El umbral del Más Allá



Despertó de súbito, recobrando la consciencia tras un período indefinido de olvido; pero no por ello consiguió recuperar la memoria, para eso aún habría de esperar algún tiempo.

Por el momento tan sólo sentía; aunque no resultaba fácil aplicar este verbo a su desconcertante situación actual, puesto que se veía privado de cualquier tipo de estímulo sensorial. Antes bien habría de decir que era, o que existía.

Poco a poco el calidoscopio en que se había convertido su mente se fue aclarando a medida que las piezas encajaban trabajosamente una tras otra; la información procedente del exterior, fuera ésta del tipo que fuera, seguía siendo inexistente, pero al menos iban retornando los recuerdos.

Recordó al fin su identidad, aquélla que se había ido forjando con el curso de los años individualizándolo del resto de la humanidad; y recordó también las dramáticas circunstancias que le habían conducido a este estado, reviviendo de nuevo, con una nitidez tan clarividente como dolorosa, el grave accidente de tráfico en el que se había visto involucrado.

Primero pensó que debía de encontrarse yaciendo en la fría cama de un hospital, pero por más que se esforzaba no sentía su cuerpo, ni tan siquiera aquellos órganos que, por su cercanía al cerebro, se habrían visto libres de cualquier tipo de parálisis por grave o traumática que hubiera podido resultar ésta. No veía, no oía, no sentía absolutamente nada; tan sólo pensaba.

Estoy muerto”. Pensó con terror, espantándole la idea de que esa negrura absoluta que le rodeaba pudiera ser la vida -por denominarla de alguna manera- existente después de la muerte... ¿sólo eso y, por si fuera poco, para toda la eternidad? No podía ser, esa crueldad resultaría inhumana.

¿No me encontraré en el infierno?”. Este nuevo pensamiento laceró su mente a modo de relámpago fugaz. ¿Sería éste el infierno? ¿Consistiría el castigo eterno en una negación absoluta, en esa cárcel -sin duda la más atroz que pudiera ser imaginada- en la que muy a su pesar se veía recluido? Si había un Dios, y de haber un infierno tenía forzosamente que existir, no podía imaginarlo tan sañudamente vengativo.

Y si no era el infierno, ¿qué podía ser? No por supuesto el cielo, cualquiera que fuese el tópico considerado; allí no había ángeles ni música celestial; en realidad no había nadie, algo difícilmente conciliable con el propio concepto del mismo. ¿El nirvana? Sus conocimientos sobre las religiones orientales eran demasiado limitados como para poder juzgarlo con una razonable precisión, aunque en principio se le antojaba relativamente plausible. ¿No se encontraría en una pausa a la espera de la próxima reencarnación?

Ante la imposibilidad de descifrar el enigma optó por encogerse mentalmente de hombros, concentrándose en la exploración exhaustiva del entorno que le rodeaba... aunque en realidad poco era lo que había que explorar, tan sólo vacío y negrura.

Ni tan siquiera podía estar seguro de seguir conservando su cuerpo, aunque todo parecía indicar que éste había desaparecido dada la ausencia total de cualquier tipo de estímulo sensorial interno. Al parecer tan sólo le restaba intacta la mente, y ni tan siquiera podía afirmar que ésta siguiera residiendo en su cerebro.

Paradójicamente una vez superado el inicial desconcierto dejó de sentir miedo, sustituido por una febril curiosidad. Cierto era que toda la parafernalia que según algunos acompañaba al tránsito de la vida a la muerte -el famoso túnel negro intensamente iluminado en su final, y las almas de los familiares fallecidos confortando a la del difunto- brillaba literalmente por su ausencia, pero la sensación de paz y tranquilidad que le embargaba se podía calificar sin ningún género de dudas como casi embriagadora. Puede que éste no fuera el cielo, se dijo, pero bien pensado tampoco tenía tan mala pinta... aunque hubiera preferido, eso sí, que alguien apareciera por allí para sacarle de su desconcierto.

Lo que también descubrió, aunque esto era algo que no le pilló de sorpresa, fue el en apariencia inexistente paso del tiempo. Esto era lógico, le decía la parte más racional de su mente, dada la ausencia de cualquier tipo de estímulo, fuera éste externo o interno; pero su yo irracional o, por denominarlo con mayor precisión, místico, tendió inevitablemente a considerarlo como una prueba más, circunstancial pero por ello menos tangible, de que se encontraba sumido en ese nebuloso estado que los teólogos denominaban eternidad.

Fuera como fuese, la eternidad podía llegar a ser decididamente aburrida, se dijo una vez transcurrido un período indeterminado de tiempo que tanto habría podido ser un nanosegundo como un millón de años, tras el cual las cosas seguían estando exactamente igual que al principio. Agotadas ya todas las posibilidades de exploración tanto de su yo interno -por cierto, con una clarividencia sorprendente-, como del hermético e impenetrable sudario que le rodeaba, poco le quedaba ya por hacer salvo esperar... aunque por desgracia, la paciencia nunca había sido precisamente su fuerte.

Tras reflexionar en profundidad, llegó finalmente a la conclusión de que el lugar en que se encontraba difícilmente podría ser bien el cielo bien, el infierno, asemejándose más a ese nebuloso limbo de la teología cristiana al parecer desestimado ya por los teólogos modernos, pero atractivo a pesar de todo por cuanto sugería implícitamente de provisionalidad. Bien pensado tenía que tratarse de algo temporal y no definitivo, puesto que cualquier tipo imaginable de existencia después de la muerte habría de ser necesariamente más compleja que esa absurda y vacía negrura. Así pues, la idea ya barajada de un período de espera previo a una próxima, e hipotética, reencarnación comenzó a abrirse paso cada vez con mayor fuerza entre sus pensamientos, por muy heterodoxa que pudiera resultar para la doctrina católica. Y si era así, como anhelaba ansiosamente, esta etapa debería tener por fuerza un final.

Y lo tuvo, aunque no de la manera que hubiera esperado. Llegó de repente, en forma de oleada de una intensa sensación imposible de describir por comparación con nada conocido, pero lo suficientemente intensa como para sumirle en éxtasis.

Y luego...


* * *


El hombre de la bata blanca se derrumbó abatido en una silla dando muestras palpables de desolación.

-Se acabó. -musitó, más para él que para su joven ayudante que, inmóvil en el otro extremo del laboratorio, asistía en silencio a la escena- Se acabó para siempre. Definitivamente.

-¡Pero profesor! -protestó éste al fin- La historia de la ciencia está jalonada con multitud de fracasos parciales que condujeron al triunfo final; hay que tener fe y perseverar.

-No, muchacho, no en esta ocasión. Hemos jugado a aprendices de brujos, a Prometeos, a Ícaros, a Faetones, y es nuestra propia soberbia la que nos ha derrotado. Existen unos límites que la prudencia recomienda no traspasar, y no estoy en modo alguno dispuesto a repetir el intento. Definitivamente, no. -concluyó al tiempo que se cubría el rostro con las manos como queriendo ahuyentar los fantasmas que le perseguían.

-Es una lástima. -porfió su interlocutor con tozudez- Habíamos conseguido lo más difícil, y cuando todo parecía ir bien...

Su mirada se posó entonces en el objeto que ocupaba todo el centro de la estancia. Rodeado por una maraña de tuberías y cables de todo tipo que surgían caóticamente por doquier, se alzaba un tanque cilíndrico de unos quince litros de capacidad. La transparencia de las paredes permitía observar que en su interior, repleto de un líquido de aspecto opalino, flotaba un cerebro humano rodeado por una delicada malla metálica que lo cubría por completo a modo de funda protectora. Una red de finos cables surgían de diferentes puntos de la malla conectando con los más gruesos conductores exteriores, mientras varios tubos con aspecto de arterias artificiales parecían suministrar oxígeno y sustancias vitales al desnudo órgano.

-Hace unos instantes estaba vivo, perfectamente vivo. -se lamentó el joven doctor- Y de repente... ¿quién lo iba a esperar?

-¿Durante cuánto tiempo se mantuvo activo? -su superior había eludido cuidadosamente utilizar el adjetivo vivo.

-Exactamente cinco horas y treinta y siete minutos. -respondió el discípulo tras consultar el monitor del sofisticado sistema informático- Pero los sensores no detectaron ningún tipo de alteración metabólica previa al... -dudó sobre el verbo a emplear- fallecimiento. No lo entiendo; todo iba bien, y el paciente había superado satisfactoriamente el trauma post-operatorio. No comprendo por qué razón dejó repentinamente de vivir. No había ninguna razón para ello, esto no ocurrió con los monos.

-Mi querido amigo, es mucha la complejidad del cerebro humano, y muy poco lo que conocemos acerca de él. -suspiró su maestro- Este cerebro separado de su cuerpo era perfectamente funcional, y los registros demuestran que desarrolló una actividad mental aparentemente normal durante esas cinco horas y media... pero, ¿qué ideas pudieron pasar por la mente de este pobre desgraciado, privado como estaba de cualquier tipo de estímulo sensorial, aun de los más primarios? Quizá hasta se volviera loco, y éste es un remordimiento que pesará sobre mí sobre una losa.

-Podíamos haberle conservado los ojos. -apuntó tímidamente su alumno.

-Eso ya lo discutimos en su momento. No olvide que hemos hecho algo técnicamente ilegal, y no podíamos correr el riesgo de entregar a los familiares un cadáver mutilado; esto les habría hecho sospechar, y bastante nos la jugamos robando el cerebro.

-De todos modos -insistió el joven- nuestra técnica funciona, y ha demostrado ser viable. Si perfeccionáramos la interfaz, quizá podríamos llegar a ser capaces de establecer algún tipo de comunicación con el paciente... con algún nuevo paciente. -se corrigió.

-No, ya le he dicho que no. Ciertamente nuestro experimento no puede ser tachado de asesinato, puesto que esta persona presentaba lesiones mortales de necesidad  y su cerebro, aunque intacto, habría muerto irremisiblemente en pocos minutos; pero nuestra crueldad fue espantosa.

-¿Por qué dice usted eso? -se sobresaltó el muchacho al tiempo que miraba de soslayo al inerte despojo, como si temiera que éste pudiera haberle escuchado.

-Imagínese que, en lugar de unas pocas horas, hubiera sobrevivido durante años; ¿qué infierno habría vivido este cerebro, completamente aislado y sin la menor capacidad de discernir su verdadero estado? Yo creo que, de estar en su lugar, me habría vuelto irremisiblemente loco. Casi tendríamos que dar gracias porque las cosas hayan ocurrido así, al menos este pobre hombre podrá descansar en paz.

-Lo que me desazona, profesor, es no poder saber con exactitud qué fue lo que le mató.

-¿Qué más da eso? Quizá fuera la locura, quizá simplemente se suicidó incapaz de soportar esa situación durante más tiempo; nunca lo sabremos. Pero ahora tenemos que desmontar esto lo antes posible, no me gustaría que nadie lo descubriera y acabara atando cabos. Oficialmente tan sólo trabajamos con monos, y así ha de seguir siendo... entre otras razones, porque no pienso volver a intentarlo. Hágame el favor de encargarse de ello; extraiga el cerebro muerto, retírele la malla colectora y vuelva a colocar en su lugar la que utilizamos para monitorizar los cerebros de los monos.

-¿Qué hago con ellos?

-Incinere el cerebro, es mejor no dejar huellas. En cuanto a la malla... destrúyala también, quiero evitar la tentación de volver a probar el fruto del árbol prohibido. Y ahora, si me lo permite, desearía retirarme a mi domicilio. Necesito meditar sobre la atrocidad que hemos cometido.


Publicado en 2006 en el número 2 de Tierras de Acero
Actualizado el 3-9-2014