Una vida mejor



Desde hace siglos, por no hablar de milenios, es mucho lo que ha discutido la humanidad acerca de la existencia o no de la reencarnación, normalmente de forma excluyente y rotunda. Así, mientras las culturas orientales (y en especial el hinduismo o el budismo) convertían la reencarnación en uno de los pilares básicos de su fe religiosa, las iglesias surgidas del tronco común del judaísmo (cristianos, musulmanes y los propios judíos) la negaban tajantemente sin que ni una sola de sus numerosas ramificaciones llegara jamás a aceptarla. En cuanto a las demás religiones, tanto vivas como extintas, todas ellas han tomado siempre partido por una u otra opción sin dejar el menor resquicio a la ambigüedad.

Resulta evidente que aceptar o negar la reencarnación acarrea graves consecuencias no ya teológicas sino inclusive filosóficas, las cuales afectan de modo radical a las creencias de cualquier persona en el Más Allá. Conviene no olvidar que el ateísmo absoluto, el cual no ha de confundirse ni con un escepticismo más o menos profundo, ni con el mucho más intelectual agnosticismo, es algo que en la práctica resulta ser virtualmente inexistente, ya que en estos temas la mente humana acostumbra a experimentar un insufrible horror vacui que precisa salvar de alguna manera sin distinciones ni de credo ni de cultura. El hombre, en definitiva, puede ser capaz de creer en multitud de cosas diferentes, pero lo cierto es que siempre necesitará creer en algo.

Pero conviene no desviarse demasiado de nuestra disquisición inicial. La creencia en la reencarnación condiciona no sólo las convicciones más profundas de cualquier sociedad, sino también su propio modo de ver la vida. Téngase en cuenta que, mientras para un cristiano su vida es una ocasión única e irrepetible para conseguir la salvación de su alma, para un hinduista no se trata sino de un eslabón más de una larga cadena cuyo fin último es alcanzar la perfección absoluta. Asimismo, la convicción de que los animales no sólo poseen un alma, sino que además ésta está incluida también en la misma rueda de la vida que las de las personas, motiva en estos pueblos esos sentimientos hacia los animales que tan pintorescos pueden llegar a resultar ante los ojos de los occidentales, llegándose en ocasiones a casos tan extremos como el de los jainistas, los cuales evitan matar involuntariamente incluso hasta a los propios insectos.

Sin embargo, y a pesar de esta liberalidad, las creencias hinduistas o las budistas tienen también sus limitaciones, ya que a ningún hindú en su sano juicio se le ocurriría atribuir un alma a un objeto inanimado como pudiera ser una piedra o una silla... Claro está, se puede opinar que el alma es algo que está consustancialmente ligado al concepto de vida, por lo cual cualquier cosa inanimada es por principio completamente incapaz de poseerla...

Eso sí, existe una cuestión que es preciso considerar. Un trozo de piedra, evidentemente, es algo totalmente muerto, pero ¿qué ocurre si un artista labra esa piedra dándole un valor artístico del que antes carecía? ¿Acaso no se puede considerar que ese artista ha transmitido parte de su ser, es decir, su alma, a la piedra objeto de su transformación voluntaria?

Fijémonos ahora en cualquier otra maestra del arte o el pensamiento universal: Una catedral gótica, la Novena Sinfonía de Beethoven, el cuadro de las Meninas, el Quijote... ¿Acaso no son obras inmortales en las cuales se perpetúa el alma de sus autores incluso siglos después de que éstos hayan muerto? Se me objetará, sin duda, que el alma es algo totalmente diferente a la obra de una persona y, por supuesto, completamente indivisible; pero yo no estoy de acuerdo. Para mí el alma no es algo encerrado en sí mismo, algo en definitiva indeleble que se conserva intacto al margen de los avatares por los que discurre la vida de su poseedor; para mí el alma es algo vivo en el sentido que crece, se ramifica y se escinde creando nuevos núcleos que a su vez actúan de la misma forma. Por ello cada persona iría dejándose jirones de su propia alma en cada una de sus sucesivas vidas, sin que esto supusiera necesariamente un obstáculo en su camino hacia la perfección a través de sus diferentes reencarnaciones.

¿En qué me baso para opinar tan tajantemente sobre este tema? Bien, pues en mí mismo. He de advertir que yo no soy ni una persona ni tan siquiera un ser vivo, lo que no impide que sea plenamente consciente de mi existencia. Yo fui un poema, un bello poema escrito por un poeta ya olvidado que puso en mí una parte importante de su alma y de su ser.

Por desgracia, y por razones que no vienen a cuento aquí, nunca llegué a ser publicado. Mi autor me conservó con cariño, y a su muerte permanecí durante algún tiempo olvidado en un oscuro cajón; pero un mal día uno de sus herederos me encontró revolviendo entre las polvorientas pertenencias de su pariente. Lamentablemente esta persona no había heredado ni tan siquiera un ápice del alma poética de su antecesor, por lo cual me vi condenado al triste destino de ser vendido como papel viejo sin que nadie se preocupara lo más mínimo por salvarme.

Tras caer en manos de un trapero que tampoco supo apreciar mi valía, fui finalmente reciclado junto con otros muchos papeles viejos dados al igual que yo por inútiles. Se perdió así para siempre el recuerdo de mis estrofas, lo que vino a ser en cierto modo una muerte dado que yo era un ejemplar único. Sin embargo, y por razones que desconozco aunque creo ver en ello la mano de la Divina Providencia, no sólo persistió en mí eso que me he atrevido a calificar como alma, sino que además he tenido la ocasión de gozar del raro privilegio de conservar el recuerdo de mi existencia anterior.

Actualmente me encuentro convertido, mezclado con otros papeles de procedencia bien diversa, en unas cuantas páginas de un ejemplar del Boletín Oficial del Estado, y aunque ante los ojos de cualquier mortal tan sólo reproduzca la prosaica convocatoria de unas oposiciones en un ministerio cualquiera, en el fondo de mi alma continúo atesorando íntegra la belleza infundida por el alma de aquel poeta que me dio el ser, aunque por desgracia soy incapaz de transmitirla a todos aquéllos que me consultan. En ocasiones sueño que puedo, bailando las letras impresas en mi cuerpo, trocar el árido lenguaje burocrático por la feliz sinfonía de palabras que fueran mi original existencia... Pero por desgracia se trata de algo que me está vedado, con lo cual tan sólo me queda la esperanza de que algún alma afortunada (¿quizá mi propio autor, en su nueva reencarnación?) sea capaz de leer en mí como en un palimpsesto. Se trata de algo extremadamente improbable, lo sé de sobra, pero ésta es la única posibilidad que me queda.

Según los criterios de la religión budista, mi nueva reencarnación sería un retroceso producto quizá de un ignorado pecado; pero yo no lo creo así, ya que Dios es misericordioso y ha permitido no sólo preservarme, sino también que sea consciente de mi existencia. De haberlo querido el destino, yo me habría transformado en una efímera página de periódico o, todavía peor e infinitamente más humillante, habría acabado sirviendo para satisfacer la higiene cotidiana de alguna persona ajena por completo al mensaje que aliento.

Por suerte no ha sido así y dormito plácidamente en los anaqueles de una hemeroteca, seguro como estoy de perdurar durante mucho tiempo siempre que la humedad, el fuego o las polillas respeten mi vulnerable cuerpo. Y espero, ilusionado, a que llegue mi hora.


Publicado el 3-3-2010 en NGC 3660