No hay mal que por bien...



Antes de nada, permítanme que me presente. Me llamo... bueno, eso en realidad no importa. Lo verdaderamente relevante para este relato es que yo era amigo de Joe Roeasteroides y, como él, comerciante independiente, enhoramala mal llamados contrabandistas... pero les puedo asegurar que nuestro trabajo es honrado, sólo que en ocasiones no nos molestamos en cubrir ciertos engorrosos trámites burocráticos que no hacen sino entorpecer nuestra actividad comercial. ¿Que también nos olvidamos de pagar las tasas aduaneras? Bien, supongo que ustedes estarán de acuerdo conmigo en que la todopoderosa Federación no necesita nuestra humilde aportación para que le cuadren sus presupuestos, mientras que a nosotros, por el contrario, nos resulta imprescindible para vivir.

Sí, ya sé que está también el tema de los Mundos Prohibidos, con los que está vedado cualquier tipo de contacto y, todavía con más razón, todo cuanto tenga que ver con el comercio; pero, ¿podría explicarme alguien por qué razón la Federación tiene condenada a esta gente al ostracismo y, en la inmensa mayoría de los casos, a la miseria? Dicen que es para proteger a las culturas autóctonas -vaya palabreja, ¿no podían hablar en cristiano?- de la contaminación de la nuestra, pero me gustaría que vieran ustedes sus condiciones de vida y luego pensaran si les gustaría vivir así... a mí no, desde luego.

¿Qué mal hacemos intentando llevarles un poco de la prosperidad que a nosotros nos sobra? Ellos consiguen algo que la Federación les niega, nosotros obtenemos a cambio unas materias primas que a los nativos no les sirven para nada pero que nos permiten ir tirando, y todos contentos... excepto los malditos patrulleros y esos estirados tipejos universitarios que parecen disfrutar comprobando que nuestros clientes siguen yendo en taparrabos. Y oigan, a los primeros todavía los entiendo, al fin y al cabo es su trabajo y sólo son unos mandados, pero a los otros... si en vez de calentar con sus gordos culos las delicadas sillas de sus despachos tuvieran que andar dando tumbos de pedrusco en pedrusco como nosotros, a bordo no de confortables paquebotes sino de cafeteras volantes como las nuestras, a lo mejor ya no pensaban lo mismo.

Pero me temo que me estoy yendo por las ramas... en realidad, lo que yo quería era contar lo que le pasó a mi pobre amigo Roeasteroides en un pedrusco perdido más allá del Límite. En realidad a él, al igual que a mí, no le gustaba comerciar con los Mundos Prohibidos, prefiriendo moverse por los más civilizados -dentro de lo que cabe- planetas del Borde. Allí las patrulleras federales suelen brillar casi siempre por su ausencia, y a los aduaneros de los gobiernos locales es relativamente fácil esquivarlos o, en su caso, contentarles con bastante menos de lo que nos habrían supuesto los aranceles.

Los Mundos Prohibidos son algo completamente distinto. A diferencia de la relajada vigilancia del Borde, los federales los custodian con un celo digno de perros de presa, y resulta realmente difícil burlarlos... difícil y peligroso, puesto que aquí no suelen hacer la vista gorda y los castigos por violar las leyes de aislamiento acostumbran a ser ejemplares. Por esta razón, y porque además nunca sabes con lo que te puedes encontrar en unos mundos tan primitivos, los comerciantes independientes solemos evitarlos a no ser que alguien sea lo suficientemente insensato, o esté lo suficientemente desesperado, como para intentarlo.

Los insensatos no son demasiado dignos de consideración dentro de nuestro gremio, pero todos nosotros hemos pasado alguna vez por una mala racha; y cuando te acechan los matones de alguno de los prestamistas del Borde, puedes acaban echando todos tus miedos por la borda y, haciendo de tripas corazón, arriesgarte a transportar un flete a alguno de esos agujeros cósmicos. Como dijo un antiguo filósofo de mi tierra, más cornás da el hambre.

Eso es precisamente lo que le ocurrió a mi pobre amigo. Su vicio por el juego, y mira que yo se lo había advertido veces, le hizo caer en las garras del Sanguijuela, uno de los más rapaces usureros de todo el Borde... y también uno de los más expeditivos a la hora de cobrar las deudas pendientes. El bueno de Joe necesitaba dinero con urgencia, y sólo tenía una manera lo suficientemente rápida de conseguirlo. Así pues, y en contra de mi opinión -claro está que esto no le solucionaba su problema-, decidió visitar a los Hienas, que es como llamamos a los traficantes con los Mundos Prohibidos.

Éstos, que están tan sólo un punto por encima, y quizá ni tan siquiera eso, del filibusterismo puro y duro, siempre han recibido con las mandíbulas, digo, con los brazos abiertos a todos los comerciantes independientes que se les acercaban, algo lógico teniendo en cuenta que dependen de nosotros, y sólo de nosotros, para sus trapicheos. No es de extrañar, pues, que siempre tengan disponible un flete pagado a un precio razonable dadas las circunstancias... lo malo es que, para cobrarlo, hay que volver sano y salvo y con el importe de la venta en efectivo -obviamente los bancos de la Federación no cuentan con sucursales allí- lo cual, dadas las circunstancias, no se puede decir que sea algo precisamente sencillo. La verdad es que acudir a su cubil, algo por lo que todos nosotros sentimos un supersticioso terror, es lo más parecido a entrar en capilla, pero a veces no queda más remedio que hacerlo... y a Roeasteroides le había tocado la china.

Bueno, pese a todo no tenía por qué ser necesariamente malo; algunos de mis compañeros, aunque no demasiados, han conseguido volver de los Mundos Prohibidos sin ningún percance y con unos buenos ahorros en los bolsillos, pero lo normal es que no vuelvan a tentar a la suerte. Pese a ello, a los Hienas no les suelen faltar porteadores.

Resumiendo, que estoy volviendo a divagar. Joe llamó a la puerta de los Hienas y éstos, tan hipócritamente amables como de costumbre, le entregaron un flete. El planeta de destino era uno de tantos del Cinturón Exterior que, como suele ser habitual en todos ellos, tras el colapso del Imperio y su posterior aislamiento durante siglos había acabado cayendo en la barbarie más absoluta. En realidad estos mundos fronterizos nunca llegaron a ser gran cosa ni tan siquiera durante los años de la Gran Expansión, así que no es de extrañar que ahora rozaran el salvajismo, sobre todo teniendo en cuenta que ni tan siquiera los civilizados planetas del Núcleo lograron librarse del todo del duro trance de los Años Oscuros.

En realidad entre los distintos Mundos Prohibidos hay bastantes diferencias de nivel cultural aunque, eso sí, todos ellos suelen tener en común su condición de sociedades preindustriales atrasadas, ya que ni tan siquiera en el más avanzado de ellos han conseguido redescubrir algo tan elemental como la electricidad o el motor de explosión. Claro está que, pese a todo, existen sensibles diferencias entre una organizada sociedad feudal y una horda de salvajes caníbales.

Aparentemente a Joe le había tocado un buen planeta. Sus habitantes eran, según le dijeron, unos pacíficos agricultores y ganaderos gobernados por reyezuelos lo suficientemente inteligentes como para no liarse a mamporros entre ellos y, lo más importante de todo, estaban relativamente acostumbrados a comerciar con nosotros. Aunque la mercancía más habitual solían ser los alijos de bebidas alcohólicas o, por hablar con mayor propiedad, los brebajes que pretendían pasar por ellas, en esta ocasión su naturaleza era muy distinta: juguetes.

Bueno, hay que matizarlo; juguetes para nosotros, y artilugios mágicos para ellos. Durante los interrogatorios a los que me sometió la Policía Interplanetaria -ojo, como testigo, no como inculpado- uno de ellos, un tío listo supongo, mencionó no sé qué de abalorios e indios. Como maldito sea lo que entendí de ello le pedí que me lo explicase, y el hombre me contó una historia acerca de unas viejas leyendas de la Tierra según las cuales exploradores con pocos escrúpulos engañaban a los pueblos primitivos que visitaban -¡en la misma Tierra!- ofreciéndoles objetos sin ningún valor, pero de aspecto atractivo, a cambio de bienes valiosos.

A saber si esta historia era cierta; a mí personalmente me resultaba muy difícil de creer que en la antigua capital imperial hubiera llegado a haber alguna vez, aunque fuera hace miles de años, pueblos primitivos como los de los Mundos Prohibidos; eso sí, no lo niego, la comparación era bastante buena. Los juguetes en cuestión no eran nada del otro mundo, unas simples consolas de holojuegos de esas que cualquier niño tiene desde que alza dos palmos del suelo. Nada tenían de particular ya que ni tan siquiera eran modelos recientes, y por si fuera poco les habían sustituido el receptor energético por unas micropilas de fusión alimentadas por agua dado que en el planeta de destino, como cabe suponer, no existía nada ni remotamente parecido a las emisoras de electricidad, imagínense ustedes su atraso.

Pero estas fruslerías, en manos de sus destinatarios, serían consideradas poco menos que unas mágicas maravillas. Huelga decir que iban destinadas a una reducida élite: reyezuelos, alta nobleza y, en general, todos aquéllos lo suficientemente ricos como para pagarse un capricho regio al alcance tan sólo de unos pocos privilegiados. En realidad el verdadero negocio estribaba no tanto en los aparatos como en la venta posterior a sus propietarios de los chips de los juegos, por supuesto con cuentagotas y a precios realmente abusivos una vez conseguido un mercado cautivo, ya que allí, por extraño que parezca, tampoco existe ningún tipo de red informática global. No recuerdo si he olvidado decir que las consolas ya habían sido introducidas tiempo atrás, y que el cargamento de mi amigo estaba compuesto exclusivamente por chips.

Esto era sin duda mucho más limpio y cómodo que transportar en la bodega whisky o armas, por no hablar ya del engorro de los animales transgénicos, por muy hibernados que fueran, o de los mercenarios varios que se ganaban la vida dando tumbos de planeta en planeta, con el riesgo añadido de que te volaran la cabeza al menor atisbo de discusión con ellos. No obstante, la naturaleza del alijo no le libraría del celo persecutor de los federales, ya que los chips de marras eran considerados vete a saber por qué productos de alta tecnología (!) y, como tales, estaba fuertemente castigado su tráfico fuera de los límites de la Federación.

A mí me gustaría que alguien me dijera qué mal podían hacer unos juguetes inofensivos en manos de unos salvajes incultos que lo más que podrían hacer era estropearlos; ni tan siquiera en el caso, totalmente improbable dicho sea de paso, de que el alijo fuera capturado por los piratas de la Nebulosa Negra, como si no tuvieran otra cosa que hacer que cruzar media galaxia, éste podría servirles de mucho... pero a quienes hacen las leyes suele importarles muy poco si luego éstas son aplicadas de manera lógica o no. Y así estábamos.

El día de su partida Joe Roeasteroides se mostraba razonablemente confiado. Aunque no resultara fácil, era posible burlar a las patrulleras federales, y todos nosotros sabíamos cómo hacerlo... al menos, en teoría. Y aunque nuestros patronos se encargaban previamente de convencer a la bofia para que mirara hacia otro lado justo en el momento en el que nosotros teníamos que pasar por delante de sus narices, esto no siempre funcionaba como es debido... pero de otras más difíciles había salido y, aunque estaba lejos de ser un temerario, era plenamente consciente de sus bazas.

Quiso el azar que coincidiéramos casualmente en el astropuerto de Uhlán, un astroso pedrusco situado, valga la redundancia, en el mismo borde del Borde. Yo acababa de aterrizar con un cargamento de semillas especialmente adaptadas para su duro clima -Uhlán estaba siendo terraformado, aunque que me lleve el diablo si merecía la pena el esfuerzo- y allí me lo encontré, por supuesto en la cantina. Tomamos unas copas, hablamos de nuestras cosas, nos deseamos buena suerte y nos separamos con un abrazo fraternal... al menos, eso fue lo único que pudo ver el espía oficial de los federatas, toda una institución al que sólo le faltaba ir disfrazado de siriopiteco para llamar todavía más la atención. Pero había que andar con cuidado; aunque ni Uhlán ni Irmine, el planeta del que dependía administrativamente, pertenecían a la Federación, los chivatos de los federatas pululaban por todos los lados. Además de nuestro amigo podía haber otros espías más discretos, realmente dábamos por hecho que los había; pero los comerciantes independientes siempre hemos sabido hablar sin correr el peligro de ser escuchados por oídos indiscretos. Ya en el interior de mi nave, y con el distorsionador antiescuchas -un último modelo, en esto no escatimábamos gastos- activado, pudimos hablar con tranquilidad sobre el motivo de su visita.

Para burlar la vigilancia de los federales Joe había fingido descargar en Uhlán y partir de allí de vacío, algo que a nadie podía extrañar dado que en tan mísero lugar lo único exportable eran las garrapatas del desierto, gordas como perros y voraces como lobos. De hecho, yo también tenía previsto marchar sin cargamento alguno. Durante el viaje de vuelta su nave sería abordada por un carguero de los Hienas y, ya sin testigos molestos, el alijo sería transbordado en pleno vuelo. El resto era ya cosa suya.

Tomamos juntos la última copa, nos deseamos mutuamente suerte y cada mochuelo se fue a su olivo; los comerciantes independientes no podemos permitirnos el lujo del sentimentalismo. A la madrugada siguiente abandoné Uhlán, tan sólo unos minutos después de que lo hiciera mi amigo.

Durante algún tiempo anduve de aquí para allá por toda la zona exterior del Borde. Aunque por fortuna los fletes no me faltaron, ninguno de ellos fue lo suficientemente sustancioso como para permitirme pasar una temporada en lugares más civilizados. Habría pasado cerca de un mes desde nuestro último encuentro, cuando volví a tener noticias de Joe. Pese a que en principio no entraba en mis planes cruzar en ningún momento la frontera que separaba el Borde de los Mundos Prohibidos, me corría bastante prisa hacer entrega de un cargamento, puesto que la puntualidad estaba premiada con una prima. A veces el trazado de la frontera resulta ser bastante caprichoso, con entrantes y salientes que dificultan el rumbo forzando a dar largos rodeos para evitar atravesarla; y éste era precisamente mi caso. De no haber mediado la dichosa prima no lo hubiera intentado, pero tenía bastante prisa... además, la incursión sería corta y no me acercaría demasiado a ningún planeta. Así pues, me arriesgué.

Poco después, ya en el exterior del Borde, los detectores de la nave recogieron la señal de alarma de una radiobaliza. Según su código, correspondía a la nave de Joe. El goniómetro indicó que la señal procedía de un sistema planetario relativamente cercano, apenas a dos o tres parsecs de distancia, y una rápida comprobación de las cartas de navegación confirmó mis sospechas. Se trataba del planeta al cual había viajado con su cargamento de chips.

El azar volvía a cruzar nuestros destinos, pero en esta ocasión todo parecía indicar que tenía lugar bajo condiciones mucho más dramáticas. Durante unos instantes dudé sin saber que hacer, si dirigirme directamente en busca de mi amigo o, si como dictaba la prudencia, dar aviso a la Comandancia Federal o a la patrullera más cercana. Por fortuna en esta ocasión estaba limpio y mi cargamento era totalmente legal -bueno, casi-, y traspasar ligeramente la frontera para atajar tal como yo había hecho, máxime habiendo por medio una llamada de socorro, tan sólo me supondría una tibia reprimenda. Pese a todo, los federatas no eran tan mala gente.

Llamé, pues, por hiperradio a la comandancia de Amarante informando de lo sucedido. Me respondieron que mandarían una patrullera tan pronto como pudieran, pero por desgracia en esos momentos no se encontraba ninguna lo suficientemente cerca de allí; tenía gracia que, para una vez que se les necesitaba, tuvieran que brillar por su ausencia. Me ofrecí entonces a adelantarme a ellos, lo cual aceptaron a regañadientes; era evidente que no les entusiasmaba mi iniciativa, pero eran plenamente conscientes de los fuertes lazos de solidaridad que existían entre nosotros, y de sobra sabían que un comerciante independiente jamás dejaba en la estacada a un compañero. Eso sí, me bombardearon con advertencias de todo tipo que, tanto ellos como yo, teníamos la certeza de que me iba a saltar a la torera.

El caso es que me salí con la mía y, con el consentimiento más o menos tácito de los federatas -más adelante tendría que darles explicaciones por mi presencia allí, pero eso era algo que por el momento no me preocupaba- partí en auxilio de mi amigo.

La señal, aunque débil, me permitió localizar el foco emisor con relativa facilidad. Pero no se trataba de la nave tal como había esperado, sino de una radiobaliza situada en órbita geosincrónica. Esto complicaba las cosas; todos los buques cuentan con un sistema de alarma automático que se activa en caso de emergencia, y eso quería decir que mi amigo se encontraba en dificultades. Todavía no sabía que el pobre Roeasteroides era ya un fiambre, pero comencé a temer que le hubiera ocurrido algo.

Sabía que la radiobaliza debía de estar situada sobre la vertical de la astronave, posada con toda seguridad en la superficie del planeta; así pues, teniéndola localizada, inicié las maniobras de aterrizaje adoptando, eso sí, toda una serie de precauciones que a buen seguro mi confiado amigo no había tenido en cuenta.

Con el alma en vilo desgrané la escasa media hora que me llevó atravesar la atmósfera lanzando continuas llamadas por la radio, ninguna de las cuales recibió respuesta. Este silencio no tenía por qué ser forzosamente malo, podía tratarse de una avería que hubiera afectado a la emisora de Joe; pero algo en mi interior intuía que era algo realmente grave, como efectivamente lo fue.

La nave de Joe se encontraba posada en mitad de un desolado páramo, desierto de todo tipo de vida animal y, casi, también de vegetal. Aparentemente se encontraba en buen estado y sin signo alguno de haber sufrido daños, pero cuando me posé apenas a cincuenta metros de ella descubrí algo que me heló la sangre: la escotilla estaba abierta de par en par, algo que en esas circunstancias jamás haría nadie en su sano juicio.

Con toda la rapidez que me permitía mi estado de ánimo concluí las maniobras de aterrizaje, eché mano de la pistola que todos llevábamos con nosotros pese a estarnos taxativamente prohibido, abrí la escotilla y, tras atisbar a uno y otro lado, eché pie a tierra con cautela. La tranquilidad era absoluta y no se oían más ruidos que el suave roce del viento al pasar a través de los raquíticos arbustos que salpicaban el terreno, pero no me fiaba del aspecto inofensivo del entorno; algo le había pasado a Joe y, hasta que no lo descubriera, convenía ser precavido. Cerré la escotilla de mi nave y recorrí a la carrera la distancia que me separaba de mi destino, aunque no sin dejar de mirar constantemente hacia atrás.

La nave de Joe, como la mayor parte de las nuestras, tenía una cámara de descompresión que se abría a un corto pasillo en cuyo extremo, hacia proa, se encontraba la cabina, distribuyéndose a lo largo del mismo el resto de las dependencias del habitáculo. El portón de acceso a la bodega de carga se situaba en la popa, pero en esta ocasión el escaso volumen que ocupaba la mercancía transportada podía haber motivado que Joe no se hubiera molestado en abrirlo, prefiriendo utilizar la más cómoda escotilla. Esto no explicaba que la mantuviera abierta, salvo que en ese mismo momento hubiera recibido la visita de los nativos; pero entonces, ¿por qué razón había lanzado la radiobaliza de emergencia?

Decididamente las cosas no marchaban como deberían ir. Haciendo de tripas corazón -al fin y al cabo la violencia no es lo mío-, llegué hasta la escotilla, miré en su interior con precaución y, tras comprobar que allí no había nadie, me encaminé a la cabina, ya que la puerta interior de la cámara de descompresión se encontraba asimismo abierta. En la cabina tampoco había nadie... vivo. Su único ocupante era el cadáver de Roeasteroides, brutalmente asesinado a juzgar por el lamentable aspecto de sus despojos.

Tras superar el golpe inicial registré la totalidad de la nave, bodega incluida, sin encontrar a nadie más en su interior, ni vivo ni muerto. Todo parecía indicar que mi amigo había sido víctima de un ataque de los nativos, los cuales se habían dedicado acto seguido a saquear concienzudamente el vehículo llevándose cuanto encontraron y destrozando el resto. El aspecto del mismo era, como cabe suponer, desolador.

¿Qué había podido ocurrir? No fue sino hasta más tarde, de vuelta ya a la civilización, cuando tuve ocasión de saberlo; todo se había debido a una absurda y trágica equivocación. Siempre que se procede a cartografiar un planeta, antes de todo es preciso definir cual de sus dos polos corresponde al norte, y cual al sur; en principio caben dos posibles opciones, ambas igualmente válidas. El criterio seguido, consiste en elegir aquélla en la que los sentidos de la rotación y la traslación coinciden con los de la Tierra. Pero el planeta al que viajó Joe, del cual ni tan siquiera llegó a conocer su nombre, no estaba cartografiado, y dio la maldita casualidad de que, con respecto al plano de la trayectoria de su nave, la eclíptica presentara un ángulo cercano a los 180 grados. Vamos, que todo estaba boca abajo. Joe no se debió de dar cuenta de que el planeta giraba al revés, al fin y al cabo él no era astrónomo, y como carecía de mapas de su superficie y sólo contaba con unas coordenadas geográficas, sucedió lo inevitable: se equivocó de hemisferio, aterrizando en el continente situado justo en las antípodas de su verdadero destino.

Esto no hubiera tenido mayor importancia -habría bastado con despegar y aterrizar en el lugar adecuado- de no mediar un hecho insólito, la existencia de grandes diferencias culturales entre las distintas regiones del planeta. Por sorprendente que pueda parecer, tal como he comentado anteriormente al hacer alusión a los legendarios e inverosímiles indios de la Tierra preimperial, en un lugar tan pequeño como era ese planeta coexistían varias culturas con distintos grados de civilización. Y por si fuera poco, los ya de por sí atrasados clientes de mi amigo resultaron ser el colmo de la sofisticación en comparación con los salvajes que habitaban en el lugar al que para desgracia suya fueron a dar sus huesos.

El resto resultaba fácil de adivinar. Confiado en ser recibido amistosamente, Joe debió de abandonar la astronave sin adoptar ningún tipo de precauciones, siendo asaltado y muerto por la horda bárbara con la que tropezó. Es de suponer que al ser atacado intentaría volver a la nave, donde fue cazado por sus perseguidores y asesinado de forma despiadada.

Y ahí estaba yo, encerrado en una ratonera y sin más compañía que un cadáver destrozado. En realidad nada se me había perdido allí y ni tan siquiera podía hacer lo más mínimo por ayudar a mi infortunado compañero, pero me dolía dejarlo tirado como un perro; al menos, se merecía un entierro decente.

Lo primero que hice fue cerrar la escotilla en previsión de nuevos asaltos. Por suerte los mandos de las astronaves solían estar construidos con una gran robustez a prueba de accidentes, de forma que, a pesar del desolador aspecto que presentaba la cabina, éstos respondieron con docilidad aislándome de cualquier peligro procedente del exterior. El siguiente paso consistió en programar al asistente de vuelo en modo de control remoto; mi intención era sacar a la astronave de allí, pilotándola desde la mía, y ponerla en órbita, donde podría ser recogida por los patrulleros.

Una vez hecho esto, tan sólo me quedaba volver a mi propia nave. Parecía sencillo, pero sentía miedo ante la perspectiva de tener que recorrer el espacio que separaba a los dos vehículos expuesto a una posible agresión de los asesinos de Joe. Ciertamente tenía una pistola y estaba sobre aviso, pero ¿qué podría hacer yo solo frente al ataque simultáneo de varios enemigos? Claro está que allí no me podía quedar.

Armándome de valor me dirigí hacia la escotilla. Mientras recorría el pasillo caí en la cuenta de que el cargamento de chips había desaparecido, probablemente robado por los nativos. Pese a lo dramático de la situación, este descubrimiento me hizo sonreír. ¿Para qué querrían esos salvajes unos artefactos de alta tecnología cuya utilidad no podían ni tan siquiera sospechar? Resultaba irónico pensar que el pobre Joe había perdido la vida por culpa de algo que sus asesinos no sabían ni siquiera lo que era.

Recordé entonces algo que habíamos comentado en la conversación, que me parecía ya tan lejana, que mantuvimos en el astropuerto de Uhlán. Yo argumentaba que, sin compartir los criterios aislacionistas de la Federación respecto a los Mundos Prohibidos, sí pensaba que debía de haber ciertos límites en la venta de mercancías a estos planetas, ya que no sólo no tenía sentido, sino que además podría resultar contraproducente, poner en manos de gente tan atrasada objetos a los cuales no estaban acostumbrados y que podrían llegar incluso a ser peligrosos para ellos.

Joe se había burlado de mis temores afirmando que cada cual era muy dueño de hacer lo que más le apeteciera, y que si alguien prefería usar un libro para calzar una mesa coja en lugar de leerlo, estaba en su perfecto derecho de hacerlo. Y, aunque pudiera parecer incongruente vender a una sociedad medieval unos aparatos tan sofisticados como los holojuegos, eso no era problema nuestro, independientemente de para qué los utilizaran.

He de reconocer que no le faltaba razón; pero teniendo en cuenta el barbarismo de aquéllos en cuyas manos habían acabado cayendo los chips, el sarcasmo no dejaba de ser tremendo. Al fin y al cabo, los habitantes del hemisferio opuesto eran medianamente civilizados y disponían de aparatos reproductores, independientemente de que luego sus santones los pudieran utilizar como oráculos presuntamente divinos; pero ¿para qué les podrían servir los chips a unos salvajes que, según todos los indicios, estaban tan sólo un punto por encima de los animales?

Encogiéndome filosóficamente de hombros, decidí desentenderme del tema. Ahora mis preocupaciones eran otras mucho más urgentes, tenía que volver a mi nave con el pellejo a salvo. Entreabrí la escotilla lo justo para asomar cautelosamente la cabeza y, tras comprobar que nada perturbaba en apariencia la tranquilidad reinante, terminé de abrirla saltando al suelo.

Nada extraño se apreciaba en el espacio que mediaba entre las dos astronaves y, hasta donde me alcanzaba la vista, el terreno se mostraba desierto. Respirando profundamente el fino aire del planeta, cerré la escotilla de la nave de Joe, amartillé la pistola y eché a correr como alma que lleva el diablo.

Me faltarían cosa de dos o tres metros para llegar a mi nave, cuando esgrimí el mando a distancia que controlaba la apertura de la escotilla, con tal mala suerte que, por culpa de las prisas, se me escapó de las manos. Al intentar recogerlo sin detenerme trastabillé, y acabé dando con mis huesos en el suelo; este tropiezo me salvó la vida. Un fuerte golpe en el casco de la nave, justo al final de la trayectoria que había ocupado instantes antes mi cabeza, retumbó como un cañonazo en el silencio que me rodeaba. Perplejo descubrí que se trataba de un hacha, no por tosca menos efectiva a la hora de abrirte la sesera como si de un melón se tratara.

Me revolví en el suelo como buenamente pude, descubriendo que un gigantesco individuo se abalanzaba sobre mí con ánimo de clavarme una enorme lanza. Sin duda había estado al acecho aguardando a mi salida, y detrás de él pude vislumbrar de forma difusa la presencia de varios nativos más, quizá hasta media docena.

No lo dudé un solo instante, y gracias a mis reflejos evité quedar ensartado como una aceituna. Sin apuntar siquiera alcé la pistola y disparé a bocajarro, descerrajándole un tiro en mitad del pecho instantes antes de que me alcanzara con la afilada hoja. Mi pistola era un anticuado modelo de pólvora, nada de esas modernidades láseres que hacen ahora, lo cual fue una suerte dado que el ruido del disparo sirvió para espantar a los compañeros del muerto, que huyeron despavoridos. De no haber sido así, dudo mucho que hubiera podido defenderme de todos ellos.

Era evidente que la pistola les resultaba algo completamente desconocido que les aterrorizaba, lo que indicaba que al pobre Joe le habían cazado como a un conejo antes de que hubiera podido defenderse. Pero yo no estaba para deducciones lógicas ni sentía la menor curiosidad hacia las peculiaridades culturales de los salvajes, de eso ya se encargarían, si querían, los federales; tan sólo quería salir de allí lo más rápidamente posible. Pero en el transcurso de la refriega había perdido el mando que abría la escotilla.

Lo busqué desesperadamente mientras con el rabillo del ojo vigilaba un posible retorno de los atacantes, sin el menor resultado. Todo parecía indicar que debía de haber quedado debajo del cadáver que, tendido de bruces, yacía despatarrado en el suelo. Bien, no quedaba otro remedio, así que, haciendo de tripas corazón, me tragué mis escrúpulos y, tras asir al muerto por uno de los brazos -lo que me obligó a soltar la pistola para poder usar las dos manos-, intenté darle la vuelta.

El fiambre, un hombretón de dos metros de altura y envergadura a juego, apestaba a sudor rancio y a otros perfumes de origen inidentificable, pero no menos nauseabundos. Estaba desnudo a excepción de un tosco taparrabos, pero buena parte de su piel, curtida por el sol y la intemperie, se encontraba recubierta de complicados tatuajes. El pelo, largo y enmarañado, presentaba un aspecto sucio y grasiento que a buen seguro haría las delicias de la fauna residente en tan intrincada selva.

Me costó bastante trabajo ponerlo boca arriba; el fulano debía de pesar al menos sus buenos cien kilos, y no precisamente de grasa sino de puro músculo. Comprobé entonces que mi disparo no había podido ser más afortunado, ya que la bala, de un respetable calibre, había abierto un enorme agujero justo a la altura del esternón. Dadas las circunstancias, podía decirse que acababa de nacer de nuevo.

Pero no era eso lo que me preocupaba en ese momento, sino el dichoso mando a distancia. Y allí estaba, al lado de la mancha de sangre producida por la herida. Lo recogí con precipitación, eché mano también a la pistola y, tras comprobar que no había moros en la costa, ya más tranquilo procedí a abrir la escotilla, que en esos momentos se me mostraba como si fueran las mismísimas puertas del Paraíso.

Nada me quedaba ya por hacer, salvo entrar en mi nave y largarme de allí con viento fresco, pero mi instinto de cazador afloró repentinamente tentándome con el capricho de un trofeo. Al fin y al cabo, me dije, una vez pasado el peligro ¿por qué no llevarme un recuerdo de la refriega con el que poder presumir en las cantinas de los astropuertos?

Dicho y hecho. Aunque el posible botín no podía ser más mísero, fijé mi atención en las armas de mi víctima, el hacha y la lanza con las que había estado a punto mismo de mandarme al otro barrio. Recogí primero el hacha, que yacía junto al casco contra el cual había chocado, y me volví a continuación a por la lanza, que había quedado tendida al lado del cadáver. Esto hizo que por vez primera viera su rostro, en el cual la brutalidad de sus rasgos hacía difícil sospechar que alguna vez sus mucho más civilizados antepasados hubieran podido atravesar el universo, a bordo de astronaves, hasta llegar a ese piojoso rincón de la galaxia.

Pero lo que más me llamó la atención, fueron unos curiosos pendientes que colgaban de sus orejas, los cuales parecían ser de un diseño demasiado refinado como para poder ser un producto de la tosca industria local. Tras asegurarme una vez más de la inexistencia de enemigos, y picado por la curiosidad, me incliné sobre la cabeza del muerto para poderlos observar con mayor detenimiento; y los identifiqué al instante, vaya si los identifiqué... se trataba de los chips robados a mi amigo Joe que, perforados y ensartados en un burdo cordón, ahora ejercían de paradójicas joyas de ese cafre.

No eran éstos los únicos adornos de este tipo que exhibía el salvaje, ya que varios más habían sido cosidos de forma caprichosa al taparrabos y otros dos oficiaban de sendos piercings en las tetillas del muerto. Al parecer los asesinos de Joe habían dado un gran valor al puñado de cristalitos negros robados de su nave, encontrando para los mismos un insólito uso ornamental que ni tan siquiera habían sospechado ni sus fabricantes ni sus legítimos destinatarios... pero no por ello menos funcional, al menos conforme a sus exóticos criterios.

El atisbo de una sombra fugaz escabulléndose en la lejanía me recordó que seguía estando en peligro. Puede que fuera tan sólo un animal inofensivo, o quizá un simple juego de luces, pero preferí no correr riesgos innecesarios. Así pues, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo eché mano a la lanza, que no era cuestión de quedarme sin el recuerdo, y me zambullí en el acogedor refugio de la nave, cerrando precipitadamente la escotilla desde dentro. Una vez a salvo, y apenas hube recuperado el resuello, me precipité al cuarto de baño para echar hasta la primera papilla. El susto había sido de campeonato, y ahora me tocaba pagar la factura.

Tras darle un buen tiento a la botella de bourbon que guardaba para las ocasiones en las que necesitaba tranquilizarme rápidamente, y relajarme con una ducha que me supo a gloria, abandoné el maldito planeta llevando tras de mí, como si se tratara de un obediente perrito faldero, el improvisado ataúd en el que se había convertido la nave de mi compañero. Me puse en órbita justo en el lugar marcado por la radiobaliza, mandé un mensaje a los patrulleros que, como cabía esperar, seguían brillando por su ausencia, y me senté a esperar no sin antes poner a buen recaudo mis trofeos, no fuera a ser que me los requisaran después de haberme jugado el pellejo.

Dadas las circunstancias los federatas fueron bastante considerados conmigo, pero no conseguí librarme de su amable invitación de acompañarlos hasta Amarante. Allí fui sometido a un minucioso interrogatorio, siempre en condición de testigo y, tras agradecerme la ayuda prestada -habría andado listo si llego a esperarlos antes de aterrizar en el planeta- me dieron permiso para largarme, así que no dejé que me lo dijeran dos veces. Aunque estaba completamente limpio y me trataron con todo respeto, no dejaba de encontrarme incómodo en su compañía, supongo que sería por la falta de costumbre. En cuanto a Joe, me dijeron que ellos se harían cargo de todo, así que me desentendí del asunto. Más adelante le honraríamos convenientemente en las tabernas del Borde, ya que los comerciantes independientes solemos ser poco amigos de funerales y zarandajas por el estilo. Eso sí, me consta que, de haber podido dar su opinión, el viejo Roeasteroides habría estado de acuerdo con nosotros.

De momento eso fue todo. Puesto que Joe, al igual que la mayor parte de nosotros, carecía de familia que pudiera reclamar sus bienes, los federales procedieron a subastar la astronave entregando su importe, una vez descontado los gastos del sepelio, al Montepío de Comerciantes, el cual se encargó a su vez de repartirlos entre sus asociados. Por haber sido yo quien la rescatara me correspondió un buen pellizco, lo que me permitió ir tirando durante una temporada sin necesidad de complicarme demasiado la vida por esos andurriales. Todavía estaba muy lejos de sospechar que me la acabaría complicando, y de qué manera.

Todo empezó cuando un buen día decidí enseñar a mis amigos los recuerdos que me había traído del planeta, esto es, el hacha y la lanza que arrebaté al nativo muerto. Me encontraba en Tangalia y habíamos decidido dar una pequeña fiesta en honor a Joe, así que la ocasión no podía venir mejor pintada. La verdad es que, después de esconder precipitadamente las armas para evitar que éstas fueran descubiertas por los federales, me había olvidado de ellas. Así pues las busqué y, dado que estaban completamente cubiertas por una gruesa capa de mugre cuya naturaleza era mejor no intentar de averiguar, me puse a limpiarlas concienzudamente con objeto de poder presumir de ellas.

Pese a mi impresión inicial, precipitada a causa de las circunstancias, las hojas resultaron no ser de piedra tal como había creído en un principio, sino metálicas y además bastante pesadas. Yo supuse que debería de tratarse de algún tipo de bronce, pero cuando después de bastantes esfuerzos conseguí dejarlas limpias, descubrí con asombro que brillaban con un hermoso tono dorado.

No podía ser, tenía que estar equivocado; tanto el hacha como la lanza parecían ser de oro... pero tenían que ser de otra cosa, quizá latón o algo similar, ya que era inconcebible que esos salvajes pudieran tener en su poder semejante tesoro.

Puesto que mis conocimientos de joyería no podían ser más limitados, limé cuidadosamente una de las piezas y, recogiendo las limaduras en una bolsita, se las llevé a un joyero -bueno, en realidad estaba más cerca de ser perista- de confianza, el cual confirmó al cien por cien mis sospechas: se trataba de oro puro de 24 kilates, ni tan siquiera llevaba la mezcla de cobre que suelen añadirle los joyeros para hacerlo más resistente al desgaste. Como mucho había algunos pequeños rastros de plata, que él atribuyó a las propias impurezas de la mena.

Tras soltarle al perista una excusa improvisada, me marché precipitadamente de su tugurio. En mi nave guardaba una pequeña fortuna sin haberlo sospechado siquiera, y desde luego era mi intención sacarle el mayor partido posible... pero no allí, por supuesto, ya que en un sitio tan pequeño todo se acababa sabiendo y no me convenía compartir mi secreto con nadie. Bien, no les voy a aburrir con detalles poco importantes. Celebramos la fiesta, por supuesto, pero me cuidé mucho de enseñar a nadie mis tesoros. Me marché de Tangalia en cuanto pude sin correr el riesgo de levantar sospechas por mi precipitación, y conseguí colocar la mercancía a buen precio en el mercado libre de Tarsis. Con el dinero obtenido le di un buen remozado al cascajo con el que me ganaba la vida, que buena falta le hacía... y entonces me tentó la codicia.

Todo parecía indicar que el continente en el que habitaban los salvajes debía de ser extremadamente rico en oro, ya que sólo así se explicaba que éstos lo utilizaran para utensilios tan comunes como sus propias armas. Y puesto que nadie, ni tan siquiera los propios federales, podía sospechar la fortuna que se escondía en ese desecho de la galaxia, mi secreto estaba aparentemente bien guardado. Hice mis cálculos y deduje que, con un único viaje que me resultara fructífero, podría obtener tal ganancia que me permitiría retirarme para siempre, que los años ya comienzan a pesar y cada vez se me pone más cuesta arriba ir de planeta en planeta. Por suerte soy ahorrador, así que, con lo que ganara y con el importe de la venta de la astronave tendría probablemente suficiente para vivir tranquilamente de las rentas durante el resto de mi vida. Y si pese a todo no era suficiente, siempre podría hacer un segundo viaje...

Así pues, puse manos a la obra. Adquirir un cargamento de chatarra informática me resultó sencillo, además de barato; total, si los salvajes iban a usar los chips de adorno, tanto daba que éstos fueran del último modelo o de desecho; total, no se iban a enterar. Viajar hasta el Borde y burlar a los federales tampoco tendría que ser demasiado difícil, ya que había tenido ocasión de comprobar que no debían de aparecer mucho por allí.

Y así estoy ahora, camino de ese planeta sin nombre -en los mapas estelares figura con un simple código alfanumérico- al que yo me he permitido bautizar pomposamente como Eldorado. Todavía queda otro escollo pendiente, sin duda el más peliagudo de todos, entrar en contacto con los salvajes sin que me rebanen el cuello y convencerlos para que acepten mis bonitas joyas a cambio de sus vulgares cacharros. ¿Lo conseguiré? Espero que sí, pero soy consciente de que corro el riesgo de que mis huesos acaben blanqueándose bajo el implacable sol de Eldorado. Por esta razón, y por si así ocurriera, dejo escrito este relato en el cuaderno de bitácora, pidiendo a quien lo encontrara que tenga la piedad de enterrar mis despojos.

Salud.


Publicado el 31-1-2015 en Alfa Erídani