Atracción fatal



Tener novia supone, ciertamente, disfrutar de unas innegables ventajas; pero al mismo tiempo, implica toda una serie de inconvenientes e incomodidades que forzosamente te hacen añorar la libertad perdida y envidiar a los solterones de tu edad libres de todo tipo de ataduras. Esto es algo que muy pocos llegan a comprender con la suficiente profundidad -aunque sí a intuir-, para desesperación suya y para suerte de una humanidad que, de no ser así, podría llegar a correr un grave riesgo de extinción como especie animal diferenciada.

Pero vayamos al grano. A Olga le gustaba o, por mejor decir, le entusiasmaba, todo aquello que constituía la faceta frívola e intranscendente de la vida, justo lo que a mí me resultaba cuanto menos incómodo y cuanto más desagradable. Cómo dos personas de gustos y aficiones tan dispares habíamos podido llegar a juntarnos es algo que sólo Dios puede saber; el amor es ciego, dicen, y yo añadiría además que sordo, mudo, manco e imbécil... Pero no nos dejemos perder en digresiones filosóficas que, por lo demás, son tan viejas como la vida misma.

Olga y yo nos queríamos, supongo, ya que no nos llevábamos mal o, cuanto menos, no peor que el común de las parejas que conocíamos; y eso era ya algo. Claro está que yo tenía que condescender ante todas esas manías estúpidas e intranscendentes a las que tan aficionadas son la mayor parte de las mujeres... Pero ella condescendía asimismo -aunque no tan a menudo como yo quisiera- en otras cuestiones diferentes que para mí sí que eran verdaderamente importantes; y así, íbamos tirando.

Un buen día se empeñó en ir al parque de atracciones. No hay cosa que más odie en este mundo que las grandes aglomeraciones, y especialmente las evitables; con lo fácil que es ir al cine o quedarse tranquilamente en casa, donde además se pueden hacer cosas más íntimas y gratificantes... Luché, pues, por convencerla esgrimiendo todo tipo de argumentos tanto racionales, a los que era absolutamente refractaria, como irracionales a los que no lo era tanto; mas no hubo manera humana de convencerla de lo inconveniente de sus deseos. Ella estaba completamente empeñada en ir a ese maldito lugar de tortura de masoquistas urbanos, y nada en este mundo hubiera sido capaz de disuadirla al tiempo que, justo es reconocerlo, ella sí que conocía perfectamente la forma de disuadirme a mí. Así que, no me cupo otro remedio que beber del amargo cáliz y resignarme humildemente a acompañarla.

Ese día era sábado y el parque de atracciones estaba literalmente a tope, mucho peor aún de lo que yo había imaginado. Aquella babel en miniatura era capaz de crispar los nervios al más templado y, a los diez minutos escasos, ya estaba yo invocando mentalmente tanto a Herodes -al que mi imaginación elevaba respetuosamente a los altares- como a los para mí respetabilísimos inventores de las eficaces cámaras de gas, lamentándome asimismo amargamente de que Atila, Gengis Khan, Torquemada o Iván el Terrible pertenecieran ya a un extinto e irrecuperable pasado. Y, por supuesto, comencé a envidiar con todas mis fuerzas a los sordos. Olga, por su parte, estaba más estúpida e impertinente que de ordinario, lo que contribuía aún más a rematar la faena.

Tras cumplir con el inevitable ritual en lugares tales como la noria -desgraciadamente no se fue la luz estando arriba-, la tómbola -treinta euros para ganar un mísero cenicero que valía apenas  la décima parte y que además me tocó llevar a mí-, la caseta de tiro al blanco -dos botellitas miniatura a cinco euros ejemplar y eso porque las tiré yo-, el maldito barco vikingo -mareo garantizado- y los coches eléctricos -una semana con dolor de espalda por culpa de un cretino empeñado en emular a los campeones de Fórmula Uno-, tuvimos la mala suerte de pasar por delante de la atracción estrella del parque, un carrusel al que unos chillones rótulos luminosos anunciaban con el pomposo y ridículo nombre de El Audaz. Verlo Olga y emperrarse en montar en él fue todo uno. De nada sirvieron mis angustiados argumentos de todo tipo, desde las largas colas hasta la posible peligrosidad del artefacto; Olga montaría y, con ella, el idiota que la acompañaba.

Media hora más tarde y veinte euros menos en el bolsillo -el trasto era algo carillo-, me acomodaba por fin junto a Olga en uno de los asientos de la barquilla, un recinto oblongo en el que estaban instaladas un total de sesenta butacas distribuidas en diez filas de seis. Todas las butacas estaban provistas de un a modo de arnés individual que sujetaba perfectamente al viajero una vez sentado éste, precaución muy necesaria teniendo en cuenta que la barquilla describía un giro vertical que llegaba a ponerla completamente invertida.

Llena completamente la barquilla y cerciorado el acomodador de que todos los arneses estaban convenientemente sujetos en sus enganches, el maldito aparato comenzó a describir un movimiento pendular primero con lentitud para ir adquiriendo cada vez más velocidad y, lógicamente, una mayor altura. Yo soy, afortunadamente, bastante resistente al mareo, lo que no quiere decir que me resulte agradable sentir el estómago en los talones; mi rostro, pues, se volvió aún más crispado si es que esto era posible a estas alturas; y eso que lo peor estaba aún por venir. Olga, por su parte, reía y gritaba como una perfecta imbécil.

Por fin la barquilla acabó llegando al punto más alto de su trayectoria circular describiendo varias vueltas completas a toda velocidad antes de dejarnos colgados como murciélagos, boca abajo y a más de treinta metros de altura sobre el suelo. Había llegado el momento álgido de la atracción, hecho evidente aún por el más ignaro dado el silencio sepulcral con el que el pasaje acogió tan incómoda situación. En lo que a mí respecta, un sudor helado comenzó a inundarme la totalidad de mi cuerpo.

En la parte delantera de la barquilla -la proa, si se me permite utilizar este símil náutico- se iluminó bruscamente una pantalla por la que comenzó a desgranarse con lentitud una serie de números que iban desde el uno al sesenta -justo el número de asientos con que contaba el carrusel- para volver a iniciar el ciclo cada vez a una velocidad superior. Un minuto más tarde era tal la rapidez con la que alternaban los números, que mis ojos eran completamente incapaces de seguir, siquiera fugazmente, el veloz destello de esta lotería demoníaca que, por otro lado, me mantenía completamente hipnotizado al igual que al resto de mis cincuenta y nueve compañeros incluyendo a la superficial Olga.

De repente un número quedó fijo en la pantalla: El veintiocho. El azar me había colocado en el número veintisiete, y mi suspiro de alivio, un grito salvaje casi, se confundió con el emitido por otras cincuenta y ocho gargantas; todas excepto la de Olga, sentada a mi derecha justo en el asiento número veintiocho, el elegido en esta ocasión por la suerte.

El resto fue muy rápido. Con un chasquido siniestro, el arnés que sujetaba a mi novia se abrió de forma automática sin que sus desesperados esfuerzos por asirse a cualquier lado -yo mismo tuve que apartar de un manotazo una de sus trémulas manos- sirvieran para evitar que se precipitara al vacío.

Cuando segundos después la barquilla bajó al suelo y pudimos apearnos de ella los cincuenta y nueve afortunados -me desagrada decir supervivientes-, el cuerpo quebrantado de la que fuera mi novia había sido ya retirado y la sangre -no demasiada, me dijeron; había sido un golpe limpio- había sido hecha desaparecer en la arena que constituía el área de impacto, lo que constituía ciertamente todo un prodigio de efectividad. Más desagradables fueron los trámites subsiguientes, por mucho que éstos estuvieran agilizados al máximo; aunque antes de montar todos los usuarios éramos obligados a firmar un documento en el que asumíamos toda la responsabilidad en el caso de que fuéramos los señalados por el azar -y conste que siempre caía una persona en cada viaje-, no por ello quedaban ya resueltos todos esos desagradables trámites que vienen asociados a una defunción. Afortunadamente, éstos estaban muy simplificados y me pude ir a descansar tranquilamente a casa apenas media hora después de ocurrido el óbito.

Han pasado seis meses desde entonces y desde hace casi tres vengo saliendo con Inés, una preciosa rubia con la que me entiendo perfectamente dado que siempre o casi siempre acepta hacer aquello que yo propongo... Amén de que, y esto no deja de ser una gran suerte, no manifiesta el menor interés por las atracciones de feria.


Publicado el 4-2-2010 en NGC 3660