Que parezca un accidente...



En las vastas y desoladas regiones de Laponia septentrional se había decretado luto nacional. Papá Noel, el veterano amigo de los niños, había fallecido de forma inesperada víctima de un mortal accidente cuando se aprestaba a iniciar su tradicional campaña navideña.

La capilla ardiente, levantada en el amplio salón central de la residencia boreal del fallecido, rebosaba de personalidades venidas expresamente, desde todos los rincones del planeta, hasta ese remoto rincón del globo para dar su último adiós al popular personaje. Entre la pléyade de monarcas, jefes de gobierno, altos cargos militares, actores y cantantes famosos, representantes de las principales confesiones religiosas y magnates económicos, las figuras de los tres Reyes Magos, seculares rivales del difunto pasaban casi desapercibidas a pesar de lo vistoso de sus ropajes. Tras rendir su silencioso homenaje al yacente y dar el pésame a sus consternados colaboradores, los Magos abandonaron discretamente el recinto; también ellos tenían mucho trabajo pendiente, razón que arguyeron para justificar su prematura marcha sin esperar al funeral ni al entierro.

Afuera, soportando con estoicismo las gélidas temperaturas -evidentemente estaban poco acostumbrados a tan inhóspito clima-, les aguardaban sus ateridos pajes, embutidos en gruesos forros polares de los que sobresalían cómicamente sus llamativos tocados. En aras de la rapidez, eso sí, habían decidido prescindir de los tradicionales camellos, sustituidos en esta ocasión por un moderno helicóptero.

Entre los pajes se encontraba un hombre de mediana estatura y hermético aspecto, vestido con un impecable terno de color negro y tocado con sombrero y gafas de sol de idéntico color. Éste se adelantó al ver llegar a los monarcas y, arrodillándose ante Melchor, le besó respetuosamente la mano.

-Luiggi, mi querido Luiggi... -le recibió éste paternalmente- Dile a tu padrino que le estoy muy agradecido por su ayuda, y que realizaste nuestro encargo a la perfección; todo el mundo está convencido de que se trató de un accidente fortuito. Y ahora es mejor que te vayas, no es conveniente que te vean rondando por aquí.

Obedeció el interpelado y, tras despedirse de los tres compañeros, se escabulló hacia un mototrineo que tenía aparcado al cobijo de unos abetos cercanos. Melchor, por su parte, se volvió hacia sus compañeros con aspecto satisfecho y les dijo:

-¿Veis cómo yo tenía razón? Ya os dije que podíamos confiar en los sicilianos siempre que hubiera por medio una tradición en peligro; como habéis podido comprobar, son extremadamente respetuosos con todo aquello que han heredado de sus antepasados.


Publicado el 2-2-2007 en NGC 3660