La Puerta



La Puerta surgió de repente sin que nadie lo advirtiera ni, mucho menos, lo previera, en un remoto rincón del desierto de Nevada. Ciertamente su aparición estuvo precedida por una serie de inusuales fenómenos naturales tales como temblores de tierra, tornados o inusitadas lluvias torrenciales que desconcertaron a los expertos, los cuales acabaron llegando a la conclusión de que no habían sido estas convulsiones telúricas y atmosféricas la causa de la aparición de la Puerta, sino su consecuencia.

Aunque se le bautizó con el nombre de la Puerta, en realidad no tenía nada en común con estos elementos arquitectónicos. De hecho, no era nada que pudiera ser comparable con cualquier cosa que pudiera resultar familiar a nuestros ojos: tan sólo se trataba de un amplio espacio circular, de aproximadamente un kilómetro cuadrado de extensión, velado por algo que en un principio se definió erróneamente como una espesa niebla, pero que más tarde se pudo identificar como una extraña e inexplicable distorsión óptica que impedía ver su interior no sólo a nivel de suelo, sino también por el aire hasta una altura de mil metros, a partir de la cual se interrumpía bruscamente sin que existiera tampoco una abertura por su extremo superior. Excavaciones realizadas posteriormente junto al borde exterior determinaron que continuaba también bajo tierra al menos hasta un centenar de metros, la profundidad máxima que se pudo alcanzar.

Para desesperación de los militares, que rápidamente se hicieron con el control de la situación estableciendo un infranqueable cerco en torno a la singularidad, tal como preferían llamarla los científicos, resultó de todo punto imposible saber qué se ocultaba en su interior... sin intentar franquearlo, claro está, ya que si bien se pudo apreciar que algunos de los pequeños animales del desierto lo hacían sin ningún obstáculo, ninguno de ellos pudo ser localizado de vuelta.

Ésta era, pues, una de las peculiaridades de la Puerta. Aparentemente permitía el paso sin problemas no sólo de lagartos y otros bichos, sino también de todos los objetos que fueron arrojados a su interior, desde piedras hasta los más sofisticados robots exploradores, al tiempo que resultaba completamente impenetrable a cualquier tipo de sensores o radiación conocida.

Su opacidad a las ondas de radio resultó ser un verdadero incordio, ya que no sólo fueron inútiles los intentos de sondearla con radar -y de paso con otras frecuencias como infrarrojos, radiación ultravioleta, rayos X e incluso rayos gamma-, sino que asimismo impidió que los robots controlados a distancia pudieran recibir órdenes, ya que en el momento en el que atravesaban la superficie de la Puerta se perdía el contacto con ellos. Tampoco sirvió de mucho recurrir a robots autónomos programados para realizar una exploración por el interior de la Puerta, tras lo cual habrían de retornar al exterior por sus propios medios; al igual que ocurriera en los casos anteriores, éstos se desvanecieron sin dejar rastro.

Quizá de haber ocurrido en otro país, preferiblemente del Tercer Mundo, el impasse en el que se encontraron habría sido resuelto de una manera expeditiva pidiendo voluntarios -a la manera castrense, se entiende- para adentrarse en la misteriosa perturbación; pero había ocurrido en los Estados Unidos, razón por la cual nadie se atrevió a arriesgar la vida de un solo soldado, incluso aunque no se tratara de un wasp.

Sí se intentó con un perro -por supuesto evitando que llegara a oídos de las sociedades protectoras de animales- al que se le ató a una larga cuerda de varias decenas de metros cuyo otro extremo quedó firmemente atado en un poste clavado en el suelo. Aunque en un principio el animal no puso demasiado interés en colaborar rehusando entrar en la Puerta, el efecto combinado de un par de días de abstinencia forzada y el estímulo de una apetitosa chuleta lanzada con energía al interior de ésta por un fornido sargento, consiguieron convencerle de la necesidad de cooperar por el bien de la ciencia.

El perro se internó, pues, en la impenetrable -para la vista- barrera corriendo en pos de su pitanza, y a juzgar por lo que tardó en llegar hasta donde le permitía la longitud de la cuerda el hambre le debió de estimular bastante, puesto que bastaron apenas unos segundos para que se tensara ésta sufriendo además unos enérgicos tirones que hicieron temer su rotura.

Una vez constatado que el perro seguía aparentemente vivo al otro extremo de la barrera, halaron de la cuerda arrastrando más que trayendo de vuelta al desesperado can, sano y salvo aunque con un humor de mil demonios al no haber conseguido alcanzar la chuleta, calmándose tan sólo después de devorar otra no sin antes haber asestado unos cuantos mordiscos.

Bien, al menos se sabía que lo que pudiera haber al otro lado no resultaba al parecer peligroso, pero esta información, aunque valiosa, seguía siendo insuficiente. Fue entonces cuando a alguien se le ocurrió la idea de repetir el experimento del perro pero con un robot automático que, atado asimismo con una cuerda, se pudiera recuperar con las grabaciones de sus sensores. Así se hizo duplicándose la longitud de la cuerda -no se encontró ninguna más larga-, asegurándose de que la velocidad y la potencia tractora del artilugio no impidiera su recuperación a fuerza de brazos una vez que éste hubiera llegado a su destino.

El ensayo resultó satisfactorio en la forma, recuperándose el robot sin problemas después de haber permanecido media hora dentro de la eninigmático muro. No así en el fondo, puesto que lo único que registraron sus sensores fue ruido blanco en todas las frecuencias utilizadas, tanto de radiación electromagnética como de sonidos y ultrasonidos. La conclusión a la que llegaron los técnicos fue que el espesor del muro debía de ser superior a la longitud de la cuerda, lo que explicaba por qué el sufrido can no había podido encontrar su chuleta.

Estaban debatiendo los responsables del destacamento los posibles ensayos a seguir, con claras discrepancias entre los mandos militares y los científicos civiles que les asesoraban, cuando un soldado llegó corriendo con un lagarto muerto colgando por la cola. Era sin duda un magnífico ejemplar de reptil de considerable tamaño, pero su superior inmediato a punto estuvo de arrestarlo por perder el tiempo cazando bichos en lugar de mantenerse ojo avizor vigilando la posible aparición de un ente potencialmente hostil.

El pobre chico, tras capear como mejor pudo el chaparrón de invectivas, logró al fin explicar que el lagarto había salido de dentro de la Puerta y, aunque no mostró una actitud agresiva sino que se limitó a intentar escabullirse bajo las ardientes piedras del terreno, tal como hubiera hecho cualquiera de sus congéneres en similares circunstancias, optó por descerrajarle un tiro pensando que, dada su procedencia, el infortunado bicho podría resultar de interés para la ciencia.

Todavía escéptico -al fin y al cabo para él todos los lagartos eran iguales- el sargento llamó al capitán, que a su vez llamó al comandante, que a su vez llamó al coronel que estaba al mando del destacamento... siempre con el difunto saurio, que ya comenzaba a desprender cierto tufillo a causa del calor, en manos de su cazador.

El coronel, aunque tampoco era demasiado ducho en herpetología, estuvo de acuerdo con la opinión del soldado, que así logró pasar de carne de calabozo a ser nombrado en la orden del día. Tras ordenar que la pieza fuera preservada en frío, lo que obligó a requisar el frigorífico de las bebidas de la cantina de tropa, el coronel se puso en contacto con sus superiores solicitando que le enviaran lo antes posible un zoólogo experto en reptiles.

Cuando éste llegó al día siguiente no se puede decir que estuviera de mejor humor que el perro, ya que le habían arrancado literalmente de un congreso científico y, lo que era todavía peor, justo antes de la cena de clausura. Pero él era uno de los más reputados herpetólogos del país y, tratándose de una emergencia nacional, estaba claro que se debía a su patria.

Su monumental cabreo se esfumó como por ensalmo cuando pudo echar un vistazo al difunto espécimen, conservado donde antes se refrescaran las latas de Coca Cola. Tras una rápida inspección del animal determinó que, según todas las apariencias, se trataba de una especie desconocida, aunque aparentemente emparentada con aquéllas que habitaban en los desiertos de la zona. Eso sí, tan sólo podría emitir un informe completo estudiándolo con detenimiento en su laboratorio. Así pues, y espoleado por el deseo inconfeso de bautizar a la nueva especie con la versión latinizada de su apellido, pidió que se lo entregaran.

El coronel le respondió que habría que esperar a la llegada de un camión frigorífico para transportar el lagarto sin que el calor lo estropeara, pensando a su vez que así los muchachos podrían volver a tomar bebidas frescas para alivio del cabo furriel encargado de la cantina. El zoólogo protestó alegando que esto le retrasaría varios días, pero ante la irónica propuesta del militar de prestarle una máscara antigás acabó aviniéndose a razones.

Mientras tanto se había levantado la veda de la cacería y, estimulados por el ejemplo de su compañero, los soldados que formaban un anillo de vigilancia circunvalando toda la circunferencia de la Puerta comenzaron a matar su aburrimiento cazando a cualquier bicho de cuatro patas o de dos alas que tuviera la desgracia de ponerse a tiro de sus fusiles. Y aunque los frutos de la cacería -incluyendo un infortunado coyote- fueron dispares, principalmente porque no ponían demasiado interés en comprobar si salían de la Puerta o si simplemente pasaban por allí, lo que obligó a desechar a la mayor parte de las piezas cobradas, el herpetólogo, pese a no ser experto en aves y mamíferos, pudo incrementar su cosecha con nuevas especies desconocidas entre las que se encontraban una rara serpiente de cascabel, varios roedores y un ave corredora emparentada con los correcaminos... lo que causó el daño colateral de dejar sin bebidas frías también a la cantina de suboficiales.

Pero merecía la pena, o al menos eso pensaban todos -en especial el herpetólogo,- hasta que llegó la inesperada noticia de que existía un testigo presencial -o al menos así se autoproclamaba- que afirmaba haber franqueado la Puerta hasta más allá del muro que la separaba del mundo exterior.

Aunque el Ejército, con su proverbial eficiencia, mantenía un férreo cerco en torno a la Puerta que impedía tanto la entrada de posibles -y hasta el momento inexistentes- enemigos hostiles, como la llegada de indeseables curiosos y, lo más peligroso de todo, de molestos periodistas, por todo el país, y principalmente en las poblaciones más próximas del estado, habían surgido infinidad de visionarios que afirmaban haber entrado en contacto con seres extraterrestres cuya apariencia oscilaba desde humanos de aspecto seráfico a horribles monstruos con formas diversas -pulpos, hormigas, dinosaurios, enanos cabezones...-, con pretensiones que variaban asimismo entre salvar a la humanidad de un inevitable holocausto nuclear y conquistarla a sangre y fuego -bueno, más bien con rayos láser o desintegrantes- sometiendo a los supervivientes a una amarga esclavitud.

Sin embargo, en este caso el sheriff de una polvorienta población relativamente cercana insistía en que su protegido, al que conocía de toda la vida, no era ningún iluminado ni nadie que pretendiera gozar de sus quince minutos de gloria, sino un ciudadano honrado merecedor de toda consideración. Pero no fue esto lo que convenció al desconfiado coronel y a sus colaboradores de la sinceridad del testigo, sino el hecho de que, por boca del sheriff, éste les comunicó detalles que no podría haberse inventado ni oído a ningún periodista, puesto que se habían mantenido en secreto.

-¡Que lo traigan! -bramó el desesperado militar, cada vez más añorante de la perdida placidez cuartelera.


* * *


Tom Silly, que así se llamaba el testigo, llegó al campamento acompañado y casi empujado por el sheriff. Era un estólido granjero de mediana edad, y bastaba con verle, sin necesidad de ser psicólogo, para convencerse de que no podía tratarse ni de un farsante ni de un iluminado, ya que carecía de la suficiente imaginación para poder ser cualquiera de ellos. De hecho, desde que se hizo pública la existencia de la Puerta se había encerrado en su granja sin querer hablar con nadie, y tan sólo una confidencia hecha al barman del local que solía frecuentar durante sus visitas al pueblo, después de que varias copas lograran desatarle la lengua, puso sobre aviso a las autoridades locales. No le había sido nada fácil al sheriff convencerlo para que relatara su experiencia a los responsables del campamento, y sólo la insinuación -en absoluto probada- de que quizá pudieran darle una recompensa por su testimonio consiguió vencer a duras penas su terca renuencia.

Aunque Tom vivía básicamente de los productos de su granja, redondeaba su presupuesto con diversas actividades de variados tipos, una de las cuales era la caza de las serpientes de cascabel que abundaban por la zona. Con sus pieles, sus cascabeles y sus cabezas elaboraba cinturones, sombreros y diversos objetos de adorno que vendía a un comerciante de la zona, el cual a su vez los revendía como recuerdos típicos en Las Vegas, donde eran muy apreciados por los turistas. Tom no se había enterado -no solía ver la televisión, ni leer los periódicos- de la aparición de la Puerta a apenas una treintena de kilómetros de su domicilio, y se encontraba rastreando la zona en busca de ofidios cuando se topó repentinamente con ella. Cotejando fechas los investigadores llegaron a la conclusión de que Tom había sido probablemente uno de los primeros en avistarla, y sin duda alguna el primero que se acercó a ella -los demás testigos optaron por mantenerse a una prudencial distancia- antes de que los militares tomaran cartas en el asunto impidiendo el acceso a sus alrededores.

Intrigado por tan desconcertante fenómeno, Tom detuvo su todoterreno a veinte metros de la Puerta; aunque habitualmente no solía interesarse por todo cuanto no encajara en su rutina diaria, lo desmesurado de su magnitud le movió a acercarse a ella. Su intento de tocar su superficie derivó en susto cuando notó que la mano la atravesaba limpiamente, pero se tranquilizó al comprobar, tras retirarla con brusquedad, que ésta permanecía intacta. Movido por una curiosidad que más de uno habría considerado temeraria, pero que hizo palidecer de envidia al coronel lamentándose de no tener bajo su mando a soldados como él, introdujo a continuación la cabeza... lo que no le sirvió de mucho, puesto que tan sólo pudo atisbar una grisura uniforme que se extendía en todas direcciones.

Con la cabeza a buen recaudo -al igual que la mano ésta tampoco había sufrido el menor daño- y de vuelta al tranquilizador exterior de la Puerta Tom comenzó a reflexionar, algo que para él suponía un esfuerzo considerable. Aparentemente la cosa era inofensiva, así que sin pensárselo dos veces penetró con decisión en ella. Inmediatamente se vio rodeado de la nada gris que ya conocía, pero lejos de arredrarse se encaminó hacia su interior procurando mantener una dirección aproximadamente perpendicular al lugar por donde había entrado. Si tal como parecía era una especie de muro, tarde o temprano acabaría llegando al otro extremo.

Así ocurrió, tras recorrer un tramo que, conforme a sus indicaciones -Tom estaba acostumbrado a calcular distancias-, los técnicos estimaron en unos ochenta o cien metros, superior por tanto a los sondeos que éstos habían realizado. La salida por la otra pared de la Puerta fue tan abrupta como la entrada, quedando Tom momentáneamente cegado por el fuerte resplandor del sol. Los científicos, que ya habían especulado con la posibilidad de que la Puerta estuviera hueca conteniendo un espacio cilíndrico en su interior, preguntaron al granjero si, efectivamente, era así, pero para su sorpresa éste les respondió que no había salido dentro de ella, ya que de haber sido así se habría encontrado dentro de un tubo de algo más de un kilómetro de diámetro, sino fuera. Salvo la pared grisácea que se curvaba hacia atrás en ambas direcciones de forma similar a como lo hiciera al otro lado, nada había que perturbara su visión del paisaje.

Preguntado sobre qué había visto, Tom se mostró turbado. La orografía era la misma, de eso no le cabía la menor duda, con los familiares montes y las no menos conocidas quebradas. Pero ahí acababan las similitudes. Por la hondonada cercana, habitualmente seca salvo con ocasión de una esporádica lluvia, discurría ahora un plácido río. El reseco terreno que él recordaba estaba ahora recubierto de vegetación, frondosos bosques en las laderas y fértiles campos de cultivo en las tierras bajas. Pero lo que más le perturbó fue ver en la lejanía, allá donde sólo debería haber existido la vastedad del desierto, el perfil de una fantástica ciudad que le recordó a las que aparecían dibujadas en los cómics de ciencia ficción de su infancia. Bueno, eso... y también los vehículos aéreos que surcaban grácilmente el cielo, que no eran ni aviones ni helicópteros puesto que carecían tanto de alas como de rotores que pudieran sostenerlos en el aire. De hecho, por su forma y tamaño a Tom le parecieron más bien coches voladores que cualquier otro tipo de aparato.

Tom era ante todo un buen cristiano, y tenía presentes los sermones en los que los predicadores recordaban a sus feligreses la necesidad de estar siempre prevenidos frente a las acechanzas del Maligno. Así pues, al ver que uno de esos extraños aparatos perdía altura con la evidente intención de aterrizar a su lado, y atribuyendo una condición diabólica a tan perturbador fenómeno, dio media vuelta y echó a correr despavorido buscando retornar a su acogedor y familiar desierto.

El camino de vuelta ocurrió también sin incidentes, a excepción de la piedra con la que tropezó al salir de la Puerta haciéndole caer cuan largo era al suelo. Aunque se había desviado ligeramente del lugar por el que había entrado, pudo atisbar a su vehículo apenas a unos centenares de metros de distancia. Y lo que era más tranquilizador, el desierto terreno volvía a tener el mismo aspecto de siempre.

Tom se había apresurado a montar en el todoterreno y, cual alma que llevaba el diablo, corrió a la mayor velocidad posible hasta su rancho, donde se atrincheró hasta que algunos días después, ajeno por completo al trajín montado por los militares pero necesitado de provisiones, se vio obligado a viajar hasta el pueblo en las circunstancias ya conocidas.

Una vez que se le hubo agradecido su colaboración encomiándole su patriotismo el coronel le permitió volver a su granja, cosa que Tom se apresuró a hacer, mohíno eso sí al no haberse embolsado la ansiada y en realidad nunca prometida recompensa, sino tan sólo el reconocimiento público de su arrojo junto con el compromiso de transmitir la relevancia de su testimonio ante las autoridades del estado y, quizá, hasta de las federales... nada de lo cual le garantizaba que fuera a ayudarle a pagar la hipoteca.

No obstante, el testimonio del frustrado granjero no cayó en saco roto. Aunque nadie dudaba de la veracidad de su relato, la pequeña comunidad del campamento se escindió en dos bandos irreconciliables. Por un lado estaban los científicos que, excitados como un niño con juguetes nuevos, presionaban con todas sus fuerzas para que se les permitiera hacer una excursión al otro lado. Y por el otro estaban el coronel y tras él, por la obediencia debida, las tropas bajo su mando; imbuido en la tradicional paranoia militar, estimaba que si había gente más allá de la Puerta y ésta, según todos los indicios, gozaba de un nivel tecnológico superior al nuestro, cabía la posibilidad de que pudieran ser hostiles e incluso que intentaran invadirnos, algo que los científicos, que como civiles no estaban sometidos a la disciplina militar, no se recataban en calificar de absurdo. Pero como era en él en quien recaía el mando, y éstos se veían obligados muy a su pesar a acatar sus decisiones, no sólo prohibió tajantemente que nadie se acercara al borde de la Puerta, en especial los poco fiables científicos, sino que reforzó considerablemente las líneas de defensa solicitando refuerzos de infantería, artillería ligera y varios helicópteros de vigilancia.

Mientras tanto, y a pesar de que estos descubrimientos se habían mantenido lógicamente en silencio ya que lo que menos se deseaba, y en esto sí estaban de acuerdo unos y otros, era sufrir una invasión por parte de periodistas o simplemente curiosos, sí se contactó con expertos en física, mecánica cuántica, relatividad y hasta cosmología, en un intento de desentrañar el misterio que encerraba la Puerta, por supuesto haciéndoles firmar previamente un compromiso de confidencialidad.

De todas las hipótesis que se plantearon, casi tantas como expertos consultados, la que finalmente alcanzó un grado de consenso mayor fue la que suponía que la Puerta -fue entonces cuando recibió este nombre- sería un punto de contacto entre nuestro planeta y un universo paralelo, abierto accidentalmente -o quizá no tanto, en opinión de los militares- a causa de un desgarro en el espacio-tiempo. Por supuesto sus promotores lo explicaron de una manera mucho más compleja con profusión de ecuaciones incluidas, pero en esencia la idea venía a ser ésta.

Claro está que estas conclusiones no ayudaban a resolver el problema, máxime teniendo en cuenta que el coronel seguía en sus trece montando en cólera cada vez que alguien le insinuaba la posibilidad de meter las narices dentro, aunque fuera poco. Mientras no estuviera completamente seguro -afirmaba- que del otro lado no podía provenir ningún peligro, no autorizaría ninguna expedición a través de la Puerta.

El problema estaba en que los habitantes del otro lado -debía haberlos, puesto que Tom Silly había visto vehículos, una ciudad y claros indicios de campos cultivados- seguían sir dar la menor señal de vida, lo cual no dejaba de ser desconcertante dado que cabía suponerles una curiosidad similar a la nuestra; al menos esto era lo que pensaban los científicos, porque los militares -en realidad el coronel, ya que sus subordinados evitaban prudentemente opinar delante de los civiles- optaban una hipótesis alternativa: ¿Y si estaban preparándose para la invasión?

A consecuencia de todo ello la investigación se encontraba estancada para desesperación de los científicos y hartazgo de los uniformados, al menos los pertenecientes a la clase de tropa cansados de realizar las aburridas tareas de vigilancia bajo el tórrido sol del desierto. El coronel, que disponía de aire acondicionado en su tienda, lo sobrellevaba mejor.

Finalmente las presiones de los científicos, uno de los cuales conocía a alguien que conocía a su vez a un congresista, y éste a... lograron desatascar el impasse, aunque sin duda también debió de influir algo la evidencia de que el primer paso para un contacto entre ambas civilizaciones no iba a ser según todas las apariencias por iniciativa de los del otro lado, que continuaban sin dar señales de vida y sin tener siquiera el detalle de devolver los costosos robots perdidos durante los ensayos previos. El discreto traslado del tozudo coronel a una unidad de adiestramiento de reclutas y su relevo en el mando por otro más proclive -aunque no demasiado- a las pretensiones de los científicos, hizo el resto.

Así pues, comenzó a discutirse un plan de acción... en el sentido más literal de la palabra, puesto que ni siquiera los científicos se ponían de acuerdo entre ellos sobre cual debería ser la representación más adecuada en la que habría de ser la primera embajada terrestre a otro planeta. Puesto que los políticos, atraídos como moscas por la miel, también deseaban meter el cazo y los militares esgrimían a su vez, con tozudez berroqueña, lo imprescindible de su tutela en previsión de posibles intenciones hostiles por parte de los visitados, el campamento acabó convirtiéndose en un auténtico gallinero.

Todo acabó con la llegada de un delegado federal nombrado desde muy arriba, el cual se apoyó en los plenos poderes que le habían sido otorgados para hacer y deshacer a su antojo. De esta manera la embajada, o delegación como prefería denominarla ya que, no sin razón, argumentaba que él no ostentaba rango de embajador, quedó configurada finalmente de la siguiente manera:

-El delegado, su secretaria -según algunas voces maledicientes también algo más- y otros cinco ayudantes. Total: siete personas.

-Representantes políticos locales y estatales: cinco personas.

-Equipo científico: cuatro personas.

-Escolta militar: un pelotón de diez soldados, oficialmente voluntarios, al mando de un teniente. Total: once personas.

Lo que sumaba veintisiete. A su vez, el equipo científico estaba constituido por investigadores pertenecientes en su totalidad a las ciencias sociales, ya que éstos argüían, bajo el beneplácito del delegado, que sus respectivas disciplinas eran las más adecuadas para un primer contacto: un lingüista, un sociólogo, un antropólogo social y un psicólogo. El hecho de que quedaran sin representación las ciencias físicas y naturales provocó una airada protesta por parte de los afectados, los cuales recibieron por única respuesta la excusa de que la delegación ya era suficientemente numerosa y que no convenía incrementarla todavía más. Propusieron entonces que se redujera el número de políticos o de militares, a lo cual se negaron rotundamente tanto los unos como los otros, los primeros alegando su condición de representantes legítimos, respectivamente, del condado, del estado y de la nación -secretaria incluida-, y los segundos apoyándose en su obsesiva fijación por la seguridad. En consecuencia médicos, biólogos, geólogos, químicos, físicos, zoólogos y botánicos, entre otros, se quedaron con las ganas de intervenir.

Llegado el día asignado para la partida, la delegación terrestre -o, por hablar con mayor propiedad, norteamericana- se aprestó a afrontar su histórica misión, para la cual el delegado federal tenía preparado un discursito -que no había escrito él, sino uno de sus colaboradores- con frase lapidaria incluida pensada para pasar a la posteridad. Los demás políticos se habían limitado a esgrimir sus mejores sonrisas, mientras los soldados iban equipados tan sólo con armas cortas porque tampoco era cuestión de dar a sus anfitriones una equivocada imagen hostil. Los cuatro científicos, por último, se mantenían callados cuchicheando entre ellos sin que sus compañeros de viaje les prestaran mayor atención

Aunque conforme a los datos aportados por Tom Silly el trayecto a través de la Puerta sería breve, el delegado federal arguyó, apoyado por el resto de sus colegas, que la dignidad de su cargo desaconsejaba que lo realizara a pie. Por esta razón, y dado que no resultaría oportuno que él y su séquito utilizaran un coche oficial mientras el resto del grupo cruzaba a pie, se optó por tomar prestado un microbús militar, lo cual solucionó de paso el problema del conductor al hacerse cargo de su manejo uno de los soldados de la escolta.

Y desaparecieron tras la cortina de nada que constituía el muro de la Puerta, dejando al resto del personal del campamento, sin distinción alguna de civiles, militares o políticos, sumido en una tensa espera.


* * *


Se daba por sentado que la delegación, aun en el mejor de los casos, llevaría su tiempo. Incluso los más optimistas asumían que los habitantes del otro lado desconocerían los idiomas terrestres -es decir, el inglés-, y aunque el lingüista que formaba parte de ella era uno de los más eminentes en su campo, se suponía que la comunicación entre las dos civilizaciones no sería inmediata. Así pues, habría que tener paciencia.

Pero cuando pasaron los días, las semanas e incluso llegó un nuevo mes sin que la delegación terrestre -o norteamericana- diera la menor señal de vida, los responsables del campamento, en especial los militares, comenzaron a impacientarse. Se había convenido que, de establecerse un contacto amistoso con los habitantes del otro lado, se enviaría a un soldado de vuelta para informar de la evolución de las negociaciones, algo que no había ocurrido; y aunque las razones para ello podían ser múltiples y no necesariamente preocupantes, la impaciencia fue siendo reemplazada poco a poco por la inquietud, que a su vez lo fue por el temor.

Por esta razón, llegó un momento en el que el coronel al mando del destacamento ordenó la evacuación de todo el personal no militar, al tiempo que solicitaba el envío de artillería pesada, carros de combate y aviones de caza, junto con el refuerzo de un regimiento de infantería.

Sin embargo no llegaron a hacerse efectivas estas medidas, ya que fue entonces cuando tuvo lugar el retorno del microbús con todos sus pasajeros sanos y salvos aunque con los rostros marcados por un gesto contrito -en especial los políticos- que no hacía presagiar nada bueno sobre el resultado de la misión.

Puesto que el delegado federal se marchó inmediatamente sin dar explicaciones llevándose consigo a su séquito y a su secretaria, el resto de los políticos se escabulleron con la excusa de que tenían cosas que hacer en sus respectivas circunscripciones y los soldados se ampararon en las órdenes recibidas para justificar su mutismo, fueron los cuatro científicos la única fuente de información de la que dispusieron sus colegas, ignorando éstos la recomendación del delegado de guardar silencio con el argumento de que esa precaución era válida para el exterior del campamento, pero no para quienes se encontraban en él.

-Cruzamos la barrera sumiéndonos en ese ámbito gris y carente de formas que había descrito el granjero -explicó el sociólogo ejerciendo de portavoz del grupo-. Aunque el microbús viajaba a poca velocidad, apenas tardamos medio minuto en cruzarlo, tras lo cual salimos al otro lado. También allí era todo como ya sabíamos, pero con una diferencia fundamental: a unos cien o ciento cincuenta metros de distancia se alzaba un muro de quizá unos treinta metros de altura que rodeaba, como pudimos comprobar más adelante, toda la circunferencia de la Puerta sin dejar abierto el menor resquicio.

»El muro tenía una apariencia que no era sólida, parecía una bruma densa de tonos irisados a través de la cual se podía entrever el paisaje, incluyendo la ciudad que citó el granjero. No se parecía a nada que nos resultara familiar, pero cuando un soldado, a instancias del teniente, lanzó una piedra contra él, hubo un chisporreteo y la piedra desapareció, aparentemente volatilizada.

-Debía de tratarse de algún tipo de campo de fuerza -le interrumpió un físico-; lo que indica que su tecnología es claramente más avanzada que la nuestra.

-Eso debió de ser -respondió el portavoz, molesto por la interrupción-. Vista su peligrosidad evitamos acercarnos demasiado, y como en la sección que teníamos a la vista no se apreciaba ninguna abertura, optamos por rodear la Puerta a través del pasillo circular que quedaba entre ésta y el muro exterior.

»Habíamos rodeado ya casi media circunferencia, cuando descubrimos la existencia de una especie de casamata incrustada en el muro. Pensamos que pudiera ser una puerta, pero su superficie era lisa y carecía por completo de aberturas. Así pues la dejamos atrás, pero tras dar una vuelta completa comprobamos que éste era el único accidente que interrumpía la uniformidad del muro.

»Tenía que ser forzosamente una puerta, pero ¿cómo podríamos abrirla? Vista de cerca parecía sólida, aunque de un material desconocido, y en esta ocasión las piedras rebotaron inofensivamente en su superficie. Al tocarla su tacto era parecido al del mármol, pero no encontramos el menor resquicio por el que poder introducir siquiera una cuchilla de afeitar.

-Pero ustedes no tenían provisiones más que para unos pocos días, y han tardado casi dos meses en volver... -objetó otro de los asistentes.

-Evidentemente la idea era dar la vuelta si no podíamos entrar ya que en esas circunstancias no pintábamos nada allí, pero fue entonces cuando ellos, alertados sin duda de nuestra presencia, abrieron la puerta. De hecho, llevaban tiempo esperándonos.

Un silencio sepulcral se cernió sobre el improvisado auditorio tras la confirmación del contacto... que sólo duró unos segundos, sustituido por el guirigay que produjeron todas las voces intentando hablar a la vez.

-¡Por favor, silencio! -rogó el orador-. Si no me dejan hablar, difícilmente podré explicárselo.

Una vez restablecida la calma, continuó con el relato. De forma súbita, y sin el menor aviso, había aparecido una oquedad rectangular en mitad de la superficie frontal de la casamata. Nadie fue capaz de apercibirse del proceso pese a encontrarse todos junto a ella; simplemente un momento antes no estaba, y un momento después sí.

De allí surgieron quienes, con toda probabilidad, debían ser los habitantes de ese planeta gemelo -al menos geológicamente- de la Tierra. Humanos, como pudieron comprobar, aunque con ciertos rasgos exóticos que no se correspondían con los de ninguna raza conocida. También sus ropas eran diferentes, al igual que los extraños objetos oblongos que sostenían terciados y que, pese a su extraño diseño, no tuvieron la menor duda en identificar como armas. Las cuales, vista la mortífera efectividad del campo de fuerza, ejercieron un eficaz efecto disuasorio.

El que según todos los indicios era el jefe de la pequeña tropa se dirigió a ellos en un idioma desconocido y, habiendo comprobado la imposibilidad de una comunicación oral, les instó por señas a entregarles las armas -el teniente y algunos de los soldados habían desenfundado instintivamente sus pistolas- y, una vez hecho esto, a seguirles a través de la enigmática entrada.

Tras atravesar un corto túnel abovedado salieron finalmente al aire libre... aunque no a campo abierto, como esperaban, sino a un espacio circular de unos cien metros de diámetro cubierto por una cúpula de aspecto perlado a través de la cual se podía vislumbrar el azul tamizado del cielo. Ésta era lo bastante alta para albergar en su interior varias construcciones con aspecto de barracones, aunque el material empleado en sus paredes parecía ser el mismo que el de la casamata que habían dejado atrás.

Obedeciendo dócilmente las órdenes de sus captores se encaminaron hacia el más grande de los barracones, enfrentándose al consabido muro liso. Éste apuntó hacia él con un objeto que recordaba por su forma y tamaño a un mando a distancia, lo que hizo que surgiera una abertura. Invitados a pasar, una vez que hubo entrado el último, obviamente un político, la puerta se cerró a sus espaldas dejándolos encerrados.

Aunque sus reacciones fueron dispares, quienes lograron mantener mejor la calma descubrieron que se encontraban en el interior de un recinto dividido a su vez en varias habitaciones, algunas de ellas dormitorios mientras el resto se repartía entre un par de cuartos de baño, un comedor y el amplio salón en el que se encontraban, amueblado con sillones y mesas bajas.

Como pudieron comprobar el comedor contaba con frigoríficos y alacenas bien surtidos de víveres lo suficientemente extraños para recordarles que estaban en otro mundo, pero no tanto como para disuadirles de probarlos. Y como alguno de los prisioneros -de nuevo un político- comenzó a sentir las punzadas del hambre, ni corto ni perezoso hincó el diente a algo que recordaba en su aspecto a un queso, argumentando que sus captores, de haber querido matarlos, no habrían tenido necesidad de intentar hacerlo mediante alimentos envenenados... añadiendo a continuación que el queso, o lo que fuera, estaba delicioso, lo que sirvió de acicate para que muchos de sus compañeros -a excepción de los soldados, retenidos por la autoridad de su superior- le imitaran.

-¿Comieron ustedes esos alimentos sin la menor precaución, así a ciegas? -le interrumpió alarmado un bioquímico.

-¿Y qué quería que hiciéramos? ¿Morirnos de hambre? Como acabo de explicar, resultaba absurdo que nos envenenaran después de tomar tantas precauciones para capturarnos. Todas nuestras provisiones se habían quedado en el microbús, y no teníamos la menor idea de cuanto tiempo tendríamos que permanecer allí. Por otro lado nuestros anfitriones eran tan humanos como nosotros, y lo que era bueno para ellos cabía suponer que lo fuera también para nuestros estómagos. De hecho así fue, ¿cómo si no podríamos haber sobrevivido durante todo este tiempo sin morir de inanición?

Le evidencia era palpable, pero el bioquímico insistió:

-Estoy de acuerdo con usted en que el riesgo de ser envenenados de forma deliberada era remoto, pero no el único. Esos alimentos podrían haber contenido nutrientes que nuestro metabolismo fuera incapaz de asimilar, quién sabe si incluso venenosos... habría bastado con alguna pequeña diferencia en la quiralidad de las moléculas, o en el plegado de las proteínas... recuerde el caso de los tristemente famosos priones que provocaron la epidemia de las vacas locas. O podrían haber portado gérmenes inocuos para esos seres, pero patógenos para nosotros. Y esto no tenían por qué saberlo ellos, puesto que su desconocimiento de nuestra bioquímica era, evidentemente, tan completo como el nuestro respecto a la suya. Si me permite que le exprese mi opinión, corrieron ustedes un serio riesgo de acabar, como poco, con una reacción alérgica o con una indigestión.

-El caso es que no sólo no nos pasó nada -respondió con tono de fastidio el sociólogo, que no había entendido nada de los priones ni de la quiralidad-, sino que incluso alguno de nosotros ha vuelto con unos kilos de más. En cualquier caso, insisto, no nos quedaba otra alternativa.

Continuó explicando que en un principio les dejaron comer y descansar, callando por considerarla irrelevante la airada protesta de la secretaria, única mujer del grupo, al descubrir que no había habitaciones individuales sino varios dormitorios comunes equipados con literas, lo que según ella le privaba de toda intimidad... opinión probablemente compartida por los demás a excepción claro está de los soldados, aunque todos prefirieron callárselo. Y como nadie ofreció renunciar a su plaza conformándose con los sillones, ésta tuvo que resignarse a tumbarse vestida encima de la cama, por supuesto evitando el dormitorio que les fue asignado a los soldados.

De cualquier modo, desconocían cuanto podría durar su encierro. A la mañana siguiente -más adelante supieron que esta segunda Tierra tenía sincronizadas la traslación y la rotación con la nuestra- entraron en el recinto varios neoterranos -alguien propuso con éxito denominarlos así- algunos de los cuales eran soldados, mientras el resto tenían todo el aspecto de ser científicos. Estaba claro que su intención era enseñarles su idioma o bien, tal como comprobaron posteriormente, aprender ellos el inglés, buscando poder entenderse con los visitantes.

Gracias a la ayuda de unas máquinas que dejaron sorprendido al lingüista la tarea tan sólo les llevó unos días, pasados los cuales la comunicación fue posible siquiera a un nivel básico, pero suficiente. Llegaron entonces las explicaciones: efectivamente Neotierra era un planeta gemelo de la Tierra que orbitaba en un universo paralelo al nuestro, ambos extremadamente próximos entre sí -el concepto de multiverso abarcaba al parecer un espectro prácticamente infinito de realidades alternativas, tanto más dispares cuanto más alejadas- pero en principio completamente aislados. Sin embargo -cuando oyó esto el cosmólogo presente en la sala ronroneó de satisfacción-, en ocasiones y de forma aleatoria podían crearse perturbaciones, o vórtices, en la trama que envolvía y al mismo tiempo separaba a dos universos continuos, produciéndose una singularidad cuántica -la Puerta- que permitía el paso de uno a otro en ambos sentidos.

Los neoterranos conocían este fenómeno, que habían postulado de forma teórica, pero no esperaban que se abriera una Puerta su propio planeta, y tampoco podían predecir si se trataba de un fenómeno puntual o si, por el contrario, persistiría en el tiempo. Fuera de esto la información que les dieron sobre ellos y su planeta fue mínima, salvo la confirmación obvia de lo que ya sabían: pese a ser fisiológicamente idénticos a los terrestres y, con mucha probabilidad -al llegar a este punto un biólogo soltó un bufido- interfértiles, su nivel científico y tecnológico era sensiblemente superior al de sus homólogos del otro lado.

A diferencia de su parquedad a la hora de responder las preguntas de sus forzados huéspedes, ellos sí se mostraron extremadamente interesados por conocer como era el otro lado, venciendo las reticencias de los miembros del grupo, en especial la del teniente, merced a unas drogas hipnóticas que dejaban en mantillas al pentotal sódico, a la escopolamina y a cualquier otra sustancia susceptible de ser usada, de forma efectiva o no, como suero de la verdad.

Asimismo todos ellos fueron llevados de forma sucesiva a un edificio anejo, también bajo la cúpula, en el que les sometieron a unos exhaustivos exámenes médicos. Aparte de esto y de los interrogatorios, los neoterranos les dejaron tranquilos y les trataron bien durante todo el tiempo que estuvieron recluidos, aunque sin permitirles abandonar su encierro. De hecho, incluso atendieron la petición de la chica -no así otra análoga de su jefe- habilitándole como dormitorio una pequeña habitación en un rincón de la sala comunal, aunque muy a pesar suyo tuvo que seguir compartiendo los cuartos de baño con el resto de sus forzados compañeros.

Recluidos en este reducido espacio, los cautivos veían desgranarse de forma rutinaria los días. Los neoterranos afirmaban que no tenían intención de retenerlos de manera indefinida y que tampoco pretendían infligirles el menor daño, sino tan sólo conocer lo mejor posible la cultura y la fisiología humanas. Cuando uno de los políticos les increpó de forma airada invitándoles a comprobarlo por sí mismos, la flemática respuesta fue que esa propuesta era incompatible con el plan de actuación que habían trazado, del cual rehusaron dar la más mínima indicación.

Finalmente, y cuando menos lo esperaban, les comunicaron que eran libres para volver a casa. Ante la tímida sugerencia de uno de los científicos, el antropólogo concretamente, de que antes de volver a cruzar la Puerta se les permitiera abandonar la cúpula y visitar la ciudad, o cuanto menos los alrededores, la negativa fue tajante. Volverían exactamente por el mismo camino por el que habían llegado.

Y así fue. Siempre escoltados por un pelotón de hieráticos soldados -en esto no parecían diferenciarse mucho de los terrestres-, abandonaron el pabellón en el que estuvieran alojados, recorrieron el corto trayecto que les separaba de la salida de la cúpula, atravesaron el corredor que les condujo al exterior de la casamata y, tras serles devueltas a los soldados las pistolas sin munición, les ordenaron que montaran todos en el microbús y volvieran a casa atravesando la Puerta.

Eso había sido todo, concluyó con gesto cansado. Los políticos se encargarían de informar a sus superiores y, en lo que a ellos se refería, su trabajo también había terminado.

Como cabía suponer sus interlocutores no se conformaron con tan prosaico final, instándole a dar más detalles. En concreto, fueron muchos los se extrañaban de que no fueran portadores de ningún mensaje a la humanidad hermana; al fin y al cabo, esa había sido su misión primordial.

-En realidad, sí lo hubo -tomó entonces la palabra el psicólogo, relevando a su compañero-. Y aunque tanto el delegado como el teniente nos pidieron que guardáramos silencio, este secretismo me parece una tontería sobre todo entre nosotros que, al fin y al cabo, todos formamos parte del proyecto. El mensaje fue breve, limitándose a prohibirnos que, en lo sucesivo, volviéramos a intentar atravesar la Puerta... aunque el campo de fuerza que la rodea ya es de por sí suficientemente disuasorio.

-Realmente no entiendo esta falta de interés, ni de curiosidad hacia nosotros -objetó un químico-. ¿Qué razones dieron para ello?

-Tan sólo una -respondió con un suspiro el interpelado-. No desean tener inmigrantes ilegales en su planeta.


Publicado el 11-5-2017