Los Hombres de Blanco



Juan E. era escritor... todo lo escritor que se podía ser en España sin un golpe de suerte sabiendo escribir, o sin tener un nombre previamente famoso, no siendo imprescindible en este caso la premisa anterior. Escritor aficionado, se entiende, lo que significaba no sólo no poder vivir de la pluma -o del teclado del ordenador-, sino también no ganar un solo céntimo con sus obras... y gracias a que de vez en cuando conseguía satisfacer su vanidad de autor publicando algún relato, por amor al arte evidentemente, en modestas páginas de internet. También lo hacía en su propia página personal, por supuesto, pero eso no contaba demasiado puesto que las visitas y descargas que tenía eran mínimas.

Pero ésta era su afición, la que le permitía evadirse del monótono ambiente de su trabajo y del no menos monótono entorno social que le envolvía, y con ello le bastaba por más que todavía le quedara el prurito, muy amortiguado ya por el implacable paso de los años, de no haberse podido convertir siquiera en un autor conocido, ya que no famoso.

Por si fuera poco los géneros que abordaba, principalmente ciencia ficción y determinadas variantes de la fantasía ajenas todas ellas a las tendencias mayoritarias en boga, tampoco se podía decir que ayudaran demasiado a proporcionarle lectores, algo que a esas alturas tampoco le preocupaba demasiado.

Por esa razón, le sorprendió sobremanera recibir una visita relacionada con su actividad literaria... en su propio domicilio, algo todavía más insólito teniendo en cuenta su anonimato y su extremo cuidado en evitar dar en la red más información sobre su persona que la estrictamente imprescindible.

Los visitantes eran dos, y ambos podrían haber pasado perfectamente por hermanos gemelos. Corpulentos pero esbeltos, de aspecto hierático y estrafalariamente vestidos de blanco: traje blanco, con chaleco incluido del mismo color; camisa blanca, camisa blanca, sombrero blanco y hasta zapatos y calcetines blancos. Parecía además como si sus propios cuerpos se hubieran contagiado de la tonalidad alba de su indumentaria, con la tez y las manos de aspecto níveo y los cuidadosamente peinados cabellos de un impoluto color marfil. Tan sólo los ojos, gris acerado, desentonaban vivamente de la nívea paleta cromática.

Muy educadamente preguntaron por él y, una vez se hubo identificado, le solicitaron permiso para entregarle un mensaje de interés, mostrando patentes deseos de entrar en su casa. Perplejo accedió a regañadientes a su insólita petición, conduciéndoles al salón de su pequeño y desordenado piso de soltero.

Una vez estuvieron los tres acomodados en torno a la mesita, él en su sillón y los visitantes estirados como palos en sendas sillas, les invitó a comunicarle el mensaje.

-Señor E., conocemos su actividad literaria, y hemos venido a hablarle de ella -explicó uno de ellos.

Juan E. sintió que el corazón le daba un salto en el pecho. ¿Sería posible que finalmente se produjera el milagro? Pero por otro lado, no ignoraba que los métodos utilizados por las editoriales para captar autores noveles distaban mucho del de la extraña pareja.

-Yo... -balbuceó confuso, presa de sentimientos antagónicos de euforia y temor-. Yo sólo soy un modesto escritor aficionado...

-Lo sabemos -respondió su interlocutor-. Pero hemos estudiado su página con interés. Con bastante interés -precisó.

-Pues ustedes dirán... estoy a su disposición.

-En realidad nuestro interés se centra en una parte muy concreta de su producción literaria -puntualizó el segundo visitante-. En concreto, la que usted denomina Crónicas celestiales.

-¡Ah, esa! -sonrió Juan E. al tiempo que se relajaba interiormente-. Precisamente es una de mis favoritas. Se trata de una sección humorística bastante...

-Nosotros no le encontramos el humor por ningún lado -le interrumpió con brutalidad el que había hablado el primero.

-¿Perdón? -tras el inesperado jarro de agua fría, Juan E. sintió cómo una irritación sorda comenzaba a invadirle.

-El motivo de esta visita es manifestarle nuestro profundo malestar por la forma tan irreverente con la que trata usted a algo tan sagrado como son Dios y los santos -terció el otro.

-Perdónenme -repitió el ya francamente molesto anfitrión-. Pero sigo sin entenderles. Admito que mis cuentos no les puedan gustar, al fin y al cabo esto es algo del todo normal; pero era de todo punto innecesario que vinieran hasta mi casa para decírmelo. A mí tampoco me gustan muchas cosas, y me aguanto.

-No hemos venido a reprocharle nada, hemos venido a pedirle que retire sus cuentos de internet -fue la desconcertante respuesta de uno de ellos-. Y cuanto antes, mejor. Aunque es cierto que tienen muy pocas visitas, más vale asegurarse cuanto antes, ya que con las cosas de la red nunca se sabe.

-¿Quéeeee? ¿Qué quieren que quite mis cuentos? ¿Pero quienes se han creído que son ustedes? ¿La Inquisición?

-Evidentemente no somos la Inquisición, ya que como es sabido esta institución quedó extinguida hace ya mucho tiempo -a esas alturas a Juan E. le resultaba difícil distinguir entre uno y otro de los dos visitantes-. Pero, por decirlo de algún modo, velamos por evitar cualquier tipo de blasfemia o de irreverencia hacia las cosas santas.

-Óiganme ustedes -los ojos del escritor echaban chispas-. Ni sé quienes son, ni me importa lo más mínimo. Lo que sí sé es que han venido a mi casa intentando coaccionarme, algo que no estoy en modo alguno dispuesto a tolerar. Que yo sepa los cristianos, a diferencia de otras religiones, somos libres de opinar según nos parezca sobre temas relativos a nuestras creencias, sin que corramos el riesgo de que nos pongan una bomba o nos corten la cabeza... y estamos en el siglo XXI, no en la Edad Media.

-Precisamente por eso es por lo que hemos venido a pedírselo... por las buenas -pese al monumental enfado de Juan E. los visitantes no habían perdido ni un ápice de su flema.

-¿Y si yo me niego? -respondió mordaz- ¿Me van a excomulgar? ¿O a amenazar con los fuegos del infierno? Sepan, señores, que yo no soy creyente ni por asomo, así que difícilmente me van a asustar con esos cuentos de viejas. Además -remachó-, me trae al fresco su opinión.

-Hace usted mal persistiendo en su incredulidad -porfió uno de ellos-. El Cielo existe, y Dios nuestro Señor, también.

-¿Cómo, me van a venir a sermonear en mi propia casa? Señores, esto no se lo pienso consentir. Por cierto, ¿a qué secta pertenecen?

-A ninguna. Venimos de...

-No me digan más -le interrumpió-; ustedes son dos ángeles que han bajado directamente del cielo para advertirme que no sea malo; por cierto, ¿dónde han dejado las alas? Aunque, la verdad, no acabo de entender que un escritor aficionado tan insignificante como yo haya merecido el importante honor de llamarles la atención con mis modestos relatos.

-Insiste usted en seguir burlándose de las cosas celestiales... sin saber que está jugando con fuego.

-Sí, el infernal. Por cierto, ¿qué tal le van las cosas a Pedro Botero?

-Está visto que es usted incorregible, y mucho nos tememos que también irrecuperable. Está bien, ya ha sido advertido. Si sigue empeñado en persistir en su error, usted será el único responsable de las consecuencias que su obstinación le pueda acarrear. Todavía está a tiempo de rectificar si no de corregirse, pero tenga en cuenta que éste será el último aviso que reciba.

-Señores, ya está bien de bromas. Hace muchos años que dejé de ir a misa, y les aseguro que no tengo la menor intención de cambiar de hábitos. Así pues, les ruego que se vayan con sus monsergas y me dejen en paz -exclamó Juan E. poniéndose en pie y mostrando inequívocamente su deseo de echarlos.

Y se fueron... pero no por la puerta. Simplemente se desvanecieron, quedando como único rastro de su presencia una tenue e intensa fragancia.

Apenas se hubo recuperado de la sorpresa, Juan E. se apresuró a borrar de su página personal los polémicos cuentos. Ciertamente seguía siendo igual de escéptico en todo lo relacionado a los temas religiosos, y tendía a pensar que todo lo ocurrido no había sido sino una broma pesada; pero... por si acaso.


Publicado el 3-10-2014