El juego de la matrioska



Dios mueve al jugador y éste la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?

Jorge Luis Borges


A sus treinta años recién cumplidos Andrés Muñoz era un joven que se encontraba razonablemente satisfecho de su vida. Flamante doctor en Ciencias Químicas había logrado una plaza de profesor ayudante en su facultad, y veía con optimismo la posibilidad de acceder a otra de categoría superior tras una espera no demasiado larga.

Y sobre todo estaba Marta... una maravillosa muchacha de la que se encontraba profundamente enamorado y con la que había empezado a hacer ya planes de boda.

Mientras tanto Andrés llevaba una vida tranquila. Oriundo de un pequeño pueblo de la mitad norte peninsular, que ahora sólo visitaba en vacaciones, vivía solo en un pequeño apartamento de la ciudad donde había cursado estudios y donde ahora ejercía su labor docente. Aparte del trabajo, que le gustaba, sus aficiones eran sencillas: la música (clásica, por supuesto), la lectura, su página personal de internet, donde mantenía una sección de divulgación científica que, a decir de sus alumnos, estaba bastante bien, los viajes... todavía recordaba con placer el que Marta y él habían realizado el pasado verano a París, y no pasaba el día en que no se entusiasmara pensando en el próximo que pensaban hacer a Roma aprovechando las ya cercanas vacaciones de Navidad.

Por cierto que tendría que hacer una escapada para ver a sus padres. Éstos ya no vivían tampoco en el pueblo, sino en la capital provincial, situada a unos trescientos kilómetros de distancia... demasiados como para ir todos los fines de semana, lo que en la práctica hacía que los visitara bastante de tarde en tarde.

Y no, desde luego, ese fin de semana. Era viernes, y había quedado para comer con Marta. Luego irían al cine, o quizá a esa exposición que llevaban tanto tiempo con ganar de ver. En cuanto al sábado y el domingo... bien, ya se vería.

Acabadas sus clases, y con ellas su jornada laboral hasta el lunes, Andrés entró en el departamento. Antes de irse quería confirmar la cita con Marta, no fuera a ser que un imprevisto de última hora les forzara a cambiar de planes, y también pretendía echar un último vistazo al correo electrónico antes de irse, dado que no pasaría por casa hasta la noche... y con suerte, ni pasaría.

Hoy no había tenido un buen día. Los chicos, en contra de lo habitual, habían estado muy poco participativos, casi podría decirse que había dado clase a un puñado de estatuas inmóviles y mudas. Pero bueno, se dijo, también para ellos era viernes.

El departamento estaba vacío, cosa extraña puesto que el profesor Cerezo, al que casi le faltaba tan sólo dormir allí, solía quedarse en la facultad hasta horas muy avanzadas, sin que le preocupara demasiado el hecho de que fuera un fin de semana; al parecer eran bastantes los sábados, y hasta los domingos, que se dejaba caer por allí. Aunque, bien, pensado, por la hora que era bien podría estar tomando algún tentempié en la cafetería de la facultad.

Esto le recordó que tenía hambre. Así pues, encendió el ordenador, cargó el correo electrónico y esperó a que éste se descargara. Seguro que habría alguno de Marta, aunque sólo fuera para decirle cuánto le quería...

Pero no lo había, sino tan sólo el habitual rimero de correos basura y algún que otro mensaje sin interés.

Era raro, pero tampoco había motivos para preocuparse. Simplemente no habría tenido tiempo, ella no tenía un trabajo tan relajado como el suyo.

No obstante, y aunque habían concertado en firme el lugar y la hora de la cita, prefirió asegurarse de que todo andaba bien. Así pues, conectó el móvil y la llamó.

Tampoco obtuvo resultado. El teléfono daba la señal de llamada, pero Marta no lo cogía. Colgó dejando el móvil conectado, pensando en que si había algún problema de última hora Marta le llamaría.

Puesto que todavía le sobraba algún tiempo, optó por aprovecharlo echando un vistazo a los periódicos digitales. Pero no pudo; al parecer la red estaba saturada, y no sólo se hartó de esperar a que se abriera la página de su periódico favorito, sino que tampoco pudo cargar ninguna otra de las varias con las que probó. En fin, siempre le quedaba el recurso de darse un paseo en vez de coger el metro.

Eso fue lo que hizo. Normalmente lo que le molestaba no era caminar, sino el fárrago del tráfico que tan desagradable hacía el paseo. Pero en esa ocasión, y para sorpresa suya, las calles estaban casi vacías de vehículos y asimismo de peatones.

Encogiéndose filosóficamente de hombros, Andrés se encaminó al restaurante donde había quedado citado con Marta, pensando que a nadie le amargaba un dulce... aunque seguía extrañándole que en un viernes hubiera tan poco tráfico.

Además, el aspecto adusto del día no ayudaba. Pese a que la mañana había amanecido soleada y el tiempo anticiclónico aparentaba no tener intención alguna de replegarse en ese tardío veranillo de finales de septiembre, ahora el cielo se mostraba ominosamente gris. Pero no el que cabría esperar en las nubes de una incipiente tormenta, sino un gris extraño y uniforme que, a modo de una ciclópea plancha de plomo, se cernía sobre su cabeza abarcando la totalidad del horizonte.

Andrés era, no obstante, ajeno a ello, puesto que iba sumido en sus propias reflexiones. En realidad lo que más le preocupaba era el hecho de que Marta no respondiera a sus llamadas; acababa de intentarlo de nuevo con idéntico resultado, y esto era algo extraño puesto que a diferencia de él, que era un desastre con el teléfono móvil y se olvidaba constantemente de encenderlo, ella era mucho más meticulosa.

Bien, pronto saldría de dudas. Había abandonado ya el campus y se internaba en el barrio vecino, repleto de lugares de esparcimiento donde los universitarios acostumbraban a reunirse después de clase para tomar una copa. En uno de ellos, un mesón de precios asequibles y no demasiado masificado, era donde había quedado para comer con Marta, y apenas le faltaban ya un par de manzanas para llegar a él. Al final le había sobrado tiempo, por lo que tendría que esperar tomando una cerveza en la barra.

El mesón se encontraba un tanto escondido en una calle lateral, mucho más tranquila que la arteria principal; ésta era una de las razones por las que se habían aficionado a acudir a él, aparte claro está de las buenas tapas que servían y de que su carta no resultaba demasiado onerosa para sus bolsillos.

Y llegó. Maquinalmente, repitiendo un gesto que le resultaba familiar, asió el picaporte de la puerta de entrada, lo giró empujando la puerta casi sin mirar... y no pudo entrar, puesto que ésta se negó a franquearle el paso.

Eso sí que no se lo esperaba... ¿a que ahora iba a resultar que el mesón estaba cerrado? ¡Y sin poder avisar a Marta! Perplejo, escudriñó en la puerta primero, y en los cristales del escaparate después, buscando algún tipo de explicación, en forma de cartel, que le aclarase los motivos del inesperado cierre. No lo había, pero el establecimiento estaba definitivamente cerrado, ya que ninguna luz se atisbaba a través del escaparate; en realidad no se veía nada en absoluto, puesto que los cristales parecían haberse vuelto opacos... del mismo color gris, pensó con un escalofrío, que ese extraño cielo que se extendía sobre él.

Desconcertado, miró el reloj. Todavía faltaban quince minutos para la hora en la que había quedado con Marta y, aunque ella solía ser puntual, no esperaba que llegara antes de tiempo. Intentó una vez más llamarla por teléfono, pero tampoco en esta ocasión descolgó. Esto empezó a ponerle nervioso; no sabía lo que pasaba, pero intuía de alguna manera que no se encontraba ante algo normal.

Miró hacia un lado y hacia el otro de la calle, completamente desierta, sin saber exactamente qué hacer... podía buscar algún bar cercano en el que matar ese maldito cuarto de hora, pero tenía miedo de que Marta llegase y no le encontrara en la puerta del cerrado mesón. Podía también salirle al encuentro, ya que conocía el camino que ella seguiría para llegar hasta allí; o podía, por último, dedicarse a pasear arriba y abajo por ese lado de la manzana, como modo de tascar su impaciencia.

Pero no hizo nada de ello, limitándose a aguardar inmóvil frente a la puerta del mesón.

Pasó el tiempo. Llegó la hora en la que habían quedado citados, pero Marta no llegó. A partir de entonces los minutos comenzaron a desgranarse con lentitud, casi diríase que con deliberada renuencia, y Marta seguía sin aparecer. A y cuarto intentó llamarla de nuevo; su teléfono permanecía mudo. A y media estaba ya seriamente preocupado. A menos cuarto se subía literalmente por las paredes. Y cuando llevaba ya acumulada una hora de retraso, comprendió que nada lograría con seguir esperando allí.

Aunque su mente, lógica como cabía esperar en un científico, se negaba a aceptar cualquier tipo de explicación que no tuviera unos sólidos cimientos racionales, en el fondo su alma se encontraba tremendamente alarmada. ¿Qué podía hacer, con Marta sin dar señales de vida y sin responder a sus continuas y desesperadas llamadas telefónicas? Llamó, en un desesperado intento, a su empresa, pero este teléfono también parecía haberse quedado mudo... y el de su casa, aunque no era probable que ella se encontrara allí.

Desesperado, se dirigió hacia el lugar en el que Marta se bajaba del autobús que la traía a la ciudad desde el parque empresarial en el que trabajaba, situado como todos en las afueras... y se encontró con un escenario insólito.

Allí estaban los edificios, las calles, el mobiliario urbano... todo igual que siempre, incluso el andamio que cubría desde hacía meses la fachada del edificio de la esquina entorpeciendo el paso por la acera. Pero semejaba ser el atrezzo abandonado de una obra de teatro una vez terminada la representación y ausentes tanto los actores como el público, ya que su vacío era absoluto. Ni un peatón, ni un vehículo, ni tan siquiera una de las sempiternas palomas se atisbaban en la vasta plaza, normalmente un hormiguero de gente y de coches.

Era evidente que algo no iba bien, como era evidente también que Marta, por la razón que fuese, no aparecería. Así pues, el atribulado Andrés optó por la única solución que le pareció lógica: refugiarse en su casa.

Eso sí, le tocó ir andando. A la ausencia absoluta de autobuses se unió una circunstancia todavía más inquietante: cuando intentó entrar en la estación de metro, se encontró con que la boca de entrada, allá donde terminaban las escaleras de bajada, estaba tapiada... o, mejor dicho, taponada por un recio muro de color gris plomizo en el que no se apreciaba el menor detalle a excepción de su propio color.

Tremendamente asustado, Andrés volvió a la acera y comenzó a andar al paso más rápido del que era capaz, camino de su domicilio. Por fortuna vivía relativamente cerca de allí, a poco más de media hora andando, y en esta ocasión pudo atravesar las calles casi como un fantasma a causa de la ausencia de tráfico. Los semáforos, por cierto, se encontraban apagados al igual que las luces de los escaparates de las tiendas, todos ellos convertidos en una uniforme superficie de color gris.

Huelga decir que la mente analítica de Andrés hacía tiempo que se había rendido en sus intentos por racionalizar la situación en la que se encontraba: sencillamente no podía ser... pero era. Y hasta los desiertos edificios que flanqueaban las calles que atravesaba parecían querer retar también a la realidad temblando convulsivamente durante unos segundos antes de recobrar su pétrea solidez.

Andrés caminaba a paso ligero, casi corriendo, sin volver la vista siquiera un instante atrás. Lo que fuera que estaba ocurriendo le espoleaba cada vez más en dirección a su casa. Aunque no contaba con el menor indicio de que allí pudiera estar más seguro, era el único lugar al que podía ir, dado que las fachadas que rebasaba en su camino, como pudo comprobar en un par de ocasiones, se habían convertido en simples decorados cuyos huecos y ventanas tan sólo mostraban el cada vez más amenazador color gris. Sin poderlo evitar, Andrés se imaginó como el único protagonista de una película de bajo presupuesto, cruzando bajo los falsos edificios levantados en mitad de un gigantesco plató.

Doblaba ya la última esquina cuando una idea le aterrorizó: ¿qué ocurriría si no podía entrar en su casa, convertida en un simulacro más?

Por suerte para él la puerta del portal estaba en su sitio, y ésta se abrió dócilmente cuando introdujo la llave en la cerradura. El interior, al menos en apariencia, estaba igual que siempre. Subió de dos en dos las escaleras desdeñando el ascensor y, tras comprobar con alivio que la puerta de su pequeño apartamento también se abría, penetró en éste, cerrando de un portazo.

Su vivienda presentaba también un aspecto normal... o casi. Al entrar había encendido la luz de forma automática, sin pararse a pensar que era pleno día; pero cuando quiso apagarla se encontró con que la habitación se sumía en tinieblas, ya que la ventana, que daba a un patio de luces, tan sólo mostraba un rectángulo gris.

De nuevo con la luz encendida recorrió el resto del apartamento: el dormitorio -otra ventana incongruentemente cegada-, el diminuto cuarto de baño, la cocina... esas cuatro paredes eran lo único que parecían mantener íntegra la normalidad.

Imbuido por un repentino presentimiento, deshizo sus pasos encaminándose de nuevo a la puerta de entrada, la cual intentó abrir... en vano, puesto que parecía haberse soldado con el marco. Estaba encerrado, prisionero en lo que ahora era su celda, mientras el mundo exterior parecía haberse desvanecido.

Desesperado encendió la televisión, conectó el ordenador, intentó llamar por teléfono... todo en vano. El mundo parecía haber desaparecido en torno suyo.

Andrés se derrumbó en la cama, con la cabeza hundida entre los brazos. Nunca sabría cuanto tiempo estuvo así, pero cuando al fin alzó la vista descubrió, ya sin sorpresa alguna, que el hueco de la puerta del dormitorio, que había dejado abierta, se había convertido en un sólido muro de color gris.

Poco después las paredes de la habitación, la cama en la que estaba postrado, e incluso su propio cuerpo, comenzaban a vibrar a un ritmo cada vez más desenfrenado.

Apenas unos minutos más tarde todo había terminado.


* * *


-Entiendo perfectamente como te sientes; pero tú también tienes que comprender que tus pretensiones eran de todo punto inviables. Tarde o temprano tenían que acabar así.

-¡Pero es que ha sido un asesinato!

-Hombre, no exageres.

La conversación, desarrollada en un tono cada vez más alto, tenía lugar frente a dos tazas de café en una mesa de la cafetería de profesores de la facultad.

-¡Cómo que no exagere! -gritó enfurecido-. ¡A ver si en el fondo vas a ser igual que ellos!

-Calma, Luis, calma -le apaciguó el primero poniéndole la mano en el hombro-. Puedes estar seguro de que yo no soy igual que ellos. Para empezar soy tu amigo, y no uno de esos burócratas cuadriculados de Gerencia, o un cargo de confianza del rector. Y segundo, puedo asegurarte que lamento profundamente lo ocurrido; créeme si te digo que me habría gustado tanto como a ti que hubiera continuado el experimento. Pero había que ser muy ingenuo para creer que no acabaran dando el cerrojazo; he aquí tu error o, si lo prefieres así, tu falta de previsión.

-¡Ha sido un asesinato! -repitió a gritos-. ¡Andrés estaba vivo!

-¡Y dale! Estaba tan vivo como pudiera estarlo el protagonista de una película, o el de una novela...

-¡No, Fernando, no! -exclamó Luis dando un fuerte puñetazo en la mesa-. ¡Eso no te lo consiento ni a ti!

Y viendo como los escasos visitantes de la cafetería, alarmados por el escándalo, habían fijado la vista en ellos, añadió en tono más quedo:

-¡Estaba vivo! ¡Tan vivo como tú o como yo! Era autoconsciente y dueño de sus actos...

-Era tan sólo un programa de ordenador -gruñó su amigo al tiempo que vaciaba de un trago la taza de café-. Todo lo sofisticado que quieras, de acuerdo, pero tan sólo un programa de ordenador.

-¿Y qué eres tú? ¿Qué soy yo? -rebatió con vehemencia-. Salvo que seas creyente y tragues con la historia del alma, estarás de acuerdo conmigo en que la mente humana no es más que un conjunto de procesos que podríamos denominar informáticos... aunque el soporte físico sea distinto, neuronas en vez de chips, el resultado es esencialmente idéntico.

-Hombre...

-No hay objeciones que valgan. Nuestro cerebro no es sino un sofisticado ordenador orgánico, y nuestra mente la programación que corre por su interior. ¿Qué diferencia hay, salvo en el soporte, entre Andrés y cualquiera de nosotros?

-No creo... -Fernando hizo una pausa y continuó-. Ni desde el punto de vista legal, por supuesto, ni tampoco desde el filosófico, no digo ya desde el teológico, no creo que nadie fuera capaz de atreverse a calificar de “humana” a tu criatura. Tú podrás pensar lo que quieras -le contuvo con un gesto y continuó-, yo podré estar o no de acuerdo contigo; pero esto no cambia las cosas. Jamás habrías conseguido apoyo para tus pretensiones de continuar con el experimento, esto es un hecho, y aún tendrías que darte por satisfecho de haber podido llegar tan lejos.

-No metas en esto a la religión -gruñó su interlocutor-. Somos científicos, no beatos.

-Está bien -suspiró Fernando jugueteando con la taza vacía-. Pero para el caso es lo mismo. Vete a convencer a cualquier juez de que tu criatura estaba viva y te la han asesinado...

-No era una criatura. Se llamaba Andrés y era una persona -porfió Luis.

-Insisto en que no es a mí a quien tienes que convencer; mi opinión es irrelevante por completo en este escenario. Lo que te digo, y vuelvo a repetirlo, es que jamás habrías conseguido convencer de ello a nadie con la suficiente capacidad de decisión como para poder frenar la interrupción del proyecto. Así de sencillo, quieras reconocerlo o no. Por esta razón, insisto una vez más, el experimento estaba condenado. Y todavía te puedes dar con un canto en los dientes al haber podido recopilar toda la información que has acumulado gracias al mismo; seguro que tendrás material para un buen puñado de publicaciones y congresos si sabes dosificarla bien.

-Eso no me importa en absoluto -se lamentó Luis cubriéndose el rostro con las manos-. Andrés era... casi como mi hijo. Y me lo han quitado estos canallas.

-Bueno, cálmate -de repente Fernando comenzó a sentirse incómodo-. En cualquier caso, ya no tiene remedio.

-Pero... ¿por qué? ¿Qué mal les hacía Andrés?

-Mal, ninguno... pero no sé si eres consciente de que estabas consumiendo casi la mitad de la capacidad de cálculo de los servicios informáticos del campus, así que era de esperar que tarde o temprano te acabaran cerrando el grifo. Y además había otros usuarios...

-Lo mío era más importante.

-Para ti, pero no necesariamente para los demás. No sólo te habías excedido con creces en el tiempo de uso que te habían asignado, sino que además acabaste generando una más que considerable lista de espera, con el consiguiente malestar de los afectados. Por si fuera poco, cuando te requirieron para que dejaras libres los servidores te negaste en redondo a ello... ¿tanto te extraña que te cortaran la conexión por las bravas?

-Sí, tienes razón, me excedí... -reconoció Luis-. ¡pero es que no me quedaba otro remedio! ¡Yo no podía prever que el experimento fuera evolucionando tal como lo hizo! Necesitaba más tiempo y más capacidad para su desarrollo, una vez iniciado no podía liquidarlo de golpe.

-No te niego que los resultados acabaran desbordando a tus previsiones iniciales, y cierto es también que en esas circunstancias lo ideal hubiera sido poder continuar con el experimento; pero así son las reglas del juego nos gusten o no, y eso tú lo sabías de sobra. Por desgracia todos nosotros estamos sometidos a la dictadura de la burocracia y a la tiranía de las restricciones materiales, y nada podemos ganar rebelándonos contra ello.

-Pese a tratarse de uno de los mayores avances científicos de los últimos años...

-Pese a ello -el rostro de Fernando se ensombreció-. La burocracia es ciega, y todavía más en los tiempos que corren. Pero te equivocas si piensas que menosprecio tu hallazgo; pese a su brusca interrupción la impresión generalizada es que resultó un éxito, y ten por seguro que se valorará como tal.

-Ya -suspiró su amigo-. Terminado el ensayo, se sacrifican las ratas. Y yo encima tendría que estar satisfecho...

-¿Otra vez vas a volver a lo mismo? Tu modelo recreaba tan sólo una realidad virtual, por muy perfecta y sofisticada que ésta pudiera ser. Así lo entendemos todos, excepto tú, al parecer. Que es una lástima que el experimento no pudiera continuar, de acuerdo. Pero ni tú eres Dios, sino un matemático metido a informático, ni tus criaturas estaban vivas. Métetelo en la cabeza.

-Jamás me he creído un dios, si por tal entiendes a un ser capaz de crear vida de la nada y jugar con ella... ya sabes que no soy creyente.

-Pues tal como te lo has tomado, es justo lo que pareces...

Luis le fulminó con la mirada.

-¿Cómo tengo que decirte que lo único que pretendía era continuar con mi experimento? De acuerdo, se me fue de las manos... en el buen sentido de la palabra, claro -matizó-. Pero precisamente por ello, y porque nadie, ni tan siquiera yo, pudo prever su evolución, esos cabestros deberían haber autorizado su prórroga en vez de aplastarme con el reglamento. No todos los días se alcanza un hallazgo de tamaña magnitud -gruñó.

-Está bien, ya te he entendido -apaciguó Fernando-. Pero al parecer, tú sigues sin entender los engranajes del mundo real... o al menos, los de nuestra esclerótica universidad. A mí tampoco me gusta, te lo repito, de hecho me irrita tanto como a ti... pero procuro adaptarme a las circunstancias en vez de darme cabezazos contra ellas.

-Me temo que lo único que hacemos es darle vueltas a lo mismo -rezongó Luis.

-Yo pienso lo mismo. -concedió su interlocutor. Así pues, te propongo que nos olvidemos de los elementos perturbadores y nos centremos en lo positivo.

-Pues tú dirás...

-Me gustaría que me explicaras en profundidad en qué consistió tu experimento. Conozco, por supuesto, las líneas generales del mismo, y sé que tratabas de recrear un mundo virtual autoconsistente y viable, pero desconozco los detalles concretos.

-Era mucho más que eso. Se trataba de crear una inteligencia artificial que fuera autoconsciente y capaz de evolucionar por sí misma tal como hacemos nosotros. Por supuesto, para que el experimento tuviera éxito el individuo, es decir, Andrés -matizó-, tendría que creerse un ser real, y creer asimismo que su mundo también lo fuera.

-Es decir, como en El show de Truman... -apuntó, zumbón, Fernando.

-No precisamente, gracioso -le reprochó Luis-. Para empezar no estamos hablando de seres... de carne y hueso -había evitado cuidadosamente utilizar el adjetivo reales-, y además la única inteligencia artificial era Andrés... recrear análogos suyos habría supuesto una capacidad de computación imposible de asumir por los equipos de que disponía.

-Lo creo -respondió su amigo, recordando que “sólo” con Andrés Luis casi había colapsado los potentes servidores de la facultad-. Pero entonces, el resto de los personajes...

-Meros comparsas, simulacros informáticos equivalentes a los extras de las películas; todos ellos eran apenas lo imprescindible para hacer bulto sin que Andrés se apercibiera de que no se trataba de seres como él, sino simples figurones sin vida propia cuya complejidad dependía de su grado de interacción con él.

-Comprendo... aunque no me imagino que en esas condiciones se le pudiera engañar, si era tan inteligente como dices.

-Se pudo. Los programas informáticos estaban diseñados de manera que contaban con una puerta trasera que permitía intervenir en su mente, siempre que fuera necesario, para extirpar todos los “recuerdos” inoportunos, y esto incluía cualquier posible sospecha de que pudiera estar ocurriendo algo raro a su alrededor. Eso sí -añadió con orgullo-, fueron contadas las ocasiones en las que hubo necesidad de hacerlo, ya que el sistema se autorreguló extraordinariamente bien.

-Pero no sólo sería la falsa gente que le rodeaba... -objetó Fernando-. ¿Qué pasaba con su entorno? ¿También éste era de pega?

-Tú lo has dicho. Se trataba de meros decorados los cuales, al igual que ocurría con los “extras”, variaban en complejidad en función de las circunstancias, de modo que su vivienda o su lugar de trabajo eran mucho más sofisticados que, pongo como ejemplo, un paisaje que vislumbraba en la lejanía. Como comprenderás, no podía ser de otra manera.

Hizo una pausa, dio un trago de café haciendo una mueca de desagrado al comprobar que éste se había enfriado, y continuó:

-Las restricciones técnicas, llamémoslas así, también afectaron al propio Andrés, o mejor dicho a buena parte de sus recuerdos. En realidad “nació” ya adulto apenas unos meses antes del momento de su “muerte”, por lo que hubo que proporcionarle una infancia y una juventud, una vida anterior en definitiva... menudo problema habría supuesto intentar partir de cero desde el mismo momento de su nacimiento, incluso contando con que su escala temporal era mucho más rápida que la nuestra.

-O sea, que además de El Show de Truman recurriste también a Desafío total implantándole recuerdos falsos...

-Sigues haciéndote el gracioso -le reprochó-. Pero si te gustan los símiles cinematográficos, puedes considerarlo así. Por supuesto, de haber podido continuar el experimento habría procurado perfeccionar el sistema, siempre y cuando me lo permitiera la capacidad de los equipos informáticos; pero lamentablemente no fue así, por lo que no me quedó otro remedio que inventarme la mayor parte de su vida.

-En cualquier caso lograste lo que querías, ¿no?

-Más de lo que yo quería -suspiró el matemático-. La muerte de Andrés, como te puedes imaginar, no estaba prevista, y me temo que debió de resultarle muy desconcertante comprobar como el mundo se desvanecía a su alrededor. Aunque la desconexión de los servidores fue instantánea, la estructura en capas concéntricas que recreaba el universo de Andrés debió de colapsar de manera paulatina conforme a su propia escala temporal, por más que para nosotros todo tuviera lugar en apenas unas fracciones de segundo.

-Pero conservarás copias de seguridad, supongo.

-Sí y no. Por supuesto que guardo todos los ficheros de partida, pero dada la complejidad con que evolucionó el sistema, junto con la enorme capacidad de recursos informáticos que requirió, me fue de todo punto imposible hacer lo que tú denominas “copias de seguridad”, ya que no habría habido suficientes discos duros, u otros sistemas de almacenamiento, capaces de contenerlo en su totalidad.

-Bueno, entonces podrías arrancar de nuevo partiendo de cero.

-Como poder, podría... siempre y cuando, claro está, se me garantizara que no me volverían a interrumpir el experimento; pero ya no sería Andrés sino una persona distinta, ya que el interés primordial de mi experimento era precisamente el de proveerlo de libre albedrío. Sería imposible que el nuevo ser siguiera los pasos de su antecesor, salvo a cambio, claro está, de desvirtuarlo por completo.

-¿Y qué más te da?

-Dile eso a un padre, o a una madre, que acabe de perder a un hijo; dile que no importa, que basta con que tenga otro... -exclamó Luis al tiempo que fulminaba a su amigo con la mirada-. Y en cualquier caso -añadió-, dudo mucho de que me permitieran reanudar el experimento sin ningún tipo de trabas, suponiendo claro está que yo aceptara hacerlo.

Fernando calló, sabedor de que éste estaba en lo cierto. Iba a responder con una frase de circunstancias, cuando su vista se fijó en el ventanal que se abría en la pared opuesta a aquélla junto a la cual se encontraban sentados.

-Oye, Luis, ¿y ese resplandor rojo?

Porque, efectivamente, a través de los cristales entraba un vívido fulgor rojizo, casi sanguinolento, que no podía ser atribuido a la luz menguante del atardecer, dado que todavía faltaban varias horas para el ocaso y además el día había estado nublado.

-¿Qué dices? -respondió el aludido, ensimismado en sus propios pensamientos.

Pero Fernando no era el único que se había percatado del singular fenómeno, dado que varios de los clientes de la cafetería, e incluso el propio camarero, se habían acercado a la ventana, o a la vecina, y comentaban excitados lo que entreveían a través de los cristales.

-Debe de ser un incendio... -masculló Fernando al tiempo que se ponía en pie.

Los dos ventanales de la cafetería se abrían a una de las fachadas laterales del edificio de la facultad, la cual daba a un aparcamiento tras el cual se alzaba otro edificio del campus. Fernando había supuesto que éste debía de ser el origen de la luz, y por lo tanto esperaba verlo envuelto en llamas; pero para su sorpresa, compartida por todos los allí presentes excepto por el abatido Luis, que continuaba sentado en su asiento, el edificio de enfrente aparecía incólume.

Y tampoco se apreciaba ningún fuego hasta donde abarcaba la vista. En realidad, era el propio cielo el que parecía haberse inflamado de uno a otro extremo del horizonte, convirtiendo a la bóveda celeste en una inmensa y cárdena ascua tal como si fuera el propio firmamento el que ardía.

-¿Qué... qué está pasando? -preguntó con gesto demudado uno de los que se habían asomado a la ventana.

Nadie lo sabía, evidentemente. Pero fue el camarero quien, persignándose, se hincó de hinojos en el suelo al tiempo que exclamaba:

-¡Dios mío! ¡Es el fin del mundo!

Fernando, claro está, no lo creía así, al menos en lo que a su interpretación religiosa concernía. Pero si bien no esperaba ver aparecer ángeles exterminadores, ni cualquier otro tipo de parafernalia propia del libro de Apocalipsis, sí era consciente de que la Tierra, a lo largo de su existencia, se había visto enfrentada en diversas ocasiones a catástrofes naturales de tal magnitud que habían provocado la extinción de buena parte de la vida existente en ella. Y recordando el trágico fin de los dinosaurios, se preguntó con terror si no habría llegado la hora final de la humanidad.

Como cabe suponer, nunca llegaría a saber la respuesta.

De entre los miles de millones de habitantes del planeta, tan sólo unos contados de ellos pudieron disfrutar, siquiera por unos momentos, de una visión privilegiada del proceso. Se trataba de los astronautas que tripulaban la Estación Espacial Internacional, los cuales observaron primero con sorpresa, luego con incredulidad y finalmente con alarma, como la atmósfera de la Tierra, apenas a unos centenares de kilómetros por debajo de ellos, se convertía de forma repentina en una inmensa esfera ígnea abrasando a todo cuanto se encontrara en su interior. Pero no dispondrían de demasiado tiempo para asimilar tan espeluznante fenómeno, ya que apenas unos minutos después la bola de fuego en que se había convertido la Tierra se expandía hasta más allá de la órbita de la Luna, engulléndolos bajo su manto destructor.

Dirigido o no por una mano divina, el fin del mundo había tenido lugar; esta vez, de forma total y definitiva.


* * *


-Bien, todo se acabó.

-¿Y no sientes nostalgia por tus criaturas?

-¿Nostalgia? ¿Por qué habría de sentirla? Habían cumplido con su misión y ya no eran necesarias, así que no tenía el menor sentido que siguieran existiendo.

La conversación, si es que a este intercambio de ideas se le podía considerar como tal, ocurría en un lugar situado fuera del universo, más allá incluso del complejo multiverso que habían comenzado a intuir los cosmólogos terrestres. Y por supuesto los dos interlocutores no eran humanos; de hecho ni siquiera estaban constituidos de materia, aunque tampoco se les hubiera podido considerar seres de energía pura puesto que ni la materia ni la energía podían existir allí.

-Ya, pero durante un tiempo han estado vivos conforme a sus propios parámetros, evolucionando libremente sin que tú intervinieras en su ámbito, salvo como mero espectador...

-¿Cómo no? Precisamente en eso era en lo que consistía el experimento, en crear un microuniverso autoconsistente y autónomo, por más que su existencia fuera artificial y si final estuviera programado desde un principio. Así pues, ¿por qué te escandalizas? El experimento terminó de forma exitosa y me ha proporcionado toda la información que deseaba, por lo que no tenía el menor sentido seguir manteniendo el artificio.

-Sí, si en eso tienes razón, pero no obstante me sorprende que no te hayas encariñado con tus criaturas, puesto que tú las creaste. Yo en tu lugar... -vaciló- quizá hubiera mantenido ese universo siquiera temporalmente, aunque sólo fuera por simpatía hacia quienes, sin saberlo, te han ayudado a incrementar tu sabiduría.

-Eso que dices no tiene el menor sentido -le recriminó su amigo-. ¿Acaso verías normal que me sintiera interesado, fuera del ámbito puramente científico, por unos seres tan toscos que fueron creados por mí con el único objeto de realizar un ensayo? Terminado éste, ¿para qué iba a mantenerlos de forma artificial e innecesaria? A no ser, claro está, que me consideres obligado a mantener cierto tipo de vínculo sentimental con ellos, lo cual me resultaría insultantemente absurdo.

-Tranquilízate, nada más lejos de mi intención que provocarte de ninguna manera -apaciguó su interlocutor-. Ni tampoco, por supuesto, pretendo recriminarte nada; de sobra sabes que en tu manera de actuar no ha habido nada censurable y que ten todo momento te has ceñido a los protocolos establecidos. Pero...

-Termina. -le interrumpió el otro con tono hosco.

-Pero no obstante, insisto en que quizá hubiera merecido la pena mantener vivo a ese microcosmos que creaste, aunque sólo fuera a título de curiosidad científica.

-No hubiera funcionado. Según mis cálculos, y esto es algo que te digo de forma confidencial y que desearía que no divulgaras, ya desde un principio sabía que mi seudouniverso llevaba implícito, a medio plazo, el germen de la autodestrucción. En realidad no era estable sino tan sólo metaestable, y aunque logró superar mejor o peor varias crisis graves desde su origen, lo cierto es que, de persistir, habría entrado tarde o temprano en una espiral que hacía disminuir de forma creciente e irreversible sus posibilidades de supervivencia. ¿Hubieras preferido acaso que acabara malogrando mi trabajo por no haber sabido interrumpirlo a tiempo?

-Eso... eso... -su amigo vacilaba ante el temor de que sus palabras pudieran ser interpretadas como una acusación de falsedad deliberada.

-Dilo claramente, temes que mi actuación no haya sido correcta al interrumpir el experimento antes de tiempo para evitar unos resultados inconvenientes, ¿no es así? -y ante el silencio de su interlocutor continuó-. No te culpo por ello, pero déjame que te explique. En ningún momento he ocultado la falta de viabilidad a largo plazo de mi universo, y si estudias mi informe completo verás que no miento; simplemente, me he limitado a no darle más relevancia de la necesaria, centrándome en la fase metaestable del mismo y desechando por innecesaria su involución final. Puede que en un futuro desarrolle otro ensayo similar pero bajo otros parámetros diferentes que permitan una mayor continuidad del mismo, pero aquí no tenía sentido prolongar algo que se iba a convertir, tarde o temprano, en una larga agonía de mis criaturas, como tú las llamas. Así pues, puestos a ser clementes, una rápida extinción de mi seudouniverso era con diferencia el final más piadoso que podía concederles.

-Visto así...

-Es que no podía ser de otra manera; se trataba de una cuestión de puro pragmatismo. Y en cuanto a tu sugerencia sobre un posible encariñamiento con mis criaturas... eso hubiera sido, como poco, contraproducente, dado que habría corrido el riesgo de verme impelido a intervenir en casos de crisis cuando resultaba fundamental que yo mantuviera un alejamiento absoluto para no influir en los resultados, máxime teniendo en cuenta que ellos llegaron a intuir de alguna manera mi existencia creando toda una serie de rituales en mi honor que incluían frecuentes invocaciones para que interviniera en sus asuntos internos. Entiendo que en estas circunstancias esos bichitos pudieran llegar a caerme simpáticos, pero por mi propio interés no podía olvidar que no eran seres reales, sino unos meros simulacros diseñados para existir de forma efímera.

-En fin, en cualquier caso ya no tiene remedio... y quizá tengas razón, en el fondo no era tan importante.

-Por supuesto que no lo era -zanjó el investigador.

Y ambos entes siguieron hablando amigablemente sobre diferentes temas de difícil comprensión para los extintos humanos.


Publicado el 17-1-2017