Simón y la sirena



Simón el pescador, probablemente por vez primera en su vida, era al fin feliz. Durante muchos años de duro trabajo y magras ganancias, que le daban apenas para sobrevivir, nunca había tenido a su lado una compañía femenina que le ayudara a sobrellevar las penurias de su arriesgada labor, siempre al arbitrio de que una tempestad o una mala ola dieran con sus huesos en el fondo del traicionero mar. Cierto era que su aspecto físico, tosco y nada atractivo, unido a su hosco y desabrido carácter, le ayudaban poco, pero en realidad él no se sentía muy diferente a la mayoría de los hombres del pequeño pueblo marinero en el que residía, amén de que la población femenina del mismo tampoco se podía decir que fuera un dechado de refinamiento y sofisticación... lo que no impedía que, a sus cuarenta y tantos años cumplidos, Simón fuera uno de los pocos de su edad que todavía permanecían solteros.

Pero ahora las cosas habían cambiado... no en su trabajo, que seguía siendo el mismo de siempre, ni tampoco en lo que atañía a las relaciones sociales -más bien escasas, todo hay que decirlo- con sus vecinos de ambos sexos. De manera inesperada Simón había conocido a una mujer, y lo maravilloso era que ésta, aparentemente, le correspondía. No era una lugareña, sino una forastera con la que había trabado un encuentro casual en una escondida y poco frecuentada cala cuando buscaba refugio ante un inminente temporal que le había sorprendido con la barca demasiado alejada del puerto como para intentar volver allí antes de que se desatase la tormenta... pero eso no era algo que le preocupara demasiado, al fin y al cabo sus espaldas eran anchas y sus prejuicios mínimos a esas alturas de la vida.

Sin embargo existía un problema, y no precisamente banal. Ella -en realidad Simón nunca llegó a conocer su nombre, puesto que al parecer era muda o, cuanto menos, no articulaba palabra alguna- no era una mujer normal, entendiendo como tal alguien con cabeza, brazos, piernas y el resto de los órganos habituales. Bueno, cabeza y brazos sí tenía, pero piernas no... porque ella era una sirena. Una cariñosa y espectacular sirena, bella como una puesta de sol en altamar.

Sus ojos verde esmeralda; su larga cabellera de ébano; su cutis perfecto, blanco como la nieve de las lejanas montañas; sus pechos embriagadores; sus mórbidos brazos; sus suaves y acariciantes manos... y ahí se acababan por desgracia las comparaciones, puesto que de cintura para abajo no podía decirse que su aspecto agradara demasiado a Simón, máxime cuando la grácil cola le recordaba desagradablemente a los pescados con los que él se ganaba el sustento.

No obstante, Simón se entusiasmó con su sirena. Aunque sus conocimientos de mitología clásica eran nulos, pronto pudo constatar que lo que se decía en ella acerca de la extremada afectuosidad de estos seres fantásticos era rigurosamente cierto; así, por vez primera en su vida, Simón amó y se sintió profundamente amado, sin necesidad de palabras que, por otro lado, hubieran resultado inútiles.

No tardarían sus convecinos en detectar un cambio radical en sus hábitos; al fin y al cabo el pueblo era pequeño, se conocían todos y los chismes constituían una de las principales distracciones del lugar. Sin embargo Simón se cuidó muy mucho de soltar prenda, temeroso de que se fueran a burlar de él o, todavía peor, de que le arrebataran su tesoro. Su repentina taciturnidad y su ausencia de los caladeros habituales -siempre que podía se escabullía a la cala que constituía el refugio secreto de su amada-, así como la cada vez más escasa cantidad de pescado que llevaba a la lonja, no tuvieron por menos que llamar poderosamente la atención a todos los que le rodeaban, y su tajante negativa a dar cualquier tipo de explicaciones no hizo sino excitar aún más la curiosidad de los lugareños.

De hecho, incluso se llegarían a organizar turnos de vigilancia para descubrir el paradero de sus correrías, aunque con resultados infructuosos; Simón era uno de los mejores marineros de toda la comarca y conocía al dedillo hasta el último recoveco de la accidentada costa, por lo que no le resultaba difícil dar esquinazo a sus chasqueados perseguidores.

Pese a todo, no acababa de estar satisfecho. Sí, ella se mostraba más cariñosa y amante que nunca, pero el amor platónico no se había hecho para alguien con los pies en la tierra -o en la barca- como Simón, cuyos instintos más primarios le estaban pidiendo a gritos... eso. Si no podía satisfacer sus apetitos carnales, y las diferencias fisiológicas fundamentales existentes entre ambos se lo impedían, tal como había tenido ocasión de comprobar, ¿para qué le servía tener una mujer? Claro está que siempre podría recurrir a las profesionales tal como había hecho hasta entonces, pero incluso para su rudimentario concepto de la moral esto resultaba ahora, cuanto menos, inconveniente. No, no quería traicionarla, por más que ella no pudiera atender sus deseos.

La solución llegó de nuevo de forma inesperada, de manos de un extraño personaje que se dejó caer por el pueblo un día de finales de invierno en el que el temporal había obligado a dejar las barcas amarradas en el puerto. Simón, como el resto de los pescadores, mataba las horas en la taberna del pueblo, pero a diferencia de éstos se mantenía apartado en un rincón rumiando su malhumor. El mal tiempo le había impedido visitar a su amada, y todo parecía indicar que la situación se mantendría así al menos durante varios días más.

El repentino silencio, que cortó el runrún de las conversaciones como si se tratara de un afilado cuchillo, le sacó de su ensimismamiento. El responsable de la interrupción era un forastero que, ataviado con unos extraños atavíos completamente empapados por la lluvia, acababa de irrumpir en el atestado recinto. Seguido por las miradas de todos los allí presentes, incluida la del propio Simón, se sacudió como pudo el agua junto a la puerta, se dirigió hacia el mostrador y allí pidió al atónito tabernero un vaso de vino y algo caliente para comer.

Quiso la casualidad, o más bien el hecho de que el rincón de Simón era el único lugar de la taberna razonablemente despejado, que el visitante se sentara justo al lado de éste para devorar su pitanza con una voracidad que pregonaba el tiempo que el desdichado debía de llevar sin probar bocado. Simón era hombre de pocas palabras y más con desconocidos, por lo cual habría de ser el forastero quien intentara romper el hielo con la inevitable conversación acerca de lo desapacible del tiempo, sin encontrar más respuesta por parte del mohíno pescador que una serie de guturales interjecciones difíciles de interpretar como señas de asentimiento o disentimiento. Habría de ser Tomás, el más locuaz -y cotilla- de todos los allí presentes quien finalmente se dirigiera a éste dándole la bienvenida en nombre del pueblo.

-Disculpa a Simón, a éste no le sacarás una palabra así le estés azuzando con hierros al rojo; pero no todos somos aquí tan huraños como él. -saludó con desparpajo- ¿Qué te trae por aquí, con la que está cayendo? ¿Eres pescador? ¿Buhonero? ¿Estás de paso? -esto último era difícil, puesto que al pueblo había que ir ex profeso por un arriscado camino de más de una legua de largo.

El desconocido terminó el bocado y, tras limpiarse pulcramente boca y manos con un pañuelo, respondió:

-No soy nada de lo que me has preguntado, y en cuanto a si estoy de paso he de responderte que todavía no lo sé; mi vida es errante, y es el destino quien determina el tiempo que haya de permanecer en cada lugar.

Con lo cual dejó a Tomás y al resto de los contertulios si cabe más intrigados que antes. No obstante, siguió explicándose hasta que hubo satisfecho la insaciable curiosidad de sus anfitriones.

Se llamaba Astar, nombre que, según dijo más tarde el cura del pueblo, no aparecía por ningún lugar en el santoral cristiano, y era una especie de sabio errante que vagaba sin rumbo de un lado a otro, ganándose la vida a cambio de ayudar a sus semejantes. No, no era un brujo, se apresuró a rebatir a uno de los lugareños, y contaba -aunque no llegó a mostrar- con certificados eclesiásticos que garantizaban que sus artes ni eran malignas, ni estaban reñidas con los mandatos de la Santa Madre Iglesia. Tampoco era un mago, al menos tal como lo entendían en el país, sino simplemente un hombre dotado de ciertos conocimientos que podrían serles útiles. De momento lo único que deseaba era descansar y guarecerse de la tormenta, que le había sorprendido justo en la bifurcación que conducía al pueblo cuando caminaba por la carretera en dirección a la ciudad; puesto que el pueblo era el lugar habitado más cercano, hacia allí se había encaminado buscando refugio. Su intención era reanudar el camino en cuanto las condiciones meteorológicas lo permitieran, pero si mientras tanto pudiera serles de alguna ayuda, podrían contar con su concurso sin más pago por ello que la más estricta voluntad.

No, no podía curar el mal de ojo, ni hacer que la mujer de Sancho quedara de una vez preñada; ni tan siquiera era capaz de realizar un sortilegio para conseguir que los peces llenaran las redes. Ya les había dicho que no era ni brujo ni mago. Pero sí podría ayudarles reparando maquinaria que tuvieran rota, enseñarles a purificar pozos de aguas corrompidas, o a mejorar el diseño de sus barcas. También entendía algo de enfermedades y remedios, y aunque no era médico se ofrecía para intentar curarles las afecciones más comunes.

Decepcionados, los parroquianos comenzaron a reanudar poco a poco sus actividades anteriores, desentendiéndose del forastero ya que en realidad era diversión lo único que buscaban, algo que evidentemente éste no les iba a proporcionar. Incluso Tomás acabó por darle la espalda, dejándole como único anfitrión al silencioso Simón, que no había despegado los labios durante toda la perorata.

Astar se sentía molesto, y no se preocupaba demasiado en disimularlo. Él había contado con compensar la caminata, la caladura y el retraso, con algún dinero que hubiera podido ganar en el pueblo antes de continuar con su camino, pero todo parecía indicar que a esos míseros aldeanos no les iba a poder arrancar ni las chinches que a buen seguro infestaban sus ropas. Desabrido, increpó a su mudo vecino de mesa:

-Y tú, Radamante, ¿tampoco tienes ningún encargo que hacerme?

-Me llamo Simón. -habló el interpelado por vez primera, ignorante de la metáfora mitológica con la que le había interpelado el desconocido- Y no, no tengo ninguna tarea que encomendarte; mi barca navega bien, mis redes están bien tejidas y mi casa es confortable y seca.

-¿Estás seguro?

Si de algo se preciaba Astar era de saber leer a la gente, y para él era evidente que Simón tenía problemas. Quizá consiguiera, pese a todo, sacarle algunas monedas con las que pagar siquiera la comida y el alojamiento en ese infecto poblacho.

-Seguro. -gruñó el lugareño.

Pero no había conseguido engañar al perspicaz viajero; antes bien, ahora éste estaba seguro de que a Simón le corroía algo, y estaba dispuesto a sonsacárselo.

-Escucha, amigo, desde que entré aquí me llamaste la atención; te veo muy abatido, y eso no es bueno. Te ofrezco mi ayuda.

-No la necesito.

-¿Por qué no tomas un trago? Llevas un largo rato con ese vaso vacío en la mano. Aquí tengo una jarra de vino fresco, déjame que te eche un poco...

Simón le dejó. En realidad su mente se hallaba muy lejos de allí; vagaba por su cala secreta, que ahora imaginaba barrida por el temporal, buscando desesperadamente el refugio de su sirena. Nunca había llegado a saber donde se recogía ésta cuando él se marchaba, pero suponía que pudiera ser algún tipo de gruta submarina, que a su roma imaginación se mostraba como lo más parecido a la cueva del tesoro con la que fantaseaban los niños de la aldea. Incluso pudiera ser que estuviera repleta de cofres rebosantes de oro y joyas fruto de las rapiñas de legendarios piratas... pero ahora lo único que le inquietaba era el temor de que, tras la tempestad, su amada hubiera podido desaparecer para siempre.

-¡Vaya, parece que de momento ha escampado! -exclamó el ladino Astar tras atisbar por la sucia ventana- ¿Qué te parece si salimos a tomar un poco el fresco? Aquí el ambiente está muy cargado.

Y tras pagar el importe de su consumición y apalabrar un lecho con el tabernero, salió a la calle arrastrando tras de sí al silencioso pescador.

Poco después estaba al corriente de su drama; Simón, que tan obstinadamente había preservado hasta entonces su secreto, acabó confiándoselo con toda ingenuidad a un extraño al que ni tan siquiera había visto en su vida hasta unas pocas horas antes.

-No cabe duda de que tu problema es peliagudo, mi buen amigo... -le doró la píldora- Ha sido providencial que te encontraras conmigo, ya que probablemente yo sea el único que pueda ayudarte.

-¿Hablas en serio? -Simón había conseguido salir, por vez primera, de su profundo sopor- ¿Tú lo harías?

-Vuelvo a repetir que tan sólo soy un simple mortal con algunas habilidades, no puedes esperar de mí nada sobrenatural; pero la ciencia es poderosa si se sabe utilizar bien.

-Yo lo que quiero es que ella deje de ser mitad mujer, mitad pez... tal como es ahora, nuestra relación resulta imposible -gimió el desventurado pescador.

-Lo entiendo, amigo, lo entiendo; y aunque se trata de algo sumamente difícil, quizá podamos conseguirlo. Recuerdo hace muchos años, en el remoto país de...

-¡Pero yo no quiero nada que tenga que ver con la brujería o la magia negra! -exclamó el supersticioso Simón persignándose nerviosamente- Soy un buen cristiano, siempre lo he sido, y no condenaré mi alma practicando artes diabólicas.

-Tranquilo, Simón; ya dije en la taberna que yo no era ni un brujo ni un mago... aunque has de saber que domino ciertos conocimientos, por supuesto en nada contradictorios con la doctrina sagrada, que nos fueron transmitidos por los antiguos egipcios; se trata de saberes perdidos que sólo algunos afortunados tenemos el privilegio de conocer hoy.

A Simón, que eso de los egipcios le sonaba a la historia de Moisés, la afirmación le tranquilizó más bien poco al recordarle las diez plagas y el cruce a pie del Mar Rojo. Viéndole titubear Astar echó mano teatralmente de su faltriquera, extrayendo de ella un manojo de pergaminos.

-Antes dije en la taberna que contaba con autorización eclesiástica para realizar mi trabajo, pero no llegué a enseñar los documentos. Aquí los tienes -añadió alargándoselos.

Puesto que Simón no sabía leer tanto le hubiera dado que, en vez de los documentos prometidos se hubiera tratado de una novela caballeresca de las que tan en boga estaban en las ciudades, o bien de una simple relación de gastos e ingresos; pero ante las promesas de su interlocutor, dio por buena la afirmación de éste.

 -Está bien. -concedió al cabo- ¿Tú podrías convertirla en...?

-En lo que fue antes. -le interrumpió- Todo parece indicar que tu sirena es víctima del hechizo de algún mago maléfico; por fortuna yo dispongo del antídoto para el sortilegio que la tiene encadenada. No, no te alarmes; luchar contra la brujería no tiene nada de infernal; al igual que ocurre con los exorcistas que expulsan al demonio del cuerpo de los endemoniados, mis artes son benéficas. Además, -continuó- ¿qué mayor satisfacción para Dios que ver cómo arrancamos a esa pobre criatura de las garras de Satanás?

-Entonces...

-Es fácil. -musitó al tiempo que hurgaba en su al parecer insondable faltriquera- Aquí está el antídoto. -añadió, al tiempo que le mostraba un pequeño frasquito en cuyo interior se apreciaba un líquido ambarino- Es una destilación secreta de más de cien plantas medicinales, realizada por los monjes del venerable monasterio de San Odilón, y además ha sido bendecida por dos obispos, un cardenal y un patriarca, y pasada sobre las reliquias de siete mártires, cuatro vírgenes, dos padres de la Iglesia y un Papa. Como comprenderás, con tamaños avales te puedo garantizar que su efectividad será absoluta.

-A ver... -graznó Simón intentando arrebatárselo.

-¡Espera! -le interrumpió Astar, al tiempo que protegía la redoma contra su pecho- ¡No pensarás que vaya a ser necesario todo! Bastará con una gota, el resto lo necesito para futuras ayudas a otros posibles necesitados. Lo que tenemos que hacer es buscar una botella vacía, llenarla con agua pura de manantial y verter en ella una gota del elixir. Eso será suficiente. Ah, bueno, y si tienes la voluntad de contribuir a la manutención de este humilde siervo de Dios, podré seguir sembrando el bien por el mundo.

-No tengo demasiado dinero... -se lamentó el pescador- los tiempos son malos, y los peces escasean. Tan sólo cuento con esta moneda de oro, que guardaba para comprar en la próxima feria de la ciudad unos aparejos nuevos para la barca.

-¡Es suficiente! -exclamó Astar al tiempo que se apoderaba ávidamente de la dorada pieza, que desapareció enterrada en las profundidades de su vestimenta- Ahora vamos a ver si encontramos la botella. En cuanto al agua, nos servirá la de la fuente de la plaza.

Hubo que esperar a que el mar se calmara, pero finalmente el impaciente Simón pudo embarcarse con su tesoro líquido cuidadosamente protegido entre paja, encaminándose con toda la rapidez posible al refugio de su sirena sin preocuparse en esta ocasión de que alguien le pudiera espiar. De todos modos, la mayor parte del pueblo estaba pendiente de Astar, que había prometido inspeccionar las barcas y sugerir, en su caso, posibles mejoras para las mismas, siempre a cambio de tan sólo “la voluntad”. Así pues, el enamorado marino pudo contar con la tranquilidad que dio el incógnito.

Aunque en un principio había llegado a temer que el sabio, mago o lo que fuese, manifestara su deseo de acompañarlo, respiró aliviado al descubrir que éste prefería permanecer en tierra atendiendo a sus asuntos. Eso sí, le había prometido que si algo no marchaba como era debido -al fin y al cabo era tan sólo un humilde mortal, etcétera, etcétera-, a su vuelta a puerto buscaría los medios para solucionarlo, con lo cual Simón pudo marchar tranquilo.

Con el corazón en un puño Simón arribó a la rada, atisbando con inquietud la piedra plana que a modo de espigón sobresalía sobre las aguas, lugar habitual de descanso de ella; temía con toda su alma que, ahora que se encontraba tan cerca de ver hechos realidad sus anhelos, ésta hubiera podido abandonarlo tras varios días sin tener noticias suyas.

Pero no, ella se encontraba reclinada allí, bajo las caricias del suave sol invernal, y nada más verle le saludó con una sonrisa pintada en su angelical rostro. Todo parecía marchar bien... por el momento.

Pasadas las efusiones iniciales, Simón sacó la botella y, por gestos, le invitó a beber el líquido que contenía en su interior. Ella en un principio mostró sorpresa y luego extrañeza, para terminar rehusando con un coqueto mohín. No deseaba beber, eso era evidente.

Simón insistió, e incluso fingió hacerlo él también, poniendo mucho cuidado en no tragar ni una sola gota de la mágica poción, no fuera a ser que ésta le provocara algún efecto indeseado; pero ella se seguía resistiendo.

Haciendo acopio de paciencia el pescador redobló sus caricias, a las cuales la muchacha pez respondía con agrado. Finalmente, y viéndose casi obligado a forzarla, consiguió hacerle ingerir una pequeña cantidad de líquido antes de que ella apartara la boca con violencia; habría que ver si había sido suficiente o si, por el contrario, resultaría preciso insistir, aun a sabiendas de que debería hacerlo en contra de su voluntad.

No fue necesario. A los pocos segundos ella comenzó a toser, al tiempo que su cuerpo era sacudido por convulsiones espasmódicas. Aterrado, Simón comenzó a temer que hubiera podido haberla envenenado, lo que le hizo concebir siniestras intenciones hacia quien le había proporcionado el brebaje.

Pero la sirena no mostraba signos de fallecer, aunque la rápida evolución de los acontecimientos parecía presagiar que el elixir sí le estaba haciendo efecto, sin poderse aventurar todavía el alcance de éste. Acurrucada en la piedra y encogida sobre sí misma, la pobre criatura temblaba como una azogada, mientras los espantados ojos de Simón se mantenían fijos en la metamorfosis que comenzaba a afectarla... aunque no en el sentido que el pescador hubiera esperado.

La magnífica cabellera comenzó a encanecer y a caérsele a puñados, convertida en una masa de algo parecido a estopa. La cara, crispada y con los ojos cerrados, se oscurecía por momentos. Los pechos, convertidos en dos bolsas flácidas, pendían como guiñapos. Los brazos, que al fin habían dejado de temblar, se consumieron hasta convertirse en dos secas y sarmentosas ramas que acabaron desprendiéndose de los hombros. Y la piel, antaño nacarina, se apergaminaba y agrietaba cayéndose a pedazos.

Todas estas transformaciones tenían lugar en la parte humana, es decir, de cintura para arriba, puesto que su cola de pez no parecía verse afectada. Pronto descubriría Simón, con asombro, que Astar no le había mentido y la sirena, libre al fin del encantamiento, estaba recobrando efectivamente su aspecto original... de pez, puesto que en un pez era en lo que estaba convirtiéndose.

Concluida la metamorfosis, el pescador se encontró con que ante él ya no se encontraba la muchacha a la que amara, sino un enorme pez parecido a un atún que con enérgicas sacudidas de su cuerpo lograba desembarazarse de los últimos restos de su anterior envoltura semihumana. La criatura, tras mirarle con ojos lastimeros, o cuanto menos eso le pareció a él, golpeó el suelo con su poderosa cola y, aprovechando el impulso adquirido, se zambulló en el agua desapareciendo en el remolino que originó en su caída.

Y eso fue todo. Desolado, Simón volvió a su barca y emprendió el retorno al puerto; el maldito hechicero tendría que responder con su vida por el mal que le había causado, se dijo aferrando entre las crispadas manos el arpón de mayor tamaño de todos los que poseía. Lo mataría, estaba dispuesto a hacerlo aunque fuera a costa de su propia vida.

Sin embargo, no tuvo ocasión de hacerlo. En el pueblo le comunicaron que Astar se había marchado poco después de que él partiera, afirmando que poco podía hacer por mejorar la flota pesquera; y como en el fondo todos estaban deseando perderlo de vista, nadie se había opuesto a su marcha. Huelga decir que jamás le volvieron a ver por allí.

Simón, claro está, no reveló a nadie su fracaso. Jamás volvería a visitar la cala de la sirena, aunque desde entonces cada vez que visita la ciudad, o alguno de los pueblos cercanos, no cesa de preguntar a todo el que se cruza en su camino por el paradero del escurridizo Astar, para el cual sigue teniendo reservado el arpón que siempre lleva consigo.


Publicado el 23-3-2009 en NGC 3660