La horma de su zapato



José D. era un donjuán, un conquistador, un golfo o un crápula, según opiniones. Y aunque no consta en los anales de su vida que llegara a seducir a ninguna novicia en ciernes de profesar -entre otras razones porque no abundaban- ni a ninguna novia en vísperas de su boda, sí contaba con un amplio y contrastado historial amatorio en el que el la edad, la belleza, el estado civil o el estatus económico y social de sus conquistas no pasaban de ser simples detalles secundarios. Dicho con otras palabras, era un ligón de amplio espectro y escrúpulos más que relajados. Por supuesto, se mantenía soltero contra viento y marea.

Como cabe suponer, su indiferencia moral era absoluta. Y no sólo frente a los mandamientos sexto y noveno, sino ante la religión en general. En realidad no era ateo, ni tan siquiera agnóstico, sino tan sólo un pasota. Es decir, le traía completamente sin cuidado todo cuanto pudiera tener que ver con el Más Allá o la posible vida después de la muerte, con su correspondiente equilibrio de premios y castigos.

“Si me muero y resulta que, pese a toda lógica, existen el cielo y el infierno -comentaba burlón-, estoy convencido de que acabaré de cabeza en este último, algo que no sólo no me preocupa lo más mínimo sino que agradeceré infinito, ya que no me imagino nada más aburrido y tedioso que vegetar el cielo tal como nos lo pintan. Prefiero mil veces el infierno, donde sin duda podría conocer a toda la gente divertida y juerguista que ha existido desde que el mundo es mundo”.

Pasaron los años y a José D. le llegó finalmente su hora, en un momento y en unas circunstancias que resultan del todo irrelevantes para este relato. Y resultó que, pese a lo que él creyera, sí resultaron existir el cielo y el infierno, no sorprendiéndole lo más mínimo que, tal como él mismo predijera, fuera sentenciado al castigo eterno.

Una vez llegado al infierno, descubrió con sorpresa que los castigos estaban personalizados en función de los pecados cometidos por cada uno de los condenados; y en su caso, dado que la mayoría de ellos habían tenido que ver con la concupiscencia y las tentaciones de la carne, la sentencia fue tajante: el castigo otorgado a José D. fue el de seguir manteniendo durante toda la eternidad la misma relación con el sexo opuesto que había marcado su vida mortal.

A punto estuvo el reo de soltar una exclamación de extrema alegría, viendo que también se cumplía la segunda parte de su desenfadado pronóstico, cuando el severo juez infernal añadió:

“Pero con todas ellas de manera simultánea, y sin interrupciones de ningún tipo”.


Publicado el 17-5-2017