La última historia de amor



La última mujer viva sobre la Tierra se sentía eufórica por vez primera -¿cuántos años habían pasado ya?- desde que se desatara la pesadilla que había exterminado a la humanidad, dejándola reducida a un puñado de aterrorizados supervivientes que, en la mayor parte de las ocasiones, habían acabado sumidos en salvajes y fraticidas luchas en lugar de cooperar entre ellos intentando salvar siquiera algunos rescoldos de la extinta civilización.

Ella misma, todavía más amenazada si cabe por razón de su sexo, se había visto obligada a matar con sus propias manos a dos o tres -no recordaba el número exacto- pobres infelices que, embrutecidos hasta perder hasta el último vestigio de humanidad, habían intentado sobrepasarse más de lo tolerable. No obstante, era consciente de que en el fondo eran tan víctimas como ella, como todo el doliente puñado de hambrientos -en todos los sentidos- e involuntarios robinsones que bastante tenían con aferrarse a la vida en un mundo que repentinamente se les había vuelto hostil, y para el cual no se encontraban en modo alguno preparados.

En todos los casos se había tratado de legítima defensa propia, o al menos eso creía, aunque lo cierto era que el pánico le había acabado convirtiendo, como a todos los demás, en poco más que una fiera salvaje capaz a duras penas de razonar y movida únicamente a impulsos de sus instintos más atávicos: comer, matar antes de ser matado y poco más, en un entorno en el que nunca se sabía si se podría volver a contemplar un nuevo amanecer.

Pero eso había ocurrido hacía ya mucho, y pasados los iniciales momentos de pánico lo que deseaba por encima de todo era recobrar la compañía de sus semejantes... gente como ella, ansiosa por rehacer en lo posible su vida huyendo del caos y de la ley de la selva que se habían visto obligados a padecer. Confiaba en que los supervivientes de la cruel ordalía hubieran experimentado idéntica evolución, de modo que una vez dejado atrás el frenesí de la locura colectiva, pudieran reagruparse de forma civilizada y pacífica, rehaciendo los lazos sociales durante tanto tiempo rotos en un intento de recuperar siquiera un atisbo del mundo anterior a la catástrofe, esa catástrofe que se llevó por delante cuanto se interpuso en su camino incluyendo varios milenios de esforzada civilización. Al fin y al cabo eran personas, no animales.

Y por encima de todo, deseaba encontrar un compañero al que poder amar y con el que poder olvidar tan tenebroso episodio de su vida.

Por desgracia, la fortuna se le había mostrado tanto más esquiva cuanto mayor era su ansiedad, ya que los cada vez más escasos supervivientes -los años de penurias habían causado auténticos estragos- o estaban embrutecidos de forma irreversible, o se encontraban fuera por completo de su limitado alcance.

Hasta que un día, cuando ya había perdido toda esperanza, logró encontrar de forma fortuita al que quizá fuera, excluyendo esos despojos que poco o nada tenían ya de humanos, el último hombre vivo sobre la Tierra. Era relativamente joven, la chispa de la inteligencia brillaba en su inquieta mirada y también estaba necesitado de compañía y ayuda. Así pues, tras los inevitables recelos iniciales acabarían por congeniar.

Durante algún tiempo su relación fue de camaradería, pura solidaridad entre dos almas solitarias milagrosamente salvadas del naufragio que se había llevado consigo, en cuerpo o en alma, al resto de sus congéneres. Pero llegó un momento en el que ella comenzó a sentir en su seno un impulso que ya creía olvidado. Y a partir de entonces, comenzó a mirar a su compañero con otros ojos.

Él, a diferencia de sus anteriores y traumáticas experiencias, la había respetado escrupulosamente, siempre atento, siempre cariñoso pero nunca brutal. Ella, tras verse libre del temor de ser arrastrada por el más brutal de los instintos, intentó encauzar su relación por las vías de un romanticismo a todas luces trasnochado, pero quizá todavía útil en tan inhóspitas circunstancias. Y de este modo, casi sin esfuerzo, logró pasar del deseo al amor.

Él, sin embargo, se seguía mostrando esquivo. Ella intentó convencerle entonces de la responsabilidad de perpetuar la especie que había recaído sobre ambos, en un heroico intento por evitar que la larga y fecunda herencia de la estirpe humana se viera obligada a bajar el telón por postrera vez una vez que ellos dos, los últimos e involuntarios actores del gran drama de la historia, hicieran mutis por el foro de forma definitiva.

Pero a pesar de la insistencia de ella, él seguía negándose a aceptar lo inevitable esgrimiendo para ello excusas de todo tipo, de las cuales el hecho de legar a sus hijos un mundo tan similar al infierno bíblico era, si no la única, sí la principal. Ella se armó de paciencia, desplegó todas sus olvidadas artes de seducción y, una vez convencida de que su estrategia no daba resultado, intentó convencerlo con argumentos plausibles, no en vano en los viejos tiempos la habían considerado una intelectual. Entendía que no la encontrara demasiado atractiva ni, quizá, tampoco demasiado joven, pero él también distaba mucho de asemejarse a su ideal de Príncipe Azul... amén de que, en las condiciones en que se encontraban, tampoco se podían permitir el lujo de ser demasiado exigentes.

Ante su hosco silencio, ella acabaría por exigirle explicaciones sobre su tenaz negativa, conminándole de forma perentoria a romper su mutismo. Y él finalmente habló, por vez primera y probablemente última:

-Yo... -logró tartamudear al fin, apenas con un hilo de voz- es que yo soy gay.


Publicado el 21-12-2008 en NGC 3660