluto, y poner en sus irresponsables manos mi descubrimiento supondría a buen seguro que éste fuera utilizado para vete a saber qué disparates.

Touché. He de reconocer que mi amigo tenía mucha razón, y así se lo hice saber añadiendo, eso sí, que de haber tenido idénticos escrúpulos todos los grandes inventores y descubridores de la historia, todavía seguiríamos viviendo en las cavernas y vistiéndonos con pieles.

-Puede... -respondió con displicencia- pero yo no estoy dispuesto a correr ese riesgo -zanjó.

-¿Entonces? -porfié- ¿Vas a dejar que se pierda?

-La verdad es que todavía no lo he decidido -reconoció dubitativo tras una breve pausa-, y esa es una de las razones por las que te he llamado. De todos modos, no pienso hacer nada hasta haber probado antes mi descubrimiento.

-¿Probar? -mi sorpresa se incrementó todavía un grado más- ¿Quieres decir que puedes viajar realmente -enfaticé el adverbio- al pasado?

Hasta entonces yo había dado por sentado que el desarrollo matemático de Luis, aunque acertado, se había limitado a un simple planteamiento teórico realizado a modo de brillante ejercicio intelectual. Pero de ahí a construir una máquina del tiempo mediaba un abismo... o al menos eso pensaba yo, convencido de que tamaño artilugio por fuerza debería ser un aparato tan complejo como fuera por completo del alcance de mi amigo. Al fin y al cabo Luis era físico, no ingeniero.

-Claro -fue su pasmosa respuesta-. Una vez que sabes por donde van los tiros, no resulta tan complicado.

-Pero Luis... -objeté- digo yo que una máquina del tiempo no es algo que se pueda armar en el garaje de tu casa, máxime si además no quieres que se entere nadie.

-¿Por qué no? -insistió- Te asombraría saber lo fácil que resulta construir una; incluso para mí, que siempre fui un negado para cualquier tipo de trabajos manuales. En realidad -añadió-, todos sus componentes son, por separado, de lo más corriente, y se pueden adquirir por separado en el mercado sin despertar ningún tipo de sospechas. Yo tan sólo tuve que ensamblarlos, y te aseguro que me resultó más sencillo que armar uno de esos muebles suecos que te venden desarmados.

-Y ahora me dirás que la tienes en el sótano lista para funcionar...

-Casi. Ciertamente la tengo aquí mismo, pero todavía me quedan por hacer algunos ajustes.

-¿Me la enseñas? -rogué.

-Por supuesto -sonrió, al tiempo que apuraba su copa.


* * *


Si he de ser sincero, la primera impresión que tuve de la flamante máquina del tiempo construida por mi amigo fue de decepción, ya que ésta me recordaba a la endeble cabina de un ultraligero al que le hubieran despojado de las alas y del motor, sustituyéndole asimismo el tren de aterrizaje por un simple trípode. Y no andaba descaminado, ya que Luis me acabó confesando que originalmente había sido precisamente eso.

A la cabina, una frágil carcasa de plástico y aluminio con un único asiento en su interior, le habían sido arrancados también todos los sistemas de navegación, sustituidos por un ordenador portátil adosado de forma chapucera al salpicadero. En la parte trasera, por último, se apreciaba una caja metálica herméticamente cerrada de algo menos de un metro de longitud por treinta o cuarenta centímetros de sección.

Eso era todo.

-¿Qué, esperabas encontrar algo más complicado? -me espetó mi amigo, zumbón, con una sonrisa de oreja a oreja.

Y como yo no respondiera, añadió:

-Pues ya lo ves, más sencillo imposible. Una cabina que ni siquiera es hermética ni está presurizada, un ordenador de lo más corriente para gobernar el vehículo y todo el equipo cronomotor en esa caja de ahí detrás.

-¿Pretendes viajar al pasado en este cascarón? -acerté a preguntar al fin- Tú estás loco...

-¿Temes que me asalten, o que cualquier bicho suficientemente grande me aplaste sin querer? -soltó una carcajada- No te preocupes, estaré seguro. Una vez que esté en funcionamiento este tinglado conmigo en su interior, estaremos protegidos por un campo cronoestático más efectivo que el blindaje de un carro de combate... aunque perfectamente transparente, dicho sea de paso. Estate tranquilo, no soy ningún temerario, y soy el primer interesado en volver sano y salvo de mi excursión.

Volvimos arriba, yo todavía con la sospecha de que me pudiera estar tomando el pelo... porque el dichoso artilugio, lo mirara como lo mirara, se me antojaba demasiado poco.

-¿Y a dónde, mejor dicho, a cuándo -me corregí-, tienes previsto ir? ¿Al asalto de la Bastilla? ¿Al descubrimiento de América? ¿A la crucifixión de Cristo? Porque supongo que elegirás un episodio histórico lo suficientemente importante como para justificar el viaje...

-Te equivocas de nuevo -me respondió-. Por desgracia, mi aparato tiene ciertas limitaciones que hacen inviables destinos tales como los que tú has indicado. Para empezar, se puede desplazar por el tiempo, pero no por el espacio, así que no resultaría factible visitar el París de 1789, el Caribe de 1492 o la Palestina del año 33 después de Cristo, año arriba o abajo teniendo en cuenta que la fecha tradicional de su muerte y resurrección no es exacta.

»Además -continuó-, existe lo que podríamos denominar un factor de incertidumbre que impide “enfocar”, digámoslo así, una fecha determinada lo suficientemente reciente, entendiendo como tal un período de tiempo de centenares, o quizá incluso de algunos miles de años. Por desgracia no se trata de una cuestión técnica que pudiera ser resuelta en un futuro, sino de la propia naturaleza de la curvatura de la corriente temporal, que impide saltos cronológicos demasiado cortos.

»Por último -concluyó-, la verdad es que tampoco me apetecería demasiado aparecer en plena Edad Media, pongo por ejemplo, y que me tomaran por un demonio o por algo todavía peor; aunque no pudieran hacerme nada, el revuelo sería considerable y, quién sabe, incluso podría llegar a alterarse la trama de la historia. No, no me arriesgaré a ello.

-Pues entonces -respondí con desdén-, de poco te va a servir el chisme...

-Eso es lo que crees tú -me rebatió tajante-. Si les hubieran dicho lo mismo a los hermanos Wright y éstos hubieran hecho caso desmantelando su cacharro y olvidándose de intentar volar, puede que ahora no tuviéramos aviones.

Exageraba, claro, pero entendí lo que me quería decir; tampoco se le podía exigir demasiado a un simple prototipo.

-De acuerdo -concedí-. Pero con esas limitaciones que me has dicho, tampoco creo que puedas hacer demasiado...

-Te equivocas de nuevo -refutó-. Aunque la historia como tal, es decir, los últimos milenios de existencia de la humanidad, me esté vedada, tengo disponible la práctica totalidad de la vida de la Tierra.

-No me dirás que pretendes ir al Pleistoceno a fotografiar mamuts...

-Eso sería demasiado vulgar -sonrió de nuevo-. Prefiero a los dinosaurios.

-¡Los... dinosaurios...! -farfullé incrédulo- ¡Pero eso fue hace sesenta y cinco millones de años, como poco!

-Bueno, podemos redondear a esa cifra, ya que lo que yo quiero averiguar concretamente son las causas que provocaron su extinción.

Y se quedó tan tranquilo, como si me acabara de decir que pensaba irse al cine ese fin de semana.

-¡Pero Luis! Exclamé atónito- ¿Tú sabes lo que dices?

-¿Te refieres a que no tenemos manera de conocer el momento exacto en el que ocurrió el pepinazo, o a que no resultaría demasiado conveniente estar allí cuando cayera el asteroide...? Suponiendo que hubiera sido esa la verdadera causa de la extinción, claro -respondió con auténtica flema británica.

-Las dos cosas, si te pones así -rezongué incómodo.

-Insisto en que no tienes por qué preocuparte, Pablo -me dio una palmada en la espalda-. Te aseguro que no deseo suicidarme, ni correr un riesgo que no sea el razonable.

-Pues tú dirás...

-Para empezar, es evidente que resultaría prácticamente imposible acertar con el momento justo en el que ocurrió la catástrofe, asumiendo que ésta fuera puntual, y desde luego no me gustaría aparecer por allí ya que, por muy protegido que pueda estar mi aparato, dista mucho de ser invulnerable. Pero por otro lado es que tampoco lo busco, me conformo con aparecer bien a finales del Cretácico, cuando los dinosaurios todavía campaban por sus respetos, bien a principios del Cenozoico, cuando las huellas del impacto, o de lo que quiera que fuese, fueran aún patentes e identificables.

Y viendo mi ceño fruncido, añadió:

-Ten presente que no pretendo hacer un solo viaje, sino varios... muchos, quizá. Mi plan es ir saltando millón de años arriba, millón de años abajo, hasta tener bien acotado el momento exacto de la extinción, o su intervalo temporal según el caso, para luego ir afinando cada vez más: saltos de medio millón, de un cuarto de millón, de ciento veinticinco mil años... al tratarse de una progresión geométrica, bastará con un número relativamente corto de saltos para poderme aproximar todo cuanto pueda sin correr riesgos... aunque de haber ocurrido el impacto, tal como se cree, en la actual zona del Yucatán, la verdad es que poco podría ver directamente desde aquí, en el hemisferio opuesto, aunque supongo que sí podré rastrear sus consecuencias. Al fin y al cabo -concluyó-, fuera lo que fuese se trató de un fenómeno global que afectó a la totalidad del planeta.

Siguió explicándome distintos detalles de su experimento, incluyendo la forma en la que había logrado solventar algo que, de haber pasado desapercibido, podría haber acarreado consecuencias fatales: el hecho de que, a causa de las drásticas transformaciones geológicas ocurridas a lo largo de 65 millones de años, con toda probabilidad la cota actual del suelo, o por decirlo con mayor precisión la del sótano de su casa sobre el que se asentaba la máquina, sería muy diferente de la existente en el momento en el que surgiera en el pasado, corriendo el riesgo cierto bien de aparecer en el seno de una montaña o en las profundidades de un océano, bien de hacerlo a centenares de metros de altura. En cualquiera de estos casos, su muerte sería segura, tanto por aplastamiento instantáneo como por precipitarse hasta el suelo -su artefacto no volaba, ni era capaz de mantenerse en el aire- a saber desde que altura.

Juan había previsto estas incidencias gracias, según me dijo, a un ingenioso sistema detector de gradientes de densidad que funcionaba en sincronización con el famoso campo cronoestático que protegía al vehículo, de forma que si éste detectaba la existencia de materia sólida o líquida en el entorno en el que pretendía surgir, el mismo campo provocaría un desplazamiento vertical hacia arriba que le llevaría hasta la superficie, fuera ésta tierra firme o marina. En caso contrario operaría justo a la inversa, haciendo que la máquina del tiempo descendiera sobre su cota inicial hasta posarse suavemente en la superficie del terreno cretácico o cenozoico. Para la vuelta no habría ningún problema, puesto que las coordenadas iniciales en las tres dimensiones espaciales se mantendrían.

Yo, he de confesarlo, no llegué a entender esto demasiado bien, pero di por buena su explicación; ¿qué otra cosa podía hacer?

Poco es lo que queda ya por contar de esa reunión, en la que, yo todavía no lo sabía, sería la última vez que vería a mi amigo. Según me dijo tenía previsto realizar su primer viaje una semana más tarde, tras resolver algunos detalles que todavía tenía pendientes.

Por último me invitó a ser testigo de su proeza; no a acompañarle en el viaje, algo que yo tampoco hubiera aceptado, lo cual no era posible al ser el aparato monoplaza, pero sí a estar presente cuando lo hiciera. Según dijo, con independencia del tiempo que él permaneciera en el pasado para mí sería un lapso imperceptible, ya que la máquina desaparecería y volvería a aparecer apenas unos segundos después de haberse desvanecido.

Me hubiera gustado asistir, esa es la verdad, pero no me resultó posible hacerlo por culpa de un inoportuno congreso científico que me obligaba a estar fuera de la ciudad durante varios días. Y, claro está, no quise que él lo retrasara por mi culpa, algo que probablemente tampoco habría hecho. Ya me lo contaría con tranquilidad cuando volviera.

Pero no hubo ocasión. Habíamos convenido que esa misma noche me llamaría por teléfono al hotel, con objeto de relatarme, siquiera concisamente, su experiencia, por lo que aguardé impaciente durante varias horas a que sonara el teléfono.

No sonó. Por la mañana, extrañado pero sin estar todavía inquieto, fui yo quien le llamó al móvil, encontrándome con el consabido mensaje de que estaba apagado o fuera de cobertura... lo que tampoco tenía nada de excepcional dado su proverbial despiste. Llamé entonces a su teléfono fijo, con idéntico resultado.

El dichoso congreso me retuvo todavía un par de días más, durante los cuales intenté infructuosamente ponerme en contacto con él, comenzando a ponerme nervioso ante el temor de que quizá pudiera haberle pasado algo.

De vuelta a la ciudad le comuniqué a Laura mis temores, silenciando todo lo relativo al experimento; ella, con su implacable pragmatismo femenino, se encogió de hombros recordándome las continuas extravagancias de Luis, a la par que concluía que ya aparecería.

Pero Laura ignoraba que Luis pretendía retroceder nada menos que sesenta y cinco millones de años en el pasado, aunque si se lo hubiera dicho, algo que estuve tentado de hacer, estoy seguro de que habría soltado una carcajada añadiendo a continuación que yo debía de estar tan loco como él.

Así pues callé, pero en cuanto tuve ocasión me dirigí a casa de mi amigo con el corazón en un puño. Aunque nunca hasta entonces la había utilizado tenía una llave de la misma, a la cual tuve que recurrir tras comprobar que tampoco respondía a mis insistentes timbrazos.

Entré con el alma en vilo, temiéndome lo peor. Pero la casa estaba vacía, sin más muestras de abandono que el desaliño habitual. La recorrí de cabo a rabo tan sólo para comprobar que Luis no estaba allí, y sólo entonces me decidí a bajar al sótano... que también estaba vacío.

Mis peores temores se cumplieron de golpe. La máquina del tiempo había desaparecido, lo que indicaba que por alguna razón Luis no había podido regresar. Una inspección más minuciosa de la casa me confirmó mis sospechas: llevaba varios días sin aparecer por ella, lo que encajaba con la fecha en la que había previsto realizar el experimento.

Profundamente abatido abandoné su domicilio, dirigiéndome en derechura a la comisaría más cercana para denunciar su desaparición... aunque cuidándome mucho de relatar a los policías la historia de su viaje por el tiempo, ya que no era cuestión de que me enviaran directamente a la consulta de un psiquiatra.

Puesto que Luis no tenía familia cercana -ya he dicho que era hijo único, y su madre también había fallecido tiempo atrás- y, por lo que yo sabía, no mantenía ninguna relación con sus escasos parientes, me consideraba obligado a asumir esa penosa responsabilidad.

Por fortuna, en la comisaría me atendieron muy profesionalmente bastándome con decir la verdad, aunque no toda la verdad, para que me creyeran sin hacer demasiadas preguntas, lo que evitó el riesgo de que me pudieran haber pillado en un renuncio. La maquinaria policial puso en marcha sus engranajes... y hasta ahora, puesto que Luis no volvió a aparecer nunca más.

Pasados unos días desde mi denuncia los gestores de sus empresas, que también le habían echado en falta, tomaron las riendas de su búsqueda, lo cual me permitió pasar a un discreto segundo plano mucho más tranquilizador para mí, todavía temeroso de que alguien pudiera sospechar que callaba una parte fundamental de la información y que, de forma tan errónea como lógica, pudiera considerárseme culpable, o cuanto menos cómplice en cierto grado, de su misteriosa desaparición.

Cuando pasó el tiempo hasta Laura se acabó convenciendo de que hablaba en serio, aunque zanjó cualquier posible discusión sobre el tema con una lapidaria sentencia acerca de la “irresponsabilidad” del pobre Luis. Si ella supiera...

El resto es ya de sobra conocido, puesto que la desaparición de Luis acabó pasando a ser de dominio público gracias al revuelo que en su momento organizaron los periódicos amparándose en la relevancia de las empresas de las que él era propietario, aunque no, claro está, por su indiscutible genialidad científica... Así es, por desgracia, la sociedad en la que nos movemos.

Transcurridos los plazos prescritos por la ley Luis fue declarado legalmente muerto, por lo que se procedió a abrir su testamento. Contrastando con su habitual desinterés por todo lo que no fueran sus especulaciones intelectuales, Luis había sido extremadamente riguroso en su redacción, en la que se adivinaba la mano -o las manos- de uno o varios asesores jurídicos, de modo que todo lo relativo a su herencia quedaba atado y bien atado.

En esencia sus propiedades empresariales pasaban a manos de una fundación, de la que por fortuna no fui nombrado miembro, en cuyos estatutos quedaba establecido que sus beneficios deberían ser invertidos en su totalidad en obras culturales y benéficas. Tampoco se olvidó de mí, donándome... todo su legado científico, una pesada carga puesto que literalmente no sabía qué hacer con ello. De hecho, ni siquiera a duras penas lograba entenderlo.

Yo, a su vez, acabé traspasando sus papeles -es un decir, puesto que todo estaba almacenado en soporte informático- a la universidad en la que trabajo, donde supongo que seguirán estando, excepto todo lo relativo a sus estudios sobre los viajes por el tiempo, y no por interés personal sino por el fundado temor a que pudiera caer en manos poco indicadas. Pero durante años me limité a tenerlo guardado a buen recaudo sin atreverme siquiera a abrir un solo archivo.

Finalmente, y por razones circunstanciales que no hacen al caso, me vi obligado a echarles un vistazo de nuevo... encontrándome con una larga carta de Luis, que hasta entonces me había pasado desapercibida, en la que expresaba sus temores -nunca antes lo había hecho- de que el experimento, en el fondo, pudiera llegar a fracasar, dado que existían algunos factores aleatorios que no le había sido posible analizar del todo. Pese a ello, y confiando en que no fueran relevantes, había decidido seguir adelante. Por desgracia, se equivocó.

A continuación explicaba, en términos físicos de difícil comprensión, los flecos que según él quedaban pendientes en su desarrollo teórico, con la esperanza de que, si las cosas fueran mal, pudiera yo investigarlos... vano intento, puesto que como ya he comentado su talla científica era infinitamente superior a la mía.

Pese a todo, lo intenté. Y, por un capricho del azar, tuve la suerte de encontrar la luz allá donde su lúcida mente tan sólo había sido capaz de encontrar tinieblas... cruel paradoja puesto que, de haberlo sabido, habría llegado a la conclusión, meridiana una vez puesta en evidencia, de que los viajes al pasado resultaban ser, en la práctica, virtualmente imposibles... lo que, dicho sea de paso, hubiera permitido que ahora siguiera estando vivo.

Intentaré explicarme, aunque no va a resultar sencillo. El tiempo, según había descubierto Luis, presentaba la peculiaridad de ser elástico. Supongo que esto les resultará extraño, tal como me resultó inicialmente a mí... pero en el fondo tiene su lógica, ya que esa elasticidad es precisamente la que impide que se pudieran mezclar los diferentes momentos históricos permitiendo que el flujo temporal discurra de manera constante y uniforme. En esencia, es algo similar en cierto modo a lo que ocurre con los fotogramas de una película, todos ellos consecutivos y ordenados, pero aislados y sin saltos ni mezclas de ningún tipo entre unos y otros.

Siguiendo con este símil, la citada elasticidad sería la que impediría que el hipotético habitante de un fotograma determinado pudiera saltar a un fotograma anterior, actuando a modo de barrera sobre la que rebotaría éste sin conseguir traspasarla.

Luis, huelga decirlo, había descubierto la manera no de perforar la barrera, lo cual era físicamente imposible, pero sí de deformarla a su antojo dentro de ciertos límites, lo cual resultaba más que suficiente para sus propósitos. Recurriendo de nuevo a otro símil, y salvando las distancias, su plan de acción podía asimilarse al de los practicantes de ese extraño deporte, o lo que sea, consistente en atarse a los pies una larga soga elástica y tirarse al vacío desde lo alto de un puente... tal como he dicho la barrera que separa el presente del pasado o, mejor dicho, de los pasados, no es rígida sino elástica, por lo que admite cierto grado de deformación que, si bien en circunstancias normales resulta ser del todo inapreciable, gracias a su invento era posible estirarla lo suficiente como para poder retroceder momentáneamente en el tiempo.

Era este campo cronoestático, por usar la terminología de Luis para definir lo que yo prosaicamente he llamado barrera, el que le debería haber mantenido a salvo de cualquier posible accidente en el pasado actuando a modo de membrana protectora, y sería el mismo campo el que, al replegarse, le traería de vuelta. Al menos en teoría...

Claro está que estaba también el problema de la energía necesaria para deformarlo, ingente hasta cantidades inconmensurables de haberse tratado de energía normal; pero Luis se las había apañado, y ahí sí que me perdí por completo a la hora de comprenderlo, para aprovecharse de la naturaleza conservativa de lo que él denominaba la cronoenergía; ya se sabe, es como ese chascarrillo, al que tan aficionados suelen ser los profesores de física, según el cual si subimos diez pisos de escaleras y a continuación los bajamos, al ser la energía potencial una energía conservativa, la energía consumida durante el ascenso debería ser la misma que la recuperada al bajar, por lo que el balance energético sería cero y, por lo tanto, no deberíamos sentir el menor cansancio...

Sólo que aquí, siempre según Luis, no habría nada parecido a la entropía ni a pérdidas de energía por rozamiento u otras causas similares, por lo cual el balance real sí sería exactamente cero al igual que en el hipotético caso del movimiento continuo. Y como además la primera etapa del viaje consistía en retroceder en el tiempo, se daba la aparente paradoja -cualquier científico ortodoxo se habría llevado las manos a la cabeza- de que en esta ocasión era el efecto el que precedía a la causa, lo cual era precisamente lo que hacía posible el viaje sin necesidad de aportar un solo julio de energía, ya que era el propio sistema el que la cedía generosamente a la ida para luego recuperarla a la vuelta.

Ésta era también la explicación física de por qué no se podía viajar al futuro, ya que en este casó sí habría sido necesario aportar previamente una cantidad de energía superior al consumo eléctrico de todo el planeta, quizá incluso equivalente a la totalidad de la emitida por el Sol; aunque sin duda resultaba mucho menos filosófica que la de asumir que no era posible visitar algo que todavía no existía... pese a que, en el fondo, ambas argumentaciones venían a resumir un mismo resultado.

Bueno, todo eso estaba muy bien... sobre el papel. Pero, ¿dónde se escondía entonces el fallo?

Como suele ocurrir, fue el clavo por el que se perdió una herradura, por la que se perdió un caballo, etc. O si se prefiere, un ejemplo claro del conocido efecto mariposa, tanto da.

La cuestión, resumiendo hasta unos extremos que hubieran escandalizado al desdichado Luis, fue que él había atribuido a su campo cronoestático una elasticidad absoluta, lo que quería decir que éste se podría estirar, como si fuera una goma, prácticamente hasta el infinito sin correr el riesgo de que se rompiera.

Por desgracia no llegó a tener en cuenta, o descartó por irrelevante, un pequeño factor de sus ecuaciones de magnitud ciertamente infinitesimal, pero en modo alguno despreciable. Esta incómoda chinita era la que se empeñaba en impedir que la elasticidad del campo cronoestático fuera matemáticamente completa, aunque en la práctica cualquier científico experimental también la hubiera ignorado... aunque a la hora de la verdad demostró su verdadera importancia, ignoro si de forma inapelable o si, por el contrario, se trató tan sólo de un caso de increíble mala suerte.

Lo que sucedió, en definitiva, fue que ese dichoso factor, actuando a modo de minúscula griega, provocó un desgarro en el campo cronoestático que, sometido a la ingente tensión de sesenta y cinco millones de años tirando de él, acabó rompiéndose al igual que lo hace una goma elástica estirada más allá de su capacidad de resistencia.

Ese fue el fin de Luis y de su endeble aparato. Pero no sólo ocurrió eso. Fue mucho más, y he aquí lo más espeluznante de mi descubrimiento. Cuando el campo cronoestático se rompió, no sólo quedó cortado el delgado cordón umbilical que mantenía unido a mi amigo con el presente. También ocurrió que toda esa ingente cantidad de energía acumulada -por mucho que Luis la hubiera denominado cronoenergía no dejaba de serlo-, la misma que debería haberle devuelto a casa, fue liberada de golpe sobre la Tierra de finales del Cretácico.

No fueron ni un asteroide ni un cometa, caídos sobre nuestro planeta, quienes acabaron con los dinosaurios. Tengo la certeza de que fue Luis o, mejor dicho, la energía liberada por su experimento, la verdadera causa de esta catástrofe que marcaría a nuestro planeta para siempre.


Publicado el 1-1-2013