Todo es según el color...



Comenzó a sentir una sensación extraña cuando aquel lunes por la mañana, al conectarse el radio despertador, oyó entre sueños algo relativo a un tratado de amistad entre la República Austrohúngara y la Federación Eslava que sellaba definitivamente la tradicional rivalidad entre ambas potencias vecinas. Como acto seguido volvió a quedarse dormido, no le dio mayor importancia que la correspondiente a cualquier otro desvarío onírico.

No obstante, lo recordó un cuarto de hora más tarde cuando, más despabilado, llegó a la desagradable conclusión de que no podía seguir remoloneando más so pena de perder el tren.

-“¡Vaya, qué curioso! -se dijo- Mira que soñar con que Austria-Hungría seguía existiendo aún... lástima no saber escribir, de aquí podría haber salido un buen relato de ciencia ficción.”

Y se puso a vestirse sin darle la mayor importancia, mientras oía distraído las noticias que vomitaba el despertador. Nada fuera de lo normal, por supuesto; pero el calcetín se le cayó de la mano al oír cómo el locutor narraba las últimas novedades de la guerra entre Argentina y Brasil.

-“¡Un momento! -exclamó para sus adentros- Que yo sepa, Argentina y Brasil no están en guerra; al menos anoche no lo estaban, ni por supuesto cabía prever que estallara un conflicto entre ambas naciones.”

Sorprendido, prestó atención por vez primera a la radio, donde el locutor hacía hincapié en los denodados esfuerzos realizados por el presidente de la República Española en busca de un armisticio.

-“¡Ahora sí que la hemos liado! -pensó jocoso- Esto sí que es acostarse monárquico y levantarse republicano, y no como en el 31.”

Cada vez más perplejo inspeccionó el dial, comprobando que estaba seleccionada la misma emisora de siempre. Y, dado que corrían los primeros días de mayo, ni siquiera cabía pensar en la posibilidad de una inocentada.

Picado por la curiosidad seleccionó otra emisora, gracias a la cual pudo enterarse de un golpe de estado en Escandinavia, fruto del cual había sido la marcha al exilio del anciano rey Eric. Una tercera emisora comenzó a radiar información deportiva celebrando la victoria del Atlético Aviación sobre su eterno rival el Sporting de Lisboa, lo cual ponía en sus manos -o, mejor dicho, en sus botas- el título de campeón de la liga de fútbol española.

Sintiendo en sus intestinos algo desagradablemente parecido al vértigo apagó la radio, subió la persiana y terminó de vestirse. ¿Es que se habían vuelto todos locos? Recorrió con la vista el familiar recinto del dormitorio sin encontrar nada anormal. Miró por la ventana, y sólo vio el habitual ajetreo del inicio de un día laborable.

Encogiéndose de hombros culminó su rutina habitual, visitando primero el cuarto de baño para pasar posteriormente a la cocina. Actuando de forma maquinal sacó del armario un paquete de galletas, cogió del fregadero un vaso limpio y abrió el frigorífico en busca de la leche, preparándose con todo ello un frugal desayuno. Estaba intentando responsabilizar a las últimas brumas del sueño de toda la sarta de incoherencias que había oído, o creído oír en la radio, cuando a punto estuvo de escupir el primer trago de leche a causa de su extraño sabor.

Lo primero que pensó fue que ésta quizá hubiera podido haberse estropeado, por lo cual fijó su atención en la caja intentando comprobar la fecha de caducidad; y su sorpresa fue mayúscula. El diseño, los colores e incluso la marca eran los mismos de siempre, pero lo que el recipiente contenía, según rezaba en el mismo, era leche pura... de búfala.

Eso sí que no podía ser. Apenas había pasado una semana desde que comprara esos cartones de leche en el supermercado de siempre y, por supuesto, cuando los llevó a casa eran de algo tan normal como la leche de vaca. De hecho, que él supiera la leche de búfala tan sólo se utilizaba, al menos en Europa, para fabricar queso mozzarella; nunca para consumirla fresca. Pero ahí lo ponía bien claro, leche procedente de las mejores búfalas de Galicia, y el sabor de la misma, muy diferente al habitual y desconocido para su paladar, así parecía confirmarlo.

Bueno, esto se pasaba ya de castaño oscuro; aunque no tenía ni la más remota idea de qué era lo que podía estar ocurriendo. Su primer impulso fue el de comprobar el resto de las cajas de leche, aún sin abrir, que guardaba en la despensa, pero un rápido vistazo al reloj le advirtió de la urgencia de salir pitando de casa si no quería perder el tren. Y el siguiente, aunque pasaba tan sólo unos minutos más tarde, iba tan abarrotado que no le seducía en absoluto la idea de verse obligado a cogerlo. Así pues dejó las investigaciones para más tarde, guardó precipitadamente la leche sobrante y salió disparado saludando con un gruñido al portero, enfrascado como era habitual a esas horas en guardar los cubos de la basura. Nada anormal ocurría en su calle, ni tampoco en la transversal, pero las cosas cambiaron radicalmente al llegar a la avenida principal cuando, aguardando en el semáforo para cruzar la calzada, vio pasar ante él un tranvía... vehículo que había desaparecido de las calles de la ciudad hacía ya varias décadas, sin que llegara a ser reimplantado jamás a pesar de las periódicas -e incumplidas- promesas electorales de algunas candidaturas municipales. Claro está que no se trataba de esos cochambrosos armatostes que recordaba de su infancia, sino de un esbelto hermano pequeño de los sofisticados trenes de última generación. Pero para el caso era lo mismo; ese artilugio no debería estar allí.

Cruzó la calle como un autómata, enfilando por la acera opuesta en dirección a la vecina estación de cercanías. Llegó al cruce, giró a la derecha en la explanada tras la cual se abría la entrada... y casi se dio de bruces contra el pretil de un puente bajo el cual atravesaba una vía que tampoco debería verse, puesto que ésta había quedado soterrada bajo la inexistente estación tras la remodelación de la línea varios años atrás.

De repente una luz comenzó a abrirse camino en su mente. Ése era precisamente el aspecto de la zona que recordaba con anterioridad a la construcción de la estación, pero de eso hacía ya bastante tiempo. Desconcertado, miró a uno y otro lado intentando encontrar referencias que le resultaran familiares; y las halló. La iglesia, y la mayor parte de los edificios de los alrededores, permanecían incólumes tal como él los recordara, pero otros elementos urbanos, y en especial varias tiendas cercanas, le resultaban extraños por completo. Esta caótica mezcolanza de partes conocidas, recordadas y desconocidas le desorientó por completo, pero incapaz de entenderlo optó por encaminarse al trabajo; en tranvía, puesto que la estación de cercanías se había esfumado y los autobuses, al parecer, habían sido reemplazados por este medio de locomoción.

Tras montar con aprensión en el vagón -el número de la línea coincidía con el de su autobús y, paradójicamente, su abono de transportes se mostró válido-, la lectura de los titulares del periódico que sostenía el viajero sentado enfrente de él volvió a sumirle en el asombro a causa de lo disparatado de los mismos. Amén de las ya conocidas noticias de la guerra entre Argentina y Brasil y la rutilante victoria del Atlético Aviación, pudo saber que el presidente de California se hallaba en visita de cortesía en los Estados Unidos intentando limar las asperezas que habían llevado a las dos naciones al borde mismo del conflicto bélico, y que el Partido Nacionalista Luso había reivindicado una vez más la revisión del Estatuto de Autonomía durante la celebración de su fiesta anual en Aljubarrota. Para colmo de sorpresa, la cabecera del periódico, aunque recordaba poderosamente, al igual que su maquetación, al diario que él acostumbraba a leer, respondía al nombre de LA NACIÓN, el cual juraría que no había visto en su vida.

El tranvía seguía exactamente el mismo recorrido que su homónimo autobús, lo que le permitió apreciar a lo largo del trayecto la persistencia de esa extraña yuxtaposición de elementos reales e imposibles que tanto le perturbaba; aunque sólo a él, porque aparentemente a sus indiferentes compañeros de viaje les resultaba por completo indiferente. Inquieto, y apenas incapaz de mantenerse sentado en su asiento, abandonó el tranvía cual alma que lleva el diablo apenas éste se detuvo en la parada, dirigiéndose apresuradamente al vecino quiosco de prensa para comprar el extraño periódico... en modo alguno un caso único puesto que, como pudo comprobar, una metamorfosis similar había afectado a varias de las cabeceras habituales, mientras el resto, o bien se mantenían aparentemente inalteradas, o bien le resultaban completamente desconocidas.

El quiosquero rechazó la moneda con la que intentaba pagarle, refunfuñando algo acerca de esas monedas de países raros que algunos listillos pretendían colar por euros, pero aceptó sin problemas el billete dándole las correspondientes vueltas... en monedas que sí le resultaban familiares por la cara común pero no tanto por el reverso, dado que el busto del rey estaba sustituido por una alegoría de la República Española copiada de las antiguas pesetas de plata del siglo XIX; excepto una, francesa, que no presentaba nada de particular.

Guardándoselas de forma maquinal en el bolsillo, procedió a leer el periódico que tanto le intrigara, y que le hubo de intrigar todavía más puesto que las noticias, aunque seguían siendo insólitas, eran en su mayor parte diferentes de las leídas de soslayo en el tranvía. Así, la guerra enfrentaba ahora a Brasil y Perú, y era el Deportivo de la Coruña el vencedor del Español de San Sebastián. En cuanto al presidente de visita en los Estados Unidos ya no era el de California sino el de los Estados Confederados de América, mientras el partido nacionalista díscolo se había transmutado en el canario, reunido en esta ocasión en el valle de la Orotava. El resto del periódico mostraba en todas sus secciones la misma mezcla surrealista de noticias reales e insólitas, incluyendo algunas que le llamaron vivamente la atención como el aterrizaje exitoso de la primera misión tripulada a Marte o la erradicación ¿ahora? de la viruela.

Una lectura detallada del mismo prometía ser jugosa, pero el tiempo apremiaba. Así pues, cerró el periódico y se apresuró a recorrer las dos manzanas que le separaban de su trabajo; ya tendría ocasión de hojearlo más adelante.

El camino recorrido atravesaba un barrio residencial de aspecto anodino en el que no apreció discrepancias significativas con sus recuerdos, aunque tampoco podía evitar la difusa e incómoda sensación de que algo no acababa de encajar del todo. Su centro de trabajo, por el contrario, se mostraba inmutable hasta en los más mínimos detalles, e incluso el conserje con el que bromeó al saludarlo era el mismo de siempre. No ocurría lo mismo con la bibliotecaria que le saludó afablemente al cruzarse con ella en el pasillo; con un escalofrío recorriéndole el cuerpo recordó que no se trataba de la actual sino de su antecesora, fallecida tiempo atrás víctima de un accidente de tráfico.

Profundamente turbado masculló una excusa, refugiándose en su despacho. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Se estaba volviendo loco? Todo a su alrededor parecía tan normal, y al tiempo tan perturbador... se derrumbó en la silla, al tiempo que arrojaba con desgana el periódico a la mesa; un periódico que ahora se llamaba EL IMPARCIAL y en cuya primera página campeaba en grandes titulares la noticia del fallecimiento del rey de Francia tras una larga y penosa enfermedad. Sintiendo que el mundo se derrumbaba en torno suyo, tuvo aún arrestos para sacar del bolsillo la moneda francesa que le diera el quiosquero; el anverso no había variado, pero en el reverso figuraba ahora la efigie del difunto monarca.

No podía ser, era imposible que la realidad cambiara de forma tan caótica en tan sólo unos minutos. Pero las evidencias estaban ahí, le habían acompañado tozudamente desde que despertara esa mañana. Si el mundo no podía metamorfosearse tal como, contra toda lógica, parecía estar haciendo, entonces tendría que ser su propia mente la que estuviera sufriendo alucinaciones; algo que su instinto de conservación se negaba en redondo a aceptar, puesto que él no se notaba nada extraño.

En ese momento oyó abrirse la puerta del despacho de al lado; era Luis, su compañero de trabajo y amigo, que llegaba pisándole los talones. Todas las mañanas acostumbraban a saludarse y a tomar juntos un vaso de ese brebaje que la máquina automática del pasillo pretendía hacer pasar por café mientras se intercambiaban los últimos chismes; pero en esta ocasión le aterraba la sola idea de hacerlo.

Fue Luis quien zanjó sus temores asomando la cabeza por la entreabierta puerta del despacho saludándole con jovialidad.

-¡Hola, Fernando! ¿Te apetece un cafetito?

Dándole un vuelco el corazón se giró en la silla, comprobando con infinito alivio que se trataba, efectivamente, de su amigo.

-Hola, Luis... -acertó a balbucear- sí, claro.

-¿Qué te pasa? -inquirió éste con un tono de preocupación en la voz- Te noto mala cara.

-No es nada; he dormido bastante mal. -mintió- Pero ya se me pasará. Ya sabes que los lunes me sientan fatal.

-No hace falta que lo jures. -rió su compañero- Venga, ya verás cómo te animas.

Pero no todo iba a ser tan fácil. Ya frente a la máquina, Luis introdujo las monedas y preguntó:

-¿Cómo siempre? ¿capuchino? ¿o prefieres mate?

-¿Mate? -se extrañó al tiempo que inspeccionaba con interés el frontal del aparato; efectivamente, una de las opciones era hierba mate- ¿dónde demonios está el té?

-¿Té? -el sorprendido era ahora su interlocutor- Caramba, no sabía que tuvieras esos gustos tan exóticos. ¿Quién toma té aparte de los chinos? No pretenderás, encima, que nos lo pongan en esta maquinucha.

-Bueno, déjalo, tomaré un capuchino. Sin azúcar, por favor.

De vuelta al despacho se limitaron a hablar de banalidades, para alivio suyo. Lo malo llegó cuando Luis le preguntó si había visto la película emitida la noche anterior por un canal para él inexistente. Pese a que el instinto le recomendaba disimular su turbación por todos los fenómenos incomprendidos con los que se encontraba, no pudo soportarlo más y acabó desahogándose con su amigo. Éste se mostró sorprendido, asegurándole que las cosas en el mundo iban tan rutinariamente mal como siempre y que desde luego él no apreciaba cambio alguno.

-¿Cómo que no? -aulló desplegando ante su rostro el desconcertante periódico- ¡Mira lo del rey de Francia!

-¿El rey de Francia? Fernando, te recuerdo que Francia es una república desde mucho antes de que tú o yo naciéramos; a no ser, claro está, que te refieras a ese ridículo pretendiente que vive del cuento a costa de las revistas de cotilleo.

-¿Es que no lo ves? -insistió de nuevo, esgrimiendo el diario a modo de estandarte- Aquí lo dice bien claro.

-Pues chico, mira que estás raro hoy; lo único que leo, aparte de las cosas normales, es lo del terremoto de la India. Pobre gente, ya van varios miles de muertos.

-¿Qué dices? -exclamó dando la vuelta al periódico- era cierto, ni la menor alusión al fantasmagórico rey de Francia, la crónica de un fuerte terremoto en el norte de la India era la noticia que ocupaba la mayor parte de la portada- ¿Y qué me dices de esto otro?

Se refería a la moneda, la cual le puso en la mano aguardando expectante su respuesta.

-¡Vaya, qué curioso! -exclamó éste dándole vueltas con los dedos al tiempo que la observaba con atención- es el primer euro inglés que cae en mis manos. Menos mal que estos cazurros han acabado dando su brazo a torcer, ya era hora de que pasaran por el aro. ¿Me lo cambias para mi colección? ¿O quieres guardarlo?

Lo que hizo fue arrebatárselo de un manotazo, lo cual fue malinterpretado por su amigo. Mientras el sorprendido Luis se deshacía en excusas, escudriñó una y otra vez la pequeña pieza de metal, que ahora ostentaba el conocido busto de la reina Isabel II. ¿Hasta cuándo?

-Escúchame, Fernando, tú no estás bien. -oyó aconsejarle entre brumas- ¿Sabes lo que tendrías que hacer? Irte a casa, tomarte una aspirina y acostarte. Ya verás como este... -midió cuidadosamente las palabras- desconcierto se te pasa solo. No te preocupes por nada más, yo se lo diré al jefe.

-Está bien. -concedió a regañadientes- Puede que tengas razón. Y discúlpame por mi brusquedad.

-No tengo nada que disculparte; -respondió sonriente- esto le puede pasar a cualquiera. Tranquilízate y descansa, mañana te encontrarás mucho mejor. ¡Ah, y olvídate de esa obsesión de que las cosas que te rodean están cambiando; ojalá lo pudieran hacer algunas que yo me sé! -rió.

El efímero tranvía brillaba de nuevo por su ausencia, pero en compensación se encontró con una flamante boca de metro que no debería estar allí y que le dio acceso a una línea desconocida que conducía directamente hasta las proximidades de su domicilio. Así pues el viaje de vuelta a casa resultó sencillo, aunque en esta ocasión el abono de transportes no le resultó válido. Por suerte no tuvo problemas para pagar en metálico, aunque como medida de precaución prefirió no mirar el aspecto de las monedas antes de entregarlas en taquilla.

Una vez refugiado en su domicilio suspiró con alivio, intentando convencerse de que su ordalía había al fin terminado; ignoraba cuan equivocado estaba.


* * *


Durmió profundamente durante la mayor parte del día, despertando cuando comenzaba a caer la noche. Se sentía descansado y, lo más importante, libre de los temores que de forma tan vívida le habían atenazado. A decir verdad no tuvo por menos que sorprenderse de su ingenuidad; una realidad cambiante, ¡habíase visto algo más absurdo! Su amigo Luis tenía razón, el descanso le había sentado como mano de santo.

Puesto que no tenía el menor sueño, tras merendar opíparamente -la leche volvía a ser la de siempre- se asomó satisfecho a la terraza. El bullicio cotidiano se desplegaba ante él en forma de anárquico calidoscopio, no por habitual menos agradable. Los coches, los peatones, los escaparates iluminados, las farolas que comenzaban a encenderse. Y allá en el firmamento, la inmutable Luna.

Pero, ¿por qué se la veía tan pequeña y tan oscura, tan extraña en definitiva? La respuesta la tuvo al girar la cabeza hacia el otro lado de su reducido horizonte; allí se encontraba la vieja y familiar Luna, con su aspecto de siempre, asomando sobre los tejados de los edificios vecinos.

Entonces, ¿qué demonios era ese otro astro que flotaba burlona ante su vista? Empezó a sentir un sudor helado que le recorría por todo el cuerpo y, dando un portazo, se refugió en el interior de la casa. Esta precipitación le impidió apreciar como un pequeño pterodáctilo del tamaño de una paloma, que dormitaba plácidamente en un rincón de la barandilla, huía sobresaltado tendiendo al aire sus membranosas alas.

Él siempre se había tenido por una persona racional y nada propensa a los histerismos. Por ello, intentó buscar desesperadamente una justificación lógica a este suceso, a todos los extraños sucesos que recordaba y que habían vuelto a aflorar de forma tumultuosa en su memoria. La Tierra tan sólo tenía un satélite, la Luna, esto era algo que sabían hasta los niños más pequeños. Y si acaso en un futuro llegara a descubrirse otro, éste no pasaría de ser un insignificante pedrusco. Pero esa esfera que había visto en el cielo, aunque menor -¿o más lejana?- que la Luna, parecía tener un respetable tamaño.

Aunque no se atrevió a salir de nuevo a la terraza, sí echó mano del atlas que, además de datos geográficos, contaba con un apéndice dedicado a la astronomía. Allí estaba. La Tierra, satélites dos: Hécate, 937 kilómetros de diámetro y 192.000 kilómetros de distancia media al planeta. Luna, 3.475 kilómetros de diámetro y 384.000 kilómetros de distancia.

No se rindió. Pasando rabiosamente las páginas, buscó la parte correspondiente a España. Y la encontró. El mapa mostraba la esperada división de la Península Ibérica en dos países, pero éstos no eran España y Portugal, sino España y Aragón, con capitales respectivas en Lisboa y Barcelona. Algo más adelante descubrió que la geografía física de la península tampoco era exactamente igual a como él la recordara; aunque la configuración de su perímetro era idéntica salvo la isla desconocida que aparecía al este de Mallorca, descubrió muchos más ríos de los que debería haber habido, en especial en la cuenca de un Guadiana que remontaba sus fuentes hasta la vertiente norte de Sierra Morena y ya se mostraba caudaloso al atravesar las planicies manchegas. Claro está que, teniendo en cuenta los altos índices de pluviosidad que el atlas atribuía al conjunto de la península, esto no era en modo alguno de extrañar.


* * *


A la mañana siguiente, tras haberse pasado la noche en vela, llamó al trabajo para decir que no se encontraba bien, yendo acto seguido a la consulta del médico. En contra de sus temores éste no le tomó en modo alguno por un chalado, diagnosticándole un desequilibrio nervioso cuya causa más probable sería un exceso de trabajo. ¡Él, que era un tranquilo funcionario! La prescripción no fue otra que la de guardar reposo durante varios días, quitándose de la cabeza esas tonterías de que la realidad no fuera inmutable. Ya vería cómo se calmaba -el médico había puesto mucho cuidado en no utilizar el verbo curar- y las cosas volvían por sí solas a la rutinaria y a todas luces aburrida normalidad.

Eso quedaba muy bien sobre el papel, se dijo meditabundo mientras abandonaba el ambulatorio, pero ¿quién le ponía el cascabel al gato? Puesto que la distancia hasta su domicilio era corta, optó por recorrerla dando un paseo sin prestar atención, eso sí, a nada cuanto pudiera chocar con su percepción de la realidad. Quizá el mundo se hubiera vuelto loco, pero él estaba decidido a mantenerse cuerdo costara lo que costara.

El problema surgió cuando, al llegar frente a donde debía estar el portal, descubrió con desagrado que éste no existía. En realidad lo que no existía era el propio edificio donde estaba ubicada su vivienda, ocupando su lugar una casa vieja que, suponía, habría sido la anterior ocupante del solar en su propia realidad. La casa estaba cerrada a cal y canto y mostraba evidentes síntomas de abandono, pero esto no resolvía su problema. Privado de su refugio, ¿a dónde podría ir?

Durante un período de tiempo que se le antojó largo vagó sin rumbo por las calles, incapaz de tomar una decisión. Desbordada por completo su capacidad de reacción, no tenía ni la más remota idea de qué poder hacer. Finalmente encontró un pequeño parque -tampoco recordaba que éste estuviera allí, pero esto era algo que ya no le importaba- y en él se quedó, sentado en un banco, intentando poner siquiera un poco de orden en el caos que bullía en el interior de su cerebro.

La aparición de un policía vino a sacarle de su ensimismamiento. Dedujo que era policía por el uniforme, aunque éste era diferente del que recordara; de hecho era de un corte desagradablemente militar, y los bruscos modales de su propietario al pedirle la documentación acrecentaron aún más esta primera impresión.

Él nunca había temido a la policía, pero un vago reflejo condicionado de su infancia, cuando todavía el franquismo imperaba en el país, le hizo sentirse repentinamente incómodo. Balbuceando una frase de aceptación abrió la cartera, ofreciéndole el carnet de identidad a su interlocutor. Éste lo observó con ceño fruncido y, tras consultar una pequeña agenda electrónica que llevaba consigo, sentenció:

-Lo siento, señor, pero su documentación no está en regla. Tendrá que acompañarme.

En circunstancias normales habría protestado de forma educada alegando que su carnet de identidad era correcto y no había caducado, pero el entorno irreal que le rodeaba y la actitud arrogante del policía le amedrentaban. Así pues se limitó a manifestar humildemente su asentimiento, incorporándose del banco y siguiendo al agente, el cual se guardó su carnet sin devolvérselo.

Aparcado junto a la acera se encontraba un furgón policial custodiado por el compañero de su guardián. Éste, al llegar a su lado, se limitó a decirle:

-Otro vago. Mételo dentro.

Y así lo hicieron, viéndose instantes después sentado en un estrecho banco, en el interior del claustrofóbico recinto, en compañía de un maloliente borracho, una mujer con aspecto de prostituta barata y un hierático hombretón de raza negra que se mantenía en silencio mientras los otros dos alborotaban contándose las circunstancias de sus respectivas detenciones. Por fortuna para él sus compañeros de redada apenas si le prestaron atención, pese a que -o al menos eso pensaba- ni su aspecto ni su comportamiento en el parque parecían hacerle candidato a una detención. Dentro de todo lo que le estaba ocurriendo, este percance no era sino un eslabón más de la larga cadena de despropósitos con que se venía tropezando desde que despertara la mañana anterior.

El viaje resultó breve, aunque la falta de ventanas en el furgón le privó de cualquier tipo de referencia visual sobre el trayecto recorrido. Con un chirrido de frenos el vehículo se detuvo y, tras abrirse la puerta, fueron conminados por sus guardianes a salir del encierro. Se encontraban en el interior de un garaje y, a juzgar por los vehículos aparcados, éste debía de pertenecer a unas dependencias policiales bastante amplias.

Lo que ocurrió a partir de ese momento bien habría podido ser un perfecto argumento para un relato de Kafka. Tras permanecer encerrado durante varias horas en un infecto calabozo, sin más compañía que la del desagradable borracho, fue llevado finalmente al despacho de un huraño comisario que lo mantuvo de pie durante cerca de un cuarto de hora antes de dignarse a darse por aludido de su presencia.

-Amigo. -dijo al fin en tono glacial- Usted ha sido detenido, como supongo sabrá, en aplicación de la ley de Vagos y Maleantes. Pero lo realmente grave es que usted carece de documentación. O, por decirlo con mayor propiedad, el documento de identidad que entregó al agente no era válido.

-Yo... ¿cómo qué? -acertó a balbucear.

-Mire usted. -le interrumpió, fulminándole con la mirada- No sé si intenta hacerse el gracioso, es un imbécil o un espía enemigo; aunque esto último tiendo a descartarlo, porque de serlo no habría cometido la estupidez de ir por ahí con una documentación de pacotilla en vez de hacerlo con una falsificada. Original sí que parece ser, -concedió, al tiempo que le mostraba su carnet de identidad- y resulta apropiada para jugar a esos juegos de salón de espías y policías que tanto se han puesto de moda últimamente; pero no desde luego para ir por la calle fingiendo ser un honrado ciudadano.

»Escuche. -el tono de su voz se había ido incrementando hasta alcanzar un ominoso nivel- Y escúcheme bien, porque no lo pienso repetir. ¿Quién demonios es usted? Hemos consultado en nuestras bases de datos y no aparece nadie con su nombre. Tampoco están fichadas sus huellas dactilares. El número que figura en el carnet pertenece a una anciana residente en Valencia, y la dirección corresponde a una casa en ruinas que lleva abandonada varios años. Así pues, y por su propio bien, le recomiendo que colabore con nosotros. -concluyó, arrojando el carnet sobre la mesa.

Y colaboró, vaya que colaboró. Aunque, a juzgar por el gesto de incredulidad de su interlocutor, el relato detallado de sus recientes avatares no sirvió precisamente para mejorar su comprometida situación.

-¡Llévenselo de aquí y enciérrenlo hasta que entre en razones! -rugió el comisario tras concluir su explicación.

Mientras dos policías se lo llevaban a rastras, todavía acertó a oírle bramar:

-¡López! ¡Quiero que consulte en los hospitales, en los manicomios y en las fichas de personas desaparecidas de un mes a esta parte! ¡Quiero saber de donde demonios se ha escapado este fulano! ¡Alguna identidad debe tener!


* * *


Había perdido toda noción del tiempo. Ahora estaba solo, ya que el borracho había sido sacado del calabozo varias horas atrás, pero todavía persistía el nauseabundo rastro de su paso en forma de vómitos que nadie se había molestado en limpiar, lo que convertía en una tortura a su encierro. Por el número de comidas -por denominarlas de alguna manera- que le habían llevado, calculaba que debía de llevar allí más de veinticuatro horas, aunque ni siquiera de ello estaba seguro. ¿Hasta cuándo seguiría encerrado?

Sumido en la desesperación, no se apercibió de la llegada de unos visitantes hasta que éstos no estuvieron a su lado. No eran policías, o al menos vestían de civil, aunque su aspecto no era demasiado tranquilizador con el traje, la corbata y el sombrero completamente negros y unas gafas oscuras que ocultaban por completo sus ojos.

-Venga con nosotros. -ordenaron, sin el tono autoritario de sus captores pero con la suficiente firmeza como para ser obedecidos sin rechistar.

Así lo hizo, descubriendo con asombro al abandonar su encierro que no se encontraban en los sucios sótanos de la comisaría, sino en un luminoso e impoluto corredor blanco.

-¿A dónde me llevan? -acertó a preguntar.

-Tenga paciencia. -respondió uno de sus custodios- Dentro de poco le será explicado todo.

El recorrido por el laberíntico recinto se le hizo eterno, pero guardó silencio ante la actitud de sus acompañantes pese a que éstos, a diferencia de los policías, no mostraban la más mínima hostilidad hacia él, aunque sí un palpable hermetismo. Finalmente llegaron frente a una puerta anónima que en nada se diferenciaba del resto de las que había vislumbrado a lo largo de su camino, la cual fue abierta por el hombre de negro que parecía llevar la voz cantante.

-Supongo que querrá asearse un poco y quizá descansar. Tiene asimismo alimentos. -dijo éste al tiempo que le invitaba a atravesar el umbral- Cuando esté listo, pulse el botón rojo que se encuentra junto a la puerta y vendremos a buscarle para llevarle ante el doctor Balmer. No se preocupe, no hay ninguna prisa.

Dicho lo cual cerraron la puerta dejándole encerrado ya que, según pudo comprobar, ésta carecía de picaporte por su cara interna. Bien, se dijo con filosofía, peor que estaba hasta hacía poco no iba a estar ahora.

Inspeccionó con curiosidad el recinto en el que se encontraba, descubriendo que se trataba de un pequeño apartamento formado por un vestíbulo, un dormitorio y un cuarto de baño. Los muebles, rabiosamente funcionales, estaban reducidos a su mínima expresión: una cama y una mesilla, una mesa sobre la que se encontraba una bandeja con comida y bebida, y un par de sillas. Una inspección más detallada le permitió descubrir un armario empotrado en cuyo interior encontró una muda completa de ropa, incluyendo zapatos y calcetines, al parecer de su talla.

Exhalando un profundo suspiro se zambulló en la ducha, lo que le permitió relajarse al tiempo que se libraba del apestoso hedor, sólo en parte producido por su propio cuerpo, que le había acompañado desde su salida del calabozo. Acto seguido procedió a devorar la comida -realmente tenía hambre- y, aunque le corroía la impaciencia, se derrumbó en la cama vencido por el cansancio. Instantes después dormía como un bendito.


* * *


Despertó sin saber cuanto tiempo había permanecido durmiendo; el reloj, al igual que el resto de sus pertenencias, le había sido incautado al ser detenido, y no le había sido devuelta ninguna de ellas. En cuanto a la habitación, ésta carecía de ventanas -estaba iluminada con una suave luz indirecta- y no disponía de la menor referencia temporal. Encogiéndose filosóficamente de hombros se levantó de la cama, vistiéndose con la ropa limpia del armario. Acto seguido, pulsó el botón rojo.

Apenas habían pasado unos segundos cuando la puerta se abrió, encontrándose frente a un hombre de negro -ignoraba si éste era uno de sus dos anteriores acompañantes o si se trataba de otro diferente- que se limitó a preguntarle:

-¿Está usted listo?

Ante su mudo asentimiento, éste procedió a conducirle en silencio, a través de los interminables pasillos, a presencia del enigmático doctor Balmer.

Era éste un hombre de edad y raza indefinidas, con aspecto de intelectual, que le esperaba sentado tras una mesa en el interior de un espartano despacho. Otra silla, en la que fue invitado a sentarse, y un armario cerrado a espaldas del científico completaban el escueto mobiliario.

-Bienvenido, señor Morales. -le saludó una vez que el hombre de negro se hubo retirado cerrando la puerta tras de sí- Supongo que se encontrará un tanto desorientado por la serie de hechos insólitos que le han ocurrido de un tiempo a esta parte; ¿no es así? No, no es necesario que se moleste en explicármelos, estoy al corriente de todos ellos.

-Pues... yo... la verdad es que no sé qué decir. -suspiró abatido- Siempre me había tenido por una persona lógica, pero esto es algo que...

-Que desborda con creces cualquier intento racional de comprensión. -le ayudó afablemente su interlocutor- Créame que comprendo a la perfección como se siente; yo también pasé en su día por una experiencia similar, y puedo asegurarle que resultó cualquier cosa menos agradable. Es normal que se sienta desconcertado; pero tranquilícese, le aseguro que ya todo ha terminado. Las cosas volverán a ser tal como eran antes.

-Eso espero... pero, ¿no podría usted decirme qué es lo que me ha estado pasando? Hubo momentos en los que creí volverme loco.

-Se lo diré, no se preocupe. Pero antes, desearía hacerle una pregunta. ¿Qué sensación tenía usted cuando notaba que las cosas en torno suyo no eran tal como cabía esperar? Su respuesta me interesa mucho.

-No resulta nada sencillo explicarlo. Perturbador, por supuesto; extremadamente perturbador. Sobre todo, porque parecía ser tan real y, al mismo tiempo, tan ilógico... y lo peor de todo es que cambiaba, cambiaba continuamente sin darte tiempo siquiera a asimilarlo.

-¿Cómo lo definiría usted? Procure ser lo más preciso posible.

-No sé, quizá como si... se va usted a reír, pero no se me ocurre otra manera mejor de describirlo. Es como si la realidad fuera cambiante sin dejar por ello de ser real, algo así como un traje hecho a base de coser multitud de retales de telas diferentes. El corte sería perfecto, y visto de lejos no apreciaríamos nada extraño; pero al acercarnos para observarlo de cerca, las cosas serían completamente distintas. Entonces sí apreciaríamos el mosaico que lo constituía.

-No sólo no me río, -sonrió Balmer al tiempo que garabateaba unas rápidas notas- sino que además encuentro muy acertado el símil. Bien, señor Morales, voy a cumplir mi promesa; pero para ello me veré obligado a recurrir a ciertos conceptos que quizá le puedan resultar extraños. ¿Ha oído hablar alguna vez de universos paralelos? ¿O de realidades alternativas?

La inesperada pregunta tuvo la virtud de dejarle momentáneamente perplejo.

-Lo normal. -contestó, una vez repuesto de la sorpresa- ¿Se refiere a la cuarta dimensión, el tiempo?

-¡Oh, no! La Teoría de la Relatividad no es más que un artificio matemático penosamente montado con objeto de justificar una serie de desviaciones locales en las leyes físicas del universo. Yo me refiero a algo mucho más trascendental, algo que afecta a la esencia misma del cosmos.

-Francamente, no le comprendo.

-Es muy fácil. Se lo explicaré con un ejemplo sencillo. Imagínese un libro. Cada una de sus hojas tiene tres dimensiones: longitud, anchura y espesor. Este último es mucho menor que cualquiera de las otras dos magnitudes, pero resulta evidente que existe; la prueba está en el grosor del libro, que es precisamente la suma del espesor de todas las páginas.

»Piense ahora en hojas que sean planos matemáticos, es decir, de espesor nulo. Nuestro hipotético libro... ¡no tendría grosor! Fuera cual fuera el número de sus hojas, siempre sería un libro bidimensional. Dicho de otro modo, en el volumen nulo que resultaría de multiplicar las otras dos magnitudes finitas por cero, podríamos tener encerrados infinitos universos bidimensionales, es decir, planos. ¡Infinitos universos perfectamente juntos y a la vez perfectamente diferenciados! -enfatizó.

-Eso me recuerda a lo que Borges escribió en El libro de arena.

-En efecto, se trata un buen símil; sólo que ahora no estamos hablando ya de hojas, sino de universos tridimensionales, por lo que deberíamos extrapolar a una dimensión física más. Por lo tanto, ¿cuántos universos tridimensionales, similares al nuestro, cabrían dentro de un hiperespacio tetradimensional? Es evidente que infinitos. Infinitos universos paralelos, cada uno con sus soles y sus galaxias. Y con sus respectivos moradores, ignorantes de la pluralidad sin fin que los rodea dado que nuestros sentidos son incapaces de percibir esa tetradimensionalidad, tal como esos hipotéticos seres bidimensionales carecerían de percepción tridimensional.

-Creo que empiezo a comprender. Pero según este argumento, los distintos universos deberían ser estancos entre sí, y todo parece indicar que, por las razones que sean, yo he estado saltando de uno a otro de forma incontrolada. ¿Me equivoco?

-No, no se equivoca, y me satisface que sea capaz de comprenderlo. Pero necesito ir todavía más allá en mi explicación. En realidad, el símil del libro era tan sólo una primera aproximación conceptual. Hemos de afinar más. Los universos no son estáticos, sino dinámicos, y están fluyendo continuamente a través del tiempo. Por esta razón, sería más preciso pensar en cursos de agua que, tras confluir, discurren paralelos sin mezclarse. Si lo prefiere, podríamos hablar de un flujo laminar por analogía con la hidrodinámica; aunque evidentemente, se trata de algo mucho más complejo.

-Tanto me da; en este caso tampoco habría interacción alguna.

-Y desde un punto de vista teórico no debería haberla. Pero en la práctica no ocurre exactamente así. Las fronteras, llamémoslas de esta manera, entre dos universos contiguos siempre tienen pequeñas imperfecciones, pequeños agujeros o grietas. Hay una teoría que lo explica recurriendo a un tipo particular de principio de incertidumbre, pero será mejor que no nos embarquemos en disquisiciones teóricas. El hecho, constatado experimentalmente, es que sí existen pequeñas interacciones, a modo de roces, entre universos vecinos, aunque por lo general éstas suelen ser de tan pequeña magnitud que en la práctica pueden ser descartadas.

»El problema surge cuando, por alguna circunstancia, estas interacciones se amplifican y comienzan a cobrar magnitud macroscópica. No suele ser habitual, pero en ocasiones ocurre. Por seguir recurriendo al símil de la hidrodinámica, podríamos decir que el flujo laminar se convierte repentinamente en turbulento, lo que provoca interacciones severas entre los universos próximos. Aunque el carácter de las mismas suele ser local, en la región del espacio afectada pueden llegar a producirse cambios bastante drásticos e incontrolados. Por ponerle un ejemplo, le diré que algunas de las desapariciones que han hecho famosas los espiritistas, parapsicólogos y demás ralea de estos charlatanes, tienen precisamente ese origen.

-¿Y eso es lo que me ha pasado a mí?

-En un principio sí, y eso explica que de repente se encontrara trasladado a un universo casi idéntico, pero no del todo, al suyo. Como cabe suponer, en un número infinito de universos podemos encontrarnos en teoría con infinitas posibilidades, desde un mundo en el que lo único que cambia es la marca de una crema dentífrica u otro, como aquél del que yo procedo, en el que Napoleón salió victorioso en Waterloo, hasta universos en los que las leyes físicas, y por lo tanto su propia urdimbre, son diametralmente opuestas a las del nuestro, pasando claro está por todas las etapas intermedias posibles. No obstante la distribución de estos universos no está organizada al azar, sino que sigue un gradiente continuo de modo que, cuanto más nos alejamos de un universo dado, mayores serán las diferencias existentes entre ambos. Por esta razón las perturbaciones discretas no causan grandes cambios a escala macroscópica, aunque sí pueden hacerlo a escala local si se tiene la mala suerte de caer en uno de estos vórtices.

-Mal me lo está poniendo...

-Lo suyo, por desgracia, fue mucho más grave. En contados casos las turbulencias que le he comentado anteriormente se transforman en auténticos torbellinos que no sólo afectan a los universos vecinos, sino que llegan a producir perturbaciones muy serias en amplias regiones del hiperespacio, con graves consecuencias dado que lo que se entremezcla no son ya porciones de universos afines y sensiblemente similares entre sí, sino regiones espaciales muy dispares y de difícil o imposible compatibilidad mutua. Los efectos sobre la estabilidad global del continuo espacial podrían llegar a ser devastadores. Y es aquí cuando nosotros entramos en escena.

-¿Quiénes son ustedes? ¿Dioses?

-No. Simples mortales, como usted, que hemos asumido la tarea de vigilar el hiperuniverso para prevenir y controlar posibles perturbaciones del estilo de las que le acabo de relatar. En un principio fueron tan sólo un pequeño puñado de miembros de una antiquísima civilización, únicos supervivientes de una catástrofe cósmica que aniquiló por completo a su raza. Estos seres, tras analizar lo ocurrido, llegaron a la conclusión de que podría ser factible minimizar cuanto menos las consecuencias de estos fenómenos. Crearon entonces a los Guardianes, a los que poco a poco nos fuimos incorporando nuevos miembros procedentes de otras razas y otros universos... y aquí estamos. -concluyó Balmer con una sonrisa- El hecho de que le haya recibido yo, y no otro cualquiera de mis compañeros, se debe tan sólo a nuestra afinidad física y cultural, aunque no procedemos de la misma Tierra. Pero en el cuerpo de los Guardianes hay miembros de casi todas las razas del hiperuniverso, ya que ésta es la única manera de poder intervenir en cualquier lugar pasando desapercibidos.

-¿Dónde estamos? ¿No es esto la Tierra?

-¡Oh, por supuesto que no! La definición técnica del Refugio, que es como conocemos a nuestra base, sería algo así como una singularidad probabilísticamente negativa anclada en el no-universo. No me pida que se lo explique en términos científicos, porque sería incapaz de hacerlo. De forma sencilla podría decirse que se trata de una burbuja artificial que se encuentra al margen de cualquier universo, lo que nos permite desplazarnos a voluntad de uno a otro puesto que no estamos atados a ninguno de ellos.

-A juzgar por los hechos, deduzco que mi presencia aquí es el resultado de una intervención suya...

-No se equivoca. Tal como le dije anteriormente, usted se vio involucrado en uno de los más graves torbellinos hiperespaciales de todos con los que nos hemos visto obligados a enfrentarnos desde hacía mucho tiempo. Al principio no le dimos mucha importancia porque pensábamos que se trataría de una simple perturbación local, pero conforme avanzaba descubrimos la verdadera gravedad del fenómeno, y obramos en consecuencia. Lo más difícil en estos casos suele ser localizar el vórtice que los ocasiona, pero una vez descubierto éste resulta relativamente fácil restaurar la normalidad erradicando el elemento perturbador.

-No me irá a decir que era yo...

-Sí, mi querido amigo. Usted era el elemento perturbador. No me interprete mal; no tenía la menor responsabilidad de ello, simplemente era la víctima inocente de una casualidad cósmica. Pero los trastornos que experimentaba en sus continuos saltos de un universo a otro contiguo provocaban consecuencias asimismo indeseables en su entorno, ya que al trasladarse al universo, llamémosle B, desplazaba a su vez a su sosias de ese universo, dado que por una ley hiperfísica equivalente al principio de exclusión de Pauli no es posible la presencia simultánea de dos elementos equivalentes en un mismo universo, ya sea una persona, un planeta o incluso una galaxia. Si su sosias B se hubiera limitado a intercambiarse con usted cayendo en el universo A, el suyo, no habríamos intervenido; ya sé que usted lo considerará cruel, está en su perfecto derecho de pensarlo así y le comprendo, pero tendrá usted que entender que no nos resulta posible intervenir en todos estos trastornos menores. Tenga en cuenta que los perjuicios para usted habrían sido mínimos, ya que las diferencias entre dos universos contiguos suelen ser insignificantes, y ni siquiera tendrían por qué haberle afectado personalmente. Es más, en la mayoría de las ocasiones lo más probable es que no hubiera llegado a enterarse.

»El problema -continuó el científico- fue que las cosas no se pararon aquí, ya que se inició una reacción en cadena. Usted desplazó a su sosias B, B desplazó a su vez a C, C lo hizo con D... y por si fuera poco, usted también empezó a saltar a universos no contiguos, provocando intercambios no sólo cada vez más numerosos e incontrolados, sino también más dispares y difícilmente compatibles entre sí. En estos casos la única solución factible era desactivar la espoleta, y eso es lo que hicimos trayéndole aquí antes de que las consecuencias acabaran siendo irreversibles. Eso es todo, el resto ya lo sabe.

-Lo entiendo. -respondió con resignación haciendo claros gestos de abatimiento- Me ha tocado la lotería. ¡Qué se le va a hacer! Supongo que no me queda otro remedio que aceptar mi sino. ¿Qué van a hacer conmigo?

-Devolverlo a su mundo, por supuesto. -su interlocutor se mostraba sinceramente sorprendido- ¿Qué otra cosa podríamos hacer? Una vez controlada la perturbación, no tenemos el menor interés en causarle ningún perjuicio. Puede tranquilizarse, usted volverá a llevar su vida normal. Su experiencia habrá sido tan sólo una breve y desagradable pesadilla que pasado cierto tiempo recordará de una forma borrosa.

-Esto me tranquiliza, pero... ¿qué será de todos mis sosias?

-¡Oh, no tiene por qué preocuparse por ellos! La verdad es que tuvimos mucha suerte ya que, pese a ser tan intensa, se trataba de una perturbación muy focalizada, de modo que al traerle aquí el sistema se reequilibró de forma espontánea. No siempre ocurre así, a veces nos vemos obligados a realizar correcciones secundarias, pero en esta ocasión no resultó necesario. Tan sólo resta que usted vuelva a su universo.

-¿Cuándo?

-Ahora mismo, si así lo desea; a no ser, claro está, que prefiera disfrutar temporalmente de nuestra hospitalidad. Por nuestra parte no hay la menor prisa.

-Preferiría volver lo antes posible.

-Como usted quiera. En su alojamiento encontrará la ropa que traía, convenientemente lavada y esterilizada, y también la documentación y todos los objetos personales que le fueron requisados por la policía de Tierra XB-403. -al decir esto frunció ostensiblemente el ceño- Tuvo mala suerte; se trata de un lugar realmente desagradable en el que los nazis ganaron la guerra y en su país se consolidó la dictadura franquista convirtiéndose en un férreo estado policial. -sacudió la cabeza, como si quisiera alejar de su mente tan desagradable recuerdo y añadió- También encontrará un vaso con un líquido ambarino en su interior. Bébalo; es un somnífero suave que le ayudará a realizar el tránsito. De hacerlo consciente, podría resultarle incómodo. Cuando despierte, se encontrará en su cama como si nada hubiera pasado.

-¿Eso es todo? -preguntó extrañado.

-Así es. ¿Para qué complicar las cosas de forma innecesaria? Tan sólo me queda hacerle una última petición o, por hablar con mayor propiedad, una advertencia. Sería conveniente que usted guardara en secreto todo lo que le ha ocurrido, así como nuestra existencia. No es que nos preocupe que se haga público, ya que en nada nos podría perjudicar; no sería sino una más de la larga lista de chifladuras inofensivas en las que se entretienen los amantes de los ovnis, los dioses astronautas y otras zarandajas por el estilo. Pero usted no sería creído, y esto podría acarrearle alguna incomodidad. Buena suerte, señor Morales. Estoy encantado de haberle conocido. -concluyó el Guardián al tiempo que se incorporaba para estrecharle la mano.

De vuelta a su habitación se encontró con todo tal como le había sido descrito. Tras cambiarse de ropa y guardar sus objetos personales, cogió el vaso acercándoselo a la boca... para detener su acción justo cuando de disponía a beber su contenido. ¿Quién le garantizaba que el tal Balmer decía la verdad? ¿No podrían haber pensado en deshacerse de él por el expeditivo método de hacerle ingerir engañosamente un veneno?

Tras una breve vacilación bebió de un trago el brebaje. Al fin y al cabo, se dijo, si hubieran querido eliminarlo habrían tenido medios más sencillos de hacerlo. Instantes después dormía como un bendito sobre la cama.


* * *


El despertador sonó con estrépito arrancándole con brusquedad de los brazos de Morfeo. Las noticias no podían ser más vulgares o, cuanto menos, esperadas: El habitual atentado en Irak, la enésima muerte en Oriente Medio, la insufrible tabarra de la campaña electoral, el próximo partido europeo del Real Madrid...

Repentinamente recordó todo lo que le había ocurrido en los últimos días, descubriendo aliviado que, al parecer, todo había vuelto a la más prosaica normalidad tal como le prometiera el tal Balmer. Lanzando un suspiro de alivio se dio la vuelta en la cama, tropezando con el cuerpo de alguien que dormía plácidamente a su lado.

Una luz de alarma se encendió bruscamente en su cerebro. El Guardián le había asegurado que le devolverían a su propio mundo, aquél en el que había vivido a lo largo de toda su vida... y él era soltero, aún más, se había ganado una bien merecida fama de solterón. Y, puesto que hacía mucho tiempo que no se jalaba una rosca, ¿quién era la mujer -porque de un cuerpo femenino se trataba- que reposaba en su cama?

En contra de sus hábitos, y profundamente asustado, dio un salto incorporándose bruscamente del lecho. Este movimiento despertó a su compañera, que le preguntó somnolienta:

-¿Qué pasa, Fernando, ya es la hora?

Tras lo cual se dio la vuelta, ocultando la cara con la almohada.

Esa mujer... juraría que no la había visto en su vida. Pero era su casa y era su cama, así pues, ¿qué pintaba allí? Podría tratarse de un ligue de fin de semana que no recordara, aunque éste no era su estilo; pero el reloj marcaba tozudo las siete de la mañana del lunes, así que difícilmente podía entenderse como una cana al aire teniendo que madrugar.

Un ligero hormigueo le llevó a alzar la mano derecha poniéndola frente a sus ojos. Allí, en el dedo anular, campeaba un anillo de compromiso... ¡Pero si él no se había casado nunca!

Comenzaba a sospechar que, pese a sus promesas, los Guardianes o, como demonios se llamasen, habían cometido un error garrafal; y carecía de la menor manera de hacérselo entender. Al parecer, le habían mandado a un sitio donde él, tan celoso otrora de su soltería, estaba casado y bien casado...

En fin, si sólo era eso... -se resignó- cosas peores había. Sacudiéndose de encima las últimas brumas del sueño, se levantó y se puso a vestirse.

-No hagas ruido. -gruñó su mujer, de la que todavía desconocía hasta el nombre- No se vayan a despertar los niños, que luego es a mí a quien le toca bregar con ellos.

¿Niños? Vaya por Dios. Mientras abandonaba silenciosamente el dormitorio, empezó a lamentarse por su precipitación a la hora de abandonar el acogedor Refugio de los Guardianes.


Publicado en octubre de 2009 en Visiones 2007
Actualizado el 26-1-2014