Viaje a la eternidad



Estrellas. Miríadas y miríadas de estrellas. La vieja, la eterna situación se repetía- Y entonces supo que habían fracasado de nuevo.

-Programen el ordenador para el próximo salto. -ordenó- Yo estaré en mi camarote.

-¡Pero capitán! -exclamó el navegante- Aún no sabemos si el salto ha sido positivo; el ordenador todavía está verificando los datos.

-Será inútil. -respondió al tiempo que abandonaba la cámara- Es completamente imposible adivinar la menor configuración estelar en medio de tamaño caos.

Minutos después, en la soledad de su camarote, se avergonzó de su anterior arrebato. Como capitán de la nave él era el único al que no le estaba permitido desfallecer; y sin embargo, cuan dura era la prueba a la que el destino le había sometido. De repente Andrés Ordóñez, capitán de la nave exploradora Perséfone, comenzó a llorar en silencio.

¿Cuánto tiempo había pasado? Nadie lo sabía, nadie lo quería saber. Tan sólo el ordenador llevaba la cuenta exacta, pero ninguno de ellos se había atrevido a preguntárselo. Ya no importaba. Sumidos en la inmensidad del cosmos, todo patrón humano resultaba inútil. Ellos morirían y sus cadáveres se convertirían en polvo mientras las estrellas continuarían inmutables hasta el fin de la eternidad. Y ellos lo sabían.

Recordaba. Fueron días de euforia, días de optimismo y de inmensa alegría. El Destino les había ofrecido la gloria de protagonizar el mayor acontecimiento científico desde el descubrimiento de América, y ellos aceptaron el reto con orgullo, con ese infinito orgullo que siempre había caracterizado a la audaz estirpe humana. De una forma súbita, de la manera inesperada en la que siempre tienen lugar los fenómenos más trascendentales de la historia de la humanidad, el síndrome de Einstein había sido por fin vencido. La vieja Tierra ya no estaba sola. Se había abatido la gran barrera y el cosmos se presentaba ante los ojos del siempre inquieto hombre como una fruta madura lista para ser cogida. La historia abría nuevas páginas celosamente guardadas hasta entonces, páginas vírgenes de toda escritura. Eran plenamente conscientes de que a ellos les correspondía escribir con letras de oro la mayor epopeya jamás soñada por mente alguna. Y el hombre, por vez primera, creyó.

Fueron días felices. Conscientes de su misión histórica unieron sus esfuerzos en aras de un logro común. Y la Perséfone, la astronave que abriría a la humanidad las puertas de las estrellas, fue al fin un hecho. Así de sencillo; tan simple que muchos se negaban a creerlo. Pero la Perséfone era ya una tangible realidad y pronto sería lanzada al espacio en su primer viaje experimental, viaje que transportaría a los hombres hasta más allá de la eternidad.

-¡Qué cruel ironía! -se lamentó amargamente hundido en su patética soledad- Tantos desvelos, tantos esfuerzos... Para nada.

¿Para nada? No, en modo alguno; ni tan siquiera les había quedado el supremo recurso de la duda. Muy al contrario, el éxito de la misión había sido rotundo si se ceñían a la distancia recorrida por la astronave. Demasiado rotundo, para desgracia de sus desesperados tripulantes.

Ellos habían sido los elegidos, los privilegiado astronautas que se convertirían en los primeros seres humanos que hollaran los planetas vírgenes de las remotas estrellas. En sus manos estaría el triunfo de su inquieta especie, el logro más definitivo desde el descubrimiento del fuego. Y ellos aceptaron orgullosos su tremenda responsabilidad a sabiendas de que en sus manos estaba el futuro de varios miles de millones de personas.

Todas las operaciones preliminares se desarrollaron con la precisión prevista. Y por fin, el momento del despegue llegó. Éste fue normal, en nada diferente de los rutinarios vuelos que desde las bases terrestres partían hacia los más remotos lugares del sistema solar; pero el destino de la Perséfone era bien distinto. Abandonando el plano de la eclíptica apenas hubo dejado atrás la protectora atmósfera del planeta natal de la estirpe humana, la primera astronave interestelar de la historia terrestre se sumergió en las profundidades galácticas en busca de su remoto destino.

El viaje supondría, no obstante, un desplazamiento infinitesimal respecto de los parámetros galácticos, apenas cuatro parsecs... Necesariamente tenía que ser así, puesto que si bien no parecían existir limitaciones teóricas o técnicas a la velocidad supralumínica de la astronave, la prudencia más elemental recomendaba recorrer tan sólo una distancia limitada que permitiera calibrar el desplazamiento de la Perséfone merced a la variación de paralaje de las estrellas más próximas. Considerándose asimismo la conveniencia de que la meta del viaje estuviera marcada por la cercanía de una estrella de fácil identificación, fue elegida para tal fin la catalogada con la letra Tau de la constelación la Ballena, una estrella gemela del sol terrestre situada a una distancia del mismo lo suficientemente próxima como para hacer viable el programa previsto para el viaje.

Pero algo había fallado. ¿El qué? Quizá nunca la sabrían. La Perséfone utilizaba un método de propulsión que jamás había sido experimentado antes, método que se basaba en las revolucionarias teorías físicas sobre el Campo Unificado que habían dejado obsoleta a la antigua Teoría de la Relatividad explotando las consecuencias, aún no demasiado bien comprendidas, de todo un nuevo campo de la Ciencia no sólo desconocido hasta entonces, sino ni tan siquiera intuido. Quizá alguna otra especie inteligente hubiera aguardado pacientemente hasta que el desarrollo de los nuevos conceptos científicos se hubiera visto culminado; pero el hombre era un ser audaz demasiado audaz para resistir incólume a la tentación cósmica que ante él se abría.

En su intemporal viaje habían tenido ocasión de contemplar por vez primera extraños fenómenos jamás sospechados por mente humana alguna, manifestaciones sublimes de universo a la vez infinito y mágico; un universo que era un profundo misterio que ellos, simples criaturas ansiosas por emular a los dioses, jamás alcanzarían a comprender. Y al igual que Faetón el mítico hijo del Sol fulminado por los Inmortales al haber osado intentar igualarse con ellos, así se habían visto ellos condenados a vagar por el infinito en un viaje que sabían sin final.

Había sido al término del viaje, o salto de acuerdo con la terminología empleada por los astronautas; sólo entonces pudieron calibrar la magnitud de la situación en que se encontraban una vez que, vuelta la Perséfone a velocidades sublumínicas, pudieron volver a contemplar las estrellas desaparecidos ya todos los efectos distorsionantes que las habían invalidado como sistema de referencia durante el transcurso del salto. De acuerdo con lo previsto, las familiares constelaciones deberían haberse materializado de nuevo con mínimas variaciones sobre sus configuraciones habituales, variaciones que hubieran permitido al potente ordenador de a bordo calcular casi al milímetro el trayecto recorrido por la astronave.

Pero la realidad se había mostrado bien distinta. El nuevo firmamento que ahora se mostraba ante ellos, tachonado de estrellas y de nebulosas hasta la lujuria, mostraba unas configuraciones estelares totalmente distintas a las contempladas jamás por ojo humano alguno.

Algo había ocurrido, algo que no estaba previsto en los programas de vuelo y ante lo cual los tripulantes de la Perséfone se encontraban total y absolutamente desarmados para comprenderlo y, lo que era más grave, para resolverlo. La Perséfone había realizado aparentemente un viaje no de cuatro parsecs como estaba previsto, sino de miles o incluso de decenas de miles. Poco importaba que las teorías de los más eminentes físicos se hubieran venido por los suelos; lo único cierto y palpable era que la astronave se encontraba en un lugar remoto y perdido de la galaxia sin la menor posibilidad de encontrar el camino de regreso a la Tierra.

Poco podía hacer el ordenador para calcular la ubicación de la astronave al carecer de datos acerca del lugar en el que se encontraban; su banco de datos no llegaba más allá de donde habían alcanzado los más potentes telescopios terrestres, y la Perséfone en su desbocado viaje había rebasado con creces estos límites. Todos los sistemas de referencia cercanos tales como constelaciones, nebulosas y los demás objetos galácticos eran desconocidos por completo. Cefeidas y pulsares, comúnmente utilizados por los astrónomos a modo de faros cósmicos, tampoco podían rendir utilidad alguna dado que habían sido incapaces de identificar ninguno de los catalogados en las cartas estelares de que disponía la Perséfone. Tan sólo algunas galaxias cercanas tales como las Nubes de Magallanes o la gran nebulosa espiral de Andrómeda pudieron servirles de relativa ayuda en su orientación, aunque lo único que los tripulantes de la Perséfone pudieron llegar a conocer fue que se encontraban en algún lugar del halo galáctico al otro lado del compacto núcleo de la Vía Láctea, el cual aparentemente habían atravesado.

Sabían la dirección aproximada en la que se encontraba la Tierra, pero esto no era en modo alguno suficiente. Invisible el Sol desde aquella distancia, confundidos sus brillantes compañeros estelares entre las miríadas de puntos luminosos que tachonaban el firmamento, bastaría con una desviación infinitesimal de su ruta para que al término del salto se encontraran de nuevo a miles de años luz de su destino, amen de que incapaces de controlar la longitud del salto, bien podría ser que, acertando en la dirección, vieran rebasado ampliamente su escurridizo objetivo.

La situación era grave, y ellos no lo ignoraban. Pero tanto su preparación física como su entrenamiento mental habían estado orientados hacia situaciones similares si no peores, por lo que todos ellos fueron capaces de asumir el problema con extrema serenidad. Se imponía ante todo buscar una solución a tan delicado problema, y eran plenamente conscientes de que un estado de histeria colectiva resultaba ser justo lo contrario de lo indicado en aquellos momentos. Era cuestión, pues, de obrar con prudencia y tranquilidad, y una vez pasado el mínimo período de adaptación la Perséfone estuvo lista para efectuar un nuevo salto.

Se habían minimizado todo lo posible las distintas fuentes de incertidumbre existentes en el cálculo del nuevo rumbo, pero a pesar de ello el segundo salto resultó ser un nuevo y decepcionante fracaso. Al parecer las trayectorias hiperlumínicas se veían trastornadas por la masa del núcleo de la galaxia, lo que hacía que éstas se curvaran hasta un límite que quedaba fuera de toda posible estimación. El ordenador les informó que habían emergido en otra remota y desconocida región de la galaxia, esta vez en las proximidades del plano galáctico pero con una desviación de al menos cuarenta grados con respecto a su destino previsto.

A partir de aquel momento los ánimos comenzaron a desfallecer. La navegación interestelar había mostrado estar afectada por toda una serie de factores difícilmente cuantificables, por lo que las posibilidades de retorno se veían cada vez más mermadas conforme realizaban nuevos intentos.

El resto había sido ya pura rutina. Los tripulantes de la Perséfone, después de varias decenas de infructuosos saltos, habían recorrido ya media galaxia en su loca carrera sin fin. Los bancos de memoria del ordenador rebosaban de valiosa información sobre el enigmático núcleo galáctico, los lejanos cúmulos globulares, las nebulosas planetarias y tantos otros objetos desconocidos de la Vía Láctea. Habían contemplado su espiral desde las cercanías de la Pequeña Nube de Magallanes, y las fascinantes estrellas en formación del sector de Orión...

¿Pero de qué les servía ahora esto? Necesitarían mil vidas para desvelar todos los secretos de la galaxia, y no disponían ni siquiera de una sola para comunicar sus hallazgos al resto de la humanidad de la que de una manera tan dramática se habían visto separados.

Éste era el precio que habían tenido que pagar por su atrevimiento de semidioses: el destierro eterno en el marco infinito del Universo, el perpetuo vagar de un rincón a otro de la galaxia hasta que la energía de la astronave se agotaría y murieran todos sin haber podido alcanzar su anhelada meta. Un destino de titanes, habían dicho en la Tierra antes de partir refiriéndose a su epopeya, olvidando que los soberbios titanes habían caído víctimas de su arrogancia frente a los verdaderos y únicos dioses.

-Señor, la nave está preparada para el salto. -dijo una voz por el interfono- ¿Aceleramos ya?

-Aguarden un momento. -respondió el capitán volviendo a la cruda realidad tras haberse refugiado en sus tristes pensamientos durante unos instantes- Voy para allá.

Y el abatido capitán de la nave exploradora Perséfone se incorporó del lecho abandonando su camarote al tiempo que pensaba amargamente en la conveniencia de rebautizar a la astronave con el nombre de Faetón. Afuera, las estrellas continuaban brillando inmutables.


Publicado el 2-9-2002 en Alfa Erídani