Indiferencia



J.E. era un vago redomado. Mejor dicho, era extraordinariamente vago. Durante toda su vida, y ya andaba por los cuarenta y muchos, se las había apañado para sobrevivir, mejor o peor, sin dar palo al agua, un mérito ciertamente notable en alguien que ni provenía de una familia rica, ni había contado jamás con “ayudas” externas que le hubieran permitido vivir de forma regalada sin el menor esfuerzo por su parte.

Porque J.E. era listo, o por lo menos lo suficientemente astuto como para saberse aprovechar de las fisuras por las que rebosaba la opulencia de la sociedad; y por mucho que fueran migajas, con eso le bastaba. A su manera era sobrio, y se conformaba con poco con tal de no tener que esforzarse para sacar adelante la dura tarea de la subsistencia cotidiana.

J.E., además de aborrecer cualquier tipo de trabajo físico, era asimismo un impenitente vago intelectual. Pensar cualquier cosa era algo que le generaba fuertes dolores de cabeza, y verse obligado a tener que tomar una decisión, por muy trivial que ésta fuera, le suponía tanto sacrificio y esfuerzo como subirse a una obra acarreando ladrillos... así pues tampoco pensaba, en lo cual no se diferenciaba gran cosa, pensándolo bien, de una parte importante de la población del país.

Porque, es necesario volver a repetirlo, J.E. era un vago integral. Tan vago era, que la víspera del Fin del Mundo, cuando la práctica totalidad de los habitantes del planeta asumían mejor o peor su inminente destino, ora refugiándose en la religión ora entregándose a las más aberrantes orgías conforme a su particular idiosincrasia, eso sin contar con suicidios y estoicismos de todo tipo, J.E. se limitó a encogerse de hombros sin saber que hacer -en realidad sin quererlo saber- durante la última noche de existencia de la humanidad.

-Ya veré mañana -se dijo.

Minutos después dormía como un bendito, ajeno por completo al hecho de que no existiría un mañana.


Publicado el 3-5-2011