Mensajes del Más Allá



Luis P. era una persona completamente normal, si por normal podía considerarse a alguien con marcadas inquietudes culturales, alguien que leía libros por placer, oía música clásica con asiduidad o visitaba museos y exposiciones siempre que tenía ocasión de ello. Frisando la cuarentena se mantenía soltero, más por pragmatismo que por convicción, y vivía solo más por necesidad -su familiar más cercano residía a 300 kilómetros de distancia-. que por elección propia.

Su trabajo de funcionario le permitía, asimismo, contemplar con tranquilidad el porvenir, al tiempo que le dejaba disponer del suficiente tiempo libre para satisfacer todas sus necesidades de ocio. Y como era razonablemente austero en sus gastos y relativamente sencillo en sus gustos, se podía permitir el lujo de vivir aceptablemente bien.

Cuando Luis P. se preguntaba, cosa que hacía bastante a menudo, si él era una persona feliz, la inevitable respuesta era que feliz, lo que se dice feliz, probablemente no, pero satisfecho sí. Echaba de menos, por supuesto, una compañera que compartiera con él su vida, pero tenía bien claro, con una clarividencia que no resultaba nada frecuente, que para lanzarse a la aventura del matrimonio tendría que estar previamente muy convencido, antes de dar tan irreversible paso, de haber encontrado realmente a la persona adecuada. Hablando en plata, hacía suya la máxima que afirmaba que más valía estar solo que mal acompañado. Por lo demás su vida era tranquila y sin estridencias, lo cual era ya bastante comparado con el azaroso vivir del común de los mortales.

No obstante su nivel de satisfacción, en la vida de Luis P. existían varias pequeñas frustraciones. No, no se trataba de que le hubiera gustado ser más delgado, más alto o menos calvo; a esas alturas, todo eso le parecía irrelevante. Tampoco echaba de menos tener más dinero, aunque ciertamente no le habría hecho ascos a un buen premio gordo de la lotería; mas no por deseos de ser rico, sino tan sólo para liberarse de la maldición bíblica del trabajo.

En realidad, las frustraciones de Luis P. eran mucho más abstractas. Él siempre había anhelado ser artista, pero su ineptitud total y absoluta hacia todo aquello que precisara de la menor habilidad manual le había impedido seguir por los caminos del arte. Si ya en el colegio suspendía sistemáticamente el dibujo y los trabajos manuales, ¿cómo plantearse siquiera ser pintor o escultor?

Claro está que también existían otras artes menos precisadas de las manos, como ocurría con la literatura o la música. Luis P. había intentado hacer sus pinitos en la primera de ellas, pero sus esfuerzos no habían dado más frutos que una magra colección de pequeños relatos y poesías que dormían merecidamente el sueño de los justos sumidos en las oscuras profundidades de un cajón. Bueno, en honor a la verdad hay que decir que también estaban las cartas al director que Luis P. acostumbraba a enviar, con relativa frecuencia, al diario que leía habitualmente, de todas las cuales tan sólo una mínima parte habían logrado el honor de ser publicadas.

Quedaba la música, que en realidad era su afición favorita. Melómano impenitente, y poseedor de una discoteca que abarcaba varios cientos de discos compactos, Luis P. era un verdadero entendido en el arte de Euterpe, aunque exclusivamente a nivel de espectador, ya que su formación musical -cosa de los antiguos planes de estudios- era literalmente nula. Consciente de su carencia, ya de adulto intentó cubrirla aprendiendo siquiera unos rudimentos de solfeo, descubriendo con desolación, tan sólo unos meses después, que ya era demasiado tarde. En consecuencia, Luis P. era absolutamente incapaz de leer una sola nota en un pentagrama, por más que conociera de memoria lo más granado de toda la producción musical existente en el repertorio discográfico.

Y era una lástima, puesto que de haber podido disfrutar en su momento de una adecuada formación musical, a Luis P. le habría encantado poderse ganar la vida como músico. Siempre que asistía a un concierto admiraba a los profesores de la orquesta con un sentimiento rayano en la envidia, sabedor como era de que él jamás podría emularlos. Aunque en el fondo a él le habría gustado ser, por encima de todo, no un simple músico, sino un compositor. Eso sí, compositor de música tonal ya que, huelga decirlo, abominaba de todo cuanto sonara, tal como él afirmaba textualmente, a “concierto para cacerola y batería de cocina”.

En cualquier caso, Luis P. se había resignado a poder disfrutar de la música tan sólo en calidad de mero espectador, lo cual no era precisamente poco con independencia de que hasta el más sencillo pentagrama le resultara tan indescifrable como un manuscrito chino. Y disfrutaba de ello.

Una noche le ocurrió algo curioso. Luis P. había tenido problemas para conciliar el sueño, y se encontraba sumido en ese peculiar estado intermedio entre éste y la vigilia. Su mente estaba despierta, pero su voluntad no controlaba el flujo de los pensamientos dejando que éstos se desbordaran libremente. De pronto, unas notas musicales vinieron a su cabeza. Sonaban a música clásica, por supuesto, pero -y de esto estaba completamente seguro- no correspondían a ninguna otra obra que él conociera. Y lo sorprendente del caso, es que era perfectamente capaz de desarrollar mentalmente la melodía con una facilidad absoluta.

¡Vaya! -se dijo divertido-. Si ahora va a resultar que soy músico sin saberlo”.

Y se durmió.

A la mañana siguiente, cosa curiosa, recordaba perfectamente el episodio. Por supuesto habría sido incapaz de repetir una sola nota de aquéllas que horas antes fluían con tanta facilidad de su mente, pero era consciente de lo que le había ocurrido. Le hizo gracia, y lo olvidó de inmediato zambulléndose en el frenesí de sus actividades cotidianas.

Durante una semana no ocurrió en su vida nada especialmente relevante, pero una noche sucedió de nuevo. No podría decir si la melodía recordada en esta segunda ocasión era o no era la misma que la anterior, pero de lo que no le cabía la menor duda era que se trataba de una composición completamente original... y buena, francamente buena.

Esa vez cambió de estrategia, intentando mantenerse en el estado de duermevela que tan fructífero le estaba resultando; pero a la larga, lo único que consiguió fue sumirse en un desagradable insomnio. En cuanto a la música, ésta se desvaneció, tan bruscamente como apareciera, al cabo de tan sólo unos cuantos minutos.

Malhumorado por partida doble, tanto por no haber podido pegar ojo en toda la noche, como por escapársele el estado de aparente inspiración, Luis P. decidió desentenderse de tan escurridizo fenómeno. Y lo intentó, aunque periódicamente éste venía a despertarlo de nuevo con la precisión de un reloj para, tras desgranar unas melodiosas notas, desaparecer tal como había venido, dejando que nuestro personaje se durmiera como un bendito.

Dicen que el hombre es capaz de adaptarse hasta a las circunstancias más extrañas, siempre que éstas se repitan lo suficiente para que acaben formando parte de sus marcos habituales de referencia. Bien, algo de verdad debía de haber en ello, puesto que Luis P. acabó aceptando con toda naturalidad su ya cotidiana serenata nocturna; e incluso disfrutaba con ella. Según comprobó, se trataba siempre de las mismas notas y, lo que era más importante, casi sin darse cuenta comenzó a memorizarlas. Tanto era así, que al cabo de cierto tiempo era perfectamente capaz de silbarlas a cualquier hora del día. Su familiaridad con ellas era tal, que habría podido transcribirlas sin la menor dificultad a un pentagrama... de haber sabido hacerlo.

Bien, eso podría tener solución. Existían personas, la más famosa de las cuales había sido el propio Charles Chaplin, que, a pesar de estar dotados de una gran intuición musical, eran incapaces de llevar a una partitura las melodías que se gestaban en sus mentes. Éstos eran conocidos en el mundillo musical con el despectivo nombre de los silbadores, y habían resuelto su problema silbando literalmente sus composiciones a otros músicos más capacitados que ellos para recogerlas en el papel pautado.

Sí, realmente le habría resultado bastante fácil grabar sus silbidos en una cinta magnetofónica; pero era algo que le hacía sentirse ridículo. Así pues, optó por una fórmula equivalente que se le antojó mucho más elegante: descargó un programa de ordenador que emulaba a un órgano electrónico y procedió a grabar trabajosamente esas dichosas notas que tanto le obsesionaban. Debido a su inexperiencia el trabajo le resultó ímprobo y sumamente tedioso, pero finalmente, tras infinidad de ensayos y con la ayuda de una rústica notación musical de su invención -una tecla, un número-, logró ver culminados sus esfuerzos.

Tras escuchar una y otra vez el resultado final de su trabajo, llegó al convencimiento de que la melodía tan trabajosamente grabada era, efectivamente, aquélla que se había acostumbrado a oír noche tras noche. La trascripción era tosca, por supuesto, y se limitaba a recoger una simple sucesión de notas, por lo que distaba mucho de ser una composición verdadera al carecer de armonía y ritmo, por no hablar ya de escalas, tonalidades u orquestación; pero pese a ello, no dejaba de ser bastante fiel a sus recuerdos teniendo en cuenta lo limitado de sus posibilidades.

Acto seguido procedió a dársela a conocer a un amigo suyo que era profesor de música. Evidentemente no le reveló el origen real de su inspiración, limitándose a explicarle que era una melodía que le había venido a la cabeza. Su amigo atendió la petición sin demasiado entusiasmo y probablemente, de no haberse encontrado frente a un compromiso, no habría aceptado; pero tras oír tres o cuatro veces, primero con escepticismo, y posteriormente con un detenimiento cada vez mayor, los cerca de diez minutos que duraba la obra de Luis P., su interés era ya tan evidente que incluso acabó sorprendiendo al propio autor.

-Es curioso -musitó pensativo el músico-. Yo juraría que esto me suena a Mozart; pero nunca lo había oído antes. ¿Estás seguro de que lo has compuesto tú? No, no me interpretes mal -se corrigió al ver el ceño que comenzaba a fruncir su anfitrión-; no pretendo acusarte de haberlo copiado. Pero a veces la memoria juega malas pasadas; oyes una obra, aparentemente la olvidas, y cuando tiempo después vuelves a recordarla, jurarías por lo más sagrado que es la primera vez que la escuchas. Créeme que a mí me ha pasado a menudo.

-Bueno, yo... -protestó, pese a todo, el confundido Luis- yo creo que esto no lo había oído antes.

-Eso será bastante fácil de comprobar -respondió su amigo al tiempo que exhibía una inocente sonrisa con la que pretendía ganarse su confianza-. Claro esta que antes tendré que arreglarlo un poco; tú te has limitado a desgranar una secuencia de notas, pero aquí falta todo lo demás, que no es poco. Ya sabes; la tonalidad, el compás, el tempo...

Varios días más tarde volvieron a reunirse ambos. El músico llevaba consigo una memoria USB, y en su rostro se adivinaba una expresión mezcla de impaciencia y satisfacción.

-¿Sabías -le dijo a modo de saludo- que tu música ha resultado ser mucho más interesante de lo que yo esperaba? Por cierto, ¿dónde tienes el ordenador?

-A ver qué te parece ahora -continuó una vez que el equipo comenzó a reproducir la grabación-. Evidentemente no está hecho con una orquesta, sino con un simple sintetizador; pero a pesar de todo, creo que ha quedado bastante bien.

Era su música, de eso no cabía ninguna duda, pero mucho más completa. Realmente, su amigo había hecho una buena labor.

-Tuve que improvisar prácticamente todo -se excusó éste-, ya que lo que me diste no podía ser más básico. Y yo no soy compositor, sino tan sólo un simple profesor de piano. Pero bueno, conozco bastante bien la música de Mozart y no me resultó demasiado difícil aplicarle sus principales pautas. Y el resultado fue éste. ¡Pero hombre, di algo, no te quedes callado como un pasmarote!

-Yo...

-Dime, ¿cómo has sido capaz de hacerlo? Te juro que me tienes completamente intrigado. Careces de la menor formación musical, pero de buenas a primeras has conseguido imitar la música de Mozart. Chico, lo tuyo es de concurso.

Luis P. procedió entonces a contarle el resto de la historia que hasta entonces mantuviera oculto, haciendo especial hincapié en el carácter nocturno y recurrente de su peculiar inspiración.

-No, si ahora va a resultar que tienes poderes de médium -se burló de él- y que te codeas con los espíritus de los grandes maestros.

-No te lo tomes a guasa. Te juro que yo soy el primer sorprendido. Por cierto... -se interrumpió.

-¿Qué?

-Pues que acabo de caer en la cuenta de que ya no oigo esa dichosa música.

-¿Cómo dices? ¿Desde cuándo es eso?

-No lo sé con exactitud -respondió atribulado-. Desde hace unos días, quizá desde que te pasé la grabación. Pero no estoy seguro de ello.

-No importa. El caso es que este tema me tiene intrigado. Suena a Mozart, pero no es Mozart; no al menos nada que yo conozca. Aunque podría tratarse de algo compuesto por un autor menor contemporáneo suyo. Lo siento, pero entre la hipótesis del trance astral y la de un recuerdo olvidado que aflora en tu memoria, me sigo quedando con la segunda. ¿Sabes qué vamos a hacer? Conozco a una persona que es experta en la música de esa época. Le voy a pasar una partitura, a ver qué le parece. Por cierto, quédate con esto -concluyó, ofreciéndole una hoja que había sacado de la cartera-. Es una copia de tu partitura; supuse que te gustaría tenerla.

Transcurrió cerca de un mes antes de que Luis P. volviera a tener noticias de su música. Una tarde su amigo le llamó por teléfono, manifestándole su deseo de hablar con él. Se le notaba excitado y, sobre todo, impaciente.

-¿Qué ocurre? -le preguntó.

-Prefiero decírtelo personalmente -fue su escueta respuesta-. Lo que sí te anticipo, es que tu música podría ser algo bastante más importante de lo que sospechábamos.

Media hora más tarde, un perplejo Luis P. era recibido en casa de su amigo, ya que éste se había negado en redondo a citarse con él en cualquier otro lugar.

-Realmente, cada vez me tienes más sorprendido -le explicó éste-. Cuando mostré la partitura al musicólogo del que te hablé, éste no dudó un momento en identificarla como característica de Mozart; aunque me confirmó que no tenía nada que ver con ninguna de sus obras conocidas. Y te aseguro que si él lo dice, es que es así.

-No lo entiendo.

-Yo tampoco. Pero no es esto lo más sorprendente. ¿Sabías que Mozart no llegó a terminar su Réquiem, que tuvo que ser terminado por su discípulo Süsmayer?

-Algo había oído.

-Bien, pues agárrate. Hace muy poco tiempo, apenas unos meses, fueron encontrados en Viena unos documentos pertenecientes al bueno de Wolfgang Amadeus. Allí había un poco de todo, desde facturas hasta cartas personales; en realidad, nada que mereciera mucho la pena. Pero también había algunas partituras, reutilizadas para escribir por el dorso, que parecen corresponder a fragmentos del Réquiem que no llegaron a ser incorporados a la versión definitiva. Lo más probable es que se tratara de esbozos desechados, que se salvaron de la destrucción sabe Dios por qué; y de lo que no cabe la menor duda, es que estos documentos han permanecido en paradero desconocido desde la muerte de Mozart hasta ahora. Doscientos años largos, nada menos.

-¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

-Mucho. Cuando le enseñé tu partitura, frunció el ceño desde el mismo momento en que comenzó a leer las primeras notas. ¡Tenías que haber visto su cara! No habría leído más allá de unos cuantos compases, cuando abrió una caja fuerte; sí, has oído bien, una caja fuerte, y sacó de ella una segunda partitura, que comparó con la primera.

-Lo siento, pero sigo sin ver la relación.

-Déjame terminar. Tal como tuve ocasión de comprobar personalmente minutos más tarde, su sorpresa estaba más que justificada; ¡ambas composiciones eran prácticamente iguales! La tuya y la de la obra inédita de Mozart que antes te comentaba, concretamente el fragmento final del Lacrymosa.

-No...

-Sí. Mi amigo había recibido confidencialmente una copia de las partituras para estudiarlas, y él era el único, junto con el propio descubridor, que sabía de su existencia. Imagínate la cara que puso. Lo primero que pensó fue que se trataba de una filtración, lo cual le hizo montar en cólera. Según me dijo, tanto su corresponsal austríaco como él deseaban evitar por encima de todo que se montaran numeritos como el de la famosa Décima Sinfonía de Beethoven. De hecho, ambos habían decidido guardar un silencio absoluto, sin comunicar el descubrimiento a nadie más hasta que hubieran concluido el análisis de las partituras.

-Pero lo mío no tenía nada que ver con eso.

-Me habría gustado que hubieras sido tú el encargado de convencerle de ello; como cabe imaginar, tuve que sudar tinta para conseguirlo. Y es que tu historia, perdona que te lo diga, es difícil de tragar, máxime existiendo precedentes de fraudes tan escandalosos como el de las presuntas memorias de Hitler.

-Me hago cargo. Pero, ¿se convenció?

-Bueno, digamos que cuando se le medio pasó el berrinche, accedió a comparar más minuciosamente ambas partituras. La suya, según me explicó, era un fragmento inédito del Réquiem en versión para piano, el cual coincidía con el tuyo tan sólo en la secuencia de las notas; lo cual era lógico, puesto que el resto fue añadido por mí. Era evidente que no podía tratarse ni de un fraude ni de una burla, y así acabó aceptándolo a regañadientes, pero ponte ahora a buscar una explicación racional. Así pues, acabó atribuyéndolo a una sorprendente casualidad, aunque resultaba evidente que en realidad lo único que pretendía era desentenderse del problema.

-Es que no existe ninguna explicación racional, tú bien lo sabes -confesó Luis P. apesadumbrado-. Y sin embargo, se mueve -concluyó, parafraseando a Galileo.

-Siempre nos queda la interpretación esotérica -masculló su amigo, sin que se pudiera saber si hablaba o no en serio-. El espíritu de Mozart entró en contacto contigo para transmitirte un fragmento perdido de su música.

-Déjate de guasas. Yo jamás he creído en esas cosas. Además, también es casualidad que esa presunta inspiración coincidiera con el descubrimiento del manuscrito; si verdaderamente éste hubiera querido transmitir a la humanidad su legado, se mire como se mire no pudo elegir peor momento. Le hubiera bastando con esperar un poco para comprobar que tan complicada iniciativa resultaba ya innecesaria.

-Puede que ocurriera justo al contrario; imagínate que Mozart quisiera asegurarse de que te lo tomabas en serio y no te desentendías; en este caso, nada mejor que aprovechar esta aparente coincidencia para demostrarte que el mensaje era cierto. ¿Lo hubieras creído de no ocurrir de esta manera?

-No me lo quiero creer de ninguna. Pero te confieso que estoy hecho un lío. En cualquier caso de poco habría de servir, ya que no he vuelto a soñar con ninguna música, ni de Mozart, ni de ningún otro.

-Todo es cuestión de tener paciencia -respondió el músico, ignorando el carácter profético de sus palabras.

Ocurrió de nuevo apenas unos días después, exactamente igual que en el caso anterior; sólo que ahora la música era otra. Y desde luego, fuera el que fuese el origen de las notas que resonaban en su cerebro, resultaba evidente el interés en que Luis P. fuera capaz de transcribirlas.

Así lo hizo, esta vez con cierta facilidad en comparación con la primera. Y su amigo, que estaba al corriente del fenómeno, corrió a escuchar la nueva grabación.

-¡Hum! Mozart no es, desde luego. Yo diría que esto me suena más bien a Schubert.

-¿Podemos comprobarlo?

-Supongo que sí, pero si se tratara de algo inédito como la vez anterior, iba a ser ya demasiada coincidencia que volviera a aparecer la partitura original. Déjame unos días para investigarlo.

Los días pedidos por el músico se convirtieron en varias semanas durante las cuales, para no perder la costumbre, Luis P. estuvo libre de inspiraciones sinfónicas. Y también para no perder la costumbre, su amigo se dirigió a él, unas vez concluidas sus pesquisas, presa de una gran excitación.

-Efectivamente era música de Schubert, en concreto de la Sinfonía Incompleta; pero no veas el trabajo que me ha costado descubrirlo. Si no llega a ser por internet...

-Pero la Incompleta es una obra muy conocida -protestó Luis P. con la perplejidad reflejada en su rostro.

-E incompleta -remachó su interlocutor-. Por los motivos que fueran, y aquí parece ser que los estudiosos no se ponen de acuerdo, Schubert nunca la concluyó.

-No me digas que acaba de aparecer otro manuscrito inédito.

-No, es mucho más sencillo. Se conservan fragmentos de obras de Schubert, son esbozos de obras sin terminar o desechados por el propio autor, como ocurre con prácticamente todos los compositores. Estos fragmentos son conocidos desde hace mucho tiempo, han sido investigados por los musicólogos y están a disposición de todo el que tenga interés en ellos; pero nunca se han grabado. Ten en cuenta que se trata de retazos inconexos en su mayor parte, y además Schubert no tiene el tirón popular de Beethoven o Mozart.

-Recuerda el caso de su novena sinfonía, la Grande.

-Por supuesto; pero se trata de una sinfonía completa descubierta años después de su muerte, no de unos fragmentos sueltos y dispersos. Pero vayamos al grano. El tercer movimiento de la Incompleta debería haber sido, según los cánones de la época, un scherzo, y de él se conocen algunos compases. Bien, pues ese scherzo es al parecer el que has compuesto tú. Vamos, por hablar con más precisión, sus primeros minutos. Y luego, y he aquí lo más sorprendente, lo has continuado como lo hubiera hecho el propio Schubert.

A estas alturas Luis P. ya no se sorprendía prácticamente por nada. Primero Mozart, luego Schubert. ¿Qué le estaba pasando?

-Aceptemos la hipótesis esotérica -concedió con desgana-. Aceptemos también que los espíritus de los compositores me hayan elegido a mí entre todos los miles de millones de humanos vivos, y también es casualidad, para transmitirme las obras que no pudieron dar a conocer con anterioridad a su muerte, digamos que porque soy especialmente receptivo a sus mensajes, en lugar de hacerlo con un músico profesional, como hubiera parecido más lógico. Pero lo que no entiendo, es que lo hayan hecho con fragmentos de obras suyas que resultaban conocidos, aunque sólo lo fueran para los eruditos.

-Dale la vuelta a tu argumento. También puedes considerar que ellos quisieran estar seguros de que recibías sus mensajes y los interpretabas correctamente; vamos, por decirlo de otra forma, te estarían proporcionando pruebas para que te convencieras de ello. Una vez zanjado esto, podrían pasar a una segunda etapa en la que te inspirarían la música inédita que no llegaron a componer en vida.

-Bueno -Luis se encogió significativamente de hombros-. Imaginemos que fuera así, y que yo acabara componiendo, pongo por caso, una sinfonía completa de Beethoven o una ópera inédita de Wagner; ¿a quién iba a poder convencer de ello? Como mucho conseguiría la fama de ser un excelente imitador del estilo de los grandes genios de la música, si no el sambenito de falsario, pero jamás lograría que reconocieran la autoría real de las obras. ¿Acaso pretenden que acabe, incluso, en un manicomio?

-A lo mejor no buscan eso; no creo que la vanidad resulte ser un vicio muy extendido por allá arriba -sonrió su amigo con sorna-. Puede que su deseo no sea otro que el de dar a conocer a la humanidad una serie de composiciones deseables por su belleza aunque la autoría real de las mismas no llegue a ser conocida nunca.

-¿Estás de broma? Mucho me temo que la música tonal no está precisamente de moda dentro de los círculos de los compositores contemporáneos, por lo que pretender estrenar una Sinfonía a lo Beethoven estaría condenado al más absoluto de los fracasos. Además, ¿cómo iba a poder hacerlo? Ni tan siquiera soy capaz de leer la partitura más sencilla.

-Pues yo que tú iría aprendiendo -zanjó el profesor de piano-. ¿Cuándo empezamos?


* * *


Para alivio suyo, la cosa no resultó tan difícil como temía; claro está que ahora no tenía que compartir clase con chavales que podrían haber sido sus hijos, ni se veía obligado a soportar a un profesor frustrado que no se hartaba de decir que él quería como alumnos únicamente a futuros músicos profesionales, y no a unos aficionadillos que se dejaban caer por allí sólo porque se aburrían en casa, cuestiones éstas que habían influido decisivamente en su prematuro abandono, años atrás, de los estudios de solfeo.

Por fortuna, ahora era algo muy distinto. Él era el único alumno, tenía una fuerte motivación para aprender, y su amigo y profesor estaba tan interesado o más que lo pudiera estar él. No por ello el solfeo le resultaba menos árido, pero al menos consiguió aprender en unos meses al menos los rudimentos necesarios para poder transcribir al pentagrama una melodía no demasiado complicada; lo cual no era poco.

Paradójicamente, durante todo ese tiempo su inspiración musical brilló literalmente por su ausencia. Luis P. se preguntaba, azorado, si el esfuerzo que estaba realizando no resultaría ser, a la postre, inútil.

-Ni mucho menos -le respondía el músico-. Puestos a especular, ¿por qué no pensar que los espíritus, una vez que te han convencido de sus intenciones, hayan preferido dejarte tranquilo hasta que termine tu formación? Y en cualquier caso -añadía zumbón-, siempre habrías ganado algo, una formación académica de la que hasta ahora carecías.

Por insólito que pudiera parecer, una vez más estaba aparentemente en lo cierto. Apenas habían concluido las lecciones, cuando una nueva melodía comenzó a rondar por los sueños de Luis P. Y esta vez la conocía, sin necesidad de recurrir a ayuda alguna.

-Es el primer movimiento de la séptima sinfonía de Tchaikovsky -explicó a su amigo-. O el del tercer concierto para piano, como prefieras; una elección ciertamente curiosa. Pero... -vaciló- no se puede decir que sea una obra incompleta, ya que Tchaikovsky la concluyó y posteriormente la desmanteló, aunque años después fue reconstruida por Bogatyrev; no veo que le falte nada.

-No estés tan seguro. Es cierto que Tchaikovsky utilizó varios de los fragmentos de la sinfonía para otras composiciones suyas; el primer movimiento se convirtió en el incompleto tercer concierto para piano, y los dos últimos en otra obra para piano y orquesta, que concluyó su discípulo Taneiev, titulado Andante y Finale. Pero todavía nos queda el segundo movimiento, el scherzo.

-Bogatyrev lo encontró.

-Este compositor utilizó una reducción para piano que él identificó como el scherzo, pero necesitó añadir bastante de su cosecha. No obstante, algunos musicólogos afirman que este fragmento se perdió, por lo que la reconstrucción de Bogatyrev sería errónea en lo que se refiere a la versión original de la sinfonía completa. En cualquier caso, y orquestación aparte, no tenemos forma de saber cómo era la sinfonía tal como la compuso Tchaikovsky. Así pues, no resulta disparatado suponer que ahora te la esté comunicando a ti. Además este ejemplo no puede ser mejor elegido, ya que se conoce con precisión el primer movimiento pero no el segundo, existiendo dudas sobre el tercero y el cuarto. ¡No te pierdas ni una nota!

Y no se la perdió. Su interlocutor sobrenatural, fuera éste quien fuera, quería asegurarse de que el mensaje le llegaba íntegro; así pues, durante un tiempo estuvo recibiendo las machaconas notas del allegro brillante que constituía el primer movimiento de la zarandeada sinfonía. Luis P. se aplicó a desarrollar sus nuevas aptitudes, logrando unos aceptables resultados en la trascripción de la melodía.

-No está mal, no está mal -le felicitó su amigo y maestro una vez que le dio a conocer la partitura terminada-. Y si la comparamos con la versión original, bueno, con la de Bogatyrev, comprobamos que no te has saltado ni una nota. Es una lástima que no podamos contar también con la orquestación.

-Yo sí oigo la música completamente orquestada -explicó Luis P.-. Y te aseguro que es mucho más brillante que la versión reconstruida. Por desgracia, eso sí que no podemos remediarlo.

-¡Qué se le va a hacer! -respondió el músico-. Bastante tenemos con esto. Ahora te tienes que centrar en el scherzo.

Para sorpresa de ambos no fue ésta la pieza que, con total puntualidad, llegó a la mente de Luis P., sino el vivace assai.

-Está clara la estrategia de tu comunicante -apuntó su amigo sin atreverse a identificar al anónimo espíritu con el alma de Tchaikovsky-. Tras el primer movimiento, que conocemos perfectamente bajo la forma del concierto para piano además de la versión de Bogatyrev, ha saltado a los dos últimos, que fueron completados por Taneiev; finalmente supongo que nos dará la versión original del scherzo, el más problemático de los cuatro.

Así fue. Apenas un par de meses después la trascripción de la partitura, tal como la concibió su autor, estaba ya terminada en una versión sin orquestar.

-Bien, esto ya está zanjado -comentó Luis P. a su amigo, tras constatar que sus sueños volvían a ser silenciosos-. ¿Y ahora, qué? ¿Me presento en la Sociedad de Autores con la sinfonía bajo el brazo?

-No, eso no; podrían considerarte desde un loco hasta un descarado plagiador. Pero sí podríamos darla a conocer como una segunda reconstrucción más fiel que la de Bogatyrev. Claro está que deberíamos justificarlo de alguna manera, y ni tú ni yo somos estudiosos de la obra de Tchaikovsky.

-Pues tú dirás. De poco nos sirve enterrarla en un cajón.

-O mucho me equivoco, o los espíritus decidirán una vez más por nosotros.

Y así ocurrió de nuevo.


* * *


Sin embargo, en esta ocasión el curso de los acontecimientos tomó un rumbo inesperado: No hubo ninguna nueva melodía, sino una llamada de teléfono por parte de un desconocido.

-¿Don Luis P.?

-Sí, soy yo, ¿Con quién hablo?

-Usted no me conoce, ni yo a usted tampoco. Pero me gustaría que tuviéramos una entrevista.

-¿?

-Le voy a decir una cosa. Réquiem de Mozart, sinfonía Incompleta de Schubert, séptima sinfonía de Tchaikovsky. Todas ellas completadas por usted.

-¿Cómo sabe usted eso? -preguntó al borde del asombro.

-Es fácil -respondió su todavía anónimo interlocutor-. Al igual que usted, lo he soñado. ¿Le importaría que concretáramos una cita?

La cita tuvo lugar, tan sólo media hora después, en un tranquilo velador cercano al domicilio de Luis P. Fernando R., nombre con el que se presentó su visitante, era una persona de mediana edad y aspecto anodino que se dispuso a tranquilizar de inmediato a su desconfiado invitado.

-Le aseguro que no es ninguna broma -afirmó el hombrecillo entre sorbo y sorbo de horchata-. Yo he pasado por la misma experiencia que usted, aunque en mi caso el mensaje fue distinto; y no somos unos casos únicos. Precisamente mi misión es la de contactar con los receptores e integrarlos en nuestra organización.

-¿Receptores? ¿Organización?

-He utilizado esa palabra porque médium está cargada de connotaciones negativas. En cuanto a su segunda pregunta... sí, los espíritus de allá arriba desean que coordinemos todos nuestros esfuerzos.

-Bien -dijo Luis P. apurando su copa de cerveza-. Una vez que me he visto obligado a aceptar que los fantasmas de los compositores me persiguen para susurrarme al oído sus melodías incompletas, supongo que ya no resultará disparatado creer que ahora pretenden que me una a sus otros ¿cómo dijo? ¿Colectores?

-Receptores -le corrigió su interlocutor-. Y efectivamente, así es. Por esta razón, una vez asumida por usted la verosimilitud de los contactos, me hicieron saber de su existencia solicitándome que me pusiera en contacto con usted. Y aquí estoy -sonrió con timidez.

-Pero usted está asumiendo que yo voy a aceptar.

-Estoy prácticamente seguro de que lo hará; hasta ahora nadie ha rehusado, porque ellos saben elegir bien. De todos modos, huelga decir que usted está en su perfecto derecho de rechazar mi petición.

-Ya decidiré más adelante -masculló incómodo-. De momento, me gustaría saber algo más del berenjenal en el que me han metido. ¿Por qué a mí? ¿Cuántos somos? ¿Qué pretenden de nosotros?

-Son muchas preguntas; vayamos por partes. ¿Por qué usted? Bien, supongo que todos nosotros debemos ser especialmente receptivos en comparación con el resto de la humanidad. No se me ocurre otra explicación, aunque en realidad nadie lo sabe.

-Segunda pregunta.

-Sí. Ahora mismo seremos varias docenas de personas repartidas por todo el mundo. Pero nuestra organización es muy vieja, y muchos de sus antiguos miembros han fallecido ya. Aunque parece ser que, por razones que desconocemos, nuestro número siempre se mantiene aproximadamente constante. Por cierto, he de explicarle que entre todos nosotros abarcamos la totalidad de las ramas del saber y de la cultura; no sólo hay receptores de música, sino también de literatura, de pintura, de las distintas disciplinas científicas, de filosofía... además de los coordinadores, como yo mismo.

-Queda todavía una pregunta.

-En realidad quedan muchas, pero voy a responder primero a la suya. ¿Qué pretenden de nosotros? Pues algo tan sencillo como transmitirnos todo aquello que fueron incapaces de comunicar en vida a la humanidad, por las razones que fuesen. Somos los receptores de su legado.

-Eso está muy bien, pero ¿qué ganamos con ello? Yo no puedo ir diciendo por ahí que Mozart o Tchaikovsky me han inspirado sus obras póstumas, y lo mismo ocurrirá, supongo, con cualquier otro de los... ¿receptores? Así pues, no le encuentro ninguna ventaja si todo este legado de ultratumba está condenado a permanecer incógnito.

-He de confesarle que esto es algo sobre lo que hemos discutido largo y tendido. Pero el hecho cierto es que el legado está ahí, y es a nosotros a quienes corresponde custodiarlo. Evidentemente no parece encontrársele una utilidad inmediata, pero ¿quién sabe? Estamos seguros de que allá arriba sí deben de tener una buena razón para transmitirnos sus mensajes.

-Lo que no entiendo -arguyó Luis P., todavía con desconfianza- es la razón por la cual, al igual que nos inspiran una sinfonía, una novela o un cuadro, no puedan comunicarnos asimismo sus intenciones.

-Yo tampoco -confesó su interlocutor-. De hecho, ninguno de nosotros lo sabe. Pero esto no es obstáculo para que sigamos cumpliendo con nuestra labor. ¿Me acompaña? Desearía enseñarle nuestro refugio.


* * *


El sancta santorum de los receptores era la anónima trastienda de una vetusta librería situada en pleno casco antiguo de la ciudad. Allí, entre las estanterías repletas de libros, se encontraban los arcones que custodiaban los preciados documentos atesorados durante siglos.

-Podríamos haber recurrido a una caja fuerte e, incluso, a la cámara acorazada de un banco; pero como dijo Borges, ¿qué refugio puede haber más seguro para esconder un libro, que aquél lugar que ya esté repleto de ellos? -ironizó Fernando R.-. Le puedo asegurar que nunca se le ocurriría a nadie venir a buscarlos aquí.

-El problema es que no sólo existe el peligro de un robo -objetó perplejo Luis P.-. Imagínese, por ejemplo, que haya un incendio y que se destruye todo.

-Tranquilícese; por fortuna no existe ese riesgo -terció el propietario de la librería, que hasta entonces había permanecido en silencio-. Todos estos documentos están registrados digitalmente, y existe un número suficiente de copias custodiadas en lugares seguros. Resultaría imposible que se pudieran perder todas ellas.

-Creo que sería conveniente puntualizar a nuestro amigo un par de cuestiones -carraspeó Fernando R.-. Primero, que el recurso de la informática, como cabe suponer, es relativamente reciente; hasta entonces se conservaban varias copias en papel, e incluso en pergamino. Ahora son ya innecesarias, por lo que si las mantenemos es sólo por nostalgia, no por necesidad.

-¿Y la segunda?

-Bueno, como es fácil de imaginar, aquí no está ni mucho menos todo nuestro tesoro -respondió a su vez el librero-. Por supuesto también tenemos pinturas y esculturas, y resulta evidente que éstas no cabrían en este lugar, amén de que tampoco sería el más seguro para custodiarlas. Se encuentran en un pequeño museo que mantenemos oculto, pero todas ellas están convenientemente fotografiadas y digitalizadas, y por lo tanto a buen recaudo. Al fin y al cabo lo que importa no es el soporte material, sino el mensaje artístico; lo demás no es sino un trozo de piedra tallada o un pegote de pintura sobre un lienzo.

-Si usted lo dice... concedió divertido Luis P., pensando en más de un exquisito- aunque mucho me temo que los coleccionistas de arte no estarían muy de acuerdo con sus afirmaciones.

-Ése es su problema, no el nuestro -zanjó el anfitrión-. ¡Ah, se me olvidaba! Algunos de nuestros compañeros están recibiendo información sobre el diseño de edificios históricos desaparecidos de los cuales apenas queda el menor recuerdo gráfico: el Mausoleo de Halicarnaso, la Biblioteca de Alejandría, el Coloso de Rodas, multitud de edificios de la Roma imperial, monasterios y catedrales medievales... ¿Se imagina la que se liaría si tuviéramos también que reconstruirlos?

-Si me disculpan -interrumpió Fernando R. con impaciencia-, de todo ello podríamos discutir más tarde. Ahora lo que nos interesa es ver cómo integramos los esfuerzos de nuestro nuevo amigo en la tarea común de la organización. ¿No lo creen ustedes?

Luis P. estuvo a punto de objetar que en ningún momento había manifestado de forma explícita su consentimiento, pero finalmente optó por callar aceptándolo tácitamente. En realidad, le fascinaba la idea.

-De acuerdo, pero les propongo que lo hagamos con mayor comodidad -respondió el librero-. Voy a cerrar, y pasaremos a mi casa, que está justo arriba. ¿Les gusta el brandy Cardenal Mendoza, o prefieren alguna otra bebida?


* * *


Algún tiempo después Luis P. se encontraba perfectamente integrado en su nuevo ambiente, y bien se podía decir que estaba encantado de ello. La organización era mucho más amplia y profunda de lo que hubiera podido imaginar, y cada uno de sus miembros tenía perfectamente delimitada su misión. Unos, como él mismo, actuaban como receptores, pero no era menos importante la tarea de aquéllos que se dedicaban a recoger la información recibida, desde músicos y escritores hasta científicos e informáticos que se dedicaban a reconstruir en realidad virtual las maravillas artísticas del pasado.

Pese al tiempo transcurrido desde que comenzara a colaborar con ellos, Luis P. no dejaba de extrañarse de que tan compleja tarea pudiera pasar desapercibida por completo, tanto a los diferentes gobiernos del planeta, como a todos aquellos, desde científicos e intelectuales poco escrupulosos, hasta a las propias organizaciones criminales, capaces todos ellos de obtener beneficios del esfuerzo ajeno; pero al parecer los mismos espíritus -a falta de un calificativo mejor él había optado por denominarlos así- que le comunicaban los conocimientos perdidos, velaban asimismo por evitar que éstos pudieran caer en manos equivocadas. A no ser, claro está, que fuera cierta la teoría que afirmaba que, cuanto más evidente es una cosa, más desapercibida pasa. Además, ¿quién se iba a creer, fuera de las incautas víctimas de videntes, adivinadores y embaucadores de diferentes raleas, que las almas de los científicos, de los artistas y de los intelectuales muertos hacía siglos pudieran ponerse realmente en contacto con los vivos?

Sin embargo, no era esto lo único que le intrigaba. La comunicación existente entre ambos mundos, de cuya existencia no dudaba, era un hecho cierto, pero jamás ninguno de sus compañeros, ni por supuesto él mismo, había sido capaz de arrancar a los espíritus la menor información sobre cómo era el Más Allá. Tan sólo sabían que existía, lo cual ya era en sí mismo suficientemente importante. Pero para conocer los detalles deberían esperar, como cualquier otro mortal, a que les llegara su hora, lo cual bien mirado les ahorraba infinidad de problemas y dudas filosóficas y hasta teológicas. Existía, y eso les bastaba.

Mientras tanto, el patrimonio atesorado por su comunidad era cada vez más ingente, siendo labor suya entregárselo a la humanidad de forma selectiva cuando ésta estuviera preparada para recibirlo, tarea que llevaban desarrollando desde hacía siglos. Siempre, claro está, ocultando celosamente su origen.

La responsabilidad de Luis P., al igual que la de sus compañeros, era similar casi a la de un sacerdocio, e infinitamente más delicada; pero él era consciente de su importancia y la asumió con todas sus consecuencias, a sabiendas, eso sí, de que finalmente obtendría su merecido premio.


Publicado el 23-4-2020