...Y los sueños, sueños son



La noche era oscura y sin luna, pero el cárdeno resplandor de los incendios iluminaba el abrupto camino con tintes siniestros. Corría, corría con la desesperación propia de quien sabe que en ello le va la vida... aunque era consciente de que sus esperanzas de sobrevivir eran muy escasas. La herida del costado, un sangrante y profundo tajo producido por la espada de un guerrero huno, le producía un lacerante dolor, a la vez que debilitaba sus ya escasas fuerzas ahora que las necesitaba más que nunca.

Pero sus ojos habían contemplado suficientes horrores en aquella trágica noche apenas iniciada, lo que le azuzaba en defensa de lo único que le quedaba ya: su propia vida. Había visto hombres empalados, mujeres violadas y degolladas, ancianos quemados vivos, niños descuartizados con saña salvaje... demasiados horrores, sin duda, para un espíritu civilizado y decadente como el suyo. Los hunos habían irrumpido de repente arrollando todo a su paso, matando y destruyendo antes que saqueando; sin duda era éste el verdadero azote de Dios, mucho más que las anteriores hordas invasoras que, pese a todo, siempre habían mostrado ciertos rudimentos de civilización.

Esta vez era peor, mucho peor. Se decía que Atila volvía para vengarse de la derrota sufrida el año anterior, en las lejanas Galias, a manos del romano Aecio y el visigodo Teodorico; y esta vez no golpeaba en remotas y casi perdidas provincias sino en la misma Italia, arrasando todo cuanto se interponía en su camino en una marcha triunfal cuya última meta era la mítica ciudad de Roma.

Nadie se le oponía, nadie se le enfrentaba; ni tan siquiera las antaño victoriosas tropas del general Aecio, la última esperanza romana, se atrevían a plantarle cara. Todos huían frente a su leyenda de destrucción y muerte, todos escapaban despavoridos de la saña brutal y salvaje de sus bárbaras hordas. Atrás quedaban tan sólo ruinas informes y cadáveres despedazados por los triunfantes jinetes del Apocalipsis, ebrios de sangre y de muerte.

Habían aparecido de repente, cayendo como buitres en busca de carroña sobre aquella tranquila y pacífica comunidad rural del valle del Po. Habían asesinado, ultrajado y destruido cuanto había tenido la desgracia de interponerse en su camino. Él mismo se había salvado de milagro de una muerte cierta gracias al cuchillo que alguien había clavado en la espalda a aquel espantoso huno cuando éste se disponía a rematarlo. Sí, había salvado la vida, pero ¿por cuánto tiempo? La herida le dolía cada vez más, y comenzaba a sentir los efectos de la sangre perdida. Corría, corría con desesperación al borde mismo de sus propias fuerzas, guiado tan sólo por la desesperación más absoluta, mientras a espaldas suyas se oían gritos cada vez más cercanos, gritos de muerte de los que caían, gritos de júbilo de los que mataban. La trágica cacería continuaba.

De repente tropezó con un obstáculo oculto en la oscuridad, cayendo de bruces en mitad de la estrecha vereda. Era el fin. No le quedaban fuerzas para levantarse en un intento postrero de salvar la vida, mientras las voces de sus enemigos, cual trágicos cantos fúnebres, sonaban cada vez más próximas.

Haciendo un último y desesperado esfuerzo logró incorporarse hasta quedar sentado en el suelo, resignado a aceptar con fatalismo su inevitable destino. Recordó entonces lo que afirmaban los cristianos acerca de que la muerte era en realidad una liberación, anhelando que pudieran estar en lo cierto.

Por fin llegó el tan temido momento en la forma de una negra y siniestra sombra recortada con nitidez contra el fondo encendido del horizonte; una mancha informe que se acercaba a paso firme al lugar donde él se encontraba inerme. Si existía el infierno, pensó con desaliento, debía de tratarse del demonio en persona dispuesto a cobrar su tributo.

Pero no era el demonio, sino un enjuto jinete asiático que se aproximaba montado en un pequeño caballo; ahora podía apreciar su rostro, espectralmente iluminado por la rojiza luz reflejada por las nubes que, a modo de piadoso cendal, cubrían el cielo; su tez oriental, tan inexpresiva como cruel...

El fin se acercaba, y él lo aceptaba con esa resignación que sólo surge en los momentos más sublimes, o en los más patéticos... y aguardaba, tranquilo, la llamada de la muerte; ni tan siquiera sentía ya el otrora lacerante dolor de la herida del costado.

El jinete se acercó frenando su ímpetu ante la patente indefensión de la resignada víctima. Ni tan siquiera se molestó en desmontar de su montura; bastó un golpe de la corta espada que empuñaba para cercenar limpiamente la cabeza del odiado romano. Éste, por su parte, apenas si llegó a darse cuenta del desgarrador dolor que le produjo el certero tajo; no había caído todavía a tierra su decapitado y aún palpitante cuerpo, cuando ya había embargado a su espíritu la más absoluta y placentera de las tranquilidades: la de la muerte.


* * *


La puerta se abrió con lúgubres chirridos girando sobre sus enmohecidos goznes, lo que permitió que un pequeño retazo de claridad penetrara en el interior del calabozo. Enmarcada su negra silueta en el contraluz del marco, el carcelero graznó desabrido la tan temida orden:

-¡Vamos! Ya es la hora.

Con gran esfuerzo intentó obedecer incorporándose del magro montón de podrida paja que le servía de jergón; pero las penalidades sufridas desde el día de su encarcelamiento, unidas a la debilidad provocada por la tortura, le impidieron reaccionar tan rápido como hubiera deseado su malhumorado guardián.

-¡Vamos, perro judío! -gruñó de nuevo- ¿O es que tendré que levantarte yo a latigazos?

Él no era judío, pero ahora le daba ya todo igual. No obstante temía los latigazos, y por ello se esforzó por levantarse de su incómoda yacija; pero su empeño resultó inútil, ya que su lacerado cuerpo se negaba a obedecer.

Mascullando maldiciones pero sin cumplir su amenaza, el carcelero penetró en el interior del fétido recinto levantándolo de un brusco tirón, sin conseguir otra cosa que ver cómo se desplomaba ante él. Arrastrándolo a duras penas hasta el umbral, cesó por un momento de maldecir para pedir ayuda a sus compañeros.

-¡Juan! ¡Pedro! Venid a ayudarme a levantar a este hijo de perra.

Evidentemente ambos debían estar aguardando su llamada, puesto que no tardaron en aparecer. Dos de ellos lo cogieron por los sobacos mientras el tercero lo hacía por los pies, sacándolo a la galería como si de un fardo se tratara. Esto sirvió para reanimarlo un tanto al poder respirar después de tanto tiempo encerrado algo de aire medianamente puro, pero al ser depositado en el suelo fue incapaz de sostenerse sobre sus pies; todavía sentía los dolores producidos por el terrible suplicio del potro, a los cuales había que sumar el escozor de las mordeduras de las ratas... que no tardaría mucho en dejar de sentir.

Por fortuna una violenta náusea le impidió continuar pensando en su próximo fin; esto preocupó no poco a sus guardianes, que por vez primera mostraron interés por él.

-¡Oye, este tío se nos muere! -exclamó asustado uno de ellos.

-Saquémoslo de aquí; el aire libre lo espabilará. -respondió el primero de sus compañeros.

Resultaba irónico comprobar cómo se preocupaban por su vida cuando apenas unas cuantas horas más tarde pondrían todo su empeño en quitársela; pero así eran las cosas en esa absurda e intolerante sociedad... en todas las sociedades, pensó con amargura.

Hubo una violenta explosión de luz cuando al fin salieron al aire libre; tras haber permanecido varios días sumido en la lóbrega oscuridad del calabozo, sus ojos se resintieron dolorosamente ante tan brusco cambio, al tiempo que le acometía un nuevo ataque de vértigo. Tras vomitar lo poco que contenía su estómago pareció recuperarse un tanto, aunque seguía sintiéndose incapaz de entreabrir los cerrados párpados.

Renegando a causa de las nauseabundas salpicaduras, sus carceleros lo arrastraron sin demasiados miramientos por el irregular empedrado del patio hasta llegar a un carro ya preparado. Todavía con los ojos cerrados notó que era izado al mismo y atado de pies y manos; instantes después, su incómodo vehículo se ponía en marcha abandonando la prisión.

La calle era un hervidero de gente a juzgar por el bullicio; atreviéndose por vez primera a abrir los párpados pudo apreciar, por los gritos y ademanes del populacho, que sus intenciones no eran precisamente amistosas... era natural, teniendo en cuenta que habían estado incitándolos en contra suya durante semanas.

Mientras la carreta avanzaba con dificultades por el estrecho sendero abierto entre la vociferante chusma llegó a sentir, por vez primera en los últimos meses, una auténtica sensación de pánico, algo que resultaba chocante tras haber sufrido tormento e ir camino de la muerte. Y así, mientras llovían sobre su indefenso cuerpo toda clase de inmundicias y objetos contundentes, al tiempo que una cuchillada le producía un profundo tajo en el brazo y una segunda pasaba peligrosamente cerca de su cuello, él, pobre mortal al fin y al cabo, sintió verdadero miedo.

Por una extraña razón que no acertaba a calibrar cesaron de repente sus mareos, lo que le permitió recobrar, siquiera de forma parcial, la lucidez mental al precio de volver a recordar sus cada vez más atroces dolores: las secuelas del potro, las punzadas del estómago vacío, la reciente cuchillada... sorprendido, comprobó que había estado perdiendo bastante sangre; quizá muriera desangrado antes de llegar a su destino, algo que habría considerado una bendición ya que siempre había oído decir que ésta era una de las formas más placenteras de morir.

Pero no habría de tener tanta suerte; uno de sus verdugos, apercibido del hecho, subió hasta el carro y le vendó de forma tosca, pero eficaz, la abierta herida con un mugriento pañuelo. Tenían interés los malditos en que llegara vivo hasta el final... un final que se acercaba por momentos. A pesar de su lentitud el carro se había ido acercando de forma inexorable a su meta, la plaza de la villa, y ya podía entrever, sobresaliendo por encima de las cabezas de los energúmenos, el tronco que le iba a servir de pira.

Una vez alcanzado su destino fue desatado y bajado del carro con presteza al tiempo que dos fornidos individuos se le colocaban a ambos lados, más con intención de ayudarle a recorrer los últimos pasos que le separaban del cadalso que con la de prevenir una imposible fuga. Puesto que ya se sentía con fuerzas suficientes para sostenerse en pie, rechazó la ayuda que éstos le brindaban; si tenía que morir, lo haría con dignidad.

De forma súbita la algarabía reinante se trocó en un respetuoso silencio; los miembros del tribunal acababan de hacer su aparición en la abarrotada plaza. Con los ademanes solemnes que les investía su autoridad, se dirigieron hacia un estrado montado ex profeso para la ocasión, tomando asiento en él. Acto seguido divisó un nuevo personaje, al que identificó como un fraile; sabía a lo que venía.

Tal como esperaba el fraile se dirigió en derechura hacia él, en un postrer intento de lograr su arrepentimiento; sabía que si abjuraba de sus errores sería tratado con clemencia, ahorcándole antes de ser llevado a la hoguera; de persistir en su herejía, por el contrario, sería quemado vivo.

En realidad morir de una u otra manera le traía sin cuidado; a esas alturas todo le daba ya igual. De hecho, ni tan siquiera era capaz de recordar con claridad las razones por las que había sido condenado a muerte; lo único que le interesaba era acabar su vida con dignidad.

Rechazó al religioso, lo que provocó una sorda y unánime exclamación de sorpresa por parte del excitado populacho. Su destino estaba definitivamente sellado; a un mudo gesto del presidente del tribunal fue izado a la pira y atado al erguido poste. No se molestó en ofrecer la menor resistencia; no daría a aquellos estúpidos asnos la posibilidad de disfrutar de un espectáculo gratuito suplementario.

Y el momento llegó. El verdugo, antorcha en mano, prendió fuego a la seca leña amontonada bajo él, e instantes después ésta comenzaba a crepitar lamiendo con lenguas de fuego sus entumecidos pies. Sintió cómo las piernas primero, y el resto de su cuerpo después, comenzaban a calentarse más y más... un calor cada vez más insoportable, un dolor cada vez más lacerante.

Por fortuna su suplicio terminó pronto.


* * *


Un día más. ¿Cuántos habían pasado ya? No lo sabía. Le parecía como si toda su vida se hubiera desarrollado entre los cuatro muros del sórdido campo de concentración. El tiempo se detenía allí, se remansaba hasta convertirse en algo eterno e inmutable, en algo que parecía no haber tenido nunca principio e incapaz de alcanzar jamás su final. Pero éste llegaría tarde o temprano, de eso estaba seguro; para muchos de sus desdichados compañeros había llegado ya, y para él no podía faltar mucho a juzgar por su deplorable estado actual.

Bajando la vista miró con tristeza a su enjuto y descarnado cuerpo, apenas algo más que un puñado de huesos cubiertos por el amarillento pellejo. Él, que siempre había estado orgulloso de su aspecto físico, ahora era poco más que un espectro demacrado y pálido a la espera de la llegada de su postrer hora. El hambre, las privaciones y los malos tratos habían cumplido con creces su labor.

Un látigo restalló amenazante a escasos centímetros de su rostro, en un claro aviso de que no le estaba permitido detenerse; no necesitaba volver la vista atrás para saber lo que ocurría. Un adusto oficial de las SS le gritaba unas órdenes que, pese a ser dichas en alemán, un idioma que no entendía, resultaban patentes: debía continuar con su trabajo, un absurdo trabajo ideado tan sólo para agotarlo hasta el límite mismo de sus ya míseras fuerzas.

Estremeciéndose de temor intentó volver a su forzosa e inútil tarea; sabía que no muy lejos de allí había más guardias con perros especialmente adiestrados para matar, auténticos asesinos que no vacilarían un solo instante en destrozarle con sus poderosas mandíbulas. Había tenido ocasión de verlos actuar más de una vez, y temblaba ante la idea de que él pudiera tener ese mismo final.

Pero sus fuerzas eran escasas, demasiado débiles para lo que pretendía su inhumano guardián. El látigo restalló por segunda vez, concluyendo en esta ocasión su trayectoria en la desprotegida espalda, cubierta apenas por el holgado traje carcelario.

Aullando de dolor se dejó caer al suelo; sabía que esto no haría sino exacerbar aún más la saña del verdugo, pero ya no le quedaban fuerzas para huir, ni tan siquiera para protegerse. Encogiendo todo lo posible su famélico cuerpo, se hizo un ovillo protegiendo la cabeza entre los brazos, aguantando con estoicismo el intenso dolor producido por el diluvio de trallazos con que le castigó el furioso carcelero.

Cuando, aburrido, su atacante se alejó dejándolo al fin tranquilo, permaneció acurrucado en el suelo sin fuerzas ya para moverse; al cabo de un tiempo indeterminado sería ayudado a incorporarse por dos penados no mucho más fuertes que él, los cuales le condujeron sin demasiados miramientos hasta el ruinoso barracón sobre cuya fachada campeaba el pomposo rótulo de enfermería. A pesar de encontrarse semiinconsciente, no pudo evitar echarse a temblar; de sobra conocía la siniestra realidad de aquel supuesto centro médico, de sobra sabía lo que significaba traspasar aquella puerta. Pero nada en absoluto podía hacer por evitarlo.

Todo sucedió con rapidez. Tras pasar por un humillante simulacro de revisión médica fue enviado a las duchas. Abandonado definitivamente por los últimos restos de sus desaparecidas fuerzas, se dejó llevar con mansedumbre hasta las cámaras de gas donde tantos de sus compañeros le habían precedido. Una única cosa le preocupaba: corrían rumores de que algunos prisioneros habían sido incinerados todavía vivos, debido a que el gas no resultaba siempre mortal.

Por suerte, no fue éste su caso.


* * *


-Tranquilícense, señores; todo ha terminado.

La voz sosegada invitaba a la calma. Provenía de un hombre joven vestido con una bata blanca que procedía a tomar el pulso a uno de los tres yacentes, mientras un segundo personaje, también con bata, desataba las correas que sujetaban a su lecho al último de los pacientes.

-¡Me quieren matar! ¡Me muero! -gemía el primero de los durmientes pugnando por incorporarse de la cama.

-Tranquilo, no pasa nada. -le calmó el médico sujetándole la cabeza con ambas manos, única parte de su cuerpo que gozaba de cierta libertad de movimientos una vez retirado el casco que le había mantenido en contacto con el ordenador- Está usted en el Centro de Recreaciones Oníricas. ¿Recuerda?

Poco a poco la calma fue retornando al crispado rostro del paciente; sus dos compañeros, más relajados que él, habían sido liberados de sus ataduras por el segundo médico, y se incorporaban mirando a su alrededor con ojos ausentes.

-¿Le pongo un tranquilizante, Luis? -preguntó éste a su compañero- Estos dos ya han recuperado la motilidad.

-No, no hace falta. -respondió el aludido al tiempo que comenzaba a desatar las correas- Pero he llegado a temer lo contrario; no ha sido un buen retorno.

-¿Dónde estoy? -la pregunta, no por tópica, dejaba de tener sus buenos motivos.

-En el Centro de Recreaciones Oníricas. -repitió el responsable con una paciencia fruto de su larga experiencia en situaciones similares- Ustedes se sometieron de forma voluntaria a una recreación mental... que ya ha terminado.

-Si, ahora recuerdo -balbuceó su interlocutor al tiempo que escondía el rostro entre las manos-. Pero era todo tan real...

-Demasiado real. -añadió uno de sus amigos- Jamás pude imaginar que un sueño, aun programado, pudiera engañarnos de esta manera.

-No ha sido ningún sueño. -interrumpió el médico herido en su amor propio- Ustedes han sentido realmente esas sensaciones, tal como las hubieran experimentado de haber sucedido en realidad.

-¿Quiere decir que lo que sentí es lo mismo que hubiera sentido una persona al ser quemada viva?

-En efecto -afirmó con suavidad su anfitrión-. Sólo que es evidente que no le hemos quemado -sonrió-. En realidad lo único que hemos hecho ha sido conectar directamente nuestro generador de estímulos mentales a sus cerebros, excitando los centros receptores al mismo tiempo que cortocircuitábamos, por decirlo de alguna manera, las conexiones nerviosas que existen entre éstos y las distintas partes de su cuerpo cuerpo; pero la sensación, insisto en ello, ha sido exactamente la misma.

-Pues a fe mía que el engaño estuvo bien conseguido. -terció el último de los pacientes- Sentí verdadero terror cuando aquel horrible huno se dirigió hacia mí para matarme; y le juro que me dolió como si me hubieran decapitado de verdad.

-Esto es lo que más me intriga. -intervino de nuevo el primero de ellos, dueño ya al parecer de sus reacciones- Entiendo lo de la estimulación directa del cerebro, pero... ¿era realmente necesaria toda esta recreación dramática?

-En esto ha consistido precisamente nuestro éxito -explicó el científico, satisfecho de poder mostrarles sus logros-. Provocar sensaciones artificiales en el cerebro es muy fácil, y de hecho existe una gran cantidad de literatura científica al respecto; pero nosotros hemos sido los primeros en conseguir la inducción directa en la mente de unas imágenes oníricas producidas por un ordenador, incluyendo claro está la falsa memoria que resulta imprescindible para hacer verosímil la recreación.

-No sé lo que pensarán mis amigos; pero en lo que a mí respecta, les aseguro que he quedado completamente satisfecho. -medió el incinerado al tiempo que apoyaba, no sin vacilaciones, los pies en el suelo.

-Yo también soy de la misma opinión, a pesar de que todavía tardaré algún tiempo en acostumbrarme a mi nuevo aspecto -corroboró el degollado palpándose el mondo cráneo-. Me temo que las chicas no me van a encontrar demasiado atractivo durante una temporada -concluyó dubitativo.

-No se preocupe por eso; -comentó el médico- ya le crecerá el pelo de nuevo. Sé que resulta poco agradable, pero es necesario afeitar la cabeza para poder conectar los electrodos.

-No le haga caso, siempre está quejándose por todo. -celebró en tono jocoso el prisionero mientras probaba a dar unos torpes pasos en torno a su camilla- Por mi parte me atrevería ahora mismo con un nuevo ensayo, aunque esta vez mejor sin nazis...

-Me temo que no le podamos complacer en eso. -le interrumpió el psiquiatra-. Aunque durante todo el proceso se mantienen inhibidos tanto el sistema neurovegetativo como el hormonal, hemos comprobado que no resulta recomendable repetir la experiencia antes de haber dejado pasar un período de tiempo prudencial; de no hacerse así, podrían aparecer algunas secuelas desagradables. Bien, señores, por nuestra parte hemos terminado. Quizá sea conveniente que pasen a nuestro jardín, donde podrán terminar de recuperarse. Si lo desean, podemos llamar a unos enfermeros para que les ayuden.

-No, no hace falta, al menos en lo que a mí respecta -intervino de nuevo el prisionero-. ¿Qué pensáis vosotros? -concluyó, dirigiéndose a sus amigos.

Puesto que todos eran de la misma opinión, los tres abandonaron la sala por su propio y todavía tambaleante pie, no sin antes mostrar su satisfacción a los médicos al tiempo que les aseguraban que recomendarían la experiencia a sus amigos. Instantes después, y ya solos en la amplia sala de trabajo, el médico llamado Luis se dirigió a su compañero, que prácticamente no había abierto la boca durante todo el proceso.

-¿Qué te pasa, Antonio? Te veo preocupado.

-¿Qué me va a pasar? -rezongó éste sin quitar la vista del aparato que estaba desconectando-. Me repugna todo esto, de sobra lo sabes.

-¿El qué? -fingió extrañarse su interlocutor.

-Todo -explotó volviéndose bruscamente hacia su compañero-. ¿Tú crees que merece la pena quemar los mejores años de tu vida estudiando sin cesar, repitiéndote constantemente que lo haces buscando el mayor beneficio posible para la especie humana, para acabar satisfaciendo los gustos masoquistas de unos cuantos imbéciles tan podridos de dinero como vacíos de ideas?

-Pero Antonio, nada de malo hay en esto -tartamudeó su colega, sorprendido por tan brusco arrebato-. Es sólo una simulación, por muy real que pueda parecer; a los pacientes no les causa el menor daño, y siempre trabajamos con sujetos voluntarios.

-¿Acaso no te parece suficiente motivo para asquearte? -insistió Antonio al tiempo que amagaba una patada a un invisible enemigo-. Tenemos en nuestras manos uno de los mayores descubrimientos de toda la historia de la psiquiatría, ¿y cómo lo utilizamos? En vez de usarlo para curar dolencias mentales o para tareas de adiestramiento o rehabilitación, nos limitamos a dar gusto a los más atávicos vicios de nuestra especie; violencia y sexo preferentemente, y en muchas ocasiones ambos a la vez. Te digo que esto es una aberración completa.

-Si pagan... -respondió pragmáticamente, Luis-. Además, mejor será que descarguen aquí su adrenalina antes de que lo hagan de otra manera peor.

-¿Acaso estamos seguros de que con el tiempo no vayan a sufrir el equivalente a un síndrome de abstinencia? ¿Acaso podemos desestimar que no hayamos destapado una nueva caja de Pandora? ¡Somos humanos, no dioses!

-Quién sabe... pero has de tener presente que siempre correremos el peligro de tropezar con algún riesgo, aun en la más inofensiva de las actividades.

-Tú pensarás lo que quieras, pero a mí no me gusta nada lo que estamos haciendo; estamos jugando a ser unos nuevos Prometeos, y quizá llegue el día en el que nos topemos con alguna sorpresa desagradable. Y entonces será demasiado tarde.

-Si tanto te desagrada, ¿por qué aceptaste este empleo? -inquirió Luis con sorna.

-No por mi gusto, bien lo sabes; pero tenía que elegir entre esto y el desempleo. Tengo una familia que mantener, y muy pocas posibilidades de conseguir trabajo en algún otro sitio.

-Si quieres un consejo, amigo mío, olvídate de estos tontos prejuicios que nadie te va a agradecer -sentenció su compañero al tiempo que apoyaba la mano en su hombro-. La vida es una porquería, ya lo sé, pero si se revuelve huele todavía peor. Aquí tienes un trabajo seguro y bastante cómodo, y ten por cierto que esto es lo único que en realidad importa. Deja que estos papanatas se extasíen con sus propias vergüenzas; ese es su problema, no el tuyo.

-Quizás tengas razón -concedió Antonio.

-¡Pues claro que la tengo! -sonrió jovialmente su compañero- Anda, vamos a preparar el viaje de esa vieja cascarrabias; sí, esa solterona rica que quiere que la guillotinen en la Francia revolucionaria después de que un sans-culotte la haya violado. Y no se te olvide programarla como una marquesa joven y guapa; siempre hay que satisfacer al cliente.


Publicado el 13-5-2009 en Alfa Erídani