Había una vez un planeta



La nave exploradora LO-3957-Z Póllux era una entre las cinco mil componentes de la gran flota puesta en pie por el gobierno terrestre con la misión de buscar y encontrar planetas habitables donde volcar los excedentes humanos del superpoblado imperio. Desde que ochenta años atrás se aboliese definitivamente el tan aborrecido control de la natalidad, que tantos disturbios sociales había provocado, el aumento demográfico había sido tan espectacular que había obligado a los gobernantes del planeta a adoptar drásticas medidas con el fin de contrarrestarlo, creando de la noche a la mañana a la mañana la popular flota exploradora que, recorriendo los confines del universo, descubriría nuevos planetas vírgenes donde volcar los excedentes de población que tanto preocupaban a la metrópoli.

Dado la condición de suma prioridad con que se vio considerado desde un principio tan importante proyecto, sus responsables tuvieron en sus manos los más modernos y sofisticados recursos de que disponía la sociedad de la que formaban parte. El imperio se volcó, no cabe otro calificativo, en la elaboración de tan ambicioso plan, en el cual cifraban todas sus esperanzas. Del éxito de éste, afirmaban sus promoto­res, dependía el futuro de la civilización humana; y no se desviaban demasiado de la realidad.

Por fin llegó el tan ansiado momento y cinco mil esbeltas naves, llevando en su seno a la flor y nata de la ciencia y la astronáutica terrestre, se lanzaron rumbo a lo desconocido desperdigándose por el infinito cosmos con una audacia sin precedentes en busca de nuevas patrias en las cuales la humanidad pudiera establecer su hogar.

No iban a ciegas sino siguiendo un método perfectamente lógico y racional que pronto comenzaría a rendir sus frutos. No servía cualquier estrella, eso estaba claro; sólo una estrella con una temperatura adecuada, ni excesivamente caliente ni demasiado fría, serviría para albergar vida. En la práctica el intervalo quedaba reduci­do a las estrellas de tipos espectrales F, G o K, es decir, aquéllas de color blanco amarillento, amarillo o anaranjado.

Otro factor a tener en cuenta era la velocidad de rotación estelar. Una estrella solitaria, es decir, sin sistema solar, retenía en su seno una gran cantidad de energía asociada a su movimiento de rotación; era lo que los astróno­mos llamaban estrellas de rotación rápida. Pero si en la noche de los tiempos se había creado un sistema planetario en torno astro central, gran parte del momento angular sería absorbido por sus diminutos acompañantes, convirtiéndose entonces en una estrella de rotación lenta.

Conjuntando ambas premisas, se tendría una aceptable posibilidad de éxito en la búsqueda de planetas aptos para la vida. Había aún un tercer factor, si bien de menor importancia, a añadir a los dos anteriores: las posibilidades de existencia de planetas en los sistemas estelares múltiples, muy frecuentes en la galaxia, eran muy escasas y prácticamente nulas. Había que buscar, pues, entre las estrellas amarillas, de rotación lenta y que no formaran parte de sistemas estelares múltiples.

La experiencia había destruido por completo la teoría del catastrofismo en la formación del Sistema Solar, considerado durante mucho tiempo como un fenómeno puramente accidental con muy escasas posibilidades de repetición. Muy al contrario, se había comprobado que el universo obraba con la lógica aplastante de la sencillez creando un sistema solar siempre que las circunstancias lo permitieran. Por consiguiente, la existencia de sistemas planetarios había resultado ser un fenómeno perfectamente común y hasta frecuente en todo el ámbito de la Vía Láctea, rigiéndose por unas leyes físicas que los astrónomos estaban comenzando a comprender. Como es lógico suponer, existían muchas estrellas que, incapaces de reunir las condiciones necesarias para ello, se veían privadas de sus compañeros planetarios, y había muchas también que, aun contando con planetas, éstos no resultaban ser aptos para el hombre.

Por otro lado, no era menos lógica la aparición de la vida en el seno de los sistemas estelares capaces de albergarla. De hecho, si existía un planeta a la distancia precisa, con el tamaño justo y además poseía una serie de compuestos químicos tales como agua, metano y amoníaco, por otra parte muy abundantes en el cosmos, en cantidades suficientes para ello, la aparición de la vida en aquel astro sería un fenómeno más que probable.

Ahora bien, a pesar de las garantías con que contaban estos modernos buscadores de patrias la suerte no había dejado de ser un factor de peso, dado que a pesar del esfuerzo realizado por la totalidad de los responsables del proyecto una gran cantidad de variables aleatorias no habían podido ser eliminadas por completo. Esto hacía que la labor de estos intrépidos aventureros no se limitara a un monótono y rutinario trabajo de confirmación y catalogación como podría pensarse en un principio, ya que en realidad ésta estaba teñida por la incertidumbre y el desconocimiento de lo que el destino les podía deparar en la siguiente etapa. De esta manera lo que se perdía en seguridad se ganaba en interés proporcionándoles una labor mucho más amena y excitante de lo que a primera vista pudiera parecer, hecho éste que agradecían en su interior la totalidad de los integrantes del programa.

Pero algunas veces lo imprevisible se transformaba en esquivo y negativo, como había ocurrido a los desesperados viajeros de la Póllux que, desde que comenzaran su largo periplo, no habían cosechado mas que fracasos en la labor que les había sido encomendada. Habían visitado docenas de sistemas planetarios obteniendo toda una serie de valiosos datos que serían muy útiles para los científicos que en un futuro siguieran sus pasos, pero ni uno solo de estos planetas se había mostrado apto para albergar vida. Un fracaso, en suma, teniendo en cuenta los móviles principales de la expedi­ción de la que formaban parte.

Es de imaginar, pues, el estado de ánimo que embargaba a los expedicionarios cuando éstos asumieron la labor de estudiar el siguiente astro de la lista: Una pequeña estrella F2, amarillenta y sin nombre, registrada en los mapas estelares con una larga y aséptica cifra. En principio se presentaba como apta para albergar vida... Al igual que las docenas de decepciones acumuladas por los exploradores.

Sin muchas esperanzas se puso en marcha el sofisticado engranaje científico de la Póllux. Las primeras medidas gravimétricas confirmaron el hecho ya sospechado de la existencia de planetas girando en su torno; al menos, algo había para empezar. Pero habría que esperar a la observación óptica para poder obtener mayor cantidad de datos.

Todo estaba ya preparado cuando se estableció contacto visual, es decir, telescópico. La totalidad de los científicos, así como la tripulación, estaban en sus puestos preguntándose si merecería la pena asistir a un nuevo fracaso. Al fin un astrónomo enfocó el telescopio de gran campo visual al sistema descubriendo que, en efecto, había planetas girando en torno a la estrella sin nombre: seis en total todos los cuales describían órbitas muy ceñidas al plano de la eclíptica, la cual al formar un ángulo muy abierto con la trayectoria seguida por la Póllux mostraba a sus tripulantes la totalidad del sistema.

El siguiente paso consistía en calcular la zona de probabilidad, nombre con el que era definida la región anular en la que debían estar contenidas las órbitas de los planetas con posibilidades de albergar vida, la cual variaba como era natural con las características particulares del astro en cuestión, y posteriormente se comprobaba la existencia de algún planeta en dicho sector estelar. Con alivio constataron que dos planetas, el segundo y el tercero, caían dentro de dicha zona, aunque pronto sería descartado el tercero ya que, si bien estaba situado dentro de la zona de probabilidad, su órbita rozaba el borde externo de ésta. Dicho de otro modo, era demasiado frío. Además se trataba de un astro pequeño, y tanto la observación telescópica cono la espectroscópica revelaron la existencia de una atmósfera extremada­mente tenue y enrarecida no apta en modo alguno para la vida.

Otra cosa muy distinta era el segundo. Estaba situado a la distancia óptima y su tamaño era ligeramente superior al terrestre. En torno suyo giraban dos satélites de pequeño tamaño gracias a los cuales fue posible determinar la masa del planeta y a partir de ese dato calcular la atracción gravitatoria en su superficie, la cual resultó ser algo superior a la terrestre si bien con un valor inferior al que tendría de haber contado con una densidad similar a la de la Tierra..

Fácilmente se comprobó que el planeta estaba provisto de una densa atmósfera, por otro lado perfectamente respirable; tenía incluso un mayor porcentaje de oxígeno que la terrestre acompañado de una mayor proporción de gases nobles en detrimento del nitrógeno. Otras dos importantes sustancias gaseosas, el dióxido de carbono y el vapor de agua, también se hallaban presentes en las cantidades adecuadas.

Al llegar a este punto las observaciones a distancia no dieron más de sí. Considerando también que se habían observado grandes masas de agua líquida -mares- en la superficie del planeta, los indicios no podían ser en principio más alentadores.

Por primera vez esperanzados, los viajeros de la Póllux procedie­ron a preparar la segunda fase de la exploración, consistente en el envío al planeta de una sonda automática. El metódico plan seguía felizmente su marcha para alegría de sus ejecutores.

Una vez separado de su nave matriz el vehículo robot alcanzó rápidamente las capas altas de la atmósfera comenzando a enviar datos que eran recogidos con avidez en la Póllux. Primero efectuó un nuevo y mucho más preciso análisis atmosférico que no sólo confirmó los datos anteriores sino que corroboró también la ausencia de substancias tan temidas como el ácido cianhídrico o los óxidos de nitrógeno, peligrosas aun en la escala de impurezas. La capa gaseosa que rodeaba el planeta era, si cabe, mejor incluso que la terrestre.

Cuando la sonda, una vez a baja altura, comenzó a enviar imáge­nes visuales correspondientes a la superficie del planeta, la euforia se apoderó por completo de los tripulantes de la nave. La espera no había resultado vana: El planeta podía ser calificado, sin pecar de excesiva exageración, de un perfecto jardín del Edén. Todo él era un mar de verdor surcado por innumerables cintas de plata y poblado por una pléyade de seres vivos. En suma, un lugar perfecto para ser catalogado como habitable.

Pero no todo estaba ultimado; si bien químicamente el planeta era perfecta­mente apto para la vida, podría no ocurrir lo mismo con el factor biológico, ya que unos microorganismos letales bien podrían dar al traste con la totalidad del proyecto. En el estudio de esta fase radicaba la más complicada etapa del proyecto, y tam­bién la mas larga. Pero cuando la última de estas pruebas dio negativa, los expedi­cionarios se sintieron muy cerca del éxito.

El resto del programa transcurriría sin la menor complica­ción una vez zanjadas las etapas más problemáticas del proyecto. Aban­donan­do la órbita de satélite que había estado describiendo desde su llegada, la Póllux puso proa al planeta aterrizando con éxito en el lugar previamente seleccionado desde el aire. Evidentemente el punto elegido para hacerlo era el idóneo. Situado a una latitud media en el interior del menor de los tres conti­nen­tes existentes en el planeta y a resguardo de las fuertes mareas que debían de producirse en él, se trataba de unas suaves y onduladas praderas inmaculadamente verdes por las que pululaban infinidad de pequeños animales equipara­bles a los herbívoros terrestres. Un plácido río de claras aguas desembocaba poco más allá en un vasto lago tras dividir en dos a la inmensa llanura, y unas lejanas y nevadas montañas contribuían aún más a refrendar la bucólica estampa.

Tras una rápida comprobación in situ de los datos enviados por la ya inútil sonda, los impacientes expedicionarios se desperdigaron ávidamente por aquel lujuriante vergel. Pero tras la tempestad vino la calma, y una vez apagada la lógica euforia inicial cada cual se puso a trabajar en la labor que tenía encomendada, comenzando a desvelar uno por uno los secretos del hospitalario planeta con una efectividad digna de los mejores encomios.

Pasó el tiempo y el jefe científico de la expedición vio acumularse en su gabinete multitud de expedientes que recogían la labor investigadora de sus subordinados. Los resultados no podían ser más halagüeños: La climatología del planeta era en general muy benigna gracias a la inexistencia de grandes masas continentales que contribuyeran a endurecer el clima. La pluviosidad era elevada y con escasas fluctuacio­nes anuales, y el suelo resultó ser sumamente fértil. La escasa inclinación del eje del planeta sobre el plano orbital propiciaba además unas suaves variaciones esta­cionales. Y por si fuera poco, se habían descubierto importantes yacimientos minerales que contribuirían en no pequeña medida a la economía de la futura colonia.

El planeta rebosaba vida. Tras catalogar multitud de plantas y viviseccionar infinidad de animales, los biólogos construyeron la estructura taxonómica del planeta en sus dos reinos, animal y vegetal, comprobando que seguía un esquema paralelo y, lo principal de todo, perfectamente compatible con el de la Tierra.

Los bioquímicos fueron todavía más lejos llegando a la conclusión de que el metabolismo de los seres autóctonos del planeta era análogo, hasta el último aminoácido, al de la vida surgida en el planeta madre. Era, en suma, un éxito total que compensaba con creces los sinsabores que le habían precedido.

Temblando por la emoción los científicos de la Póllux se reunieron con el fin de redactar el tan ansiado informe final declarando apto para la colonización al planeta, al que curiosamente nadie había bautizado aún. Y no fue un científico, sino un astronauta, quien sugirió celebrar la buena nueva de una manera sonada. ¿Y qué mejor forma -razonaba- sino organizando un gran festín a base de alimentos nativos del planeta?

Aceptada por aclamación la gastronómica propuesta, los entusias­mados expedicionarios se dedicaron con un celo digno del mejor encomio a recolectar cuanto animal o planta pretendidamente comestible caía en sus manos mientras los improvisados cocineros se aprestaban a condimentarlos. Fue un ágape digno de sibaritas... Y sus efectos no tardaron en dejarse sentir.

En poco tiempo los médicos de la nave se vieron impotentes para atender simultáneamente la gran cantidad de dolores de estómago que como una epidemia se abatieron sobre la totalidad de los participantes en el pantagruélico festín. En un principio fue atribuida tan inoportuna dolencia a una múltiple indigestión provoca­da sin duda por el brusco cambio de régimen; en efecto, durante meses en la Póllux se había seguido una monótona dieta de alimentos sintéticos en cantidades además no muy abundantes. Las consecuencias eran, pues, lógicas. Pero cuando se hizo preciso un lavado de estómago para eliminar las perniciosas secuelas observándose que, sin excepción, ninguno de los expedicionarios había podido digerir los alimentos origina­rios del planeta, los científicos comenzaron a sospechar que algo no marchaba bien a pesar de los resultados positivos obtenidos en sus refinados análisis.

Como suele suceder en tales circunstancias, cada cual comenzó a culpar al vecino más cercano del fracaso experimentado. Los bioquímicos se escudaban en la similitud total entre la bioquímica de los dos planetas, similitud que según ellos no daba pie a la menor duda. Por su parte, los biólogos aducían que sus análisis eran perfectos y sin el menor atisbo de fallo. Y mientras tanto, el resto de la dotación, científicos y astronautas, acusaba de inútiles a sus atribulados compañeros.

Rá­pidamente fue convocada una reunión de la totalidad de los expediciona­rios con el fin de encontrar posibles explicaciones -y soluciones- a tan irritante fracaso. Una tras otra se fueron desgranando toda una serie de descabelladas teorías, ninguna de las cuales explicaba satisfactoriamente el fenómeno.

Por fin le tocó el turno a uno de los químicos de la expedición, el cual afirmó haber hallado la tan ansiada solución. Con escepticismo, pero también con esperanza, fue invitado a exponer sus conclusiones ante el resto de sus colegas.

-Señores, -afirmó- como todos ustedes conocen, nosotros formamos parte del más ambicioso plan jamás concebido por la mente humana. Con este motivo fueron puestos a nuestra disposición los más poderosos y sofisticados medios con los que contaba nuestra sociedad. Por ello, una vez eliminado el inevitable factor aleatorio, el plan no podía fallar. Y sin embargo, algo ha ido mal.

Desde un principio me opuse a la idea de un fallo, el plan era demasiado perfecto como para que tal eventualidad pudiera ocurrir. Había que buscar, pues, por otro lado. Y mis sospechas se dirigieron hacia aquellos factores que por su aparentemente escasa importancia habían sido en un principio ignorados por todos nosotros.

»No fue sino hasta ayer cuando mis sospechas se vieron finalmente confirmadas. Se trataba, como es lógico suponer, del huevo de Colón; un detalle tan insignificante que no era de extrañar que a la totalidad de los científicos del proyecto nos hubiera pasado desapercibido.

»Recuerdo que en mis tiempos de estudiante decidí dedicarme a la química debido a mi gusto por la realidad, a mi pasión por los hechos concretos y tangibles. A mí me gustaba la química. Y sin embargo, había una pequeña parcela de esta disciplina, por lo general estudiada fugaz y casi diría clandestinamente, cuyo estudio me irritaba sobremanera por su aparente inutilidad: Me estoy refiriendo al fenómeno conocido como isomería óptica o quiralidad.

»Todos ustedes conocen este fenómeno, relegado casi a la categoría de curiosidad de laboratorio. Aun cuando sea ésta una propiedad general de toda clase de materia, dado que exige para su aparición una necesaria complejidad química de la molécula en cuestión, su estudio ha sido encuadrado tradicionalmente en el marco de la química orgánica, la cual resulta ser idónea para ello.

»Las moléculas sujetas a tal fenómeno presentan una dualidad, pudiéndolas dividir en dos clases diferentes que llamaremos izquierda y derecha . Ambos tipos son totalmente idénticos tanto física como químicamente; su diferencia es­triba únicamente en que una de las dos es la otra vuelta del revés, es decir, la imagen especular suya. Un buen ejemplo, lo constituyen los dos guantes de un mismo par.

»Únicamente mediante el uso de determinadas técnicas se puede discriminar entre ambos isómeros ópticos; el resto de todos los posibles medios de investigación, es decir, todos los utilizados normalmente por nosotros, se muestran totalmente impotentes para tal fin.

»Como es lógico suponer, la síntesis de una sustancia quiral a partir de reactivos que carecen de actividad óptica proporciona una mezcla a partes iguales de ambos isómeros ya que no establece ninguna distinción entre ellos. Pero paradójica­mente la vida no es simétrica. La bioquímica se comporta de una manera radicalmente opuesta a la utilizada por la síntesis de laboratorio apoyándose únicamente en una sola de las dos posibles opciones. Ignoramos la razón por la que esto es así, pero los hechos son concluyentes. Ciñéndome a los pilares básicos de la vida, los aminoácidos, podemos observar que de las dos posibles series de estos compuestos químicos, denominadas convencionalmente con las letras L y D, sólo la primera de ellas es utilizada en forma exclusiva por la totalidad de los seres vivos.

»Al estudiar la bioquímica de este planeta nos limitamos únicamente a los aspectos puramente químicos y observamos que las proteínas de los seres autóctonos estaban constituidas por los mismos aminoácidos que las nuestras sin profundizar en absoluto sobre su configuración espacial. Me bastó con investigar un hidrolizado proteínico para confirmar mis sospechas: La vida en este planeta utiliza exclusivamente la otra posibilidad, es decir, los aminoácidos de la serie D.

-¿Existe acaso alguna solución? -preguntó alguien.

-Me temo que no. -sonrió con tristeza el químico- Nos encontra­mos en el mismo caso que un manco que desee enfundar su única mano con un guante correspondiente a la mano contraria. Evidentemente, no puede hacerlo. Y sin embargo, ambos guantes son idénticos, tienen exactamente la misma forma y las mismas dimensiones y están hechos con los mismos materiales en similar cantidad.

»Existen dos maneras de identificar un isómero óptico. -prosiguió- Una de ellas, la más sencilla, que es la que yo utilicé, consiste en someter el compuesto químico a la acción de la luz polarizada y ver en qué sentido la desvía. La otra se basa en la propiedad que tiene un compuesto quiral en identificar a otro con la misma propiedad, que es precisamente lo que hacen nuestras enzimas. Volviendo al anterior símil, podemos afirmar que un guante cualquiera elegido al azar entre un montón de éstos servirá sea cual sea a una persona normal, es decir, sin actividad óptica, ya que siempre se lo podrá calzar bien sea en una mano o en la otra; por lo tanto, no existe discriminación entre ellos al servirle cualquiera de los mismos.

»Por el contrario a un manco sólo le servirán la mitad, concretamente los que se correspondan con su única mano. Nuestro metabolismo es manco, y sólo puede utilizar una única clase de aminoácidos, los L. Por lo tanto los seres vivos de este planeta, al ser mancos de la otra mano, producen unos aminoáci­dos, es decir, unos alimentos, totalmente incompatibles con nuestro organismo.

-¿Qué nos queda por hacer? -preguntó esta vez el capitán de la astronave.

-Me temo que muy poco, salvo evacuar el planeta y buscar otro astro acorde con nuestra bioquímica. Para colonizarlo habría que destruir la totalidad de la vida de este planeta y reimplantarla conforme a nuestros cánones... Esto, evidentemen­te, además de ímprobo sería un trabajo inútil. Todavía quedan muchas estrellas en nuestra lista, y espero que no se vuelva a dar esta inoportuna casualidad. Por lo tanto, este astro permanecerá virgen como una curiosidad científica, y quién sabe si en un futuro no será colonizado por una humanidad bioquímicamente compatible con él. Lo que es seguro, es que nuestra labor aquí ha terminado.

Tres días más tarde, recogido en su seno todo el material científico que hasta entonces había permanecido desperdigado, la Póllux abandonó el planeta sin nombre enfilando la proa con destino a las incontables estrellas que tachonaban el infinito universo.


Publicado el 26-10-2015