El testamento de un escritor



Antes de nada voy a presentarme. Mi nombre es... Bueno, en realidad eso no importa; además, no me conocerían. Lo importante es saber que soy tío de Arturo Vargas, el último gran descubrimiento literario español, el escritor vivo más leído de nuestro país, la gran promesa literaria de nuestro siglo... Y me estoy limitando a repetir los calificativos que la prensa y la crítica especializada han dedicado a mi sobrino.

Permítanme no obstante, en aras de la narración, que les relate algunas facetas de mi relación familiar y personal con Arturo Vargas. Como ya dije es sobrino mío, más concretamente hijo de mi única hermana. Puesto que tanto él como su padre son hijos únicos y yo soy a mi vez soltero, Arturo es mi único sobrino y yo soy su único tío, mientras nuestra diferencia de edades (cerca de cuarenta años) me convirtió desde el principio en algo intermedio entre tío y abuelo.

Huelga decir que mi relación con Arturo fue, prácticamente desde que nació, muy sólida. Dice el refrán que a quien Dios no da hijos el diablo le envía sobrinos, pero lo cierto es que a pesar de mi bien merecida fama de Herodes hice bueno aquel otro refrán que afirma que la excepción confirma la regla, volcándome con mi sobrino como no lo había hecho anteriormente con ningún otro niño y como tampoco lo volví a hacer con nadie más.

Y además el condenado de Arturo me correspondía plenamente para irritación de su madre, que siempre me estaba echando en cara que lo malcriaba... Aunque éstas son historias familiares que nada de interés aportan a mi narración, por lo cual no insistiré más en ellas.

Cuando Arturo fue más mayor mostró poseer una afición innata por la lectura, la cual fomenté apoyándome en mi extensa biblioteca. Mi sobrino, pues, dispuso a su antojo de cuanto libros míos quiso, muchos de ellos demasiado avanzados para su edad según el criterio de su madre, que no el mío ya que yo opinaba que si el chaval despuntaba no había por qué coartarle... De eso ya se encargarían sus maestros, imbuidos por los discutibles criterios pedagógicos tan en boga entonces que primaban a la mediocridad común sobre la brillantez individual.

Llegado Arturo a la adolescencia, y visto que continuaba devorando libros de todo tipo incluyendo obras literarias francamente duras de pelar, tuve en mala hora la vanidad de darle a leer mis propias narraciones... Porque, había olvidado decirlo, yo era escritor; aficionado, por supuesto, y también frustrado, me temo, puesto que no había conseguido publicar ni una sola de mis obras.

Mis relatos, pues narraciones cortas eran y no novelas, dormían el sueño de los justos arrinconados en un cajón, y tan sólo algunos amigos íntimos habían tenido ocasión de leerlos... Y ahora mi sobrino, al cual por cierto le entusiasmaron, Bien, ya tenía un admirador más, me dije con sorna, aunque lo que ignoraba entonces es que éste iba a ser completamente distinto a los demás.

Todo empezó con una pequeña travesura hecha por Arturo sin la menor malicia. Un buen día se enteró de que había sido convocado un premio de literatura juvenil, y al muy granuja no se le ocurrió otra cosa que presentarse al mismo... Con uno de mis relatos, el cual firmó con todo desparpajo.

Si Arturo no hubiera ganado ningún premio, todo habría quedado en agua de borrajas; pero lo malo es que lo ganó, lo cual no tiene demasiado de particular ya que presentó uno de mis mejores cuentos a un concurso escolar que, como cabe suponer, tenía un nivel medio muy bajo.

Ésta fue la primera vez que me enfadé muy seriamente con él, no sólo porque había hecho trampa, sino también porque había traicionado mi confianza. Pero el mal ya estaba hecho, y en realidad la cosa no era tan grave. ¿Qué hacía? ¿Le obligaba a contar la verdad renunciando al premio, o lo dejaba pasar con la firme y tajante promesa de que no lo volviera a hacer de nuevo? Finalmente opté por la segunda alternativa renunciando incluso a contárselo a sus exultantes padres. Eso sí; si él quería escribir yo le ayudaría a hacerlo, pero desde luego no estaba dispuesto a consentir que se aprovechara del esfuerzo ajeno... Ni siquiera aunque ese esfuerzo fuera el mío propio.

He de reconocer que el chaval cumplió con su compromiso, pero a veces los hechos nos envuelven de tal modo que no podemos evitar vernos arrastrados por ellas. El certamen que tan fraudulentamente había ganado mi sobrino era de muy poca importancia, apenas poco más que un concurso escolar, y nada habría pasado de no darse dado una inoportuna circunstancia: Aunque el premio conseguido por Arturo era simbólico -un pequeño lote de libros y algún juego de ordenador-, las bases estipulaban que el relato ganador concursaría de nuevo en una convocatoria de rango provincial... Y volvió a ganar, arrasando a todos sus competidores.

Al llegar a este punto me lamenté de no haberle obligado a renunciar en su momento, pero ya no tenía remedio. Podría hacerlo ahora, evidentemente, pero el escándalo habría sido considerable y sus padres, que nada sabían del plagio, se habrían irritado además conmigo. Así pues callé de nuevo, maldiciendo eso sí la estupidez de unos jurados incapaces de distinguir al parecer entre los escritos de un adolescente y los de un adulto.

La cosa alcanzó su cénit cuando en una tercera convocatoria, esta vez de ámbito nacional, mi relato volvió a ser premiado llevándose mi sobrino todos los honores... No, no me interpreten mal; nunca tuve la menor envidia de Arturo, sino todo lo contrario como se verá más adelante. No. Yo quería a mi sobrino y me alegraba sinceramente de su éxito por más que éste fuera fraudulento; pero temía, y el tiempo me dio la razón, que esta travesura pudiera acarrear consecuencias... Y ciertamente lo hizo.

Gracias a su último éxito Arturo gozó de una popularidad efímera, con alguna entrevista en los periódicos e incluso en la televisión; y lo malo fue que le gustó. Ciertamente a un chaval de diecisiete años, que eran los que él tenía entonces, no se le puede pedir que se comporte con flema cuando el mundo se rinde a sus pies. Y yo, a pesar de todos mis temores, renuncié a hacer de voz de su conciencia. Que disfrutara de ello; yo le regalaba muy gustosamente el cuento que me había birlado.

Lo malo fue que Arturo le cogió gusto a la cosa y se empeñó en ser escritor, él que ni tan siquiera había sido capaz de terminar una sola redacción en el colegio (se las escribía yo, por cierto). Y como cabe suponer, me pidió ayuda apoyado por sus padres.

¿Qué podía hacer, salvo aceptar? Yo adoraba a mi sobrino, pero sabía de sobra que no tenía madera de escritor. Un artesano se hace, pero un artista nace. Arturo era un chico muy inteligente que contaba con recursos más que sobrados para desenvolverse en la vida sin ayudas de ningún tipo, pero a pesar de ello y de su considerable bagaje cultural, muy superior al de los chicos de su edad, no servía como escritor.

A pesar de mi justificado escepticismo acepté el encargo con resignación temiendo que, de no hacerlo, pudiera ser tachado de envidioso, temor éste tan injustificado como verosímil. Me esforcé, pues, en iniciar a mi sobrino en los arcanos de la literatura, labor que consideraba inútil puesto que ni yo mismo sabía cómo había aprendido a hacerlo. Huelga decir que de poco sirve enseñar las técnicas de la escritura, que eso y no más es lo que se hace en los pomposamente denominados talleres literarios, si el alumno carece de inspiración; un pintor mediocre, pongo por ejemplo, siempre puede limitarse a copiar mejor o peor aquello que ve, pero esto no sirve para artes tan abstractas como la literatura o la música en las que si no hay inspiración no hay absolutamente nada.

Lo intenté, les juro que lo intenté, pero no pude obtener el menor resultado. Mi sobrino, tan habilidoso para otras muchas cosas, era completamente incapaz de pergeñar una simple redacción con un mínimo de calidad literaria. Finalmente ambos nos dimos por vencidos; la carrera literaria de Arturo Vargas se había marchitado antes aún de empezar.

Pero el destino se había empeñado en describir una extraña pirueta. El padre de Arturo, es decir, mi cuñado, conoció accidentalmente por motivos profesionales a un ejecutivo de una pequeña editorial especializada en literatura. Con lógico y justificado orgullo paterno comenzó a ponderarle las habilidades de su hijo y, contra todo pronóstico, consiguió que su interlocutor se comprometiera a leer los escritos de mi sobrino. Creo que en realidad no se trató de un súbito interés por un escritor novel -todos sabemos lo difícil que resulta lograr que se lean siquiera tus originales- sino de algo realizado por puro compromiso; mi cuñado trabajaba entonces en un banco y en su mano estaba la concesión de un crédito que era vital para la supervivencia de la editorial. Me consta que no hubo mala fe por parte de mi cuñado, ni mucho menos intento alguno de coaccionar a su apurado cliente; pero lo cierto es que éste le pidió los originales de Arturo y él se comprometió a enviárselos lo antes posible.

El problema estribaba en que tales originales tan sólo existían en la mente de mi ingenuo cuñado, ya que todos los folios que Arturo había emborronado habían ido a parar a la papelera; ¿pero cómo se lo decíamos ahora?

Lo más razonable, lo único razonable hubiera sido confesar la verdad. Todo habría quedado en casa y, aun al precio de haber sido tachado de cómplice de mi sobrino, el problema habría sido zanjado de forma definitiva.

Pero no ocurrió así, y ciertamente asumo toda la responsabilidad sobre ello. Mi vanidad, más que el cariño hacia mi sobrino, se impuso sobre cualquier otra consideración, y ya no nos quedó la menor posibilidad de volvernos atrás. En contra de la opinión de mi sobrino que, desbordado por las circunstancias, tan sólo quería olvidarse de todo, seleccioné un puñado de relatos míos regalándoselos para que a su vez pudiera entregárselos, firmados con su propio nombre, al editor. ¿Por qué hice eso? Bien sabe el cielo que no lo sé, pero ya es tarde para arrepentirse de ello. Yo, lo dije en un principio, era un escritor frustrado. Jamás había ganado un premio literario salvo, claro está, el de la jugarreta de mi sobrino, y nunca había conseguido que los editores leyeran siquiera mis originales. ¿Iba a dejar pasar esta ocasión que me caía del cielo? Cometí un error, lo confieso, pero en aquel momento me cegó el orgullo.

Gracias a mi ascendiente conseguí convencer finalmente al dubitativo Arturo, el cual opinaba no sin razón que habíamos llegado demasiado lejos. Al fin y al cabo, le argüí, ni hacíamos nada malo ni violábamos norma alguna, puesto que no se trataba de ningún concurso literario. Yo me limitaba a regalarle unos relatos de igual forma que anteriormente le había regalado otras muchas cosas, y a nadie más que a nosotros dos le importaba nuestro mutuo acuerdo. Además, la figura del escritor anónimo que escribe en beneficio de otro, el negro en la jerga del gremio, era tan antigua como la propia literatura.

He de reconocer, lo digo con toda sinceridad, que yo estaba convencido de que los relatos iban a ser rechazados, máxime teniendo en cuenta que, de forma previsora, había elegido aquéllos que escribí cuando tenía aproximadamente su edad o poco más, dejando a buen recaudo los más recientes y elaborados. Se trataba, así lo creía yo, de una inofensiva triquiñuela de la que nos habríamos de beneficiar todos nosotros: Yo por sacarme una espina que tenía clavada desde hacía mucho, Arturo por enterrar discreta y dignamente su falsa carrera literaria, sus padres por poder presumir de hijo, el editor por haber salvado airosamente su compromiso...

Pero contra todo pronóstico la editorial aceptó los originales, que publicó poco después. Yo, que no me esperaba esto, reaccioné con alegría aunque, he de reconocerlo, ésta se debía no tanto al éxito de mi sobrino, como a la constatación, si bien tardía y anónima, de que no era un escritor frustrado. Sin embargo, y muy a pesar mío, no podía disfrutar de mi éxito.

Así pues, hice de tripas corazón sumándome al coro de voces laudatorias que cantaban la valía como escritor de mi sobrino... Porque además, para mayor ironía del destino, el libro fue un rotundo éxito siendo reeditado en varias ocasiones.

Dicen los entendidos que, por muy difícil que resulte publicar tu primer libro y darte a conocer, si éste tiene éxito tu carrera como escritor está razonablemente garantizada. Ignoro si esto será cierto en todos los casos, pero como es sobradamente sabido lo fue en el de mi sobrino. Aclamado por la crítica, apreciado por los lectores e inteligentemente promovido por la editorial, el nombre de Arturo Vargas comenzó a sonar muy pronto como la nueva promesa de la literatura española... Y se apresuraron a pedirle nuevos relatos.

Atrapado en mi propia trampa, así me veía yo entonces. Y cuando mi atribulado sobrino me preguntó qué podíamos hacer, tan sólo se me ocurrió una solución: Seguir adelante. Relatos inéditos no me faltaban ya que tenía escritos docenas de ellos, con lo cual la materia prima no era precisamente lo que nos iba a faltar. Mi sobrino, justo es reconocerlo, se negaba en redondo a continuar con el engaño, y ciertamente estuvo muy cerca de convencerme; puesto que acababa de ingresar en la universidad podía aducir, y era una excusa perfectamente verosímil, que sus estudios le impedían dedicarle tiempo a la literatura. Y cuando cinco años después se licenciara, ya se vería.

La idea no era mala, pero de nuevo el destino se encargó de encauzar nuestras vidas por senderos muy diferentes a aquéllos que nosotros nos habíamos trazado. Un mal día sus padres fallecieron en un accidente de tráfico, dejándome a mí como único pariente cercano suyo ya que con sus abuelos, por diferentes razones, no se podía contar. Asimismo Arturo se encontraba con una situación económica francamente apurada, ya que sus padres no se habían caracterizado precisamente por su carácter ahorrador. Yo, por mi parte, poco podía ofrecerle, ya que mi modesto sueldo de funcionario llegaba para mis gastos y para poco más.

Dando muestras de un gran pragmatismo Arturo decidió abandonar la universidad poniéndose a buscar trabajo; pero el momento era malo y pasaron bastantes meses sin que pudiera encontrar nada. Yo quería ayudarlo, y lo hice de la única manera que podía hacerlo ofreciéndole de nuevo la totalidad de mi obra inédita para que al menos pudiera conseguir algo de dinero gracias a los derechos de autor.

Arturo rehusó con idéntica energía que en la anterior ocasión, argumentando que no se quería beneficiar de un esfuerzo que no fuera el suyo. Me propuso, claro está, que publicara los relatos con mi propio nombre, a lo cual repuse que la carambola que tan bien había funcionado en una ocasión era muy difícil que se volviera a repetir. Él tenía un nombre y yo no, y lo que admiraba en un muchacho de apenas veinte años de edad no llamaría la atención en un hombre ya maduro... La gente era así de ilógica. Además, tampoco sabíamos cómo iba a responder la editorial, ya que evidentemente el engaño no podía hacerse público y la labor de promoción realizada en la persona de mi sobrino se quedaría en nada perdiéndose la inversión realizada.

Así pues, la carrera de Arturo Vargas tenía que seguir adelante; no había ninguna otra solución. Convencido a regañadientes de que no quedaba otra salida, Arturo dejó pasar un tiempo prudencial antes de entregar a la editorial una nueva selección de relatos míos. Este segundo libro, huelga decirlo puesto que es sobradamente conocido, alcanzó todavía mayor éxito que el primero, siendo traducido incluso a varios idiomas.

El resto también es sabido. Pasaron los años y Arturo Vargas se hizo tan famoso como puede llegar a serlo un escritor en nuestro país, logrando alcanzar el raro privilegio de ser uno de los escasos literatos españoles que consiguen vivir exclusivamente del fruto de su pluma... De la mía en este caso, ya que me negué en redondo a aceptar una sola peseta de sus derechos de autor. Yo tenía bastante con mi sueldo primero y con mi pensión de jubilación después, y me bastaba con la satisfacción largamente esperada de ver publicados mis relatos... Aunque fueran firmados con un nombre ajeno.

A pesar de que Arturo se casó y su mujer no veía con buenos ojos su estrecha relación con “el chalado de tu tío”, nuestros vínculos siguieron siendo exactamente igual de fuertes... No podía ser de otra manera, puesto que era yo quien le proporcionaba discretamente la materia prima ya que él, a pesar de sus denodados esfuerzos, seguía siendo completamente incapaz de hilvanar un solo relato.

Y de esta forma hemos continuado hasta ahora, con un Arturo Vargas que sigue cosechando éxito tras éxito con sus libros y un tío anónimo que se encarga anónimamente de escribirlos. Por desgracia el tiempo no perdona, y siento que mi vida se acerca a su fin. Recluido en una residencia de ancianos ya que su mujer se negó en redondo a aceptarme en su casa, me encuentro postrado desde hace tiempo en una silla de ruedas, cada vez con menos fuerzas no ya para escribir, sino incluso para afrontar el reto diario de vivir. Por fortuna mi producción literaria es abundante y, convenientemente dosificada, le permitirá vivir de las rentas durante bastante tiempo.

Presiento que éste va a ser mi último relato, y será también el suyo; por esta razón me he permitido la pequeña humorada, disculpable en un anciano cascarrabias, de relatar por vez primera la verdadera historia de mi sobrino. Juro que no lo hago para reivindicar mi memoria ni, mucho menos, para dejar en evidencia a mi sobrino; soy ya muy viejo para sentir vanidad, y me queda demasiada poca vida como para poder disfrutar de una efímera fama postrera. Lo importante, lo único importante, es que he conseguido triunfar aunque no haya sido con mi nombre; ¿y qué importa eso?

Arturo desconoce todavía mi travesura, y la desconocerá hasta que yo haya muerto. A él le corresponde decidir si publica o no este relato. ¿Lo hará? Supongo que sí, primero por respeto a mi memoria, y segundo porque estará de acuerdo conmigo en esta pequeña burla a los lectores, los cuales creerán probablemente que no se trata de un relato real, sino del último fruto de la imaginación del afamado escritor Arturo Vargas.

¿O quizá no?


Publicado el 12-11-2005 en Fobos